Dominum et vivificantem ES 17


17 Conviene subrayar aquí claramente que el « Espíritu del Señor », que « se posa » sobre el futuro Mesías, es ante todo un don de Dios para la persona de aquel Siervo del Señor. Pero éste no es una persona aislada e independiente, porque actúa por voluntad del Señor en virtud de su decisión u opción. Aunque a la luz de los textos de Isaías la actuación salvífica del Mesías, Siervo del Señor, encierra en sí la acción del Espíritu que se manifiesta a través de él mismo, sin embargo en el contexto veterotestamentario no está sugerida la distinción de los sujetos o de las personas divinas, tal como subsisten en el misterio trinitario y son reveladas luego en el Nuevo Testamento. Tanto en Isaías como en el resto del Antiguo Testamento la personalidad del Espíritu Santo está totalmente « escondida »: escondida en la revelación del único Dios, así como también en el anuncio del futuro Mesías.



18 Jesucristo se referirá a este anuncio, contenido en las palabras de Isaías, al comienzo de su actividad mesiánica. Esto acaecerá en Nazaret mismo donde había transcurrido treinta años de su vida en la casa de José, el carpintero junto a María, su Madre Virgen. Cuando se presentó la ocasión de tomar la palabra en la Sinagoga, abriendo el libro de Isaías encontró el pasaje en que estaba escrito: « EL Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido el Señor » y después de haber leído este fragmento dijo a los presentes: « Esta Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy ».64 De este modo confesó y proclamó ser el que « fue ungido » por el Padre, ser el Mesías, es decir Cristo, en quien mora el Espíritu Santo como don de Dios mismo, aquél que posee la plenitud de este Espíritu, aquél que marca el « nuevo inicio » del don que Dios hace a la humanidad con el Espíritu.

64 cf.
Lc 4,16-21 Is 61,1 s.


5. Jesús de Nazaret « elevado » por el Espíritu Santo

19 Aunque en Nazaret, su patria, Jesús no es acogido como Mesías, sin embargo, al comienzo de su actividad pública, su misión mesiánica por el Espíritu Santo es revelada al pueblo por Juan el Bautista. Este, hijo de Zacarías y de Isabel, anuncia en el Jordán la venida del Mesías y administra el bautismo de penitencia. Dice al respecto: « Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego ».65

Juan Bautista anuncia al Mesías-Cristo no sólo como el que « viene » por el Espíritu Santo, sino también como el que « lleva » el Espíritu Santo, como Jesús revelará mejor en el Cenáculo. Juan es aquí el eco fiel de las palabras de Isaías, que en el antiguo Profeta miraban al futuro, mientras que en su enseñanza a orillas del Jordán constituyen la introducción inmediata en la nueva realidad mesiánica. Juan no es solamente un profeta sino también un mensajero, es el precursor de Cristo. Lo que Juan anuncia se realiza a la vista de todos. Jesús de Nazaret va al Jordán para recibir también el bautismo de penitencia. Al ver que llega, Juan proclama: « He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo ».66 Dice esto por inspiración del Espíritu Santo,67 atestiguando el cumplimiento de la profecía de Isaías. Al mismo tiempo confiesa la fe en la misión redentora de Jesús de Nazaret. « Cordero de Dios » en boca de Juan Bautista es una expresión de la verdad sobre el Redentor, no menos significativa de la usada por Isaías: « Siervo del Señor ».

Así, por el testimonio de Juan en el Jordán, Jesús de Nazaret, rechazado por sus conciudadanos, es elevado ante Israel como Mesías, es decir « Ungido » con el Espíritu Santo. Y este testimonio es corroborado por otro testimonio de orden superior mencionado por los Sinópticos. En efecto, cuando todo el pueblo fue bautizado y mientras Jesús después de recibir el bautismo estaba en oración, « se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma » 68 y al mismo tiempo « vino una voz del cielo: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco ».69

Es una teofanía trinitaria que atestigua la exaltación de Cristo con ocasión del bautismo en el Jordán, la cual no sólo confirma el testimonio de Juan Bautista, sino que descubre una dimensión todavía más profunda de la verdad sobre Jesús de Nazaret como Mesías. El Mesías es el Hijo predilecto del Padre. Su exaltación solemne no se reduce a la misión mesiánica del « Siervo del Señor ». A la luz de la teofanía del Jordán, esta exaltación alcanza el misterio de la Persona misma del Mesías. El es exaltado porque es el Hijo de la divina complacencia. La voz de lo alto dice: « mi Hijo ».


65
Lc 3,16, cf. Mt 3,11, Mc 1,7s.; Jn 1,33
66 (Jn 1,29
67 cf. Jn 1,33 s.
68 Lc 3,31 s.; cf. Mt 3,16 Mc 1,10
69 (Mt 3,17


20 La teofanía del Jordán ilumina sólo fugazmente el misterio de Jesús de Nazaret cuya actividad entera se desarrollará bajo la presencia viva del Espíritu Santo.70 Este misterio habría sido manifestado por Jesús mismo y confirmado gradualmente a través de todo lo que « hizo y enseñó ».71 En la línea de esta enseñanza y de los signos mesiánicos que Jesús hizo antes de llegar al discurso de despedida en el Cenáculo, encontramos unos acontecimientos y palabras que constituyen momentos particularmente importantes de esta progresiva revelación. Así el evangelista Lucas, que ya ha presentado a Jesús « lleno de Espíritu Santo » y « conducido por el Espíritu en el desierto »,72 nos hace saber que, después del regreso de los setenta y dos discípulos de la misión confiada por el Maestro,73 mientras llenos de gozo narraban los frutos de su trabajo, « en aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" ».74 Jesús se alegra por la paternidad divina, se alegra porque le ha sido posible revelar esta paternidad; se alegra, finalmente, por la especial irradiación de esta paternidad divina sobre los « pequeños ». Y el evangelista califica todo esto como « gozo en el Espíritu Santo ».

Este « gozo », en cierto modo, impulsa a Jesús a decir todavía: « Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo, y aquél a quien se lo quiera revelar ».75

70 cf. S. Basilio, De Spiritu Sancto, XVI, 39: PG 32, 139.
71 (
Ac 1,1.
72 cf. Lc 4,1
73 cf. Lc 10,17-20
74 Lc 10,21 cf. Mt 11,25 s.
75 Lc 10,22 cf. Mt 11,27.


21 Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo « desde fuera », desde lo alto aquí proviene « desde dentro », es decir, desde la profundidad de lo que es Jesús. Es otra revelación del Padre y del Hijo, unidos en el Espíritu Santo. Jesús habla solamente de la paternidad de Dios y de su propia filiación; no habla directamente del Espíritu que es amor y, por tanto, unión del Padre y del Hijo. Sin embargo, lo que dice del Padre y de sí como Hijo brota de la plenitud del Espíritu que está en él y que se derrama en su corazón, penetra su mismo « yo », inspira y vivifica profundamente su acción. De ahí aquel « gozarse en el Espíritu Santo ». La unión de Cristo con el Espíritu Santo, de la que tiene perfecta conciencia, se expresa en aquel « gozo », que en cierto modo hace « perceptible » su fuente arcana. Se da así una particular manifestación y exaltación, que es propia del Hijo del Hombre, de Cristo-Mesías, cuya humanidad pertenece a la persona del Hijo de Dios, substancialmente uno con el Espíritu Santo en la divinidad.

En la magnífica confesión de la paternidad de Dios, Jesús de Nazaret manifiesta también a sí mismo su « yo » divino; efectivamente, él es el Hijo « de la misma naturaleza », y por tanto « nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo », aquel Hijo que « por nosotros los hombres y por nuestra salvación » se hizo hombre por obra del Espíritu Santo y nació de una virgen, cuyo nombre era María



6. Cristo resucitado dice: « Recibid el Espíritu Santo »

22 Gracias a su narración Lucas nos acerca a la verdad contenida en el discurso del Cenáculo. Jesús de Nazaret, « elevado » por el Espíritu Santo, durante este discurso-coloquio, se manifiesta como el que « trae » el Espíritu, como el que debe llevarlo y « darlo » a los apóstoles y a la Iglesia a costa de su « partida » a través de la cruz.

El verbo « traer » aquí quiere decir, ante todo, « revelar ». En el Antiguo Testamento, desde el Libro del Génesis, el espíritu de Dios fue de alguna manera dado a conocer primero como « soplo » de Dios que da vida, como « soplo vital » sobrenatural. En el libro de Isaías es presentado como un « don » para la persona del Mesías, como el que se posa sobre él, para guiar interiormente toda su actividad salvífica. Junto al Jordán, el anuncio de Isaías ha tomado una forma concreta: Jesús de Nazaret es el que viene por el Espíritu Santo y lo trae como don propio de su misma persona, para comunicarlo a través de su humanidad: « El os bautizará en Espíritu Santo ».76 En el Evangelio de Lucas se encuentra confirmada y enriquecida esta revelación del Espíritu Santo, como fuente íntima de la vida y acción mesiánica de Jesucristo.

A la luz de lo que Jesús dice en el discurso del Cenáculo, el Espíritu Santo es revelado de una manera nueva y más plena. Es no sólo el don a la persona (a la persona del Mesías), sino que es una Persona-don. Jesús anuncia su venida como la de « otro Paráclito », el cual, siendo el Espíritu de la verdad, guiará a los apóstoles y a la Iglesia « hacia la verdad completa ».77 Esto se realizará en virtud de la especial comunión entre el Espíritu Santo y Cristo: « Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros ».78 Esta comunión tiene su fuente primaria en el Padre: « Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: que recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros ».79 Procediendo del Padre, el Espíritu Santo es enviado por el Padre.80 El Espíritu Santo ha sido enviado antes como don para el Hijo que se ha hecho hombre, para cumplir las profecías mesiánicas. Según el texto joánico, después de la « partida » de Cristo-Hijo, el Espíritu Santo « vendrá » directamente —es su nueva misión— a completar la obra del Hijo. Así llevará a término la nueva era de la historia de la salvación.


76 (
Mt 3,11 Lc 3,16
77 (Jn 16,13
78 (Jn 16,14
79 (Jn 16,15
80 cf. Jn 14,26 Jn 15,26


23 Nos encontramos en el umbral de los acontecimientos pascuales. La revelación nueva y definitiva del Espíritu Santo como Persona, que es el don, se realiza precisamente en este momento Los acontecimientos pascuales —pasión, muerte y resurrección de Cristo— son también el tiempo de la nueva venida del Espíritu Santo, como Paráclito y Espíritu de la verdad. Son el tiempo del « nuevo inicio » de la comunicación de Dios uno y trino a la humanidad en el Espíritu Santo, por obra de Cristo Redentor. Este nuevo inicio es la redención del mundo: « Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único ».81 Ya en el « dar » el Hijo, en este don del Hijo, se expresa la esencia más profunda de Dios, el cual, como Amor, es la fuente inagotable de esta dádiva. En el don hecho por el Hijo se completan la revelación y la dádiva del amor eterno: el Espíritu Santo, que en la inescrutable profundidad de la divinidad es una Persona-don, por obra del Hijo, es decir, mediante el misterio pascual es dado de un modo nuevo a los apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero.

81 (
Jn 3,16


24 La expresión definitiva de este misterio tiene lugar el día de la Resurrección. Este día, Jesús de Nazaret, « nacido del linaje de David », como escribe el apóstol Pablo, es « constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos ».82 Puede decirse, por consiguiente, que la « elevación » mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su culmen en la Resurrección, en la cual se revela también como Hijo de Dios, « lleno de poder ». Y este poder, cuyas fuentes brotan de la inescrutable comunión trinitaria, se manifiesta ante todo en el hecho de que Cristo resucitado, si por una parte realiza la promesa de Dios expresada ya por boca del Profeta: « Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, ... mi espíritu »,83 por otra cumple su misma promesa hecha a los apóstoles con las palabras: a Si me voy, os lo enviaré ».84 Es él: el Espíritu de la verdad, el Paráclito enviado por Cristo resucitado para transformarnos en su misma imagen de resucitado.85

« Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús repitió: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo" ».86

Todos los detalles de este texto-clave del Evangelio de Juan tienen su elocuencia, especialmente si los releemos con referencia a las palabras pronunciadas en el mismo Cenáculo al comienzo de los acontecimientos pascuales. Tales acontecimientos —el triduo sacro de Jesús, que el Padre ha consagrado con la unción y enviado al mundo— alcanzan ya su cumplimiento. Cristo, que « había entregado el espíritu en la cruz »87 como Hijo del hombre y Cordero de Dios, una vez resucitado va donde los apóstoles para « soplar sobre ellos » con el poder del que habla la Carta a los Romanos.88 La venida del Señor llena de gozo a los presentes: « Su tristeza se convierte en gozo »,89 como ya había prometido antes de su pasión. Y sobre todo se verifica el principal anuncio del discurso de despedida: Cristo resucitado, como si preparara una nueva creación, « trae » el Espíritu Santo a los apóstoles. Lo trae a costa de su « partida »; les da este Espíritu como a través de las heridas de su crucifixión: « les mostró las manos y el costado ». En virtud de esta crucifixión les dice: « Recibid el Espíritu Santo ».

Se establece así una relación profunda entre el envío del Hijo y el del Espíritu Santo. No se da el envío del Espíritu Santo (después del pecado original) sin la Cruz y la Resurrección: « Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito ».90 Se establece también una relación íntima entre la misión del Espíritu Santo y la del Hijo en la Redención. La misión del Hijo, en cierto modo, encuentra su « cumplimiento » en la Redención: « Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros ».91 La Redención es realizada totalmente por el Hijo, el Ungido, que ha venido y actuado con el poder del Espíritu Santo, ofreciéndose finalmente en sacrificio supremo sobre el madero de la Cruz. Y esta Redención, al mismo tiempo, es realizada constantemente en los corazones y en las conciencias humanas —en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, que es el « otro Paráclito ».

82
Rm 1,3 s.
83 Ez 36,26 s.; cf. Jn 7,37-39 Jn 19,34
84 (Jn 16,7
85 cf. S. Cirilo de Alejandría, In Johannis Evangelium, lib. V, cap. II: PG 73, 755.
86 (Jn 20,19-22
87 cf. Jn 19,30
88 cf. Rm 1,4.
89 cf. Jn 16,20
90 (Jn 16,7
91 (Jn 16,15


7. El Espíritu Santo y la era de la Iglesia

25 « Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn Jn 17,4) fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef Ep 2,18). El es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14 Jn 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8, 10-11 ) ».92

De este modo el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el mismo Cenáculo el domingo de Pascua. Cristo resucitado vino y « trajo » a los apóstoles el Espíritu Santo. Se lo dio diciendo: « Recibid el Espíritu Santo ». Lo que había sucedido entonces en el interior del Cenáculo, « estando las puertas cerradas », más tarde, el día de Pentecostés es manifestado también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del Cenáculo y los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén con ocasión de la fiesta, para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumple el anuncio: « El dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio ».93

Leemos en otro documento del Vaticano II: « El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la predicación entre los paganos ».94

La era de la Iglesia empezó con la « venida », es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor.95 Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia. De esto hablan ampliamente y en muchos pasajes los Hechos de los Apóstoles de los cuáles resulta que, según la conciencia de la primera comunidad , cuyas convicciones expresa Lucas, el Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo «perceptible»— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores. Pues la gracia del Espíritu Santo, que los apóstoles dieron a sus colaboradores con la imposición de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación episcopal. Luego los Obispos, con el sacramento del Orden hacen partícipes de este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el sacramento de la Confirmación, sean corroborados por él todos los renacidos por el agua y por el Espíritu; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la gracia de Pentecostés.

Como escribe el Concilio, «el Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1Co 3,16 1Co 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál Ga 4,6 Rom Ga 8,15-16 Ga 8,26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn Jn 16,13), la unifica en comunión y misterio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef Ep 4,11-12 1Co 12,4 Ga 5,22) con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo ».96

92 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 4.
93 Jn 15,26 s.
94 Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, AGD 4.
95 cf. Ac 1,14.
96 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 4. Existe toda una tradición patrística y teológica sobre la unión íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia, unión presentada a veces de modo análogo a la relación entre el alma y cuerpo en el hombre: cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1: SC 211, pp. 470-474; S. Agustín, Sermo 267, 4, 4; PL 38, 1231; Sermo 268, 2: PL 38, 1232; In Iohannis evangelium tractatus, XXV, 13; XXVII, 6: CCL 36, 266, 272 s.; S. Gregorio Magno, In septem psalmos poenitentiales expositio, psal. V, 1: PL 79, 602; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 1: PG 39, 449 s.; S. Atanasio, Oratio III contra Arianos, 22, 23, 24: PG 26, 368 s., 372; S.Juan Crisóstomo. In Epistolam ad Ephesios, Homil. IX, 3: PG 62, 72 s. Santo Tomás de Aquino ha sintetizado la precedente tradición patrística y teológica, al presentar al Espíritu Santo como el «corazón» y el «alma» de la Iglesia: cf. Summa Theol., III, q. 8, a. 1, ad 3; In symbolum Apostolorum Expositio, a. IX; In Tertium Librum Sententiarum, Dist. XIIIfi q. 2, a. 2, quaestiuncula 3.


26 Los pasajes citados por la Constitución conciliar Lumen gentium nos indica que, con la venida del Espíritu Santo, empezó la era de la Iglesia. Nos indican también que esta era, la era de la Iglesia, perdura. Perdura a través de los siglos y las generaciones. En nuestro siglo en el que la humanidad se está acercando al final del segundo milenio después de Cristo, esta «era de la Iglesia», se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio Vaticano II, como concilio de nuestro siglo. En efecto, se sabe que éste ha sido especialmente un concilio « eclesiológico », un concilio sobre el tema de la Iglesia. Al mismo tiempo, la enseñanza de este concilio es esencialmente « pneumatológica », impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia. Podemos decir que el Concilio Vaticano II en su rico magisterio contiene propiamente todo lo « que el Espíritu dice a las Iglesias » 97 en la fase presente de la historia de la salvación.

Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio junto con él, el Concilio ha dado una especial ratificación de la presencia del Espíritu Santo Paráclito. En cierto modo, lo ha hecho nuevamente « presente » en nuestra difícil época. A la luz de esta convicción se comprende mejor la gran importancia de todas las iniciativas que miran a la realización del Vaticano II, de su magisterio y de su orientación pastoral y ecuménica. En este sentido deben ser también consideradas y valoradas las sucesivas Asambleas del Sínodo de los Obispos, que tratan de hacer que los frutos de la verdad y del amor —auténticos frutos del Espíritu Santo— sean un bien duradero del Pueblo de Dios en su peregrinación terrena en el curso de los siglos. Es indispensable este trabajo de la Iglesia orientado a la verificación y consolidación de los frutos salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto conviene saber « discernirlos » atentamente de todo lo que contrariamente puede provenir sobre todo del « príncipe de este mundo ».98 Este discernimiento es tanto más necesario en la realización de la obra del Concilio ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual, como aparece claramente en las importantes Constituciones conciliares Gaudium et spes y Lumen gentium.

Leemos en la Constitución pastoral: « La comunidad cristiana (de los discípulos de Cristo) está integrada por hombres que, reunidos en Cristo son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia ».99 « Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los elementos terrenos ».100 « El Espíritu de Dios ... con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra ».101

97 cf.
Ap 2,29 Ap 3,6 Ap 3,13 Ap 3,22
98 cf. Jn 12,31 Jn 14,30 Jn 16,11
99 Gaudium et spes, GS 1
100 Ibid., GS 41.
101 Ibid., GS 26.


II PARTE - EL ESPÍRITU QUE CONVENCE AL MUNDO EN LO REFERENTE AL PECADO


1. Pecado, justicia y juicio

27 Cuando Jesús, durante el discurso del Cenáculo, anuncia la venida del Espíritu Santo « a costa » de su partida y promete: « Si me voy, os lo enviaré », precisamente en el mismo contexto añade: « Y cuando él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ».102 El mismo Paráclito y Espíritu de la verdad, —que ha sido prometido como el que « enseñará » y « recordará », que « dará testimonio », que « guiará hasta la verdad completa »—, con las palabras citadas ahora es anunciado como el que « convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ».

Significativo parece también el contexto Jesús relaciona este anuncio del Espíritu Santo con las palabras que indican su propia « partida » a través de la Cruz, e incluso subraya su necesidad: « Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito ».103

Pero lo más interesante es la explicación que Jesús añade a estas palabras: pecado, justicia, juicio. Dice en efecto: « El convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre, y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe de este mundo está juzgado ».104

En el pensamiento de Jesús el pecado, la justicia y el juicio tienen un sentido muy preciso, distinto del que quizás alguno sería propenso a atribuir a estas palabras, independientemente de la explicación de quien habla. Esta explicación indica también cómo conviene entender aquel « convencer al mundo », que es propio de la acción del Espíritu Santo. Aquí es importante tanto el significado de cada palabra, como el hecho de que Jesús las haya unido entre sí en la misma frase.

En este pasaje « el pecado », significa la incredulidad que Jesús encontró entre los « suyos », empezando por sus conciudadanos de Nazaret. Significa el rechazo de su misión que llevará a los hombres a condenarlo a muerte. Cuando seguidamente habla de « la justicia », Jesús parece que piensa en la justicia definitiva, que el Padre le dará rodeándolo con la gloria de la resurrección y de la ascensión al cielo: « Voy al Padre ». A su vez, en el contexto del « pecado » y de la « justicia » entendidos así, « el juicio » significa que el Espíritu de la verdad demostrará la culpa del « mundo » en la condena de Jesús a la muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo sólo para juzgarlo y condenarlo: él vino para salvarlo.105 El convencer en lo referente al pecado y a la justicia tiene como finalidad la salvación del mundo y la salvación de los hombres. Precisamente esta verdad parece estar subrayada por la afirmación de que « el juicio » se refiere solamente al « Príncipe de este mundo », es decir, Satanás, el cual desde el principio explota la obra de la creación contra la salvación, contra la alianza y la unión del hombre con Dios: él está « ya juzgado » desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer al mundo precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él la obra salvífica de Cristo.

102
Jn 16,7
103 Jn 16,7
104 Jn 16,8-11
105 cf. Jn 3,17 Jn 12,47


28 Queremos concentrar ahora nuestra atención principalmente sobre esta misión del Espíritu Santo, que consiste en « convencer al mundo en lo referente al pecado », pero respetando al mismo tiempo el contexto de las palabras de Jesús en el Cenáculo. El Espíritu Santo, que recibe del Hijo la obra de la Redención del mundo, recibe con ello mismo la tarea del salvífico « convencer en lo referente al pecado ». Este convencer se refiere constantemente a la « justicia », es decir, a la salvación definitiva en Dios, al cumplimiento de la economía que tiene como centro a Cristo crucificado y glorificado. Y esta economía salvífica de Dios sustrae, en cierto modo, al hombre del « juicio, o sea de la condenación », con la que ha sido castigado el pecado de Satanás, « Príncipe de este mundo », quien por razón de su pecado se ha convertido en « dominador de este mundo tenebroso » 106 y he aquí que, mediante esta referencia al « juicio », se abren amplios horizontes para la comprensión del « pecado » así como de la « justicia ». El Espíritu Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo « el pecado » en la economía de la salvación (podría decirse « el pecado salvado »), hace comprender que su misión es la de « convencer » también en lo referente al pecado que ya ha sido juzgado definitivamente (« el pecado condenado »).

106 cf.
Ep 6,12


29 Todas las palabras, pronunciadas por el Redentor en el Cenáculo la víspera de su pasión, se inscriben en la era de la Iglesia: ante todo, las dichas sobre el Espíritu Santo como Paráclito y Espíritu de la verdad. Estas se inscriben en ella de un modo siempre nuevo a lo largo de cada generación y de cada época. Esto ha sido confirmado, respecto a nuestro siglo, por el conjunto de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, especialmente en la Constitución pastoral « Gaudium et spes ». Muchos pasajes de este documento señalan con claridad que el Concilio, abriéndose a la luz del Espíritu de la verdad, se presenta como el auténtico depositario de los anuncios y de las promesas hechas por Cristo a los apóstoles y a la Iglesia en el discurso de despedida; de modo particular, del anuncio, según el cual el Espíritu Santo debe « convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ».

Esto lo señala ya el texto en el que el Concilio explica cómo entiende el «mundo »: « Tiene, pues, ante sí la Iglesia (el Concilio mismo) al mundo, esto es la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación ».107 Respecto a este texto tan sintético es necesario leer en la misma Constitución otros pasajes, que tratan de mostrar con todo el realismo de la fe la situación del pecado en el mundo contemporáneo y explicar también su esencia partiendo de diversos puntos de vista.108

Cuando Jesús, la víspera de Pascua, habla del Espíritu Santo, que « convencerá al mundo en lo referente al pecado », por un lado se debe dar a esta afirmación el alcance más amplio posible, porque comprende el conjunto de los pecados en la historia de la humanidad. Por otro lado, sin embargo, cuando Jesús explica que este pecado consiste en el hecho de que « no creen en él », este alcance parece reducirse a los que rechazaron la misión mesiánica del Hijo del Hombre, condenándole a la muerte de Cruz. Pero es difícil no advertir que este aspecto más « reducido » e históricamente preciso del significado del pecado se extienda hasta asumir un alcance universal por la universalidad de la Redención, que se ha realizado por medio de la Cruz. La revelación del misterio de la Redención abre el camino a una comprensión en la que cada pecado, realizado en cualquier lugar y momento, hace referencia a la Cruz de Cristo y por tanto, indirectamente también al pecado de quienes « no han creído en él », condenando a Jesucristo a la muerte de Cruz.

Desde este punto de vista es conveniente volver al acontecimiento de Pentecostés.

107 Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
GS 2
108 cf. Ibid., GS 10 GS 13 GS 27 GS 37 GS 63 GS 73 GS 79-80.




Dominum et vivificantem ES 17