Christifideles laici ES


EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POST-SINODAL

CHRISTIFIDELES LAICI
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
SOBRE VOCACIÓN Y MISIÓN DE LOS LAICOS EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO




A los Obispos
A los sacerdotes y diáconos
A los religiosos y religiosas
A todos los fieles laicos

INTRODUCCIÓN


1 LOS FIELES LAICOS (Christifideles laici), cuya «vocación y misión en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II» ha sido el tema del Sínodo de los Obispos de 1987, pertenecen a aquel Pueblo de Dios representado en los obreros de la viña, de los que habla el Evangelio de Mateo: «El Reino de los Cielos es semejante a un propietario, que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña» (Mt 20,1-2).

La parábola evangélica despliega ante nuestra mirada la inmensidad de la viña del Señor y la multitud de personas, hombres y mujeres, que son llamadas por Él y enviadas para que tengan trabajo en ella. La viña es el mundo entero (cf. Mt Mt 13,38), que debe ser transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de Dios.

Id también vosotros a mi viña

2 «Salió luego hacia las nueve de la mañana, vio otros que estaban en la plaza desocupados y les dijo: "Id también vosotros a mi viña"» (Mt 20,3-4).

El llamamiento del Señor Jesús «Id también vosotros a mi viña» no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a este mundo.

En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés que tuvo lugar con el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo la voz de su Señor que la envía al mundo como «sacramento universal de salvación».[1]

Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo. Lo recuerda San Gregorio Magno quien, predicando al pueblo, comenta de este modo la parábola de los obreros de la viña: «Fijaos en vuestro modo de vivir, queridísimos hermanos, y comprobad si ya sois obreros del Señor. Examine cada uno lo que hace y considere si trabaja en la viña del Señor».[2]

De modo particular, el Concilio, con su riquísimo patrimonio doctrinal, espiritual y pastoral, ha reservado páginas verdaderamente espléndidas sobre la naturaleza, dignidad, espiritualidad, misión y responsabilidad de los fieles laicos. Y los Padres conciliares, haciendo eco al llamamiento de Cristo, han convocado a todos los fieles laicos, hombres y mujeres, a trabajar en la viña: «Este Sacrosanto Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo. Sientan los jóvenes que esta llamada va dirigida a ellos de manera especialísima; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad. El mismo Señor, en efecto, invita de nuevo a todos los laicos, por medio de este santo Concilio, a que se le unan cada día más íntimamente y a que, haciendo propio todo lo suyo (cf. Flp Ph 2,5), se asocien a su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las ciudades y lugares adonde Él está por venir (cf. Lc Lc 10, 1».[3]

Id también vosotros a mi viña. Estas palabras han resonado espiritualmente, una vez más, durante la celebración del Sínodo de los Obispos, que ha tenido lugar en Roma entre el 1º y el 30 de octubre de 1987. Colocándose en los senderos del Concilio y abriéndose a la luz de las experiencias personales y comunitarias de toda la Iglesia, los Padres, enriquecidos por los Sínodos precedentes, han afrontado de modo específico y amplio el tema de la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.

En esta Asamblea episcopal no ha faltado una cualificada representación de fieles laicos, hombres y mujeres, que han aportado una valiosa contribución a los trabajos del Sínodo, como ha sido públicamente reconocido en la homilía conclusiva: «Damos gracias por el hecho de que en el curso del Sínodo hemos podido contar con la participación de los laicos (auditores y auditrices), pero más aún porque el desarrollo de las discusiones sinodales nos ha permitido escuchar la voz de los invitados, los representantes del laicado provenientes de todas las partes del mundo, de los diversos Países, y nos ha dado ocasión de aprovechar sus experiencias, sus consejos, las sugerencias que proceden de su amor a la causa común».[4]

Dirigiendo la mirada al posconcilio, los Padres sinodales han podido comprobar cómo el Espíritu Santo ha seguido rejuveneciendo la Iglesia, suscitando nuevas energías de santidad y de participación en tantos fieles laicos. Ello queda testificado, entre otras cosas, por el nuevo estilo de colaboración entre sacerdotes, religiosos y fieles laicos; por la participación activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis; por los múltiples servicios y tareas confiados a los fieles laicos y asumidos por ellos; por el lozano florecer de grupos, asociaciones y movimientos de espiritualidad y de compromiso laicales; por la participación más amplia y significativa de la mujer en la vida de la Iglesia y en el desarrollo de la sociedad.

Al mismo tiempo, el Sínodo ha notado que el camino posconciliar de los fieles laicos no ha estado exento de dificultades y de peligros. En particular, se pueden recordar dos tentaciones a las que no siempre han sabido sustraerse: la tentación de reservar un interés tan marcado por los servicios y las tareas eclesiales, de tal modo que frecuentemente se ha llegado a una práctica dejación de sus responsabilidades específicas en el mundo profesional, social, económico, cultural y político; y la tentación de legitimar la indebida separación entre fe y vida, entre la acogida del Evangelio y la acción concreta en las más diversas realidades temporales y terrenas.

En el curso de sus trabajos, el Sínodo ha hecho referencia constantemente al Concilio Vaticano II, cuyo magisterio sobre el laicado, a veinte años de distancia, se ha manifestado de sorprendente actualidad y tal vez de alcance profético: tal magisterio es capaz de iluminar y de guiar las respuestas que se deben dar hoy a los nuevos problemas. En realidad, el desafío que los Padres sinodales han afrontado ha sido el de individuar las vías concretas para lograr que la espléndida «teoría» sobre el laicado expresada por el Concilio llegue a ser una auténtica «praxis» eclesial. Además, algunos problemas se imponen por una cierta «novedad» suya, tanto que se los puede llamar posconciliares, al menos en sentido cronológico: a ellos los Padres sinodales han reservado con razón una particular atención en el curso de sus discusiones y reflexiones. Entre estos problemas se deben recordar los relativos a los ministerios y servicios eclesiales confiados o por confiar a los fieles laicos, la difusión y el desarrollo de nuevos «movimientos» junto a otras formas de agregación de los laicos, el puesto y el papel de la mujer tanto en la Iglesia como en la sociedad.

Los Padres sinodales, al término de sus trabajos, llevados a cabo con gran empeño, competencia y generosidad, me han manifestado su deseo y me han pedido que, a su debido tiempo, ofreciese a la Iglesia universal un documento conclusivo sobre los fieles laicos.[5]

Esta Exhortación Apostólica post-sinodal quiere dar todo su valor a la entera riqueza de los trabajos sinodales: desde los Lineamenta hasta el Instrumentum laboris; desde la relación introductoria hasta las intervenciones de cada uno de los obispos y de los laicos y la relación de síntesis al final de las sesiones en el aula; desde los trabajos y relaciones de los «círculos menores» hasta las «proposiciones» finales y el Mensaje final. Por eso el presente documento no es paralelo al Sínodo, sino que constituye su fiel y coherente expresión; es fruto de un trabajo colegial, a cuyo resultado final el Consejo de la Secretaría General del Sínodo y la misma Secretaría han sumado su propia aportación.

El objetivo que la Exhortación quiere alcanzar es suscitar y alimentar una más decidida toma de conciencia del don y de la responsabilidad que todos los fieles laicos —y cada uno de ellos en particular— tienen en la comunión y en la misión de la Iglesia.

[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 48.
[2] San Gregorio Magno, Hom. in Evang. I, XIX, 2: PL 76, 1155.
[3] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, AA 33.
[4] Juan Pablo II, Homilía en la solemne Concelebración Eucarística de clausura de la VII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (30 Octubre 1987): AAS 80 (1988) 598.
[5] Cf. Propositio 1.


Las actuales cuestiones urgentes del mundo: ¿Porqué estáis aquí ociosos todo el día?

3 El significado fundamental de este Sínodo, y por tanto el fruto más valioso deseado por él, esla acogida por parte de los fieles laicos del llamamiento de Cristo a trabajar en su viña, a tomar parte activa, consciente y responsable en la misión de la Iglesia en esta magnífica y dramática hora de la historia, ante la llegada inminente del tercer milenio.

Nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si el no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace aún más culpable. A nadie le es lícito permanecer ocioso.

Reemprendamos la lectura de la parábola evangélica: «Todavía salió a eso de las cinco de la tarde, vió otros que estaban allí, y les dijo: "¿Por qué estáis aquí todo el día parados?" Le respondieron: "Es que nadie nos ha contratado". Y él les dijo: "Id también vosotros a mi viña"» (
Mt 20,6-7).

No hay lugar para el ocio: tanto es el trabajo que a todos espera en la viña del Señor. El «dueño de casa» repite con más fuerza su invitación: «Id vosotros también a mi viña».

La voz del Señor resuena ciertamente en lo más íntimo del ser mismo de cada cristiano que, mediante la fe y los sacramentos de la iniciación cristiana, ha sido configurado con Cristo, ha sido injertado como miembro vivo en la Iglesia y es sujeto activo de su misión de salvación. Pero la voz del Señor también pasa a través de las vicisitudes históricas de la Iglesia y de la humanidad, como nos lo recuerda el Concilio: «El Pueblo de Dios, movido por la fe que le impulsa a creer que quien le conduce es el Espíritu del Señor que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o del designio de Dios. En efecto, la fe todo lo ilumina con nueva luz, y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre. Por ello orienta la mente hacia soluciones plenamente humanas».[6]

Es necesario entonces mirar cara a cara este mundo nuestro con sus valores y problemas, sus inquietudes y esperanzas, sus conquistas y derrotas: un mundo cuyas situaciones económicas, sociales, políticas y culturales presentan problemas y dificultades más graves respecto a aquél que describía el Concilio en la Constitución pastoral Gaudium et spes [7]. De todas formas, esésta la viña, y es éste el campo en que los fieles laicos están llamados a vivir su misión. Jesús les quiere, como a todos sus discípulos, sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-14). Pero ¿cuál es el rostro actual de la «tierra» y del «mundo» en el que los cristianos han de ser «sal» y «luz»?

Es muy grande la diversidad de situaciones y problemas que hoy existen en el mundo, y que además están caracterizadas por la creciente aceleración del cambio. Por esto es absolutamente necesario guardarse de las generalizaciones y simplificaciones indebidas. Sin embargo, es posible advertir algunas líneas de tendencia que sobresalen en la sociedad actual. Así como en el campo evangélico crecen juntamente la cizaña y el buen grano, también en la historia, teatro cotidiano de un ejercicio a menudo contradictorio de la libertad humana, se encuentran, arrimados el uno al otro y a veces profundamente entrelazados, el mal y el bien, la injusticia y la justicia, la angustia y la esperanza.

[6] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 11.
[7] Los Padres del Sínodo extraordinario de 1985, después de haber afirmado "la gran importancia y la gran actualidad de la Constitución pastoral Gaudium et spes", agregan: "Al mismo tiempo percibimos, sin embargo, que los signos de nuestro tiempo son en parte diversos de aquellos otros del tiempo del Concilio, con mayores angustias y problemas. En efecto, en el mundo hoy crecen por todas partes el hambre, la opresión, la injusticia y la guerra, los sufrimientos, el terrorismo y otras formas de violencia de todo género" (Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Relatio finalis, II, D, 1).


Secularismo y necesidad de lo religioso

4 ¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la indiferencia religiosa y del ateismoen sus más diversas formas, particularmente en aquella —hoy quizás más difundida— delsecularismo? Embriagado por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo científico-técnico, y fascinado sobre todo por la más antigua y siempre nueva tentación de querer llegar a ser como Dios (cf. Gn Gn 3,5) mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las raíces religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más diversos «ídolos».

Es verdaderamente grave el fenómeno actual del secularismo; y no sólo afecta a los individuos, sino que en cierto modo afecta también a comunidades enteras, como ya observó el Concilio: «Crecientes multitudes se alejan prácticamente de la religión».[8] Varias veces yo mismo he recordado el fenómeno de la descristianización que aflige los pueblos de antigua tradición cristiana y que reclama, sin dilación alguna, una nueva evangelización.

Y sin embargo la aspiración y la necesidad de lo religioso no pueden ser suprimidos totalmente. La conciencia de cada hombre, cuando tiene el coraje de afrontar los interrogantes más graves de la existencia humana, y en particular el del sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte, no puede dejar de hacer propia aquella palabra de verdad proclamada a voces por San Agustín: «Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti».[9] Así también, el mundo actual testifica, siempre de manera más amplia y viva, la apertura a una visión espiritual y trascendente de la vida, el despertar de una búsqueda religiosa, el retorno al sentido de lo sacro y a la oración, la voluntad de ser libres en el invocar el Nombre del Señor.

[8] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, GS 7.
[9] San Agustín, Confessiones, I, 1: CCL 27, 1.


La persona humana: una dignidad despreciada y exaltada

5 Pensamos, además, en las múltiples violaciones a las que hoy está sometida la persona humana. Cuando no es reconocido y amado en su dignidad de imagen viviente de Dios (cf. Gn Gn 1,26), el ser humano queda expuesto a las formas más humillantes y aberrantes de «instrumentalización», que lo convierten miserablemente en esclavo del más fuerte. Y «el más fuerte» puede asumir diversos nombres: ideología, poder económico, sistemas políticos inhumanos, tecnocracia científica, avasallamiento por parte de los mass-media. De nuevo nos encontramos frente a una multitud de personas, hermanos y hermanas nuestras, cuyos derechos fundamentales son violados, también como consecuencia de la excesiva tolerancia y hasta de la patente injusticia de ciertas leyes civiles: el derecho a la vida y a la integridad física, el derecho a la casa y al trabajo, el derecho a la familia y a la procreación responsable, el derecho a la participación en la vida pública y política, el derecho a la libertad de conciencia y de profesión de fe religiosa.

¿Quién puede contar los niños que no han nacido porque han sido matados en el seno de sus madres, los niños abandonados y maltratados por sus mismos padres, los niños que crecen sin afecto ni educación? En algunos países, poblaciones enteras se encuentran desprovistas de casa y de trabajo; les faltan los medios más indispensables para llevar una vida digna del ser humano; y algunas carecen hasta de lo necesario para su propia subsistencia. Tremendos recintos de pobreza y de miseria, física y moral a la vez, se han vuelto ya anodinos y como normales en la periferia de las grandes ciudades, mientras afligen mortalmente a enteros grupos humanos.

Pero la sacralidad de la persona no puede ser aniquilada, por más que sea despreciada y violada tan a menudo. Al tener su indestructible fundamento en Dios Creador y Padre, la sacralidad de la persona vuelve a imponerse, de nuevo y siempre.

De aquí el extenderse cada vez más y el afirmarse siempre con mayor fuerza del sentido de la dignidad personal de cada ser humano. Una beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos de la tierra, cada vez más conscientes de la dignidad del hombre: éste no es una «cosa» o un «objeto» del cual servirse; sino que es siempre y sólo un «sujeto», dotado de conciencia y de libertad, llamado a vivir responsablemente en la sociedad y en la historia, ordenado a valores espirituales y religiosos.

Se ha dicho que el nuestro es el tiempo de los «humanismos». Si algunos, por su matriz ateo y secularista, acaban paradójicamente por humillar y anular al hombre; otros, en cambio, lo exaltan hasta el punto de llegar a una verdadera y propia idolatría; y otros, finalmente, reconocen según la verdad la grandeza y la miseria del hombre, manifestando, sosteniendo y favoreciendo su dignidad total.

Signo y fruto de estas corrientes humanistas es la creciente necesidad de participación.Indudablemente es éste uno de los rasgos característicos de la humanidad actual, un auténtico «signo de los tiempos» que madura en diversos campos y en diversas direcciones: sobre todo en lo relativo a la mujer y al mundo juvenil, y en la dirección de la vida no sólo familiar y escolar, sino también cultural, económica, social y política. El ser protagonistas, creadores de algún modo de una nueva cultura humanista, es una exigencia universal e individual.[10]

[10] Cf. Instrumentum laboris, "Vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II", 5-10.


Conflictividad y paz

6 Por último, no podemos dejar de recordar otro fenómeno que caracteriza la presente humanidad. Quizás como nunca en su historia, la humanidad es cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por la conflictividad. Es éste un fenómeno pluriforme, que se distingue del legítimo pluralismo de las mentalidades y de las iniciativas, y que se manifiesta en el nefasto enfrentamiento entre personas, grupos, categorías, naciones y bloques de naciones. Es un antagonismo que asume formas de violencia, de terrorismo, de guerra. Una vez más, pero en proporciones mucho más amplias, diversos sectores de la humanidad contemporánea, queriendo demostrar su «omnipotencia», renuevan la necia experiencia de la construcción de la «torre de Babel» (cf. Gn Gn 11,1-9), que, sin embargo, hace proliferar la confusión, la lucha, la disgregación y la opresión. La familia humana se encuentra así dramáticamente turbada y desgarrada en sí misma.

Por otra parte, es completamente insuprimible la aspiración de los individuos y de los pueblos al inestimable bien de la paz en la justicia. La bienaventuranza evangélica: «dichosos los que obran la paz» (Mt 5,9) encuentra en los hombres de nuestro tiempo una nueva y significativa resonancia: para que vengan la paz y la justicia, enteras poblaciones viven, sufren y trabajan. La participaciónde tantas personas y grupos en la vida social es hoy el camino más recorrido para que la paz anhelada se haga realidad. En este camino encontramos a tantos fieles laicos que se han empeñado generosamente en el campo social y político, y de los modos más diversos, sean institucionales o bien de asistencia voluntaria y de servicio a los necesitados.

Jesucristo, la esperanza de la humanidad

7 Este es el campo inmenso y apesadumbrado que está ante los obreros enviados por el «dueño de casa» para trabajar en su viña.

En este campo está eficazmente presente la Iglesia, todos nosotros, pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos. Las situaciones que acabamos de recordar afectan profundamente a la Iglesia; por ellas está en parte condicionada, pero no dominada ni muchos menos aplastada, porque el Espíritu Santo, que es su alma, la sostiene en su misión.

La Iglesia sabe que todos los esfuerzos que va realizando la humanidad para llegar a la comunión y a la participación, a pesar de todas las dificultades, retrasos y contradicciones causadas por las limitaciones humanas, por el pecado y por el Maligno, encuentran una respuesta plena en Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo.

La Iglesia sabe que es enviada por Él como «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano».[11]

En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe esperar. El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la «noticia» nueva y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres.

En este anuncio y en este testimonio los fieles laicos tienen un puesto original e irreemplazable: por medio de ellos la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y de amor.

[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
LG 1.


CAPÍTULO I


YO SOY LA VID, VOSOTROS LOS SARMIENTOS


La dignidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misterio

El misterio de la viña

8 La imagen de la viña se usa en la Biblia de muchas maneras y con significados diversos; de modo particular, sirve para expresar el misterio del Pueblo de Dios. Desde este punto de vista más interior, los fieles laicos no son simplemente los obreros que trabajan en la viña, sino que forman parte de la viña misma: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos» (Jn 15,5), dice Jesús.

Ya en el Antiguo Testamento los profetas recurrieron a la imagen de la viña para hablar del pueblo elegido. Israel es la viña de Dios, la obra del Señor, la alegría de su corazón: «Yo te había plantado de la cepa selecta» (Jr 2,21); «Tu madre era como una vid plantada a orillas de las aguas. Era lozana y frondosa, por la abundancia de agua (...)» (Ez 19,10); «Una viña tenía mi amado en una fértil colina. La cavó y despedregó, y la plantó de cepa exquisita (...)» (Is 5,1-2).

Jesús retoma el símbolo de la viña y lo usa para revelar algunos aspectos del Reino de Dios: «Un hombre plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar, edificó una torre; la arrendó a unos viñadores y se marchó lejos» (Mc 12,1 cf. Mt Mt 21, 28ss. ).

El evangelista Juan nos invita a calar en profundidad y nos lleva a descubrir el misterio de la viña.Ella es el símbolo y la figura, no sólo del Pueblo de Dios, sino de Jesús mismo. Él es la vid y nosotros, sus discípulos, somos los sarmientos; Él es la «vid verdadera» a la que los sarmientos están vitalmente unidos (cf. Jn Jn 15,1 ss.).

El Concilio Vaticano II, haciendo referencia a las diversas imágenes bíblicas que iluminan el misterio de la Iglesia, vuelve a presentar la imagen de la vid y de los sarmientos: «Cristo es la verdadera vid, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos, que somos nosotros, que permanecemos en Él por medio de la Iglesia, y sin Él nada podemos hacer (Jn 15,1-5)».[12] La Iglesia misma es, por tanto, la viña evangélica. Es misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn Jn 3,5), llamados a revivir la misma comunión de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión): «Aquel día —dice Jesús— comprenderéis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14,20).

Sólo dentro de la Iglesia como misterio de comunión se revela la «identidad» de los fieles laicos, su original dignidad. Y sólo dentro de esta dignidad se pueden definir su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo.

[12] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 6.

Quiénes son los fieles laicos

9 Los Padres sinodales han señalado con justa razón la necesidad de individuar y de proponer una descripción positiva de la vocación y de la misión de los fieles laicos, profundizando en el estudio de la doctrina del Concilio Vaticano II, a la luz de los recientes documentos del Magisterio y de la experiencia de la vida misma de la Iglesia guiada por el Espíritu Santo.[13]

Al dar una respuesta al interrogante «quiénes son los fieles laicos», el Concilio, superando interpretaciones precedentes y prevalentemente negativas, se abrió a una visión decididamente positiva, y ha manifestado su intención fundamental al afirmar la plena pertenencia de los fieles laicos a la Iglesia y a su misterio, y el carácter peculiar de su vocación, que tiene en modo especial la finalidad de «buscar el Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios».[14] «Con el nombre de laicos —así los describe la ConstituciónLumen gentium— se designan aquí todos los fieles cristianos a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso sancionado por la Iglesia; es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el Bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes a su modo del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde».[15]

Ya Pío XII decía: «Los fieles, y más precisamente los laicos, se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por tanto ellos, ellos especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del Jefe común, el Papa, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia(...)».[16]

Según la imagen bíblica de la viña, los fieles laicos —al igual que todos los miembros de la Iglesia— son sarmientos radicados en Cristo, la verdadera vid, convertidos por Él en una realidad viva y vivificante.

Es la inserción en Cristo por medio de la fe y de los sacramentos de la iniciación cristiana, la raíz primera que origina la nueva condición del cristiano en el misterio de la Iglesia, la que constituye su más profunda «fisonomía», la que está en la base de todas las vocaciones y del dinamismo de la vida cristiana de los fieles laicos. En Cristo Jesús, muerto y resucitado, el bautizado llega a ser una «nueva creación» (
Ga 6,15 2Co 5,17), una creación purificada del pecado y vivificada por la gracia.

De este modo, sólo captando la misteriosa riqueza que Dios dona al cristiano en el santo Bautismo es posible delinear la «figura» del fiel laico.

[13] Cf. Propositio 3.
[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 31.
[15] Ibid.
[16] Pío XII, Discurso a los nuevos Cardenales (20 Febrero 1946): AAS 38 (1946) 149.


El Bautismo y la novedad cristiana

10 No es exagerado decir que toda la existencia del fiel laico tiene como objetivo el llevarlo a conocer la radical novedad cristiana que deriva del Bautismo, sacramento de la fe, con el fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales según la vocación que ha recibido de Dios. Para describir la «figura» del fiel laico consideraremos ahora de modo directo y explícito —entre otros— estos tres aspectos fundamentales: el Bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios; nos une a Jesucristo y a su Cuerpo que es la Iglesia; nos unge en el Espíritu Santo constituyéndonos en templos espirituales.

Hijos en el Hijo

11 Recordamos las palabras de Jesús a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo, el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5). El santo Bautismo es, por tanto, un nuevo nacimiento, es una regeneración.

Pensando precisamente en este aspecto del don bautismal, el apóstol Pedro irrumpe en este canto: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia nos ha regenerado, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una esperanza viva, para una herencia que no se corrompe, no se mancha y no se marchita» (1P 1,3-4). Y designa a los cristianos como aquellos que «no han sido reengendrados de un germen corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente» (1P 1,23).

Por el santo Bautismo somos hechos hijos de Dios en su Unigénito Hijo, Cristo Jesús. Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída a orillas del río Jordán: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Lc 3,22); y entiende que ha sido asociado al Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo (cf. Ga 4,4-7) y hermano de Cristo. Se cumple así en la historia de cada uno el eterno designio del Padre: «a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (cf. Rm 8 Rm 29).

El Espíritu Santo es quien constituye a los bautizados en hijos de Dios y, al mismo tiempo, en miembros del Cuerpo de Cristo. Lo recuerda Pablo a los cristianos de Corinto: «En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo» (1Co 12,13); de modo tal que el apóstol puede decir a los fieles laicos: «Ahora bien, vosotros sois el Cuerpo de Cristo y sus miembros, cada uno por su parte» (1Co 12,27); «La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Ga 4,6 cf. Rm 8,15-16).

Un solo cuerpo en Cristo

12 Regenerados como «hijos en el Hijo», los bautizados son inseparablemente «miembros de Cristo y miembros del cuerpo de la Iglesia», como enseña el Concilio de Florencia.[17]

El Bautismo significa y produce una incorporación mística pero real al cuerpo crucificado y glorioso de Jesús. Mediante este sacramento, Jesús une al bautizado con su muerte para unirlo a su resurrección (cf. Rm
Rm 6,3-5); lo despoja del «hombre viejo» y lo reviste del «hombre nuevo», es decir, de Sí mismo: «Todos los que habéis sido bautizados en Cristo —proclama el apóstol Pablo— os habéis revestido de Cristo» (Ga 3,27 cf. Ef Ep 4,22-24 Col 3,9-10). De ello resulta que «nosotros, siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo» (Rm 12,5).

Volvemos a encontrar en las palabras de Pablo el eco fiel de las enseñanzas del mismo Jesús, que nos ha revelado la misteriosa unidad de sus discípulos con Él y entre sí, presentándola como imagen y prolongación de aquella arcana comunión que liga el Padre al Hijo y el Hijo al Padre en el vínculo amoroso del Espíritu (cf. Jn Jn 17,21). Es la misma unidad de la que habla Jesús con la imagen de la vid y de los sarmientos: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15,5); imagen que da luz no sólo para comprender la profunda intimidad de los discípulos con Jesús, sino también la comunión vital de los discípulos entre sí: todos son sarmientos de la única Vid.

[17] Conc. Ecum. Florentino, Dec. pro Armeniis, DS 1314.



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