Christifideles laici ES 51

Misión en la Iglesia y en el mundo

51 Después, acerca de la participación en la misión apostólica de la Iglesia, es indudable que —en virtud del Bautismo y de la Confirmación— la mujer, lo mismo que el varón, es hecha partícipe del triple oficio de Jesucristo Sacerdote, Profeta, Rey; y, por tanto, está habilitada y comprometida en el apostolado fundamental de la Iglesia: la evangelización. Por otra parte, precisamente en la realización de este apostolado, la mujer está llamada a ejercitar sus propios «dones»: en primer lugar, el don de su misma dignidad personal, mediante la palabra y el testimonio de vida; y después los dones relacionados con su vocación femenina.

En la participación en la vida y en la misión de la Iglesia, la mujer no puede recibir el sacramento del Orden; ni, por tanto, puede realizar las funciones propias del sacerdocio ministerial. Es ésta una disposición que la Iglesia ha comprobado siempre en la voluntad precisa —totalmente libre y soberana— de Jesucristo, el cual ha llamado solamente a varones para ser sus apóstoles[188]; una disposición que puede ser iluminada desde la relación entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa[189]. Nos encontramos en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la santidad.

En realidad, se debe afirmar que, «aunque la Iglesia posee una estructura "jerárquica", sin embargo esta estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo»[190].

Pero, como ya decía Pablo VI, si «nosotros no podemos cambiar el comportamiento de nuestro Señor ni la llamada por Él dirigida a las mujeres, sin embargo debemos reconocer y promover el papel de la mujer en la misión evangelizadora y en la vida de la comunidad cristiana»[191].

Es del todo necesario, entonces, pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable de la mujer en la Iglesia a la realización práctica. Y en este preciso sentido debe leerse la presente Exhortación, la cual se dirige a los fieles laicos con deliberada y repetida especificación «hombres y mujeres». Además, el nuevo Código de Derecho Canónico contiene múltiples disposiciones acerca de la participación de la mujer en la vida y en la misión de la Iglesia. Son disposiciones que exigen ser más ampliamente conocidas, y puestas en práctica con mayor tempestividad y determinación, si bien teniendo en cuenta las diversas sensibilidades culturales y oportunidades pastorales.

Ha de pensarse, por ejemplo, en la participación de las mujeres en los Consejos pastorales diocesanos y parroquiales, como también en los Sínodos diocesanos y en los Concilios particulares. En este sentido, los Padres sinodales han escrito: «Participen las mujeres en la vida de la Iglesia sin ninguna discriminación, también en las consultaciones y en la elaboración de las decisiones»[192]. Y además han dicho: «Las mujeres—las cuales tienen ya una gran importancia en la transmisión de la fe y en la prestación de servicios de todo tipo en la vida de la Iglesia— deben ser asociadas a la preparación de los documentos pastorales y de las iniciativas misioneras, y deben ser reconocidas como cooperadoras de la misión de la Iglesia en la familia, en la profesión y en la comunidad civil»[193].

En el ámbito más específico de la evangelización y de la catequesis hay que promover con más fuerza la responsabilidad particular que tiene la mujer en la transmisión de la fe, no sólo en la familia sino también en los más diversos lugares educativos y, en términos más amplios, en todo aquello que se refiere a la recepción de la Palabra de Dios, su comprensión y su comunicación, también mediante el estudio, la investigación y la docencia teológica.

Mientras lleve a cabo su compromiso de evangelizar, la mujer sentirá más vivamente la necesidad de ser evangelizada. Así, con los ojos iluminados por la fe (cf. Ef
Ep 1,18), la mujer podrá distinguir lo que verdaderamente responde a su dignidad personal y a su vocación, de todo aquello que —quizás con el pretexto de esta «dignidad» y en nombre de la «libertad» y del «progreso»— hace que la mujer no sirva a la consolidación de los verdaderos valores, sino que, al contrario, se haga responsable de la degradación moral de las personas, de los ambientes y de la sociedad. Llevar a cabo un «discernimiento» semejante es una urgencia histórica impostergable; y, al mismo tiempo, es una posibilidad y una exigencia que derivan de la participación, por parte de la mujer cristiana, en el oficio profético de Cristo y de su Iglesia. El «discernimiento», del que habla muchas veces el apóstol Pablo, no consiste sólo en la ponderación de las realidades y de los acontecimientos a la luz de la fe; es también decisión concreta y compromiso operativo, no sólo en el ámbito de la Iglesia, sino también en aquél otro de la sociedad humana.

Se puede decir que todos los problemas del mundo actual —de los que ya hablaba la segunda parte de la Constitución conciliar Gaudium et spes, y que el tiempo no ha resuelto en absoluto, ni los ha atenuado— deben ver a las mujeres presentes y comprometidas, y precisamente con su aportación típica e insustituible.

En particular, dos grandes tareas confiadas a la mujer merecen ser propuestas a la atención de todos.

En primer lugar, la responsabilidad de dar plena dignidad a la vida matrimonial y a la maternidad. Nuevas posibilidades se abren hoy a la mujer en orden a una comprensión más profunda y a una más rica realización de los valores humanos y cristianos implicados en la vida conyugal y en la experiencia de la maternidad. El mismo varón —el marido y el padre— puede superar formas de ausencia o presencia episódica y parcial, es más, puede involucrarse en nuevas y significativas relaciones de comunión interpersonal, gracias precisamente al hacer inteligente, amoroso y decisivo de la mujer.

Después, la tarea de asegurar la dimensión moral de la cultura, esto es, de una cultura digna del hombre, de su vida personal y social. El Concilio Vaticano II parece relacionar la dimensión moral de la cultura con la participación de los laicos en la misión real de Cristo. «Los laicos —dice—, también asociando fuerzas, purifiquen las instituciones y las condiciones de vida en el mundo, si se dieran aquéllas que empujan las costumbres al pecado, de modo que todas sean hechas conformes con las normas de la justicia y, en vez de obstaculizar, favorezcan el ejercicio de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y los trabajos del hombre»[194].

A medida que la mujer participa activa y responsablemente en la función de aquellas instituciones de las que depende la salvaguardia del primado que se ha de dar a los valores humanos en la vida de las comunidades políticas, las palabras recién citadas del Concilio señalan un importante campo de apostolado femenino. En todas las dimensiones de la vida de estas comunidades, desde la dimensión socioeconómica a la socio-política, deben ser respetadas y promovidas la dignidad personal de la mujer y su específica vocación: no sólo en el ámbito individual, sino también en el comunitario; no sólo en las formas dejadas a la libertad responsable de las personas, sino también en las formas garantizadas por las justas leyes civiles.

«No es bueno que el hombre esté solo; quiero hacerle una ayuda semejante a él» (Gn 2,18). Dios creador ha confiado el hombre a la mujer. Es cierto que el hombre ha sido confiado a cada hombre, pero lo ha sido en modo particular a la mujer, porque precisamente la mujer parece tener una específica sensibilidad —gracias a su especial experiencia de su maternidad— por el hombre y por todo aquello que constituye su verdadero bien, comenzando por el valor fundamental de la vida. ¡Qué grandes son las posibilidades y las responsabilidades de la mujer en este campo!; especialmente en una época en la que el desarrollo de la ciencia y de la técnica no está siempre inspirado ni medido por la verdadera sabiduría, con el riesgo inevitable de «deshumanizar» la vida humana, sobre todo cuando ella está exigiendo un amor más intenso y una más generosa acogida.

La participación de la mujer en la vida de la Iglesia y de la sociedad, mediante sus dones, constituye el camino necesario de su realización personal —sobre la que hoy tanto se insiste con justa razón— y, a la vez, la aportación original de la mujer al enriquecimiento de la comunión eclesial y al dinamismo apostólico del Pueblo de Dios.

En esta perspectiva se debe considerar también la presencia del varón, junto con la mujer.

[188] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial Inter insigniores (15 Octubre 1976): AAS 69 (1977) 98-116.
[189] Cf Juan Pablo II, Carta Ap. Mulieris dignitatem, MD 26.
[190] Ibid., MD 27. «La Iglesia es un cuerpo diferenciado, en el que cada uno tiene su función; las tareas son distintas y no deben ser confundidas. Estas no dan lugar a la superioridad de los unos sobre los otros; no suministran ningún pretexto a la envidia. El único carisma superior -que puede y debe ser deseado- es la caridad (cf 1Co 12-13). Los más grandes en el Reino de los cielos no son los ministros, sino los santos" (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio ministerial Inter insigniores (15 Octubre 1976):AAS 69 (1977) 115.
[191] Pablo VI, Discurso al Comité de organización del Año Internacional de la Mujer (18 Abril 1975): AAS 67 (1975) 266.
[192] Propositio 47.
[193] Ibid.
[194] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, LG 36.


Copresencia y colaboración de los hombres y de las mujeres

52 En el aula sinodal no ha faltado la voz de los que han expresado el temor de que una excesiva insistencia centrada sobre la condición y el papel de las mujeres pudiera desembocar en un inaceptable olvido: el referente a los hombres. En realidad, diversas situaciones eclesiales tienen que lamentar la ausencia o escasísima presencia de los hombres, de los que una parte abdica de las propias responsabilidades eclesiales, dejando que sean asumidas sólo por las mujeres, como, por ejemplo, la participación en la oración litúrgica en la iglesia, la educación y concretamente la catequesis de los propios hijos y de otros niños, la presencia en encuentros religiosos y culturales, la colaboración en iniciativas caritativas y misioneras.

Se ha de urgir pastoralmente la presencia coordinada de los hombres y de las mujeres para hacer más completa, armónica y rica la participación de los fieles laicos en la misión salvífica de la Iglesia.

La razón fundamental que exige y explica la simultánea presencia y la colaboración de los hombres y de las mujeres no es sólo, como se ha hecho notar, la mayor significatividad y eficacia de la acción pastoral de la Iglesia; ni mucho menos el simple dato sociológico de una convivencia humana, que está naturalmente hecha de hombres y de mujeres. Es, más bien, el designio originario del Creador que desde el «principio» ha querido al ser humano como «unidad de los dos»; ha querido al hombre y a la mujer como primera comunidad de personas, raíz de cualquier otra comunidad y, al mismo tiempo, como «signo» de aquella comunión interpersonal de amor que constituye la misteriosa vida íntima de Dios Uno y Trino.

Precisamente por esto, el modo más común y capilar, y al mismo tiempo fundamental, para asegurar esta presencia coordinada y armónica de hombres y mujeres en la vida y en la misión de la Iglesia, es el ejercicio de los deberes y responsabilidades del matrimonio y de la familia cristiana, en el que se transparenta y comunica la variedad de las diversas formas de amor y de vida: la forma conyugal, paterna y materna, filial y fraterna. Leemos en la Exhortación Familiaris consortio: «Si la familia cristiana es esa comunidad cuyos vínculos son renovados por Cristo mediante la fe y los sacramentos, su participación en la misión de la Iglesia debe realizarse según una modalidad comunitaria. Juntos, por tanto, los cónyuges en cuanto matrimonio, y los padres e hijos en cuanto familia, han de vivir su servicio a la Iglesia y al mundo (...). La familia cristiana edifica además el Reino de Dios en la historia mediante esas mismas realidades cotidianas que hacen relación y singularizan su condición de vida. Es entonces en el amor conyugal y familiar —vivido en su extraordinaria riqueza de valores y exigencias de totalidad, unicidad, fidelidad y fecundidad— donde se expresa y realiza la participación de la familia cristiana en la misión profética, sacerdotal y real de Jesucristo y de su Iglesia»[195].

Situándose en esta perspectiva, los Padres sinodales han reafirmado el significado que el sacramento del Matrimonio debe asumir en la Iglesia y en la sociedad, para iluminar e inspirar todas las relaciones entre el hombre y la mujer. En tal sentido, han afirmado «la urgente necesidad de que cada cristiano viva y anuncie el mensaje de esperanza contenido en la relación entre hombre y mujer. El sacramento del Matrimonio, que consagra esta relación en su forma conyugal y la revela como signo de la relación de Cristo con su Iglesia, contiene una enseñanza de gran importancia para la vida de la Iglesia. Esta enseñanza debe llegar por medio de la Iglesia al mundo de hoy; todas las relaciones entre el hombre y la mujer han de inspirarse en este espíritu. La Iglesia debe utilizar esta riqueza todavía más plenamente»[196]. Los mismos Padres sinodales han hecho notar justamente que «han de ser recuperadas la estima de la virginidad y el respeto por la maternidad»[197]: una vez más, para el desarrollo de vocaciones diversas y complementarias en el contexto vivo de la comunión eclesial y al servicio de su continuo crecimiento.

[195] Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris consortio,
FC 50: AAS 74 (1982) 141-142.
[196] Propositio 46.
[197] Propositio 47.


Los enfermos y los que sufren

53 El hombre está llamado a la alegría, pero experimenta diariamente tantísimas formas de sufrimiento y de dolor. En su Mensaje final, los Padres sinodales se han dirigido con estas palabras a los hombres y mujeres afectados de las más diversas formas de sufrimiento y de dolor, con estas palabras: «Vosotros, los abandonados y marginados por nuestra sociedad consumista; vosotros, enfermos, minusválidos, pobres, hambrientos, emigrantes, prófugos, prisioneros, desocupados, ancianos, niños abandonados y personas solas; vosotros, víctimas de la guerra y de toda violencia que emana de nuestra sociedad permisiva: la Iglesia participa de vuestro sufrimiento que conduce al Señor, el cual os asocia a su Pasión redentora y os hace vivir a la luz de su Redención. Contamos con vosotros para enseñar al mundo entero qué es el amor. Haremos todo lo posible para que encontréis el lugar al que tenéis derecho en la sociedad y en la Iglesia»[198].

En el contexto de un mundo sin confines, como es el del sufrimiento humano, dirijamos ahora la atención a los aquejados por la enfermedad en sus más diversas formas. Los enfermos, en efecto, son la expresión más frecuente y más común del sufrir humano.

A todos y a cada uno se dirige el llamamiento del Señor: también los enfermos son enviados como obreros a su viña. El peso que oprime los miembros del cuerpo y menoscaba la serenidad del alma, lejos de retraerles del trabajar en la viña, los llama a vivir su vocación humana y cristiana y a participar en el crecimiento del Reino de Dios con nuevas modalidades, incluso más valiosas.Las palabras del apóstol Pablo han de convertirse en su programa de vida y, antes todavía, son luz que hace resplandecer a sus ojos el significado de gracia de su misma situación: «Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (
Col 1,24). Precisamente haciendo este descubrimiento, el apóstol arribó a la alegría: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros» (Col 1,24). Del mismo modo, muchos enfermos pueden convertirse en portadores del «gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones» (1Th 1,6) y ser testigos de la Resurrección de Jesús. Como ha manifestado un minusválido en su intervención en el aula sinodal, «es de gran importancia aclarar el hecho de que los cristianos que viven en situaciones de enfermedad, de dolor y de vejez, no están invitados por Dios solamente a unir su dolor a la Pasión de Cristo, sino también a acoger ya ahora en sí mismos y a transmitir a los demás la fuerza de la renovación y la alegría de Cristo resucitado (cf. 2Co 4,10-11 1P 4,13 Rm 8,18 ss.)»[199].

Por su parte —como se lee en la Carta Apostólica Salvifici doloris— «la Iglesia que nace del misterio de la redención en la Cruz de Cristo, está obligada a buscar el encuentro con el hombre, de modo particular, en el camino de su sufrimiento. En un encuentro de tal índole el hombre "constituye el camino de la Iglesia", y es éste uno de los caminos más importantes»[200]. El hombre que sufre es camino de la Iglesia porque, antes que nada, es camino del mismo Cristo, el buen Samaritano que «no pasó de largo», sino que «tuvo compasión y acercándose, vendó sus heridas (...) y cuidó de él» (Lc 10,32-34).

A lo largo de los siglos, la comunidad cristiana ha vuelto a copiar la parábola evangélica del buen Samaritano en la inmensa multitud de personas enfermas y que sufren, revelando y comunicando el amor de curación y consolación de Jesucristo. Esto ha tenido lugar mediante el testimonio de la vida religiosa consagrada al servicio de los enfermos y mediante el infatigable esfuerzo de todo el personal sanitario. Además hoy, incluso en los mismos hospitales y nosocomios católicos, se hace cada vez más numerosa, y quizá también total y exclusiva, la presencia de fieles laicos, hombres y mujeres. Precisamente ellos, médicos, enfermeros, otros miembros del personal sanitario, voluntarios, están llamados a ser la imagen viva de Cristo y de su Iglesia en el amor a los enfermos y los que sufren.

[198] VII Asam. Gen. Ord. Sinodo de los Obispos (1987), Per Concili semitas ad Populum Dei Nuntius, 12.
[199] Propositio 53.
[200] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, 3: AAS 76 (1984) 203.


Acción pastoral renovada

54 Es necesario que esta preciosísima herencia, que la Iglesia ha recibido de Jesucristo «médico de la carne y del espíritu»[201], no sólo no disminuya jamás, sino que sea valorizada y enriquecida cada vez más mediante una recuperación y un decidido relanzamiento de la acción pastoral para y con los enfermos y los que sufren. Ha de ser una acción capaz de sostener y de promover atención, cercanía, presencia, escucha, diálogo, participación y ayuda concreta para con el hombre, en momentos en los que la enfermedad y el sufrimiento ponen a dura prueba, no sólo su confianza en la vida, sino también su misma fe en Dios y en su amor de Padre. Este relanzamiento pastoral tiene su expresión más significativa en la celebración sacramental con y para los enfermos, como fortaleza en el dolor y en la debilidad, como esperanza en la desesperación, como lugar de encuentro y de fiesta.

Uno de los objetivos fundamentales de esta renovada e intensificada acción pastoral —que no puede dejar de implicar coordinadamente a todos los componentes de la comunidad eclesial— es considerar al enfermo, al minusválido, al que sufre, no simplemente como término del amor y del servicio de la Iglesia, sino más bien como sujeto activo y responsable de la obra de evangelización y de salvación. Desde este punto de vista, la Iglesia tiene un buen mensaje que hacer resonar dentro de la sociedad y de las culturas que, habiendo perdido el sentido del sufrir humano, silencian cualquier forma de hablar sobre esta dura realidad de la vida. Y la buena nueva está en el anuncio de que el sufrir puede tener también un significado positivo para el hombre y para la misma sociedad, llamado como esta a convertirse en una forma de participación en el sufrimiento salvador de Cristo y en su alegría de resucitado, y, por tanto, una fuerza de santificación y edificación de la Iglesia.

El anuncio de esta buena nueva resulta convincente cuando no resuena simplemente en los labios, sino que pasa a través del testimonio de vida, tanto de los que cuidan con amor a los enfermos, los minusválidos y los que sufren, como de estos mismos, hechos cada vez más conscientes y responsables de su lugar y tarea en la Iglesia y por la Iglesia.

Para que la «civilización del amor» pueda florecer y fructificar en el inmenso mundo del dolor humano, podrá ser de gran utilidad la frecuente meditación de la Carta Apostólica Salvifici doloris, de la que recordamos las líneas finales: «Es necesario, por tanto, que a los pies de la Cruz del Calvario acudan espiritualmente todos los que sufren y creen en Cristo y, en concreto, los que sufren a causa de su fe en el Crucificado y Resucitado, para que el ofrecimiento de sus sufrimientos acelere el cumplimiento de la oración del mismo Salvador por la unidad de todos (cf.
Jn 17,11 Jn 17,21-22). Acudan también allí los hombres de buena voluntad, porque en la Cruz está el "Redentor del hombre", el Varón de dolores, que ha asumido para sí los sufrimientos físicos y morales de los hombres de todos los tiempos, para que en el amor puedan encontrar el sentido salvífico de su dolor y respuestas válidas a todos sus interrogantes. Junto a María, Madre de Cristo, que estaba al pie de la Cruz (cf. Jn Jn 19,25), nos detenemos junto a todas las cruces del hombre de hoy (...). Y a todos vosotros, los que sufrís, os pedimos que nos sostengáis. Precisamente a vosotros que sois débiles, os pedimos que os convirtáis en fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. ¡En el terrible combate entre las fuerzas del bien y del mal, que nuestro mundo contemporáneo nos ofrece de espectáculo, venza vuestro sufrimiento en unión con la Cruz de Cristo!»[202].

[201] San Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, VII, 2: S. Ch. 10, 64.
[202] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris, 31: AAS 76 (1984) 249-250.


Estados de vida y vocaciones

55 Obreros de la viña son todos los miembros del Pueblo de Dios: los sacerdotes, los religiosos y religiosas, los fieles laicos, todos a la vez objeto y sujeto de la comunión de la Iglesia y de la participación en su misión de salvación. Todos y cada uno trabajamos en la única y común viña del Señor con carismas y ministerios diversos y complementarios.

Ya en el plano del ser, antes todavía que en el del obrar, los cristianos son sarmientos de la única vid fecunda que es Cristo; son miembros vivos del único Cuerpo del Señor edificado en la fuerza del Espíritu. En el plano del ser: no significa sólo mediante la vida de gracia y santidad, que es la primera y más lozana fuente de fecundidad apostólica y misionera de la Santa Madre Iglesia; sino que significa también el estado de vida que caracteriza a los sacerdotes y los diáconos, los religiosos y religiosas, los miembros de institutos seculares, los fieles laicos.

En la Iglesia-Comunión los estados de vida están de tal modo relacionados entre sí que están ordenados el uno al otro. Ciertamente es común —mejor dicho, único— su profundo significado: el de ser modalidad según la cual se vive la igual dignidad cristiana y la universal vocación a la santidad en la perfección del amor. Son modalidades a la vez diversas y complementarias, de modo que cada una de ellas tiene su original e inconfundible fisionomía, y al mismo tiempo cada una de ellas está en relación con las otras y a su servicio.

Así el estado de vida laical tiene en la índole secular su especificidad y realiza un servicio eclesial testificando y volviendo a hacer presente, a su modo, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, el significado que tienen las realidades terrenas y temporales en el designio salvífico de Dios. A su vez, el sacerdocio ministerial representa la garantía permanente de la presencia sacramental de Cristo Redentor en los diversos tiempos y lugares. El estado religioso testifica la índole escatológica de la Iglesia, es decir, su tensión hacia el Reino de Dios, que viene prefigurado y, de algún modo, anticipado y pregustado por los votos de castidad, pobreza y obediencia.

Todos los estados de vida, ya sea en su totalidad como cada uno de ellos en relación con los otros, están al servicio del crecimiento de la Iglesia; son modalidades distintas que se unifican profundamente en el «misterio de comunión» de la Iglesia y que se coordinan dinámicamente en su única misión.

De este modo, el único e idéntico misterio de la Iglesia revela y revive, en la diversidad de estados de vida y en la variedad de vocaciones, la infinita riqueza del misterio de Jesucristo. Como gusta repetir a los Padres, la Iglesia es como un campo de fascinante y maravillosa variedad de hierbas, plantas, flores y frutos. San Ambrosio escribe: «Un campo produce muchos frutos, pero es mejor el que abunda en frutos y en flores. Ahora bien, el campo de la santa Iglesia es fecundo en unos y otras. Aquí puedes ver florecer las gemas de la virginidad, allá la viudez dominar austera como los bosques en la llanura; más allá la rica cosecha de las bodas bendecidas por la Iglesia colmar de mies abundante los grandes graneros del mundo, y los lagares del Señor Jesús sobreabundar de los frutos de vid lozana, frutos de los cuales están llenos los matrimonios cristianos»[203].

[203] San Ambrosio, De Virginitate, VI, 34: PL 16, 288. Cf San Agustín, Sermo CCCIV, III, 2: PL 38, 1396.



Las diversas vocaciones laicales

56 La rica variedad de la Iglesia encuentra su ulterior manifestación dentro de cada uno de los estados de vida. Así, dentro del estado de vida laical se dan diversas «vocaciones», o sea, diversos caminos espirituales y apostólicos que afectan a cada uno de los fieles laicos. En el álveo de una vocación laical «común» florecen vocaciones laicales «particulares». En este campo podemos recordar también la experiencia espiritual que ha madurado recientemente en la Iglesia con el florecer de diversas formas de Institutos seculares. A los fieles laicos, y también a los mismos sacerdotes, está abierta la posibilidad de profesar los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia a través de los votos o las promesas, conservando plenamente la propia condición laical o clerical[204]. Como han puesto de manifiesto los Padres sinodales, «el Espíritu Santo promueve también otras formas de entrega de sí mismo a las que se dedican personas que permanecen plenamente en la vida laical»[205].

Podemos concluir releyendo una hermosa página de San Francisco de Sales, que tanto ha promovido la espiritualidad de los laicos[206]. Hablando de la «devoción», es decir de la perfección cristiana o «vida según el Espíritu», presenta de manera simple y espléndida la vocación de todos los cristianos a la santidad y, al mismo tiempo, el modo específico con que cada cristiano la realiza: «En la Creación Dios mandó a las plantas producir sus frutos, cada una "según su especie" (
Gn 1,11). El mismo mandamiento dirige a los cristianos, que son plantas vivas de su Iglesia, para que produzcan frutos de devoción, cada uno según su estado y condición. La devoción debe ser practicada en modo diverso por el hidalgo, por el artesano, por el sirviente, por el príncipe, por la viuda, por la mujer soltera y por la casada. Pero esto no basta; es necesario además conciliar la práctica de la devoción con las fuerzas, con las obligaciones y deberes de cada persona (...). Es un error —mejor dicho, una herejía— pretender excluir el ejercicio de la devoción del ambiente militar, del taller de los artesanos, de la corte de los príncipes, de los hogares de los casados. Es verdad, Filotea, que la devoción puramente contemplativa, monástica y religiosa sólo puede ser vivida en estos estados, pero además de estos tres tipos de devoción, hay muchos otros capaces de hacer perfectos a quienes viven en condiciones seculares. Por eso, en cualquier lugar que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la vida perfecta»[207].

Colocándose en esa misma línea, el Concilio Vaticano II escribe: «Este comportamiento espiritual de los laicos debe asumir una peculiar característica del estado de matrimonio y familia, de celibato o de viudez, de la condición de enfermedad, de la actividad profesional y social. No dejen, por tanto, de cultivar constantemente las cualidades y las dotes otorgadas correspondientes a tales condiciones, y de servirse de los propios dones recibidos del Espíritu Santo»[208].

Lo que vale para las vocaciones espirituales vale también, y en cierto sentido con mayor motivo, para las infinitas diversas modalidades según las cuales todos y cada uno de los miembros de la Iglesia son obreros que trabajan en la viña del Señor, edificando el Cuerpo místico de Cristo. En verdad, cada uno es llamado por su nombre, en la unicidad e irrepetibilidad de su historia personal, a aportar su propia contribución al advenimiento del Reino de Dios. Ningún talento, ni siquiera el más pequeño, puede ser escondido o quedar inutilizado (cf. Mt Mt 25,24-27).

El apóstol Pedro nos advierte: «Que cada cual ponga al servicio de los demás la gracia que ha recibido, como buenos administradores de las diversas gracias de Dios» (1P 4,10).

[204] Cf Pío XII, Const. Ap. Provida Mater (2 Febrero 1947): AAS 39 (1947) 114-124; C.I.C., can. CIC 573.
[205] Propositio 6.
[206] Cf Pablo VI, Carta Ap. Sabaudiae gemma (29 Enero 1967): AAS 59 (1967) 113-123.
[207] San Francisco de Sales, Introduction à la vie dévote, I, III: OEuvres complètes, Monastère de la Visitation, Annecy 1893, III, 19-21.
[208] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, AA 4.


CAPÍTULO V


PARA QUE DÉIS MÁS FRUTO


La formación de los fieles laicos

Madurar continuamente

57 La imagen evangélica de la vid y los sarmientos nos revela otro aspecto fundamental de la vida y de la misión de los fieles laicos: La llamada a crecer, a madurar continuamente, a dar siempre más fruto.

Como diligente viñador, el Padre cuida de su viña. La presencia solícita de Dios es invocada ardientemente por Israel, que reza así: «¡Oh Dios Sebaot, vuélvete ya, / desde los cielos mira y ve, / visita esta viña, cuídala, / a ella, la que plantó tu diestra» (
Ps 80,15-16). El mismo Jesús habla del trabajo del Padre: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,1-2).

La vitalidad de los sarmientos está unida a su permanecer radicados en la vid, que es Jesucristo: «El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto, porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

El hombre es interpelado en su libertad por la llamada de Dios a crecer, a madurar, a dar fruto. No puede dejar de responder; no puede dejar de asumir su personal responsabilidad. A esta responsabilidad, tremenda y enaltecedora, aluden las palabras graves de Jesús: «Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego lo recogen, lo echan al fuego y lo queman» (Jn 15,6).

En este diálogo entre Dios que llama y la persona interpelada en su responsabilidad se sitúa la posibilidad —es más, la necesidad— de una formación integral y permanente de los fieles laicos, a la que los Padres sinodales han reservado justamente una buena parte de su trabajo. En concreto, después de haber descrito la formación cristiana como «un continuo proceso personal de maduración en la fe y de configuración con Cristo, según la voluntad del Padre, con la guía del Espíritu Santo», han afirmado claramente que «la formación de los fieles laicos se ha de colocarentre las prioridades de la diócesis y se ha de incluir en los programas de acción pastoral de modo que todos los esfuerzos de la comunidad (sacerdotes, laicos y religiosos) concurran a este fin»[209].

[209] Propositio 40.



Christifideles laici ES 51