Christifideles laici ES 20

Una comunión orgánica: diversidad y complementariedad

20 La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión «orgánica», análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está caracterizada por la simultánea presencia de ladiversidad y de la complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los ministerios, de los carismas y de las responsabilidades. Gracias a esta diversidad y complementariedad, cada fiel laico se encuentra en relación con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación.

El apóstol Pablo insiste particularmente en la comunión orgánica del Cuerpo místico de Cristo. Podemos escuchar de nuevo sus ricas enseñanzas en la síntesis trazada por el Concilio. Jesucristo —leemos en la constitución Lumen gentium— «comunicando su Espíritu, constituye místicamente como cuerpo suyo a sus hermanos, llamados de entre todas las gentes. En ese cuerpo, la vida de Cristo se derrama en los creyentes (...). Como todos los miembros del cuerpo humano, aunque numerosos, forman un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf.
1Co 12,12). También en la edificación del cuerpo de Cristo vige la diversidad de miembros y funciones. Uno es el Espíritu que, para la utilidad de la Iglesia, distribuye sus múltiples dones con magnificencia proporcionada a su riqueza y a las necesidades de los servicios (cf. 1Co 12,1-11). Entre estos dones ocupa el primer puesto la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu somete incluso los carismáticos (cf. 1Co 14). Y es también el mismo Espíritu que, con su fuerza y mediante la íntima conexión de los miembros, produce y estimula la caridad entre todos los fieles. Y por tanto, si un miembro sufre, sufren con él todos los demás miembros; si a un miembro lo honoran, de ello se gozan con él todos los demás miembros (cf. 1Co 12,26)»[60].

Es siempre el único e idéntico Espíritu el principio dinámico de la variedad y de la unidad en la Iglesia y de la Iglesia. Leemos nuevamente en la constitución Lumen gentium: «Para que nos renovásemos continuamente en Él (Cristo) (cf. Ef Ep 4,23), nos ha dado su Espíritu, el cual, único e idéntico en la Cabeza y en los miembros, da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, de manera que los santos Padres pudieron paragonar su función con la que ejerce el principio vital, es decir el alma, en el cuerpo humano»[61]. En otro texto, particularmente denso y valioso para captar la «organicidad» propia de la comunión eclesial, también en su aspecto de crecimiento incesante hacia la comunión perfecta, el Concilio escribe: «El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (cf. 1Co 3,16 1Co 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción filial (cf. Ga Ga 4,6 Rm 8,15-16 Rm 8,26). Él guía la Iglesia hacia la completa verdad (cf Jn 16,13), la unifica en la comunión y en el servicio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos (cf. Ef Ep 4,11-12 1Co 12,4 Ga 5,22). Hace rejuvenecer la Iglesia con la fuerza del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo. Porque el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡"Ven"! (cf. Ap 22,17)»[62].

La comunión eclesial es, por tanto, un don; un gran don del Espíritu Santo, que los fieles laicos están llamados a acoger con gratitud y, al mismo tiempo, a vivir con profundo sentido de responsabilidad. El modo concreto de actuarlo es a través de la participación en la vida y misión de la Iglesia, a cuyo servicio los fieles laicos contribuyen con sus diversas y complementarias funciones y carismas.

El fiel laico «no puede jamás cerrarse sobre sí mismo, aislándose espiritualmente de la comunidad; sino que debe vivir en un continuo intercambio con los demás, con un vivo sentido de fraternidad, en el gozo de una igual dignidad y en el empeño por hacer fructificar, junto con los demás, el inmenso tesoro recibido en herencia. El Espíritu del Señor le confiere, como también a los demás, múltiples carismas; le invita a tomar parte en diferentes ministerios y encargos; le recuerda, como también recuerda a los otros en relación con él, que todo aquello que le distingueno significa una mayor dignidad, sino una especial y complementaria habilitación al servicio (...). De esta manera, los carismas, los ministerios, los encargos y los servicios del fiel laico existen en la comunión y para la comunión. Son riquezas que se complementan entre sí en favor de todos, bajo la guía prudente de los Pastores»[63].

[60] Ibid., LG 7.
[61] Ibid. LG 7
[62] Ibid., LG 4.
[63] Juan Pablo II, Homilía en la solemne Concelebración Eucarística de clausura de la VII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos (30 Octubre 1987): AAS 80 (1988) 600.


Los ministerios y los carismas, dones del Espíritu a la Iglesia

21 El Concilio Vaticano II presenta los ministerios y los carismas como dones del Espíritu Santo para la edificación del Cuerpo de Cristo y para el cumplimiento de su misión salvadora en el mundo[64]. La Iglesia, en efecto, es dirigida y guiada por el Espíritu, que generosamente distribuye diversos dones jerárquicos y carismáticos entre todos los bautizados, llamándolos a ser —cada uno a su modo— activos y corresponsables.

Consideremos ahora los ministerios y los carismas con directa referencia a los fieles laicos y a su participación en la vida de la Iglesia-Comunión.

Los ministerios, oficios y funciones

Los ministerios presentes y operantes en la Iglesia, si bien con modalidades diversas, son todos una participación en el ministerio de Jesucristo, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf.
Jn 10,11), el siervo humilde y totalmente sacrificado por la salvación de todos (cf. Mc Mc 10,45). Pablo es completamente claro al hablar de la constitución ministerial de las Iglesias apostólicas. En la Primera Carta a los Corintios escribe: «A algunos Dios los ha puesto en la Iglesia, en primer lugar como apóstoles, en segundo lugar como profetas, en tercer lugar como maestros (...)» (1Co 12,28). En la Carta a los Efesios leemos: «A cada uno de nosotros nos ha sido dada la gracia según la medida del don de Cristo (...). Es él quien, por una parte, ha dado a los apóstoles, por otra, a los profetas, los evangelistas, los pastores y los maestros, para hacer idóneos los hermanos para la realización del ministerio, con el fin de edificar el cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, según la medida que corresponde a la plena madurez de Cristo» (Ep 4,7 Ep 4,11-13 cf. Rm 12,4-8). Como resulta de estos y de otros textos del Nuevo Testamento, son múltiples y diversos los ministerios, como también los dones y las tareas eclesiales.

[64] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 4.


Los ministerios que derivan del Orden

22 En la Iglesia encontramos, en primer lugar, los ministerios ordenados; es decir, los ministeriosque derivan del sacramento del Orden. En efecto, el Señor Jesús escogió y constituyó los Apóstoles —germen del Pueblo de la nueva Alianza y origen de la sagrada Jerarquía[65]— con el mandato de convertir en discípulos todas las naciones (cf. Mt Mt 28,19), de formar y de regir el pueblo sacerdotal. La misión de los Apóstoles, que el Señor Jesús continúa confiando a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio, llamado significativamente «diakonia» en la Sagrada Escritura; esto es, servicio, ministerio. Los ministros —en la ininterrumpida sucesión apostólica— reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden; reciben así la autoridad y el poder sacro para servir a la Iglesia «in persona Christi capitis» (personificando a Cristo Cabeza)[66], y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de los Sacramentos.

Los ministerios ordenados —antes que para las personas que los reciben— son una gracia para la Iglesia entera. Expresan y llevan a cabo una participación en el sacerdocio de Jesucristo que es distinta, non sólo por grado sino por esencia, de la participación otorgada con el Bautismo y con la Confirmación a todos los fieles. Por otra parte, el sacerdocio ministerial, como ha recordado el Concilio Vaticano II, está esencialmente finalizado al sacerdocio real de todos los fieles y a éste ordenado[67].

Por esto, para asegurar y acrecentar la comunión en la Iglesia, y concretamente en el ámbito de los distintos y complementarios ministerios, los pastores deben reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al servicio de todo el Pueblo de Dios (cf. Hb He 5,1); y los fieles laicos han de reconocer, a su vez, que el sacerdocio ministerial es enteramente necesario para su vida y para su participación en la misión de la Iglesia[68].

[65] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, AGD 5.
[66] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, PO 2. Cf Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 10.
[67] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 10.
[68] Cf. Juan Pablo II, Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión del Jueves Santo(9 Abril 1979), 3-4: Insegnamenti, II, 1 (1979) 844-847.


Ministerios, oficios y funciones de los laicos

23 La misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos. En efecto, éstos, en virtud de su condición bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida.

Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de ellos, además en el Matrimonio.

Después, cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exija, los pastores —según las normas establecidas por el derecho universal— pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas a su propio ministerio de pastores, no exigen, sin embargo, el carácter del Orden. El Código de Derecho Canónico escribe: «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho»[69]. Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En realidad, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental. Sólo el sacramento del Orden atribuye al ministerio ordenado una peculiar participación en el oficio de Cristo Cabeza y Pastor y en su sacerdocio eterno[70]. La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación —formal e inmediatamente— en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica [71].

La reciente Asamblea sinodal ha trazado un amplio y significativo panorama de la situación eclesial acerca de los ministerios, los oficios y las funciones de los bautizados. Los Padres han apreciado vivamente la aportación apostólica de los fieles laicos, hombres y mujeres, en favor de la evangelización, de la santificación y de la animación cristiana de las realidades temporales, como también su generosa disponibilidad a la suplencia en situaciones de emergencia y de necesidad crónica[72].

Como consecuencia de la renovación litúrgica promovida por el Concilio, los mismos fieles laicos han tomado una más viva conciencia de las tareas que les corresponden en la asamblea litúrgica y en su preparación, y se han manifestado ampliamente dispuestos a desempeñarlas. En efecto, la celebración litúrgica es una acción sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea. Por tanto, es natural que las tareas no propias de los ministros ordenados sean desempeñadas por los fieles laicos[73]. Después, ha sido espontáneo el paso de una efectiva implicación de los fieles laicos en la acción litúrgica a aquélla en el anuncio de la Palabra de Dios y en la cura pastoral[74].

En la misma Asamblea sinodal no han faltado, sin embargo, junto a los positivos, otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término «ministerio», la confusión y tal vez la igualación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación arbitraria del concepto de «suplencia», la tendencia a la «clericalización» de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento del Orden.

Precisamente para superar estos peligros, los Padres sinodales han insistido en la necesidad de que se expresen con claridad —sirviéndose también de una terminología más precisa—[75], tanto la unidad de misión de la Iglesia, en la que participan todos los bautizados, como la sustancialdiversidad del ministerio de los pastores, que tiene su raíz en el sacramento del Orden, respecto de los otros ministerios, oficios y funciones eclesiales, que tienen su raíz en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.

Es necesario pues, en primer lugar, que los pastores, al reconocer y al conferir a los fieles laicos los varios ministerios, oficios y funciones, pongan el máximo cuidado en instruirles acerca de la raíz bautismal de estas tareas. Es necesario también que los pastores estén vigilantes para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas «situaciones de emergencia» o de «necesaria suplencia», allí donde no se dan objetivamente o donde es posible remediarlo con una programación pastoral más racional.

Los diversos ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar legítimamente en la liturgia, en la transmisión de la fe y en las estructuras pastorales de la Iglesia, deberán ser ejercitados en conformidad con su específica vocación laical, distinta de aquélla de los sagrados ministros. En este sentido, la exhortación Evangelii nuntiandi, que tanta y tan beneficiosa parte ha tenido en el estimular la diversificada colaboración de los fieles laicos en la vida y en la misión evangelizadora de la Iglesia, recuerda que «el campo propio de su actividad evangelizadora es el dilatado y complejo mundo de la política, de la realidad social, de la economía; así como también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los órganos de comunicación social; y también de otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y de los adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos más laicos haya compenetrados con el espíritu evangélico, responsables de estas realidades y explícitamente comprometidos en ellas, competentes en su promoción y conscientes de tener que desarrollar toda su capacidad cristiana, a menudo ocultada y sofocada, tanto más se encontrarán estas realidades al servicio del Reino de Dios —y por tanto de la salvación en Jesucristo—, sin perder ni sacrificar nada de su coeficiente humano, sino manifestando una dimensión trascendente a menudo desconocida»[76].

Durante los trabajos del Sínodo, los Padres han prestado no poca atención al Lectorado y alAcolitado. Mientras en el pasado existían en la Iglesia Latina sólo como etapas espirituales del itinerario hacia los ministerios ordenados, con el Motu proprio de Pablo VI Ministeria quaedam(15 Agosto 1972) han recibido una autonomía y estabilidad propias, como también una posible destinación a los mismos fieles laicos, si bien sólo a los varones. En el mismo sentido se ha expresado el nuevo Código de Derecho Canónico[77]. Los Padres sinodales han manifestado ahora el deseo de que «el Motu proprio "Ministeria quaedam" sea revisado, teniendo en cuenta el uso de las Iglesias locales e indicando, sobre todo, los criterios según los cuales han de ser elegidos los destinatarios de cada ministerio»[78].

A tal fin ha sido constituida expresamente una Comisión, no sólo para responder a este deseo manifestado por los Padres sinodales, sino también, y sobre todo, para estudiar en profundidad los diversos problemas teológicos, litúrgicos, jurídicos y pastorales surgidos a partir del gran florecimiento actual de los ministerios confiados a los fieles laicos.

Para que la praxis eclesial de estos ministerios confiados a los fieles laicos resulte ordenada y fructuosa, en tanto la Comisión concluye su estudio, deberán ser fielmente respetados por todas las Iglesias particulares los principios teológicos arriba recordados, en particular la diferencia esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común y, por consiguiente, la diferencia entre los ministerios derivantes del Orden y los ministerios que derivan de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.

[69] C.I.C., can.
CIC 230 SS 3.
[70] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el ministerio y vida de los presbíteros Presbyterorum ordinis, PO 2 PO 5.
[71] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, AA 24.
[72] El Código de Derecho Canónico enumera una serie de funciones o tareas propias de los sagrados ministros, que, sin embargo -por especiales y graves circunstancias, y concretamente por falta de presbíteros o diáconos-, son momentáneamente ejercitadas por fieles laicos, previa facultad jurídica y mandato de la autoridad eclesiástica competente: cf cann. CIC 230 SS 3; CIC 517 SS 2; CIC 776 CIC 861 SS 2; CIC 910 SS 2; CIC 943 CIC 1112; etc.
[73] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, SC 28;C.I.C., can. CIC 230 SS 2, que dice así: "Por encargo temporal, los laicos pueden desempeñar la función de lector en las ceremonias litúrgicas; asimismo, todos los fieles laicos pueden desempeñar las funciones de comentador, cantor y otras, a tenor de la norma del derecho".
[74] El Código de Derecho Canónico presenta distintas funciones y tareas que los fieles laicos pueden desempeñar en las estructuras organizativas de la Iglesia: cf. cann. CIC 228 CIC 229 SS 3; CIC 317 SS 3; CIC 463 SS 1 n. 5, SS 2; CIC 483 CIC 494 CIC 537 CIC 759 CIC 776 CIC 784 CIC 785 CIC 1282 CIC 1421 SS 2; CIC 1424 CIC 1428 SS 2; CIC 1435; etc.
[75] Cf. Propositio 18.
[76] Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, EN 70: AAS 68 (1976) 60.
[77] Cf. C.I.C., can. CIC 230 SS 1.
[78] Propositio 18.


Los carismas

24 El Espíritu Santo no sólo confía diversos ministerios a la Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos particulares, llamados carismas. Estos pueden asumir las más diversas formas, sea en cuanto expresiones de la absoluta libertad del Espíritu que los dona, sea como respuesta a las múltiples exigencias de la historia de la Iglesia. La descripción y clasificación que los textos neotestamentarios hacen de estos dones, es una muestra de su gran variedad: «A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para la utilidad común. Porque a uno le es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia por medio del mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, el don de profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, finalmente, el don de interpretarlas» (1Co 12,7-10 cf. 1Co 12,4-6 1Co 12,28-31 Rm Rm 12,6-8 1P 4,10-11).

Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo.

Incluso en nuestros días, no falta el florecimiento de diversos carismas entre los fieles laicos, hombres y mujeres. Los carismas se conceden a la persona concreta; pero pueden ser participados también por otros y, de este modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular afinidad espiritual entre las personas. Refiriéndose precisamente al apostolado de los laicos, el Concilio Vaticano II escribe: «Para el ejercicio de este apostolado el Espíritu Santo, que obra la santificación del Pueblo de Dios por medio del ministerio y de los sacramentos, otorga también a los fieles dones particulares (cf. 1Co 12,7), "distribuyendo a cada uno según quiere" (cf. 1Co 12,11), para que "poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los demás", contribuyan también ellos "como buenos dispensadores de la multiforme gracia recibida de Dios" (1P 4,10), a la edificación de todo el cuerpo en la caridad (cf. Ep 4,16)»[79].

Los dones del Espíritu Santo exigen —según la lógica de la originaria donación de la que proceden— que cuantos los han recibido, los ejerzan para el crecimiento de toda la Iglesia, como lo recuerda el Concilio[80].

Los carismas han de ser acogidos con gratitud, tanto por parte de quien los recibe, como por parte de todos en la Iglesia. Son, en efecto, una singular riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad del entero Cuerpo de Cristo, con tal que sean dones que verdaderamente provengan del Espíritu, y sean ejercidos en plena conformidad con los auténticos impulsos del Espíritu. En este sentido siempre es necesario el discernimiento de los carismas. En realidad, como han dicho los Padres sinodales, «la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, no siempre es fácil de reconocer y de acoger. Sabemos que Dios actúa en todos los fieles cristianos y somos conscientes de los beneficios que provienen de los carismas, tanto para los individuos como para toda la comunidad cristiana. Sin embargo, somos también conscientes de la potencia del pecado y de sus esfuerzos tendientes a turbar y confundir la vida de los fieles y de la comunidad»[81].

Por tanto, ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los Pastores de la Iglesia. El Concilio dice claramente: «El juicio sobre su autenticidad (de los carismas) y sobre su ordenado ejercicio pertenece a aquellos que presiden en la Iglesia, a quienes especialmente corresponde no extinguir el Espíritu, sino examinarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1Th 5,12 1Th 5,19-21)»[82], con el fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al bien común[83].

[79] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, AA 3.
[80] «Por haber recibido estos carismas, incluso los más sencillos, se origina en cada creyente el derecho y deber de ejercitarlos para el bien de los hombres y para la edificación de la Iglesia, tanto en la misma Iglesia como en el mundo, con la libertad del Espíritu Santo que "sopla donde quiere" (Jn 3,8), y al mismo tiempo, en la comunión con todos los hermanos en Cristo, especialmente con los propios Pastores» (Ibid.).
[81] Propositio 9.
[82] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 12.
[83] Cf. Ibid. LG 30.



La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia

25 Los fieles laicos participan en la vida de la Iglesia no sólo llevando a cabo sus funciones y ejercitando sus carismas, sino también de otros muchos modos.

Tal participación encuentra su primera y necesaria expresión en la vida y misión de las Iglesias particulares, de las diócesis, en las que «verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica»[84].

Iglesias particulares e Iglesia universal

Para poder participar adecuadamente en la vida eclesial es del todo urgente que los fieles laicos posean una visión clara y precisa de la Iglesia particular en su relación originaria con la Iglesia universal. La Iglesia particular no nace a partir de una especie de fragmentación de la Iglesia universal, ni la Iglesia universal se constituye con la simple agregación de las Iglesias particulares; sino que hay un vínculo vivo, esencial y constante que las une entre sí, en cuanto que la Iglesia universal existe y se manifiesta en las Iglesias particulares. Por esto dice el Concilio que las Iglesias particulares están «formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a partir de las cuales existe una sola y única Iglesia católica»[85].

El mismo Concilio anima a los fieles laicos para que vivan activamente su pertenencia a la Iglesia particular, asumiendo al mismo tiempo una amplitud de miras cada vez más «católica». «Cultiven constantemente —leemos en el Decreto sobre el apostolado de los laicos— el sentido de la diócesis, de la cual es la parroquia como una célula, siempre dispuestos, cuando sean invitados por su Pastor, a unir sus propias fuerzas a las iniciativas diocesanas. Es más, para responder a las necesidades de la ciudad y de las zonas rurales, no deben limitar su cooperación a los confines de la parroquia o de la diócesis, sino que han de procurar ampliarla al ámbito interparroquial, interdiocesano, nacional o internacional; tanto más cuando los crecientes desplazamientos demográficos, el desarrollo de las mutuas relaciones y la facilidad de las comunicaciones no consienten ya a ningún sector de la sociedad permanecer cerrado en sí mismo. Tengan así presente las necesidades del Pueblo de Dios esparcido por toda la tierra»[86].

En este sentido, el reciente Sínodo ha solicitado que se favorezca la creación de los Consejos Pastorales diocesanos, a los que se pueda recurrir según las ocasiones. Ellos son la principal forma de colaboración y de diálogo, como también de discernimiento, a nivel diocesano. La participación de los fieles laicos en estos Consejos podrá ampliar el recurso a la consultación, y hará que el principio de colaboración —que en determinados casos es también de decisión— sea aplicado de un modo más fuerte y extenso[87].

Está prevista en el Código de Derecho Canónico la participación de los fieles laicos en losSínodos diocesanos y en los Concilios particulares, provinciales o plenarios[88]. Esta participación podrá contribuir a la comunión y misión eclesial de la Iglesia particular, tanto en su ámbito propio, como en relación con las demás Iglesias particulares de la provincia eclesiástica o de la Conferencia Episcopal.

Las Conferencias Episcopales quedan invitadas a estudiar el modo más oportuno de desarrollar, a nivel nacional o regional, la consultación y colaboración de los fieles laicos, hombres y mujeres. Así, los problemas comunes podrán ser bien sopesados y se manifestará mejor la comunión eclesial de todos[89].

[84] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el oficio pastoral de los Obispos en la Iglesia Christus Dominus,
CD 11.
[85] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, CD 23.
[86] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, AA 10.
[87] Cf. Propositio 10.
[88] Cf. C.I.C., cann. CIC 443 SS 4; CIC 463 SS 1 y 2.
[89] Cf. Propositio 10.


La parroquia

26 La comunión eclesial, aún conservando siempre su dimensión universal, encuentra su expresión más visible e inmediata en la parroquia. Ella es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas[90].

Es necesario que todos volvamos a descubrir, por la fe, el verdadero rostro de la parroquia; o sea, el «misterio» mismo de la Iglesia presente y operante en ella. Aunque a veces le falten las personas y los medios necesarios, aunque otras veces se encuentre desperdigada en dilatados territorios o casi perdida en medio de populosos y caóticos barrios modernos, la parroquia no es principalmente una estructura, un territorio, un edificio; ella es «la familia de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad»[91], es «una casa de familia, fraterna y acogedora»[92], es la «comunidad de los fieles»[93]. En definitiva, la parroquia está fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística[94]. Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la que se encuentran la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su existir en plena comunión con toda la Iglesia. Tal idoneidad radica en el hecho de ser la parroquia una comunidad de fe y una comunidad orgánica, es decir, constituida por los ministros ordenados y por los demás cristianos, en la que el párroco —que representa al Obispo diocesano[95]— es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular.

Ciertamente es inmensa la tarea que ha de realizar la Iglesia en nuestros días; y para llevarla a cabo no basta la parroquia sola. Por esto, el Código de Derecho Canónico prevé formas de colaboración entre parroquias en el ámbito del territorio[96] y recomienda al Obispo el cuidado pastoral de todas las categorías de fieles, también de aquéllas a las que no llega la cura pastoral ordinaria[97]. En efecto, son necesarios muchos lugares y formas de presencia y de acción, para poder llevar la palabra y la gracia del Evangelio a las múltiples y variadas condiciones de vida de los hombres de hoy. Igualmente, otras muchas funciones de irradiación religiosa y de apostolado de ambiente en el campo cultural, social, educativo, profesional, etc., no pueden tener como centro o punto de partida la parroquia. Y sin embargo, también en nuestros días la parroquia está conociendo una época nueva y prometedora. Como decía Pablo VI, al inicio de su pontificado, dirigiéndose al Clero romano: «Creemos simplemente que la antigua y venerada estructura de la Parroquia tiene una misión indispensable y de gran actualidad; a ella corresponde crear la primera comunidad del pueblo cristiano; iniciar y congregar al pueblo en la normal expresión de la vida litúrgica; conservar y reavivar la fe en la gente de hoy; suministrarle la doctrina salvadora de Cristo; practicar en el sentimiento y en las obras la caridad sencilla de las obras buenas y fraternas»[98].

Por su parte, los Padres sinodales han considerado atentamente la situación actual de muchas parroquias, solicitando una decidida renovación de las mismas: «Muchas parroquias, sea en regiones urbanas, sea en tierras de misión, no pueden funcionar con plenitud efectiva debido a la falta de medios materiales o de ministros ordenados, o también a causa de la excesiva extensión geográfica y por la condición especial de algunos cristianos (como, por ejemplo, los exiliados y los emigrantes). Para que todas estas parroquias sean verdaderamente comunidades cristianas, las autoridades locales deben favorecer: a)la adaptación de las estructuras parroquiales con la amplia flexibilidad que concede el Derecho Canónico, sobre todo promoviendo la participación de los laicos en las responsabilidades pastorales; b) las pequeñas comunidades eclesiales de base, también llamadas comunidades vivas, donde los fieles pueden comunicarse mutuamente la Palabra de Dios y manifestarse en el recíproco servicio y en el amor; estas comunidades son verdaderas expresiones de la comunión eclesial y centros de evangelización, en comunión con sus Pastores»[99]. Para la renovación de las parroquias y para asegurar mejor su eficacia operativa, también se deben favorecer formas institucionales de cooperación entre las diversas parroquias de un mismo territorio.

[90] Leemos en el Concilio: «Ya que en su Iglesia el Obispo no puede presidir siempre y en todas partes personalmente a toda su grey, debe constituir necesariamente asambleas de fieles, entre las cuales tienen un lugar preeminente las parroquias constituidas localmente bajo la guía de un pastor que hace las veces del Obispo: ellas, en efecto, representan en cierto modo la Iglesia visible establecida en toda la tierra» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium
SC 42).
[91] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 28.
[92] Juan Pablo II, Exh. Ap. Catechesi tradendae, CTR 67: AAS 71 (1979) 1333.
[93] C.I.C., can. CIC 515 SS 1.
[94] Cf. Propositio 10.
[95] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, SC 42.
[96] Cf. C.I.C., can. CIC 555 SS 1, 1.
[97] Cf. C.I.C., can. CIC 383 SS 1.
[98] Pablo VI, Discurso al Clero romano (24 Junio 1963): AAS 55 (1963) 674.
[99] Propositio 11.



Christifideles laici ES 20