Christifideles laici ES 27

El compromiso apostólico en la parroquia

27 Ahora es necesario considerar más de cerca la comunión y la participación de los fieles laicos en la vida de la parroquia. En este sentido, se debe llamar la atención de todos los fieles laicos, hombres y mujeres, sobre una expresión muy cierta, significativa y estimulante del Concilio: «Dentro de las comunidades de la Iglesia —leemos en el Decreto sobre el apostolado de los laicos— su acción es tan necesaria, que sin ella, el mismo apostolado de los Pastores no podría alcanzar, la mayor parte de las veces, su plena eficacia»[100]. Esta afirmación radical se debe entender, evidentemente, a la luz de la «eclesiología de comunión»: siendo distintos y complementarios, los ministerios y los carismas son necesarios para el crecimiento de la Iglesia, cada uno según su propia modalidad.

Los fieles laicos deben estar cada vez más convencidos del particular significado que asume el compromiso apostólico en su parroquia. Es de nuevo el Concilio quien lo pone de relieve autorizadamente: «La parroquia ofrece un ejemplo luminoso de apostolado comunitario, fundiendo en la unidad todas las diferencias humanas que allí se dan e insertándolas en la universalidad de la Iglesia. Los laicos han de habituarse a trabajar en la parroquia en íntima unión con sus sacerdotes, a exponer a la comunidad eclesial sus problemas y los del mundo y las cuestiones que se refieren a la salvación de los hombres, para que sean examinados y resueltos con la colaboración de todos; a dar, según sus propias posibilidades, su personal contribución en las iniciativas apostólicas y misioneras de su propia familia eclesiástica»[101].

La indicación conciliar respecto al examen y solución de los problemas pastorales «con la colaboración de todos», debe encontrar un desarrollo adecuado y estructurado en la valorización más convencida, amplia y decidida de los Consejos pastorales parroquiales, en los que han insistido, con justa razón, los Padres sinodales[102].

En las circunstancias actuales, los fieles laicos pueden y deben prestar una gran ayuda al crecimiento de una autentica comunión eclesial en sus respectivas parroquias, y en el dar nueva vida al afán misionero dirigido hacia los no creyentes y hacia los mismos creyentes que han abandonado o limitado la práctica de la vida cristiana.

Si la parroquia es la Iglesia que se encuentra entre las casas de los hombres, ella vive y obra entonces profundamente injertada en la sociedad humana e íntimamente solidaria con sus aspiraciones y dramas. A menudo el contexto social, sobre todo en ciertos países y ambientes, está sacudido violentamente por fuerzas de disgregación y deshumanización. El hombre se encuentra perdido y desorientado; pero en su corazón permanece siempre el deseo de poder experimentar y cultivar unas relaciones más fraternas y humanas. La respuesta a este deseo puede encontrarse en la parroquia, cuando ésta, con la participación viva de los fieles laicos, permanece fiel a su originaria vocación y misión: ser en el mundo el «lugar» de la comunión de los creyentes y, a la vez, «signo e instrumento» de la común vocación a la comunión; en una palabra ser la casa abierta a todos y al servicio de todos, o, como prefería llamarla el Papa Juan XXIII, ser la fuente de la aldea, a la que todos acuden para calmar su sed.

[100] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem,
AA 10.
[101] Ibid. AA 10
[102] Propositio 10.


Formas de participación en la vida de la Iglesia

28 Los fieles laicos, juntamente con los sacerdotes, religiosos y religiosas, constituyen el único Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.

El ser miembros de la Iglesia no suprime el hecho de que cada cristiano sea un ser «único e irrepetible», sino que garantiza y promueve el sentido más profundo de su unicidad e irrepetibilidad, en cuanto fuente de variedad y de riqueza para toda la Iglesia. En tal sentido, Dios llama a cada uno en Cristo por su nombre propio e inconfundible. El llamamiento del Señor: «Id también vosotros a mi viña», se dirige a cada uno personalmente; y entonces resuena de este modo en la conciencia: «¡Ven también tú a mi viña!».

De esta manera cada uno, en su unicidad e irrepetibilidad, con su ser y con su obrar, se pone al servicio del crecimiento de la comunión eclesial; así como, por otra parte, recibe personalmente y hace suya la riqueza común de toda la Iglesia. Ésta es la «Comunión de los Santos» que profesamos en el Credo; el bien de todos se convierte en el bien de cada uno, y el bien de cada uno se convierte en el bien de todos. «En la Santa Iglesia —escribe San Gregorio Magno— cada uno sostiene a los demás y los demás le sostienen a él»[103].


Formas personales de participación

Es absolutamente necesario que cada fiel laico tenga siempre una viva conciencia de ser un «miembro de la Iglesia», a quien se le ha confiado una tarea original, insustituible e indelegable, que debe llevar a cabo para el bien de todos. En esta perspectiva asume todo su significado la afirmación del Concilio sobre la absoluta necesidad del apostolado de cada persona singular: «El apostolado que cada uno debe realizar, y que fluye con abundancia de la fuente de una vida auténticamente cristiana (cf. Jn Jn 4,14), es la forma primordial y la condición de todo el apostolado de los laicos, incluso del asociado, y nada puede sustituirlo. A este apostolado, siempre y en todas partes provechoso, y en ciertas circunstancias el único apto y posible, están llamados y obligados todos los laicos, cualquiera que sea su condición, aunque no tengan ocasión o posibilidad de colaborar en las asociaciones»[104].

En el apostolado personal existen grandes riquezas que reclaman ser descubiertas, en vista de una intensificación del dinamismo misionero de cada uno de los fieles laicos. A través de esta forma de apostolado, la irradiación del Evangelio puede hacerse extremadamente capilar, llegando a tantos lugares y ambientes como son aquéllos ligados a la vida cotidiana y concreta de los laicos. Se trata, además, de una irradiación constante, pues es inseparable de la continua coherencia de la vida personal con la fe; y se configura también como una forma de apostolado particularmenteincisiva, ya que al compartir plenamente las condiciones de vida y de trabajo, las dificultades y esperanzas de sus hermanos, los fieles laicos pueden llegar al corazón de sus vecinos, amigos o colegas, abriéndolo al horizonte total, al sentido pleno de la existencia humana: la comunión con Dios y entre los hombres.

[103] San Gregorio Magno, Hom. in Ez., II, I, 5: CCL 142, 211.
[104] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, AA 16.


Formas agregativas de participación

29 La comunión eclesial, ya presente y operante en la acción personal de cada uno, encuentra una manifestación específica en el actuar asociado de los fieles laicos; es decir, en la acción solidaria que ellos llevan a cabo participando responsablemente en la vida y misión de la Iglesia.

En estos últimos años, el fenómeno asociativo laical se ha caracterizado por una particular variedad y vivacidad. La asociación de los fieles siempre ha representado una línea en cierto modo constante en la historia de la Iglesia, como lo testifican, hasta nuestros días, las variadas confraternidades, las terceras órdenes y los diversos sodalicios. Sin embargo, en los tiempos modernos este fenómeno ha experimentado un singular impulso, y se han visto nacer y difundirse múltiples formas agregativas: asociaciones, grupos, comunidades, movimientos. Podemos hablar de una nueva época asociativa de los fieles laicos. En efecto, «junto al asociacionismo tradicional, y a veces desde sus mismas raíces, han germinado movimientos y asociaciones nuevas, con fisonomías y finalidades específicas. Tanta es la riqueza y versatilidad de los recursos que el Espíritu alimenta en el tejido eclesial; y tanta es la capacidad de iniciativa y la generosidad de nuestro laicado»[105].

Estas asociaciones de laicos se presentan a menudo muy diferenciadas unas de otras en diversos aspectos, como en su configuración externa, en los caminos y métodos educativos y en los campos operativos. Sin embargo, se puede encontrar una amplia y profunda convergencia en la finalidad que las anima: la de participar responsablemente en la misión que tiene la Iglesia de llevar a todos el Evangelio de Cristo como manantial de esperanza para el hombre y de renovación para la sociedad.

El asociarse de los fieles laicos por razones espirituales y apostólicas nace de diversas fuentes y responde a variadas exigencias. Expresa, efectivamente, la naturaleza social de la persona, y obedece a instancias de una más dilatada e incisiva eficacia operativa. En realidad, la incidencia «cultural», que es fuente y estímulo, pero también fruto y signo de cualquier transformación del ambiente y de la sociedad, puede realizarse, no tanto con la labor de un individuo, cuanto con la de un «sujeto social», o sea, de un grupo, de una comunidad, de una asociación, de un movimiento. Esto resulta particularmente cierto en el contexto de una sociedad pluralista y fraccionada —como es la actual en tantas partes del mundo—, y cuando se está frente a problemas enormemente complejos y difíciles. Por otra parte, sobre todo en un mundo secularizado, las diversas formas asociadas pueden representar, para muchos, una preciosa ayuda para llevar una vida cristiana coherente con las exigencias del Evangelio y para comprometerse en una acción misionera y apostólica.

Más allá de estos motivos, la razón profunda que justifica y exige la asociación de los fieles laicos es de orden teológico, es una razón eclesiológica, como abiertamente reconoce el Concilio Vaticano II, cuando ve en el apostolado asociado un «signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo»[106].

Es un «signo» que debe manifestarse en las relaciones de «comunión», tanto dentro como fuera de las diversas formas asociativas, en el contexto más amplio de la comunidad cristiana. Precisamente la razón eclesiológica indicada explica, por una parte, el «derecho» de asociación que es propio de los fieles laicos; y, por otra, la necesidad de unos «criterios» de discernimiento acerca de la autenticidad eclesial de esas formas de asociarse.

Ante todo debe reconocerse la libertad de asociación de los fieles laicos en la Iglesia. Tal libertad es un verdadero y propio derecho que no proviene de una especie de «concesión» de la autoridad, sino que deriva del Bautismo, en cuanto sacramento que llama a todos los fieles laicos a participar activamente en la comunión y misión de la Iglesia. El Concilio es del todo claro a este respecto: «Guardada la debida relación con la autoridad eclesiástica, los laicos tienen el derecho de fundar y dirigir asociaciones y de inscribirse en aquellas fundadas»[107]. Y el reciente Código afirma textualmente: «Los fieles tienen derecho a fundar y dirigir libremente asociaciones para fines de caridad o piedad, o para fomentar la vocación cristiana en el mundo; y también a reunirse para procurar en común esos mismos fines»[108].

Se trata de una libertad reconocida y garantizada por la autoridad eclesiástica y que debe ser ejercida siempre y sólo en la comunión de la Iglesia. En este sentido, el derecho a asociarse de los fieles laicos es algo esencialmente relativo a la vida de comunión y a la misión de la misma Iglesia.

[105] Juan Pablo II, Ángelus (23 Agosto 1987): Insegnamenti, X, 3 (1987) 240.
[106] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem,
AA 18.
[107] Ibid., AA 19. Cf. también Ibid., AA 15; Id., Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 37.
[108] C.I.C., can. CIC 215.


Criterios de eclesialidad para las asociaciones laicales

30 La necesidad de unos criterios claros y precisos de discernimiento y reconocimiento de las asociaciones laicales, también llamados «criterios de eclesialidad», es algo que se comprende siempre en la perspectiva de la comunión y misión de la Iglesia, y no, por tanto, en contraste con la libertad de asociación.

Como criterios fundamentales para el discernimiento de todas y cada una de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia se pueden considerar, unitariamente, los siguientes:

El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad, y que se manifiesta «en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles»[109] como crecimiento hacia la plenitud de la vida cristiana y a la perfección en la caridad[110].

En este sentido, todas las asociaciones de fieles laicos, y cada una de ellas, están llamadas a ser —cada vez más— instrumento de santidad en la Iglesia, favoreciendo y alentando «una unidad más íntima entre la vida práctica y la fe de sus miembros»[111].

La responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente. Por esta razón, cada asociación de fieles laicos debe ser un lugar en el que se anuncia y se propone la fe, y en el que se educa para practicarla en todo su contenido.

El testimonio de una comunión firme y convencida en filial relación con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad en la Iglesia universal[112], y con el Obispo «principio y fundamento visible de unidad»[113] en la Iglesia particular, y en la «mutua estima entre todas las formas de apostolado en la Iglesia»[114].

La comunión con el Papa y con el Obispo está llamada a expresarse en la leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones pastorales. La comunión eclesial exige, además, el reconocimiento de la legítima pluralidad de las diversas formas asociadas de los fieles laicos en la Iglesia, y, al mismo tiempo, la disponibilidad a la recíproca colaboración.

La conformidad y la participación en el «fin apostólico de la Iglesia», que es «la evangelización y santificación de los hombres y la formación cristiana de su conciencia, de modo que consigan impregnar con el espíritu evangélico las diversas comunidades y ambientes»[115].

Desde este punto de vista, a todas las formas asociadas de fieles laicos, y a cada una de ellas, se les pide un decidido ímpetu misionero que les lleve a ser, cada vez más, sujetos de una nueva evangelización.

El comprometerse en una presencia en la sociedad humana, que, a la luz de la doctrina social de la Iglesia, se ponga al servicio de la dignidad integral del hombre.

En este sentido, las asociaciones de los fieles laicos deben ser corrientes vivas de participación y de solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la sociedad.

Los criterios fundamentales que han sido enumerados, se comprueban en los frutos concretos que acompañan la vida y las obras de las diversas formas asociadas; como son el renovado gusto por la oración, la contemplación, la vida litúrgica y sacramental; el estímulo para que florezcan vocaciones al matrimonio cristiano, al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada; la disponibilidad a participar en los programas y actividades de la Iglesia sea a nivel local, sea a nivel nacional o internacional; el empeño catequético y la capacidad pedagógica para formar a los cristianos; el impulsar a una presencia cristiana en los diversos ambientes de la vida social, y el crear y animar obras caritativas, culturales y espirituales; el espíritu de desprendimiento y de pobreza evangélica que lleva a desarrollar una generosa caridad para con todos; la conversión a la vida cristiana y el retorno a la comunión de los bautizados «alejados».

[109] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium,
LG 39.
[110] Cf. Ibid., LG 40.
[111] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, AA 19.
[112] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 23.
[113] Ibid. LG 23
[114] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, AA 23.
[115] Ibid., AA 20.


El servicio de los Pastores a la comunión

31 Los Pastores en la Iglesia no pueden renunciar al servicio de su autoridad, incluso ante posibles y comprensibles dificultades de algunas formas asociativas y ante el afianzamiento de otras nuevas, no sólo por el bien de la Iglesia, sino además por el bien de las mismas asociaciones laicales. Así, habrán de acompañar la labor de discernimiento con la guía y, sobre todo, con el estímulo a un crecimiento de las asociaciones de los fieles laicos en la comunión y misión de la Iglesia.

Es del todo oportuno que algunas nuevas asociaciones y movimientos, por su difusión nacional e incluso internacional, tengan a bien recibir un reconocimiento oficial, una aprobación explícita de la autoridad eclesiástica competente. El Concilio ya había afirmado lo siguiente en este sentido: «El apostolado de los laicos admite varios tipos de relaciones con la Jerarquía, según las diferentes formas y objetos de dicho apostolado (...). La Jerarquía reconoce explícitamente, de distintas maneras, algunas formas de apostolado laical. Puede, además, la autoridad eclesiástica, por exigencias del bien común de la Iglesia, elegir de entre las asociaciones y obras apostólicas que tienden inmediatamente a un fin espiritual, algunas de ellas, y promoverlas de modo peculiar, asumiendo respecto de ellas una responsabilidad especial»[116].

Entre las diversas formas apostólicas de los laicos que tienen una particular relación con la Jerarquía, los Padres sinodales han recordado explícitamente diversos movimientos y asociaciones de Acción Católica, en los cuales «los laicos se asocian libremente de modo orgánico y estable, bajo el impulso del Espíritu Santo, en comunión con el Obispo y con los sacerdotes, para poder servir, con fidelidad y laboriosidad, según el modo que es propio a su vocación y con un método particular, al incremento de toda la comunidad cristiana, a los proyectos pastorales y a la animación evangélica de todos los ámbitos de la vida»[117].

El Pontificio Consejo para los Laicos está encargado de preparar un elenco de las asociaciones que tienen la aprobación oficial de la Santa Sede, y de definir, juntamente con el Pontificio Consejo para la Unión de los Cristianos, las condiciones en base a las cuales puede ser aprobada una asociación ecuménica con mayoría católica y minoría no católica, estableciendo también los casos en los que no podrá llegarse a un juicio positivo[118].

Todos, Pastores y fieles, estamos obligados a favorecer y alimentar continuamente vínculos y relaciones fraternas de estima, cordialidad y colaboración entre las diversas formas asociativas de los laicos. Solamente así las riquezas de los dones y carismas que el Señor nos ofrece puede dar su fecunda y armónica contribución a la edificación de la casa común. «Para edificar solidariamente la casa común es necesario, además, que sea depuesto todo espíritu de antagonismo y de contienda y que se compita más bien en la estimación mutua (cf. Rm
Rm 12,10), en el adelantarse en el recíproco afecto y en la voluntad de colaborar, con la paciencia, la clarividencia y la disponibilidad al sacrificio que ésto a veces pueda comportar»[119].

Volvemos una vez más a las palabras de Jesús: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15,5), para dar gracias a Dios por el gran don de la comunión eclesial, reflejo en el tiempo de la eterna e inefable comunión de amor de Dios Uno y Trino. La conciencia de este don debe ir acompañada de un fuerte sentido de responsabilidad. Es, en efecto, un don que, como el talento evangélico, exige ser negociado en una vida de creciente comunión.

Ser responsables del don de la comunión significa, antes que nada, estar decididos a vencer toda tentación de división y de contraposición que insidie la vida y el empeño apostólico de los cristianos. El lamento de dolor y de desconcierto del apóstol Pablo: «Me refiero a que cada uno de vosotros dice: ¡"Yo soy de Pablo", "yo en cambio de Apolo", "yo de Cefas", "yo de Cristo"! ¿Está acaso dividido Cristo?» (1Co 1,12-13), continúa oyéndose hoy como reproche por las «laceraciones al Cuerpo de Cristo». Resuenen, en cambio, como persuasiva llamada, estas otras palabras del apóstol: «Os conjuro, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que tengáis todos un mismo sentir, y no haya entre vosotros disensiones; antes bien, viváis bien unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir» (1Co 1,10).

La vida de comunión eclesial será así un signo para el mundo y una fuerza atractiva que conduce a creer en Cristo: «Como tú Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,21). De este modo la comunión se abre a lamisión, haciéndose ella misma misión.

[116] Ibid., AA 24.
[117] Propositio 13.
[118] Cf. Propositio 15.
[119] Juan Pablo II, Discurso al Convenio de la Iglesia italiana en Loreto (10 Abril 1985): AAS 77 (1985) 964.


CAPÍTULO III


OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO


La corresponsabilidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misión

Comunión misionera

32 Volvamos una vez más a la imagen bíblica de la vid y los sarmientos. Ella nos introduce, de modo inmediato y natural, a la consideración de la fecundidad y de la vida. Enraizados y vivificados por la vid, los sarmientos son llamados a dar fruto: «Yo soy la vid, vosotros, los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15,5). Dar fruto es una exigencia esencial de la vida cristiana y eclesial. El que no da fruto no permanece en la comunión: «Todo sarmiento que en mí no da fruto, (mi Padre) lo corta» (Jn 15,2).

La comunión con Jesús, de la cual deriva la comunión de los cristianos entre sí, es condición absolutamente indispensable para dar fruto: «Separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Y la comunión con los otros es el fruto más hermoso que los sarmientos pueden dar: es don de Cristo y de su Espíritu.

Ahora bien, la comunión genera comunión, y esencialmente se configura como comunión misionera. En efecto, Jesús dice a sus discípulos: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado a que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16).

La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión. Siempre es el único e idéntico Espíritu el que convoca y une la Iglesia y el que la envía a predicar el Evangelio «hasta los confines de la tierra» (Ac 1,8). Por su parte, la Iglesia sabe que la comunión, que le ha sido entregada como don, tiene una destinación universal. De esta manera la Iglesia se siente deudora, respecto de la humanidad entera y de cada hombre, del don recibido del Espíritu que derrama en los corazones de los creyentes la caridad de Jesucristo, fuerza prodigiosa de cohesión interna y, a la vez, de expansión externa. La misión de la Iglesia deriva de su misma naturaleza, tal como Cristo la ha querido: la de ser «signo e instrumento (...) de unidad de todo el género humano»[120]. Tal misión tiene como finalidad dar a conocer a todos y llevarles a vivir la «nueva» comunión que en el Hijo de Dios hecho hombre ha entrado en la historia del mundo. En tal sentido, el testimonio del evangelista Juan define —y ahora de modo irrevocable— ese fin que llena de gozo, y al que se dirige la entera misión de la Iglesia: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1Jn 1,3).

En el contexto de la misión de la Iglesia el Señor confía a los fieles laicos, en comunión con todos los demás miembros del Pueblo de Dios, una gran parte de responsabilidad. Los Padres del Concilio Vaticano II eran plenamente conscientes de esta realidad: «Los sagrados Pastores saben muy bien cuánto contribuyen los laicos al bien de toda la Iglesia. Saben que no han sido constituidos por Cristo para asumir ellos solos toda la misión de salvación que la Iglesia ha recibido con respecto al mundo, sino que su magnífico encargo consiste en apacentar los fieles y reconocer sus servicios y carismas, de modo que todos, en la medida de sus posibilidades, cooperen de manera concorde en la obra común»[121]. Esa misma convicción se ha hecho después presente, con renovada claridad y acrecentado vigor, en todos los trabajos del Sínodo.

[120] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 1.
[121] Ibid., LG 30.


Anunciar el Evangelio

33 Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana y por los dones del Espíritu Santo.

Leemos en un texto límpido y denso de significado del Concilio Vaticano II: «Como partícipes del oficio de Cristo sacerdote, profeta y rey, los laicos tienen su parte activa en la vida y en la acción de la Iglesia (...). Alimentados por la activa participación en la vida litúrgica de la propia comunidad, participan con diligencia en las obras apostólicas de la misma; conducen a la Iglesia a los hombres que quizás viven alejados de Ella; cooperan con empeño en comunicar la palabra de Dios, especialmente mediante la enseñanza del catecismo; poniendo a disposición su competencia, hacen más eficaz la cura de almas y también la administración de los bienes de la Iglesia»[122].

Es en la evangelización donde se concentra y se despliega la entera misión de la Iglesia, cuyo caminar en la historia avanza movido por la gracia y el mandato de Jesucristo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (
Mc 16,15); «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). «Evangelizar —ha escrito Pablo VI— es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda»[123].

Por la evangelización la Iglesia es construida y plasmada como comunidad de fe; más precisamente, como comunidad de una fe confesada en la adhesión a la Palabra de Dios,celebrada en los sacramentos, vivida en la caridad como alma de la existencia moral cristiana. En efecto, la «buena nueva» tiende a suscitar en el corazón y en la vida del hombre la conversión y la adhesión personal a Jesucristo Salvador y Señor; dispone al Bautismo y a la Eucaristía y se consolida en el propósito y en la realización de la nueva vida según el Espíritu.

En verdad, el imperativo de Jesús: «Id y predicad el Evangelio» mantiene siempre vivo su valor, y está cargado de una urgencia que no puede decaer. Sin embargo, la actual situación, no sólo del mundo, sino también de tantas partes de la Iglesia, exige absolutamente que la palabra de Cristo reciba una obediencia más rápida y generosa. Cada discípulo es llamado en primera persona; ningún discípulo puede escamotear su propia respuesta: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Co 9,16).

[122] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, AA 10.
[123] Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, EN 14: AAS 68 (1976) 13.


Ha llegado la hora de emprender una nueva evangelización

34 Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateismo. Se trata, en concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una existencia vivida «como si no hubiera Dios». Ahora bien, el indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y desoladores que el ateismo declarado. Y también la fe cristiana —aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales— tiende a ser arrancada de cuajo de los momentos más significativos de la existencia humana, como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse de interrogantes y de grandes enigmas, que, al quedar sin respuesta, exponen al hombre contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la tentación de suprimir la misma vida humana que plantea esos problemas.

En cambio, en otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto de múltiples procesos, entre los que destacan la secularización y la difusión de las sectas. Sólo una nueva evangelización puede asegurar el crecimiento de una fe límpida y profunda, capaz de hacer de estas tradiciones una fuerza de auténtica libertad.

Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Pero la condición es que se rehaga la cristiana trabazón de las mismas comunidades eclesiales que viven en estos países o naciones.

Los fieles laicos —debido a su participación en el oficio profético de Cristo— están plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia. En concreto, les corresponde testificar cómo la fe cristiana —más o menos conscientemente percibida e invocada por todos— constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud.

Repito, una vez más, a todos los hombres contemporáneos el grito apasionado con el que inicié mi servicio pastoral: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo!Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe! Tantas veces hoy el hombre no sabe qué lleva dentro, en lo profundo de su alma, de su corazón. Tan a menudo se muestra incierto ante el sentido de su vida sobre esta tierra. Está invadido por la duda que se convierte en desesperación. Permitid, por tanto —os ruego, os imploro con humildad y con confianza— permitid a Cristo que hable al hombre. Solo Él tiene palabras de vida, ¡sí! de vida eterna»[124].

Abrir de par en par las puertas a Cristo, acogerlo en el ámbito de la propia humanidad no es en absoluto una amenaza para el hombre, sino que es, más bien, el único camino a recorrer si se quiere reconocer al hombre en su entera verdad y exaltarlo en sus valores.

La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida que los fieles laicos sabrán plasmar, será el más espléndido y convincente testimonio de que, no el miedo, sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren nuevos modos de vida más conformes a la dignidad humana.

¡El hombre es amado por Dios! Este es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti; para ti Cristo es «el Camino, la Verdad, y la Vida!» (
Jn 14,6).

Esta nueva evangelización —dirigida no sólo a cada una de las personas, sino también a enteros grupos de poblaciones en sus más variadas situaciones, ambientes y culturas— está destinada a laformación de comunidades eclesiales maduras, en las cuales la fe consiga liberar y realizar todo su originario significado de adhesión a la persona de Cristo y a su Evangelio, de encuentro y de comunión sacramental con Él, de existencia vivida en la caridad y en el servicio.

Los fieles laicos tienen su parte que cumplir en la formación de tales comunidades eclesiales, no sólo con una participación activa y responsable en la vida comunitaria y, por tanto, con su insustituible testimonio, sino también con el empuje y la acción misionera entre quienes todavía no creen o ya no viven la fe recibida con el Bautismo.

En relación con la nuevas generaciones, los fieles laicos deben ofrecer una preciosa contribución, más necesaria que nunca, con una sistemática labor de catequesis. Los Padres sinodales han acogido con gratitud el trabajo de los catequistas, reconociendo que éstos «tienen una tarea de gran peso en la animación de las comunidades eclesiales»[125]. Los padres cristianos son, desde luego, los primeros e insustituibles catequistas de sus hijos, habilitados para ello por el sacramento del Matrimonio; pero, al mismo tiempo, todos debemos ser conscientes del «derecho» que todo bautizado tiene de ser instruido, educado, acompañado en la fe y en la vida cristiana.

[124] Juan Pablo II, Homilía al inicio del ministerio de Supremo Pastor de la Iglesia (22 Octubre 1978): AAS 70 (1978) 947.
[125] Propositio 10.



Christifideles laici ES 27