Crisostomo Ev. Juan 36

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HOMILÍA XXXVI (XXXV)

Este es el segundo milagro que hizo Jesús al retornar otra vez de Judea a Galilea. Después de esto se celebraba la fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén (Jn 4,54 Jn 5,1).

Así COMO en las minas de plata nigún perito desprecia vena alguna por pequeña que sea, pues de ella pueden lograrse grandes riquezas, del miámo modo en las divinas Escrituras no puedes pasar de ligero ni un ápice ni una tilde, sino que es necesario examinarlo todo. Y la razón es porque todo lo profirió el Espíritu Santo y nada hay que sea superfluo. Y por lo que se refiere a este pasaje, advierte lo que dice el evangelista: Este es el segundo milagro que hizo Jesús al retornar otra vez de Judea a Galilea. No sin motivo añadió eso de el segundo, sino que por este medio enlaza el milagro con el obrado en los samaritanos, haciendo ver que en cambio los galileos ni por este segundo se levantaron a tan sublime región como aquellos otros que nada maravilloso habían contemplado.

Después de esto, era la fiesta de los judíos. ¿Cuál fiesta? Pienso yo que se trata de la fiesta de Pentecostés. Y Jesús subió a Jerusalén. Con frecuencia pasaba en Jerusalén las solemnidades, tanto para que vieran que con ellos las celebraba, como para atraer a la multitud de la gente sencilla. Porque sobre todo los más sencillos y sinceros eran quienes a tales festividades concurrían. Hay en Jerusalén, cerca de la Puerta, de las Ovejas, una piscina llamada en hebreo Betsaida (o Betesda), que tiene cinco pórticos. En ellos yacía una gran muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos, que esperaban la agitación del agua. ¿Qué género de curación es ésta? ¿qué misterio se deja entender? Porque no sin motivo se ha escrito esto, sino que como en figura e imagen nos pinta lo futuro, con el objeto de que no se quebrantara la fe en muchos de los oyentes si eso futuro, inexplicable, maravilloso, inesperado, sucediera repentinamente y sin preparación.

Y ¿qué es lo que nos pinta y describe? Se habrá de conceder el don del bautismo, lleno de virtud y gracia suprema; bautismo que lava todos los pecados y vuelve los muertos a la vida. Pues bien, esto es lo que aquí como en imagen se pinta, tanto en esa piscina como en otros muchos lugares. Desde luego, presenta el agua que purifica las manchas corporales y las impurezas no reales pero estimadas como reales, por ejemplo en los funerales, en la lepra y en otras semejantes; por lo cual en la Ley Antigua pueden advertirse muchas de esas purificaciones por el agua.

Pero vengamos ya a lo que nos proponíamos. En primer lugar, como dijimos, cuida el Señor de curar por medio del agua las manchas corporales y además diversas enfermedades. Para acercarnos ya más a la gracia del bautismo, no únicamente quita las manchas corporales sino que sana las enfermedades. Porque las figuras que ya se acercan más a la realización de lo figurado, tanto en lo del bautismo como en lo de la Pasión y en otros pasos, son bastante más claras que las figuras antiguas. Sucede así que los guardias que están más cerca del rey son más esclarecidos que los que están allá lejos: lo mismo sucedió en esto de las figuras.

Descendía un ángel y removía el agua y le comunicaba el poder de sanar, para que comprendieran los judíos que mucho mejor podía el Rey de los ángeles curar todas las enfermedades del alma. Pero así como acá no era simplemente la naturaleza del agua lo que curaba, pues de otro modo lo habría hecho continuamente, sino que eso sucedía por virtud del ángel, del mismo modo en nosotros no obra simplemente el agua, sino hasta que ha recibido la virtud del Espíritu Santo, entonces es cuando perdona todos los pecados. Y en torno de esta piscina yacía una gran multitud de enfermos, ciegos, cojos, paralíticos que esperaban la agitación del agua. Pero en el caso presente la enfermedad formaba un impedimento para que pudiera sanar el que quisiera; mientras que al bautismo todos tienen facultad de acercarse; puesto que no es un ángel el que agita el agua, sino el Señor de los ángeles quien todo lo hace. Aquí no podemos decir que mientras yo me acerco, ya otro ha descendido antes que yo. Si todo el orbe se acerca, la gracia no se consume, ni falla la virtud ni la operación, pues permanece siempre igual. Como los rayos solares diariamente iluminan y no se consumen ni pierden nada de su luz por el hecho de ser suministrados a muchos, del mismo modo, es decir, de otro mucho mejor, la operación del Espíritu Santo no se disminuye con la muchedumbre de los que la reciben.

Lo dispuso así Dios a fin de que quienes por largo tiempo sabían que las enfermedades corporales se curaban con agua, y se habían ejercitado en esto durante mucho tiempo, más fácilmente creyeran que podían curarse las enfermedades del alma. Pero ¿por qué Jesús, dejando a un lado a los demás enfermos1 se acercó al que llevaba treinta y ocho años de enfermedad? Por qué le pregunta: ¿Quieres sanar? No lo hizo para saber, pues hubiera sido superfluo; sino para hacer patente la perseverancia del enfermo, y que cayéramos en la cuenta de que por este motivo se le había acercado. ¿Qué le dice el enfermo? Le respondió: Señor, no tengo nadie que me meta en la piscina luego que es agitada el agua. Y en tanto que yo voy, otro se me adelanta a bajar. Para esto le pregunta Jesús, para que supiéramos todo eso. No le dijo: ¿Quieres que yo te dé la salud? porque ahí aún no lo tenían en la opinión conveniente. Sino que le dice: ¿Quieres sanar? Verdaderamente es admirable y estupenda la perseverancia de este paralítico. Durante treinta y ocho años, esperando quedar libre de su enfermedad, permaneció ahí sin apartarse. Si no hubiera sido en exceso paciente ¿cómo no lo habrían arrancado de aquel sitio si no las decepciones pasadas sí ciertamente las imposibilidades futuras? Piensa tú además en el sumo cuidado con que los otros enfermos vigilaban; pues no les era conocido el tiempo en que se produciría la agitación del agua. Y por cierto, los cojos y mutilados podían observarla, pero no los ciegos, a no ser que mediante el movimiento la sintieran.

Avergoncémonos, carísimos, avergoncémonos y lloremos nuestra inmensa desidia. Este enfermo perseveró durante treinta y ocho años. No alcanzaba lo que quería y sin embargo no se apartó. Y no fue que no lo consiguiera por negligencia suya, sino que lo estorbaban otros impedimentos a la fuerza. A pesar de todo, no desesperó. Nosotros, al revés, si esperamos unos diez días pidiendo algo y no lo obtenemos, luego nos cansamos y no lo tomamos ya con el mismo empeño. Nos ocupamos con los hombres larguísimo tiempo, ya tratando de la milicia, ya desahogando nuestras miserias, ya ocupados en servicios propios de criados; y con frecuencia, al fin nos encontramos defraudados en nuestras esperanzas. En cambio para con nuestro Señor, en donde se obtiene una recompensa inmensamente superior a nuestros trabajos -pues dice Pablo: La esperanza no confunde-, no logramos perseverar con el empeño debido.

Pues ¿de cuán grave castigo no será digno esto? Aun en el caso de que nada hubiéramos de recibir, eso sólo de tratar con frecuencia con Dios ¿acaso no se ha de equiparar a todos los bienes? Dirás sin duda que la oración continua es laboriosa. Pero ¿qué hay en el ejercicio de la virtud que no sea laborioso? Dirás que sobre todo te deja perplejo el hecho de que a la perversidad la acompaña el placer y a la virtud el trabajo. Pienso que muchos investigan el porqué de esto. ¿Cuál es pues el motivo? Allá al principio Dios nos dio una vida sin molestias ni solicitudes. Abusamos de semejante don. Y una vez. privados por nuestra desidia de semejante don tan grande, perdimos el paraíso. Por tal motivo la vida íntegra del hombre Dios la tornó laboriosa; y en cierto modo El se justifica diciendo: Al principio os doné delicias; pero a causa de mi suavidad en trataros os volvisteis peores. Por lo cual os entregué a los trabajos y sudores.

Y como ni siquiera esos trabajos os contuvieran en el deber, añadí luego la ley compuesta de muchos preceptos, como a un corcel indómito se le ponen freno y peales para contener sus ímpetus. Así proceden los domadores de corceles. De manera que se nos dio una vida laboriosa porque el ocio suele pervertirnos. Nuestra naturaleza no soporta la inacción, sino que fácilmente se inclina a lo perverso. Supongamos que ningún trabajo tenga alguien que es moderado en su modo de vivir, pero que no ejercita ninguna otra virtud, sino que durmiendo él todo le sale bien. ¿Cómo usaríamos nosotros de una semejante concesión? ¿Acaso no daríamos en arrogancia y soberbia?

Instarás diciendo: mas ¿por qué tan gran placer acompaña a la maldad y tantos sudores y trabajos al ejercicio de la virtud? Pero entonces ¿qué se te habría de pagar o de qué recibirías recompensa, si la virtud no fuera laboriosa? Yo podría indicar a muchos que por su natural rehuyen a las mujeres y evitan su trato como algo execrable. Pero pregunto: ¿a semejantes hombres los llamaremos castos o los coronaremos en triunfo y los ensalzaremos? ¡De ninguna manera! Porque la castidad es una templanza y una batalla para superar los placeres. Pero en la guerra, ahí donde los combates son mayores, es donde se obtienen los más excelsos trofeos; y sucede todo lo contrario cuando nadie hay que se nos enfrente.

Muchos hay que por su natural son fríos y remisos. ¿A éstos los llamaremos mansos? ¡De ninguna manera! Por tal motivo Cristo, después de enumerar tres clases de eunucos, deja sin corona de triunfo a dos de ellas, y solamente a una introduce en el reino. Insistirás aún: pero ¿para qué es necesaria la malicia? Lo mismo te digo yo. Entonces ¿qué es lo que opera la maldad? ¿Qué otra cosa, sino la desidia que proviene de la voluntad? Dirás todavía: pero convenía que Solamente hubiera buenos. Respondo: ¿qué es lo propio de los buenos? ¿Ayunar y vigilar o roncar y dormir? Preguntarás: ¿por qué no se estableció que pudiéramos ser buenos sin trabajar?

Tales palabras son dignas de una bestia y de quienes tienen el vientre por dios. Y para que veas que semejantes palabras son dignas de perezosos, responde a una pregunta mía: Supongamos un rey y un general; y que mientras el rey duerme y se entrega a la embriaguez, el general con grandes trabajos logra un triunfo brillante. ¿A cuál de ambos atribuirás la victoria? ¿Cuál de ambos es justo que coja los frutos de placer por la empresa cumplida? ¿Observas cómo el alma mucho más se aficiona y disfruta de aquellas cosas en las que ha puesto su propio trabajo? Pues bien: tal es el motivo por el que Dios mezcló el trabajo en el ejercicio de la virtud. Y es también el motivo por el que admiramos la virtud aun cuando no la ejercitemos; y en cambio condenamos el vicio aunque sea dulcísimo. Y si preguntas: ¿por qué no máá bien admiramos a quienes son buenos por su natural que a los que lo son por la determinación de su voluntad? Respondo: porque lo justo es admirar al que trabaja y anteponerlo al que no trabaja. Sigues preguntando: ¿por qué ahora tenemos que trabajar? Pues porque cuando no teníamos que trabajar nos portamos mal y no con moderación.

Más aún, si alguno escruta el asunto más a fondo, le diremos que la desidia indolente suele perdernos mucho más y acarrearnos mucho más trabajo que la virtud. Si te parece, encerremos bajo llave a un hombre; y ahí alimentémoslo y satisfagamos todos los placeres del vientre hasta lo sumo sin que él haya de caminar y sin que le permitamos hacer cosa alguna. Que goce de una mesa bien dispuesta, de lecho y de placeres perpetuos. ¿Puede haber algo más miserable que ese género de vida? Instarás todavía alegando que una cosa es trabajar y otra fatigarse; y que allá al principio podía el hombre trabajar sin fatiga. ¿O es que no podía eso? Digo que sí podía y que DioS así lo quería; pero tú no lo permitiste. Determinó que cultivaras el paraíso; te impuso el trabajo, pero no lo mezcló con la fatiga. Pues si desde el comienzo el hombre se hubiera fatigado con el trabajo, Dios no se lo habría impuesto como castigo. Ciertamente puede alguno juntamente trabajar y no fatigarse, como sucede con los ángeles.

Que los ángeles procedan a obrar, óyelo: Héroes potentes, agentes de sus órdenes? Al presente el que nuestras fuerzas sean menores hace fatigoso el trabajo; pero allá al principio no era así. Pues dice la Escritura: Descansó de sus trabajos como Dios de los suyos. No significa aquí ociosidad, sino que no había fatiga; puesto que Dios aun ahora sigue laborando, como lo dice Cristo: Mi Padre aún ahora obra y Yo obro también. Os ruego pues que echando fuera toda pereza, seamos virtuosos. El placer de la iniquidad es breve y su dolor perpetuo. De la virtud el gozo es inmortal y el trabajo pasajero. La virtud, aun antes teje a los suyos las coronas y los alimenta con la buena esperanza. La iniquidad, por el contrario, aun antes del castigo atormenta con el recuerdo de las malas obras y todo lo siembra de temores y sospechas, que son más laboriosas y penosas que todo lo demás.

Si aun sin eso, solamente tuviera placeres aún así ¿qué habría más vil? Apenas se presenta y ya vuela e marchita huye antes de que se le dé alcance. Aunque hables de placeres de la mesa o del cuerpo o de las riquezas, día por día envejecen Pero si a esto se añaden los castigos y tormentos eternos quien habrá más mísero que quienes los buscan. Sabido lo, sufrámoslo todo por la virtud. Así gozaremos veredero deleite, por gracia y benignidad de Cristo al cual sea la gloria juntamente con el Padre Epíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amen.



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HOMILÍA XXXVII (XXXVI)

Le dijo Jesús: ¿Quieres sanar? Señor, le respondió el enfermo, no tengo a nadie que me meta en la piscina, luego que el agua es agitada (Jn 5,6-7).

GRANDE GANANCIA se saca de las Sagradas Escrituras, utilidad inmensa, como lo dice Pablo con estas palabras: Todo lo escrito ha sido escrito para enseñanza nuestra acerca de lo pasado; para que por la paciencia y la consolación que dan las Escrituras, mantengamos la esperanza. ! Son las Escrituras un tesoro de todas las medicinas; hasta tal punto que si fuera necesario extinguir la arrogancia, apagar la concupiscencia, pisotear el amor de los dineros, despreciar el dolor, tener un ánimo fuerte y determinado a todo, fortificar la paciencia, cualquiera encontrará en ellas el remedio oportuno. Puesto que ¿quién de los que han luchado con la pobreza durante largo tiempo o han padecido prolongadas enfermedades no recibirá un gran consuelo al leer este pasaje?

Este hombre, paralítico durante treinta y ocho años y viendo que año tras año otros conseguían la salud mientras que él continuaba enfermo, no decayó de ánimo, no desesperó. Y eso que la tristeza por el tiempo ya transcurrido y la visión de lo futuro sin esperanza alguna, podían bien atormentarlo. Escucha lo que dice y conoce la tragedia de su vida. Cuando Cristo le preguntó: ¿Quieres sanar? contestó: Sí, Señor. Pero no tengo nadie que me meta en la piscina luego que el agua es agitada. ¿Hay algo más mísero que semejantes palabras? ¿Hay algo más calamitoso que semejante suceso? ¿Adviertes el ánimo agobiado por la duración de la enfermedad? ¿Observas la ira del todo dominada y puesta en calma? No profirió blasfemia ninguna, como olmos que muchos las profieren en sus aflicciones. No maldijo su vida. No se indignó por la pregunta ni respondió: ¿Por qué preguntas si queremos sanar? ¿Acaso has venido a burlarte de nosotros y molestarnos? Sino que todo lo llevó con mansedumbre y modestia; y respondió: Sí Señor. Aun sin saber quién era el que le preguntaba y sin pensar que ese mismo luego le daría la salud, le refiere todo con dulzura; ni le pide nada, como suelen pedir los que hablan con los médicos. Simplemente da razón de su enfermedad.

Quizá esperaba que Cristo le prestara ese auxilio de bajarlo al agua e intentaba con sus palabras inclinarlo a llevarlo a efecto. Pero ¿qué hace Cristo? Demuestra que con sola su palabra todo lo puede, pues le dice: Levántate, toma tu lecho y camina. Creen algunos que se trata del mismo paralítico de que habla Mateo. Pero no es, como se demuestra por muchos argumentos. Desde luego, éste no tiene quien cuide de él, mientras que aquel otro tenía muchos que lo cuidaran y lo llevaran. Por eso dijo: No tengo a nadie. También se ve claro por la respuesta. Porque aquél nada dijo; mientras que éste da cuenta de todas sus cosas. En tercer lugar, por el tiempo. Porque éste fue curado en sábado y día festivo; mientras que aquél lo fue en otro día. También el sitio es diverso, pues aquél fue curado en la casa; éste otro, en el pórtico de la piscina. Además el modo de curación es distinto. Con aquél, Cristo primero dice: Hijo: tus pecados te son perdonados. Con este otro, primero lo sana y luego cuida de su alma. Allá hay perdón, pues dice Cristo: Tus pecados te son perdonados. Acá sólo hay una amonestación y amenaza, para que en adelante sea precavido. Pues le dice Cristo: No peques más, no sea que te suceda algo peor. También las acusaciones son diversas. En éste los judíos acusan a Cristo de curar en sábado con su milagro; en aquél, lo acusan de blasfemia.

Considera la infinita sabiduría de Dios. Porque no comenzó por curar al paralítico; sino que primeramente se le hizo amigo preguntándole y preparando el camino a la fe. Y no solamente lo alienta y lo sana, sino que le ordena cargar su lecho, con el objeto de que al milagro se añadiera la fe; y que nadie pudiera sospechar que se trataba de simples apariencias engañosas.

Si en realidad los miembros del paralítico no hubieran quedado firmes y robustos, no habría podido él cargar con su lecho.

Muchas veces procede así Cristo, para más cerrar la boca a los calumniadores impudentes. Así en el milagro de la multiplicación de los panes, para que nadie dijera que ya de antemano las turbas estaban saciadas y que se trataba de una simple fantasmagoría, cuidó de que sobraran muchos restos de los panes. Y al leproso que limpió le dijo: Anda y preséntate al sacerdote/ para al mismo tiempo fundamentar bien la fe en el milagro y reprimir la impudencia de quienes afirmaban que El contrariaba los preceptos de Dios. Y lo mismo hizo cuando convirtió el agua en vino; pues no solamente presentó el vino, sino que cuidó de que se le enviara al maestresala, para que éste, que confesaba que nada sabía de lo sucedido, diera su testimonio nada sospechoso. Por esto dice el evangelista: Y no sabía el maestresala de dónde era el vino; y así dio un testimonio en absoluto cierto. Y en otra parte, después de resucitar a un muerto, ordenó que se le diera de comer? Les dice: dadle de comer, para presentar así un argumento certísimo de la resurrección. Con todo lo cual persuade aun a los más necios no ser él ningún hechicero mentiroso, sino que ha venido para salvar a los hombres.

Mas ¿por qué no exige a este paralítico la fe como a los ciegos a quienes dijo: Creéis que puedo hacerlo? Fue porque el paralítico no sabía quién era El. Tampoco solía proceder así antes de los milagros, sino después. Pues con todo derecho hacía esa pregunta a quienes ya habían visto su poder; pero los que aún no sabían quién era El, sino que habían de ser enseñados mediante los milagros mismos, solamente eran llamados a la fe después de los milagros. Mateo no presenta a Cristo haciendo esa pregunta antes de sus milagros y al principio, sino solamente después que ya había curado a muchos; en tal manera que sólo la hace a dos ciegos. Considera aquí la fe de este paralítico. Como oyera: Toma tu lecho y camina, no se burló ni dijo: ¿Qué es esto? El ángel baja, remueve el agua y apenas uno se cura. Y en cambio tú, que eres un simple hombre ¿piensas con solo tu mandato poder hacer más que los ángeles? Eso es soberbia y ostentación y cosa ridícula. Nada de esto pensó ni dijo; sino que apenas lo oyó, al punto se levantó, y ya sano obedeció al que le ordenaba: Levántate, toma tu lecho y camina.

Cosa ciertamente admirable; pero más lo es lo que sigue. Que el paralítico al principio y cuando aún nadie alborotaba creyera no es tan admirable como el que enseguida, cuando los judíos se enfurecían y lo rodeaban y lo acusaron y lo tuvieron cercado y le decían: No te es lícito cargar tu lecho, no sólo los despreció en la locura de ellos, sino que con gran confianza, en mitad del concurso, ensalzó a Jesús como bienhechor y les reprimió su impudencia. Yo afirmo que esto es propio de un ánimo esforzado. Apretándole los judíos y diciéndole con arrogancia e injurias: Sábado es hoy: no te es lícito cargar tu lecho, oye cómo les responde: El que me curó, me dijo: Carga tu lecho y camina. Sólo faltó que el paralítico les dijera: Locos sois e insensatos al pensar que yo no voy a tener por Maestro a quien me libró de tan recia y larga enfermedad; y que no voy a cumplir plenamente todo lo que él me ordena.

Y si hubiera querido proceder malignamente, podría haberles dicho: Yo no hago esto por voluntad propia, sino porque otro me lo mandó. Si esto es pecado, acusad al que lo ordenó; y entonces descargaré mi lecho. O aun tal vez habría ocultado el beneficio de la curación. Porque bien sabía que ellos no se dolían tanto de la violación del sábado como de la curación de un enfermo por Jesús. Ahora bien, ni ocultó esto ni dijo aquello, ni pidió perdón, sino que con clarísimas voces confesó el beneficio y lo ensalzó a El. Así procedió el paralítico. Pero los judíos ¿cómo procedieron? Considera cuán vil y malévolamente. Porque no le preguntaron: ¿quién te curó? Sino que dejando esto a un lado, con gran algazara pregonaban la transgresión del sábado.

¿Quién es ese que te dijo: carga tu lecho y camina? Pero el que había sido curado ignoraba quién era. Pues Jesús se había apartado de la turba que ahí había. ¿Por qué se esconde Cristo? Lo primero para que estando El ausente, el testimonio del paralítico quedara libre de toda sospecha; puesto que aquel que se sentía estar sano era digno de fe. También para no encender más aún en los judíos la llama de la envidia. Pues sabía que la sola presencia del envidiado suele suscitar en los envidiosos no pequeña chispa. Por esto se apartó y dejó que ellos entre sí discutieran el hecho, de modo de nada decir El de Sí mismo por entonces; sino que únicamente aquellos a quienes curaba hablaran con los acusadores.

Y los mismos acusadores dan testimonio del milagro. Porque no dicen: ¿Por qué ordenaste que esto se hiciera en sábado?; sino: ¿Por qué haces esto en sábado? No se indignan de la transgresión del sábado, sino que envidian el milagro que dio la salud al enfermo. Si atiendes a lo humano, en realidad la transgresión del sábado era obra del paralítico, puesto que Cristo lo único que hizo fue hablar. Por lo demás Jesús en este pasaje ordenó en forma diversa abrogar el sábado; pues en otra ocasión lo abrogó El personalmente haciendo lodo y untándolo en los ojos de un ciego. Todo esto lo hace no quebrantando el sábado, sino obrando como quien es superior al sábado. Pero de esto trataremos más adelante. Jesús no se defiende del mismo modo siempre al ser acusado de quebrantar el sábado. Esto se ha de tener en cuenta cuidadosamente.

Mientras, veamos cuán grave mal sea la envidia y en qué forma ciega los ojos al envidioso, para ruina de éste. Así como los furiosos con frecuencia vuelven contra sí mismos la espada, así los envidiosos, no mirando sino únicamente a la ruina y daño de aquel a quien envidian, se arrojan con ímpetu salvaje contra su propia Salvación. Son peores que las fieras. Porque éstas se lanzan contra nosotros o porque necesitan alimento o porque las irritamos. Pero los envidiosos aun después de recibir beneficios, tienen muchas veces como enemigos a los mismos benefactores. De modo que son peores que las bestias salvajes.

En cambio, son iguales a los demonios; quizá son aún más perversos. Los demonios traen con nosotros una enemistad implacable; pero entre sí no ponen asechanzas a otros demonios, sus semejantes. Por este camino Jesús refutó a los judíos cuando lo acusaban de arrojar los demonios en nombre de Beelzebul. En cambio los envidiosos no tienen respeto ni a la comunidad de naturaleza ni a sí mismos. Puesto que, antes que a aquellos a quienes envidian, hacen daño a su propia alma, llenándola de tristeza y vana turbación.

¡Oh hombre! ¿Por qué te atormentas a causa del bien ajeno? Convendría dolemos de nuestros propios males, pero no de la felicidad de los prójimos. Semejante pecado no tiene perdón. El adúltero puede alegar la fuerza de la concupiscencia; el ladrón, su pobreza; el homicida su ira: excusas vanas y locas, pero que en fin se pueden alegar. Pero tú, oh envidioso, te pregunto ¿qué podrás alegar en excusa? Ninguna cosa en absoluto, sino una crecida malicia. Si se nos ordena amar a los enemigos y nosotros en cambio odiamos aun a los amigos ¿con qué pena no seremos castigados? Si quien ama a sus amigos no hace sino lo que hacen los paganos, quien daña a quienes en nada lo han dañado ¿qué perdón podrá tener o qué consuelo? Oye a Pablo que dice: Si entregara mi cuerpo a las llamas y éstas me consumieran, pero no tuviera caridad, de nada me serviría. Y que de donde hay envidia la caridad haya desaparecido, nadie lo ignora.

Este vicio es peor que la fornicación y el adulterio. Porque éstos se quedan y permanecen en el interior del que peca; pero la envidia destruye las iglesias íntegras y corrompe al orbe entero. Esta es la madre de los asesinatos y muertes. Movido de ella Caín mató a su hermano Abel. Excitados por ella, Jacob fue perseguido por Esaú; José, por sus hermanos; el género humano íntegro lo es por el demonio. Tú, envidioso, no matas pero haces un estrago peor aún cuando ruegas a Dios que tu hermano sea colmado de ignominia; cuando por todos lados le tiendes lazos y trampas; cuando te entristeces de que él tenga entrada con el Señor del orbe. De manera que propiamente no peleas contra él sino contra Aquel a quien él adora. Es a Este a quien deshonras cuando antepones tu honor al suyo; y, lo que es sumamente grave, piensas ser culpa leve la que es peor que todas.

Si das limosna, si celebras vigilias, si ayunas, mientras envidies a tu hermano, serás siempre malvadísimo. Puede verse claro esto por aquí: hubo entre los corintios un adúltero; pero fue acusado y pronto se arrepintió y se enmendó. Caín envidió a Abel, pero nunca se enmendó; y aun cuando el Señor con frecuencia le recordó esa llaga, él más se hinchaba y corría al asesinato. Hasta tal punto este vicio es más fuerte que aquel otro, y no se cura fácilmente si no ponemos empeño. Arranquémoslo de raíz, pensando que así como ofendemos a Dios envidiando el bien ajeno, así lo agradaremos al alegrarnos de ese bien.

Además de que con eso nos hacemos partícipes de los bienes que están preparados para quienes virtuosamente viven.

Por esto exhorta Pablo: Gozarse con los que se gozan y llorar con los que lloran; para que por ambos caminos reportemos crecidos frutos. Pensando, pues, en que aún cuando no trabajemos, si estamos bien dispuestos en favor de los que trabajan, seremos participantes de sus coronas, echemos fuera toda envidia; metamos en nuestro ánimo la caridad con el objeto de que, aplaudiendo a nuestros hermanos que bellamente se portan, consigamos los bienes presentes y también los futuros, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, con el cual y por el cual sea al Padre la gloria, en unión con el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.




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HOMILÍA XXXVIII (XXXVII)

Más tarde lo encontró Jesús en el templo y le dijo: Mira que has recobrado la salud. No peques ya más, no sea que te suceda algo peor (Jn 5,14).

GRAVE COSA es el pecado; cosa grave y ruina del alma; y tal que con frecuencia redunda también en daño del cuerpo. Y pues sucede que cuando enfermamos del alma no stentimos dolor; y en cambio con un poquito que sufra el cuerpo extremamos los medios para librarlo de la enfermedad, porque ésta sí la sentimos, Dios castiga en el cuerpo los pecados del alma, para que el castigo de la parte inferior engendre la salud en la superior. Por este camino corrigió Pablo al fornicario de entre los corintios, combatiendo la enfermedad del alma mediante el azote del cuerpo; poniendo el corte en el cuerpo, refrenó la enfermedad del alma. Procedió a la manera de un óptimo médico que, no bastando los remedios internos en los casos de hidropesía o enfermedad del bazo, recurre finalmente al cauterio en lo exterior.

Así procedió Cristo con el paralítico. Advierte cómo él mismo lo declara: Mira que has recobrado la salud. No peques ya más, no sea que te suceda algo peor. ¿Qué aprendemos de aquí? En primer lugar que su enfermedad tuvo origen en el pecado. En segundo lugar, que con toda certeza existe la gehenna. En tercer lugar, que el castigo en ella es perpetuo y sin fin. ¿En donde están los que dicen: En dar muerte al otro ocupé apenas el espacio de una hora; en breve tiempo cometí el adulterio; y voy por eso a tener que sufrir penas eternas? Pues aquí tienes a uno que no pecó tanto como fue largo el castigo; pues le duró años, y casi pasó la vida íntegra en el castigo. No mide Dios los pecados por la duración del acto, sino por lo que el pecado es en sí mismo y en su naturaleza. Además, es necesario considerar que, aun cuando suframos graves castigos por los primeros pecados, luego reincidimos en ellos: por lo que tendremos que sufrir penas mayores con mucho. Y con toda razón; pues quien ni con el castigo se mejora, finalmente, como necio y despreciador de Dios, será llevado a castigos y tormentos mayores. El castigo debía reprimir a quien una vez ha caído y volverlo a un mejor modo de vivir. Pero, pues con el castigo no se vuelve más moderado, sino que se atreve a cometer los mismos pecados, con razón ha de sufrir un castigo que él mismo provocó que se le impusiera.

Y si los pecados que acá se repiten tienen más graves penas, cuando acá no se nos castiga por nuestros pecados ¿acaso no debemos temer y temblar, pues habremos de sufrir allá penas intolerables? Preguntarás: ¿por qué no todos son así castigados? Pues vemos a muchos criminales que gozan de excelente salud y disfrutan de próspera fortuna. No nos confiemos por esto, sino más bien lloremos más que a todos los otros a estos hombres. Porque si acá nada padecen, esto no es otra cosa sino una especie de viático que los conserva para mayores suplicios. Así lo dio a entender Pablo con estas palabras: Si bien, cuando el Señor nos castiga, nos quiere educar, a fin de que no nos tenga que condenar con este mundo. De manera que aquí es la admonición y allá es el castigo. Preguntarás: entonces ¿todas las enfermedades tienen su origen en pecados? No todas, pero sí las más. Porque unas nacen de la pereza. La gula, la embriaguez, la pereza son madres de enfermedades. Pero nosotros en sólo una cosa debemos advertir: en que se reciban con acciones de gracias. También manda Dios enfermedades en castigo de pecados. Así vemos en el Libro I de los Reyes a cierto individuo que por sus pecados padeció de pelagra. Pero también nos sobrevienen las enfermedades para que seamos más probados. Así dice Dios a Job: No pienses que Yo haya obrado por otro motivo, sino para que aparezcas justo?

Mas ¿por qué precisamente cuando se trata de paralíticos, Cristo menciona los pecados? Porque también en el otro que refiere Mateo, se dice: Confía, hijo: te son perdonados tus pecados? Y a éste ahora se le dice: Mira que has recobrado la salud. No peques ya más. Sé que algunos recriminan a este paralítico de haber acusado a Cristo; y afirman que ese fue el motivo por el que le dijo Cristo tales palabras. Pero ¿qué diremos del otro paralítico, el de Mateo, que escuchó casi las mismas expresiones? Pues también a este otro se le dijo: Se te perdonan tus pecados. Por aquí queda manifiesto que no fue ese el motivo de que éste oyera aquellas palabras de boca de Jesús. Y más claramente lo podemos conocer por lo que sigue.

Porque dice el evangelista: Más tarde lo encontró Jesús en el templo, lo que es señal de haber sido hombre piadoso. No buscaba la plaza ni las calles ni se entregaba a comilonas y a la pereza, sino que pasaba su tiempo en el templo. Aunque temía que todos lo echaran de ahí, nada lo pudo persuadir de abandonar el templo. Y como Cristo lo encontrara ahí, después de que había aquél hablado con los judíos, no le echó en cara semejante falta. Si de ella lo hubiera querido acusar, le habría dicho: ¿Persistes en esa falta y la salud para nada te ha mejorado? Nada de esto le dice: únicamente lo vuelve más cauto para adelante.

Bien. Pero ¿por qué cuando cura a cojos y mutilados, no les hace la misma advertencia? Yo pienso que fue porque a los paralíticos la enfermedad les venía en castigo de sus pecados; mientras que a esos otros les venía por una debilidad corporal. Si no hubiera habido este motivo, también a estos otros les habría hablado del mismo modo. Porque siendo la parálisis la enfermedad más grave de todas, quiere el Señor corregir mediante lo que es más grave también lo que es menos. Así como cuando curó a otro le ordenó dar gloria a Dios, dándole este mandato no sólo para él sino por su medio para todos, del mismo modo ahora, por medio de esos leprosos exhorta a todos y da un consejo útil para cada cual. Hay que añadir que veía su gran perseverancia; y así le da el mandato como a quien El sabe que puede guardarlo; y con el temor de los males futuros le ayuda a perseverar en la virtud.

Advierte cuán ajeno al fausto se halla Jesús. Porque no le dice: Mira que ya te he sanado yo; sino: ya estás sano; no peques ya más. Tampoco le dijo: No sea que yo te castigue, sino: No sea que te acontezca algo peor. Pone en forma impersonal ambas cosas y deja entender que la salud se le restituyó por gracia y favor y no por merecimientos del paralítico. Pues no dijo que éste se hubiera librado del castigo por méritos que tuviera, sino que había sido curado por pura benignidad. Si no hubiera sido así, le habría dicho: Ya sufriste el debido castigo de tus pecados: cuídate para adelante. No le dice eso, sino: Mira que ya estás sano. No quieras pecar ya más.

Digámonos esto mismo a nosotros mismos con frecuencia; y si somos castigados y salimos con bien, repitamos en nuestro interior: Mira que ya has recobrado la salud; ya no quieras pecar más. Pero si perseverando en nuestros pecados no recibimos castigo, digamos con el apóstol: La benignidad de Dios nos lleva a la penitencia. Pero tú, por tu endurecimiento e impenitencia de corazón, atesoras cólera para el día del castigo. Por lo demás Cristo dio al paralítico una gran señal de su divinidad, no únicamente fortaleciendo su cuerpo, sino además también por otro camino. Pues cuando le dijo: Ya no quieras pecar más, le significó que El conocía todos los pecados que aquél anteriormente había cometido; por lo cual en adelante a El se le debía dar fe.

Fue, pues, aquel hombre a decir a los judíos que quien lo curó fue Jesús. Observa cómo persevera en su gratitud. Porque no dijo: El fue quien me ordenó: carga con tu lecho. Pues los judíos perpetuamente objetaban aquello que en el paralítico les parecía culpable; el paralítico les da la respuesta para magnificar a su médico y atraer a él a los demás. No era ni tan necio ni tan mal agradecido, que tras de tan grandes beneficios y la admonición adjunta, traicionara a su bienhechor y hablara con semejante finalidad con los judíos. Aunque hubiera sido una fiera o estuviera fabricado de piedra y fuera un inhumano, podían haberlo retraído de semejante maldad el beneficio y además el temor.

Por la amenaza temía no le fuera a suceder algo peor, pues tan eximias pruebas tenía del poder de tan gran médico. Por lo demás, si hubiera querido calumniarlo, sin hacer mención de su salud, solamente lo hubiera acusado de la transgresión de la ley. Por el contrario, con gran confianza y significando su mucho agradecimiento, exalta el beneficio, no menos que el ciego aquel que decía a los judíos: Hizo lodo con su saliva y me ungió los ojos. Lo mismo declara aquí el paralítico: Jesús fue quien me dio la salud. Por esto perseguían a Jesús los judíos y querían matarlo, por haber hecho esto en sábado. Y ¿qué hace Jesús? Dice: Mi Padre en todo momento trabaja y Yo también trabajo. Cuando fue menester defender a los discípulos, alegó a David, consiervo de ellos, y dijo: ¿No habéis leído lo que hizo David cuando sufría hambre? Pero ahora que habla en favor propio, apela a su Padre, y por ambos caminos declara ser igual a El: al llamarlo su Padre, apropiándoselo en especial y al declarar que El hace las mismas obras que su Padre.

¿Por qué no trae a la memoria lo sucedido en Jericó? Quería levantarlos de lo terreno, para que en adelante ya no lo vieran como a solo hombre, sino como a Dios legislador. Cierto que si no fuera en verdad Hijo de Dios y de su misma substancia, la defensa fuera más grave que la acusación. Supongamos un Prefecto de la ciudad que quebrantara una ley regia; y que siendo acusado se defendiera alegando que el rey mismo también la había quebrantado. Tal hombre, lejos de ser absuelto, quedaría reo de un crimen más grave. Pero en el caso de Cristo, siendo El igual en dignidad a su Padre, la defensa resulta plenamente legítima. Como si les dijera: Con la misma razón con que libráis de culpa a Dios, libradme también a mí. Por tal motivo comienza diciendo: Mi padre, para persuadirlos, aunque no quieran, de que se le deben conceder los mismos derechos, si es que reverencian al que es verdadero y auténtico Hijo. Y si alguno preguntara ¿cómo es que el Padre trabaja, siendo así que al séptimo día descansó de todas sus obras? este tal debe comprender el modo de obrar. ¿Cuál es ese modo? Teniendo cuidado de sus obras y llevándolas adelante. Cuando ves el sol que nace, el giro de la luna, los lagos, las fuentes, los ríos, las lluvias y todo el orden y movimiento de la naturaleza, ya sea en las simientes, ya en los cuerpos así de los animales como del hombre, y todo lo demás de que consta el universo, mira y conoce en ello el obrar del Padre: Que hace nacer su sol sobre buenos y malos y llueve sobre justos y pecadores. Y también: Si al heno que hoy es y mañana se arroja al fuego, así lo viste Dios? Y acerca de las aves: Vuestro Padre celestial las apacienta?

De manera que en este pasaje, lo hizo con sola su palabra y nada más añadió. Pero rechaza las culpas que se le achacan por lo que se hacía en el templo y por lo que los mismos judíos practicaban. Y cuando ordena obras, por ejemplo, que se cargue con el lecho, cosa en realidad de poca importancia pero que claramente significa la abrogación del sábado, entonces habla de cosas más altas para punzarlos, y les propone la dignidad de su Padre y los eleva a cosas más sublimes. En consecuencia, cuando se trata del sábado, se justifica no como solo hombre, ni como solo Dios; sino unas veces en un sentido y otras en otro. Puesto que quería que ambas cosas se creyeran: la humildad de la Encarnación y la dignidad de la divinidad. Aquí se justifica como Dios. Si continuamente les hubiera hablado en sentido humano, habrían permanecido perpetuamente en sola la humillación. Pues para que esto no sucediera, trae al medio a su Padre. Las criaturas mismas trabajan en sábado. El sol recorre su camino, las fuentes arrojan sus raudales, las mujeres dan a luz. Mas, para que veas que El no entra en el número de las criaturas, no dijo: También yo obro, pues las criaturas a su vez obran; sino ¿qué? También yo obro, porque mi Padre obra.

Por esto los judíos buscaban más aún cómo perderlo; porque no sólo violaba el sábado, sino que llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios. Y lo demostró no sólo con sus palabras, sino mucho más con sus obras. ¿Por qué? Porque en las palabras puede haber cavilaciones y acusar al que habla de haber dicho falsedades; pero cuando veían la verdad de las cosas y de las obras que hacía y que demostraban su poder, entonces ya no podían ni abrir la boca. Los que no quieren recibir eso con espíritu de piedad objetarán que Cristo no se hacía igual a Dios, sino que eran los judíos quienes lo sospechaban. En vista de esto, vamos a resumir lo que ya expusimos.

Desde luego, dime: ¿los judíos perseguían a Jesús o no lo perseguían? Cierto lo perseguían. Nadie lo ignora. Y ¿lo perseguían por ese motivo de hacerse igual a Dios, o por otro? Todos confiesan que era por el dicho motivo. Y ¿abolía el sábado o no? Lo abolía, y nadie lo niega. Y ¿llamaba a Dios Padre suyo o no? Sí lo llamaba. Entonces las consecuencias se siguen lógicamente unas a otras. Pues así como el llamar a Dios su Padre, el abolir el sábado, el padecer persecución de parte de los judíos precisamente por eso, no son falsedades, sino verdades, del mismo modo lo es el hacerse igual al Padre, pues iba siguiendo el mismo pensamiento.

Por lo antes dicho, aparece más claro aún. Porque eso de: Mi Padre obra y yo también obro, es el equivalente de hacerse igual a Dios; puesto que en tales palabras no aparece ninguna diferencia. Porque no dijo: El obra y yo obro como su ministro; sino: Como El obra así Yo también, lo que demuestra una igualdad absoluta. Si Jesús no hubiera querido significar esto, sino que los judíos vanamente lo hubieran sospechado, El no habría dejado que ellos pensaran falsamente, sino que los habría corregido. Y sin duda el evangelista no lo habría pasado en silencio, sino que claramente habría dicho que eso era lo que pensaban los judíos, pero que en realidad Jesús no se había igualado a Dios. Así lo hace en otras ocasiones, cuando ve que una cosa dicha en un sentido se toma en otro. Así cuando dice Cristo: Destruid este santuario y en tres días yo lo levantaré, el evangelista aclara: hablaba de su cuerpo.

Los judíos no lo entendieron y pensaron que Jesús hablaba del santuario material; y decían: En cuarenta y seis años se edificó este templo ¿y tú en tres días lo levantarás? Ahora bien, como una cosa había dicho Jesús y otra habían entendido ellos, pues El lo decía de su cuerpo y ellos lo entendían del santuario, lo declara el evangelista; y más aún corrige lo que ellos opinaban y añade: Pero El hablaba del santuario de su cuerpo. De manera que si en este pasaje ahora Cristo no se hubiera hecho igual al Padre, sin duda el evangelista habría corregido el juicio de los judíos que eso opinaban y habría dicho: Los judíos pensaban que El se hacía igual a Dios, pero Jesús no hablaba de semejante igualdad.

Porque no únicamente lo hace en este pasaje este evangelista, sino también en otro en otra ocasión. Habiendo ordenado Jesús a sus discípulos: Guardaos del fermento de los fariseos y saduceos, como ellos lo entendieran de los panes materiales y se dijeran unos a otros: No tomamos panes; puesto que Jesús decía una cosa, llamando fermento a la doctrina y ellos entendieron otra, pensando que hablaba de los panes, corrígelo al punto, no ya el evangelista, sino el mismísimo Cristo, diciendo: ¿Cómo es que no entendéis que yo no os he dicho que os abstengáis de los panes? Ahora bien, en este nuestro pasaje nada de eso sucede.

Instará alguno: pero es que el mismo Cristo lo corrige al añadir: El Hijo no puede hacer nada de Sí mismo. Respondo: ¡oh hombre! Es todo lo contrario; pues no sólo no suprime con eso la igualdad, sino que la confirma al decirlo. Pero ¡vaya! ¡atended con diligencia! Porque no se trata de cosas de nonada. Esa expresión de Sí mismo con frecuencia se halla en la Escritura dicha acerca de Cristo y del Espíritu Santo; y se hace necesario conocer la fuerza que tiene para no caer en gravísimo error. Si la tomas así como suena, mira cuán terrible absurdo se sigue. Porque no dijo El que podía obrar por sí unas cosas y otras no, sino que afirma en general: El Hijo no puede hacer nada de Sí mismo.

En consecuencia, preguntaremos a nuestro contrincante: ¿El Hijo nada puede hacer por Sí mismo? Si responde que nada, le replicaremos: y sin embargo obra por Sí mismo lo que es lo sumo de los bienes, como lo proclama Pablo: El cual subsistiendo en la naturaleza divina, no consideró ser codiciado botín retener esa igualdad con Dios; antes bien se anonadó a Sí mismo, tornando la naturaleza de esclavo. Y el mismo Cristo en otra parte dice: Tengo potestad para entregar mi vida y tengo potestad de recobrarla. Nadie me la quita, sino que yo voluntariamente la entrego. ¿Ves cómo tiene potestad de muerte y de vida éste que hizo por Sí mismo tales maravillas y tan maravillosa redención?

Mas ¿para qué referirme a Cristo? Nosotros mismos -¡y eso que quizá nada hay más débil y despreciable!- muchas cosas las hacemos por nosotros mismos: por nosotros mismos elegimos la perversidad o elegimos la virtud. Si no las hacemos por nosotros mismos ni tenemos poder para eso, ni iremos al infierno, ni pecamos, ni conseguiremos, aun haciendo buenas obras, el Reino de los Cielos. De manera que, en consecuencia, eso de: No puede el Hijo hacer cosa alguna de Sí mismo no significa sino que no puede hacer nada contrario a su Padre, nada extraño, nada ajeno a su Padre; lo cual demuestra una gran concordia y una suma igualdad.

Y ¿por qué no dijo: Nada contrario hace, sino: no puede hacer? Para demostrar por aquí de nuevo la completa igualdad; porque esto no indica debilidad, sino, al revés, su inmenso poder. También del Padre dice Pablo en otra parte: A fin de que por dos hechos inmutables, en los cuales es imposible que mienta Dios, y también: Si somos infieles, El permanece fiel, pues no puede negarse a Sí mismoM Ahora bien, ese es imposible de ninguna manera significa debilidad, sino poder y un poder inefable. De manera que propiamente significa: esa substancia divina de ningún modo admite fallas semejantes.

Así como cuando decimos que Dios no puede pecar, no le achacamos ninguna falta de poder, sino que, al revés, testificamos cierto poder inefable, del mismo modo, cuando El dice: No puedo hacer nada de Mí mismo, significa: es en absoluto imposible que Yo haga algo contrario a mi Padre. Y para que sepas que ese es el sentido, examinemos lo que sigue; y veamos si Cristo asiente a lo que nosotros hemos dicho o a lo que dicen los adversarios. Aseguras tú que esa expresión anula el poder y aun la autoridad que a Cristo compete y demuestra debilidad en El. En cambio, yo afirmo lo contrario, o sea que la expresión demuestra una igualdad, una paridad absoluta, y que todas las cosas se hacen con una sola voluntad y un solo poder.

Preguntemos al mismo Cristo y veamos, por lo que luego va a decir, si acaso interpreta El su sentencia conforme a mi opinión o conforme a la tuya. ¿Qué es lo que dice? Todo lo que hace el Padre, también lo hace el Hijo igualmente. ¿Cómo destruye de raíz tu opinión y confirma la nuestra? Si pues el Hijo nada hace de Sí mismo, tampoco el Padre hará algo de Sí mismo, puesto que todo lo que el Padre hace lo hace el Hijo también. Si no fuera lógica esta consecuencia, se seguiría otro absurdo. Porque no dijo Jesús que hacía lo que veía hacer a su Padre; sino: sólo lo que ve hacer a su Padre, dando así a su sentencia toda la extensión del tiempo. Pero según vosotros tiene que aprender primero todo continuamente.

¿Adviertes la sublimidad de sus palabras? ¿Ves al mismo tiempo lo humilde de sus expresiones; y cómo esto obliga aun a los renuentes e impudentes a dejar ese sentido y a rehuirlo, ya que en tan alto grado repugna a tan alta dignidad como es la del Hijo? ¿Quién será tan infeliz y mísero que afirme que el Hijo día por día está aprendiendo lo que debe hacer? Ni ¿cómo será verdad aquello otro: Pero tú eres siempre el mismo y tus años no tienen fin? ¿Cómo será verdad que: Todo fue hecho por El y ni una sola cosa de las que existen ha llegado a la existencia sin él? ¿Cómo será verdad todo eso si Jesús imita solamente lo que ve que hace su Padre?

¿Adviertes cómo por lo dicho anteriormente y lo que se dijo enseguida, se demuestra su autoridad y poder absoluto? No te espantes de que diga algunas cosas más humildes. Y como por haber dicho otras cosas más sublimes lo perseguían y lo juzgaban contrario a Dios, usa un poco de expresiones humildes, para tornar de nuevo a las sublimes y de nuevo abajarse, variando de este modo su enseñanza, con el objeto de que la entiendan y acepten aun los perversos. Pues, una vez que hubo dicho: Mi padre obra y yo también obro, mostrándose así igual a Dios, enseguida dice: No puede el Hijo hacer nada de Sí mismo, sino lo que ve que hace el Padre. Pero luego nuevamente se eleva: Cuanto hace el Padre igualmente lo hace el Hijo. Y de nuevo en forma humilde: El Padre ama al Hijo y le manifiesta todo cuanto El hace. Y le mostrará obras aún mayores que éstas. ¿Adviertes la mucha humildad? Y con razón. Porque ya dije y no me cansaré de repetirlo y lo repetiré ahora. Cuando se expresa baja y humildemente lo hace por hipérbole, a fin de que aún los malos queden persuadidos por la humildad de sus expresiones y puedan captar el sentido mediante una mente piadosa.

Si no fuera ésa su intención, piensa cuán absurdo sería lo que suenan las palabras y lo verás si las examinas. Así cuando dice: Y le mostrará obras aún mayores que éstas, se hallará que aún no había el Hijo aprendido muchas cosas, lo cual ni aun de los apóstoles puede afirmarse. Pues en cuanto hubieron recibido la gracia del Espíritu Santo, al punto lo conocieron todo y todo lo pudieron; es decir, todo cuanto convenía que ellos supieran y pudieran. En cambio se encontraría que Cristo no había aún aprendido muchas cosas necesarias. Pero ¿qué absurdo puede haber mayor que éste? En consecuencia ¿cuál es el sentido de aquella expresión? Puesto que, tras de curar al paralítico iba a resucitar a un muerto, pronunció esa sentencia, como si dijera: ¿Os admiráis de que Yo haya sanado así al paralítico? Pues mayores cosas veréis.

Pero ni aun se expresó de ese modo, sino que usó de más humilde lenguaje, para así reprimir el furor de los judíos. Y para que veas que esa expresión le mostrará no se ha de tomar en sentido propio, oye lo que sigue: Así como el Padre resucita los muertos y los hace revivir, así el Hijo da la vida a quienes le place. Ahora bien, la expresión: Nada puede de Sí mismo, es contraria a la otra: A quienes quiere. Puesto que si da la vida a quienes quiere, puede de Sí mismo hacer algo, ya que el querer es obra del poder. Pero si de Sí mismo nada puede, tampoco dará la vida a quienes le place.

La expresión: Así como el Padre resucita, demuestra un poder igual en el Hijo; y la otra: a quienes quiere demuestra también un poder igual. ¿Ves, en consecuencia, cómo eso de que no puede hacer nada de Sí mismo, no niega el poder, sino que únicamente significa un poder igual y una voluntad común con el Padre? En el mismo sentido tienes que entender lo otro: le mostrará. Porque en otra parte dice: Yo lo resucitaré en el último día. Y luego, demostrando que no ha recibido de otro su poder para obrar, dice: Yo soy la resurrección y la vidaÁ Y para que no insistas diciendo: ciertamente El puede resucitar a los muertos y darles vida, pero no puede hacer otras cosas igualmente; con el objeto de rechazar desde luego semejante objeción, usa estas palabras: Todo lo que el Padre hace también igualmente lo hace el Hijo. Declara, pues, que cuanto obra el Padre, igualmente también lo obra el Hijo, como es resucitar a los muertos, crear los cuerpos, perdonar los pecados y cualquiera otra obra la hace del mismo modo que el Padre.

Pero no atienden a estas cosas los que no cuidan de su salvación: tan tremendo mal es el anhelo de los honores vanos y de las preeminencias. Este engendra las herejías; éste confirma en su impiedad a los gentiles. Quería Dios que sus atributos invisibles se hicieran inteligibles mediante la creación; pero los judíos, haciendo a un lado eso, y despreciando esa verdad, se prepararon otro camino, y así se desviaron de la vía recta. Por semejante vicio los judíos se negaron a creer, pues anhelaban la gloria humana y no buscaban la que viene de Dios.

Por nuestra parte, carísimos, huyamos diligentísimamente de semejante enfermedad. Aun cuando hubiéramos llevado a cabo infinitas proezas, esta peste de la vanagloria las echará a perder todas. Si buscamos alabanzas, pongamos los ojos en las que vienen de Dios. La humana alabanza, sea cual fuere, apenas brota y ya se desvanece. Mas aunque no pereciera, cierto es que no nos procura ganancia alguna; y con frecuencia nace de un juicio torcido. Pues ¿qué hay de admirable en la gloria de los hombres, cuando la disfrutan tanto los jóvenes bailarines como las mujeres desvergonzadas y los avaros y los ladrones?

Aquel a quien Dios alabe, participa de la admiración, no entre tales personas como los hombres, sino entre los santos, los profetas, los apóstoles, que llevaron vida de ángeles. Si anhelamos en torno de nosotros turbas de hombres y ser vistos y honrados, examinemos qué sea eso, y hallaremos que en realidad no tiene valor alguno. En una palabra: si amas las turbas, atrae hacia ti las multitudes de los ángeles, vuélvete temible a los demonios, y así no te cuidarás para nada de los hombres, sino que todo, aun lo que parece espléndido, lo pisotearás como si fuera barro o cieno. Comprenderás entonces cómo nada mancha tanto el alma como andar anhelando la vanagloria.

Porque no puede ¡no! es imposible que quien ama la gloria vana no lleve una vida de padecimientos; así como el que la desprecia no puede menos de pisotear juntamente innumerables vicios. Quien ha vencido la vanagloria vencerá también la envidia, la codicia de riquezas y todas las demás gravísimas enfermedades del alma. Preguntarás el modo de vencerla. Venceremos si ponemos la vista y la esperanza en la otra gloria, o sea la celestial, de la que la gloria vana trata de expulsarnos. La gloria del cielo nos hace ilustres en esta vida y luego nos acompaña a la vida futura y nos libra de toda servidumbre de la carne. Míseramente servimos ahora a la carne, apegados a la tierra y a las cosas terrenas.

Ya sea que vayas al foro, ya entres en las casas, ya vayas por los caminos, ya frecuentes las posadas o las hospederías, ya subas en una nave o vayas a una isla o a un palacio, ya entres en los tribunales o en el senado, en todas partes verás y observarás la solicitud por las cosas terrenas y cómo todos andan en ellas empeñados, ya sean viajeros, ya ciudadanos los que navegan o ya sean agricultores que viven en los campos o moran en las ciudades: ¡en una palabra, todos!

¿Qué esperanza nos queda, puesto que viviendo en la tierra de Dios, para nada nos acordamos de Dios? ¿Para nada cuidamos de lo que toca a Dios? Se nos manda ser peregrinos de acá y somos peregrinos del cielo y ciudadanos de la tierra. ¿Qué hay peor que semejante necedad? Cada día oímos hablar del reino, e imitamos a los contemporáneos de Noé y aun a los sodomitas, y queremos experimentarlo todo. Por tal motivo se escribió todo aquello, para que si alguno no cree en lo futuro que se le anuncia, a lo menos por los sucesos pasados tenga clara noticia de lo que está por venir.

Pensando en todo esto, así lo pasado como lo futuro, cesemos ya, siquiera un poco, de la esclavitud de los vicios y tengamos algún cuidado del alma, para que consigamos los bienes presentes y también los futuros, por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sean la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.





Crisostomo Ev. Juan 36