Dominum et vivificantem ES 30

2. El testimonio del día de Pentecostés

30 El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa confirmación los anuncios de Cristo en el discurso de despedida y, en particular, el anuncio del que estamos tratando: « El Paráclito... convencerá al mundo en la referente al pecado ». Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de los Apóstoles: « Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse »,109 « volviendo a conducir de este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo al Padre las primicias de todas las naciones ».110

Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de Cristo. En él descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de la promesa del Paráclito. Este viene, enviado por el Padre, « después » de la partida de Cristo, como « precio » de ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y luego, cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles « que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre »; « seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días »; « recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra ».111

Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio hecho en el Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregada para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente: « Israelitas ... Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros... a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio ».112

Jesús había anunciado y prometido: « El dará testimonio de mí... pero también vosotros daréis testimonio ». En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este « testimonio » encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro « convence al mundo en lo referente al pecado »: ante todo, respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido similar se repetirán, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y en distintos lugares.113

109
Ac 2,4.
110 cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 17, 2: SC 211, p. 330-332.
111 Ac 1,4-5 Ac 1,8.
112 Ac 2,22-24.
113 cf. Ac 3,14 s.; Ac 4,10 Ac 4,27 s.; Ac 7,52 Ac 10,39 Ac 13,28 s. etc.


31 Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu de la verdad, que « convence al mundo en lo referente al pecado » del rechazo de Cristo, está vinculada de manera inseparable al testimonio del misterio pascual: misterio del Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo « convencer en lo referente al pecado » manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es un « convencimiento » que no tiene como finalidad la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo.114 Esto está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama: « Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado ».115 Y a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás apóstoles: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? » él les responde: « Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo ».116

De este modo el « convencer en lo referente al pecado » llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro en su discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes al comienzo de su actividad mesiánica.117 La conversión exige la convicción del pecado, contiene en sí el juicio interior de la conciencia, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: a Recibid el Espíritu Santo ».118 Así pues en este « convencer en lo referente al pecado » descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. El convencer en lo referente al pecado, mediante el ministerio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado —bajo el impulso del Espíritu derramado en Pentecostés— con el poder redentor de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al Espíritu Santo hecha antes de Pascua: « recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros ». Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que « no creyeron » 119 y entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el pecado más grande que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: « Seré tu muerte, oh muerte ».120 Como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios « vence » el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la vigilia Pascual, « Oh feliz culpa », en el anuncio de la resurrección hecho por el diácono con el canto del « Exsultet ».

114 cf.
Jn 3,17 Jn 12,47
115 Ac 2,36.
116 Ac 2,37 s.
117 cf. Mc 1,15
118 Jn 20,22
119 cf. Jn 16,9
120 Os 13,14 Vg; cf. 1Co 15,55



32 Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede « convencer al mundo », al hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu de la verdad. El es el Espíritu que « sondea hasta las profundidades de Dios ».121 Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente « las profundidades de Dios ». No basta sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de Dios, en aquellas « profundidades de Dios » que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las « sondea » y de ellas saca la respuesta de Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de « convencer en lo referente al pecado », como pone en evidencia el acontecimiento de Pentecostés.

Al convencer al « mundo » del pecado del Gólgota —la muerte del Cordero inocente—, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo. El « convencer » es la demostración del mal del pecado, de todo pecado en relación con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en esta relación, es reconocido en la dimensión completa del mal, que le es característica por el « misterio de la impiedad » 122 que contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión, —no la conoce absolutamente— fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser « convencido » de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad y, a la vez, Paráclito.

En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al mismo tiempo es identificado por la plena dimensión del « misterio de la piedad »,123 como ha señalado la Exhortación Apostólica postsinodal « Reconciliatio et paenitentia ».124 El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser « convencido » de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.

121 cf.
1Co 2,10
122 cf. 2Th 2,7.
123 cf. 1Tm 3,16
124 cf. Reconciliatio et paenitentia RP 19-22, AAS 77 (1985), pp. 229-233.


3. El testimonio del principio: la realidad originaria del pecado

33 Es la dimensión del pecado que encontramos en el testimonio del principio, recogido en el Libro del Génesis. 125 Es el pecado que, según la palabra de Dios revelada, constituye el principio y la raíz de todos los demás. Nos encontramos ante la realidad originaria del pecado en la historia del hombre y, a la vez, en el conjunto de la economía de la salvación. Se puede decir que en este pecado comienza el misterio de la impiedad, pero que también este es el pecado, respecto al cual el poder redentor del misterio de la piedad llega a ser particularmente transparente y eficaz. Esto lo expresa San Pablo, cuando a la « desobediencia » del primer Adán contrapone la « obediencia » de Cristo, segundo Adán: « La obediencia hasta la muerte ».126

Según el testimonio de del principio, el pecado en su realidad originaria se dio en la voluntad —y en la conciencia— del hombre, ante todo, como « desobediencia », es decir, como oposición de la voluntad del hombre a la voluntad de Dios. Esta desobediencia originaria presupone el rechazo o, por lo menos, el alejamiento de la verdad contenida en la Palabra de Dios, que crea el mundo. Esta Palabra es el mismo Verbo, que « en el principio estaba en Dios » y que « era Dios » y sin él no se hizo nada de cuanto existe », porque « el mundo fue hecho por él ».127 El Verbo es también ley eterna, fuente de toda ley, que regula el mundo y, de modo especial, los actos humanos. Pues, cuando Jesús, la víspera de su pasión, habla del pecado de los que « no creen en él », en estas palabras suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel pecado, que en su forma originaria se inserta oscuramente en el misterio mismo de la creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del hombre, sino que es también el « Primogénito de toda la creación », « en él fueron creadas todas las cosas ... todo fue creado por él y para él ». 128 A la luz de esta verdad se comprende que la « desobediencia », en el misterio del principio, presupone en cierto modo la misma « no-fe », aquel mismo « no creyeron » que volverá a repetirse ante el misterio pascual. Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos, del alejamiento de la verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se expresa prácticamente como « desobediencia », en un acto realizado como efecto de la tentación, que proviene del « padre de la mentira ».129 Por tanto, en la raíz del pecado humano está la mentira como radical rechazo de la verdad contenida en el Verbo del Padre, mediante el cual se expresa la amorosa omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a la vez el amor de Dios Padre, « creador de cielo y tierra ».

125 cf.
Gn 1-3.
126 cf. Rm 5,19 Ph 2,8
127 cf. Jn 1,1-3 Jn 1,10
128 cf. Col 1,15-18
129 cf. Jn 8,44


34 El « espíritu de Dios », que según la descripción bíblica de la creación « aleteaba por encima de las aguas »,130 indica el mismo « Espíritu que sondea hasta las profundidades de Dios », sondea las profundidades del Padre y del Verbo-Hijo en el misterio de la creación. No sólo es el testigo directo de su mutuo amor, del que deriva la creación, sino que él mismo es este amor. El mismo, como amor, es el eterno don increado. En él se encuentra la fuente y el principio de toda dádiva a las criaturas.El testimonio del principio, que encontramos en toda la revelación comenzando por el Libro del Génesis, es unívoco al respecto. Crear quiere decir llamar a la existencia desde la nada; por tanto, crear quiere decir dar la existencia. Y si el mundo visible es creado para el hombre, por consiguiente el mundo es dado al hombre.131 Y contemporáneamente el mismo hombre en su propia humanidad recibe como don una especial « imagen y semejanza » de Dios. Esto significa no sólo racionalidad y libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el principio, capacidad de una relación personal con Dios, como « yo » y « tú » y, por consiguiente, capacidad de alianza que tendrá lugar con la comunicación salvífica de Dios al hombre. En el marco de la « imagen y semejanza » de Dios, « el don del Espíritu » significa, finalmente, una llamada a la amistad, en la que las trascendentales « profundidades de Dios » están abiertas, en cierto modo, a la participación del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: « Dios invisible (cf. Col Col 1,15 1Tm 1,17) movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos (cf. Ba 3,38) para invitarlos y recibirlos en su compañía ».132

130 cf. Gn 1,2.
131 cf. Gn 1,26 Gn 1,28-29.
132 Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, DV 2.


35 Por consiguiente, el Espíritu, que « todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios », conoce desde el principio « lo íntimo del hombre.133 Precisamente por esto sólo él puede plenamente « convencer en lo referente al pecado »que se dio en el principio, pecado que es la raíz de todos los demás y el foco de la pecaminosidad del hombre en la tierra, que no se apaga jamás. El Espíritu de la verdad conoce la realidad originaria del pecado, causado en la voluntad del hombre por obra del « padre de la mentira » —de aquél que ya « está juzgado »—.134 EL Espíritu Santo convence, por tanto, al mundo en lo referente al pecado en relación a este « juicio », pero constantemente guiando hacia la « justicia » que ha sido revelada al hombre junto con la Cruz de Cristo, mediante « la obediencia hasta la muerte ».135

Sólo el Espíritu Santo puede convencer en lo referente al pecado del principio humano, precisamente el que es amor del Padre y del Hijo, el que es don, mientras el pecado del principio humano consiste en la mentira y en el rechazo del don y del amor que influyen definitivamente sobre el principio del mundo y del hombre.

133 cf.
1Co 2,10 s.
134 cf. Jn 16,11
135 cf. Ph 2,8


36 Según el testimonio del principio, que encontramos en la Escritura y en la Tradición, después de la primera (y a la vez más completa) descripción del Génesis, el pecado en su forma originaria es entendido como « desobediencia », lo que significa simple y directamente trasgresión de una prohibición puesta por Dios.136 Pero a la vista de todo el contexto es también evidente que las raíces de esta desobediencia deben buscarse profundamente en toda la situación real del hombre. Llamado a la existencia, el ser humano —hombre o mujer— es una criatura. La « imagen de Dios », que consiste en la racionalidad y en la libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano, que es persona. Pero este sujeto personal es también una criatura: en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis, « el árbol de la ciencia del bien y del mal » debía expresar y constantemente recordar al hombre el « límite » insuperable para un ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición de Dios: el Creador prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación, es decir de la tentación, como está formulada en el texto sagrado, inducen a transgredir esta prohibición, o sea a superar aquel « límite »: « el día en que comiereis de él se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal ».137

La « desobediencia » significa precisamente pasar aquel límite que permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede « conocer el bien y el mal como dioses ». Sí, en el mundo creado Dios es la fuente primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da como don la conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella su modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en el hombre y en el mundo. La « desobediencia », como dimensión originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir sobre el bien y el mal. El Espíritu que « sondea las profundidades de Dios » y que, a la vez, es para el hombre la luz de la conciencia y la fuente del orden moral, conoce en toda su plenitud esta dimensión del pecado, que se inserta en el misterio del principio humano. Y no cesa de « convencer de ello al mundo » en relación con la cruz de Cristo en el Gólgota.

136
Gn 2,16 s.
137 Gn 3,5.


37 Según el testimonio del principio, Dios en la creación se ha revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo tiempo ha revelado al hombre que, como « imagen y semejanza » de su creador, es llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación significa una vida en unión con Dios, que es la « vida eterna ».138 Pero el hombre, bajo la influencia del « padre de la mentira », se ha separado de esta participación. ¿En qué medida? Ciertamente no en la medida del pecado de un espíritu puro, en la medida del pecado de Satanás. El espíritu humano es incapaz de alcanzar tal medida.139 En la misma descripción del Génesis es fácil señalar la diferencia de grado existente entre « el soplo del mal » del que es pecador (o sea permanece en el pecado) desde el principio 140 y que ya « está juzgado » 141 y el mal de la desobediencia del hombre. Esta desobediencia, sin embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto modo, el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también una determinada apertura de esta libertad —del conocimiento y de la voluntad humana— hacia el que es el « padre de la mentira ». Este acto de elección responsable no es sólo una « desobediencia », sino que lleva consigo también una cierta adhesión al motivo contenido en la primera instigación al pecado y renovada constantemente a lo largo de la historia del hombre en la tierra: « es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal ». Aquí nos encontramos en el centro mismo de lo que se podría llamar el « anti-Verbo », es decir la « anti-verdad ». En efecto, es falseada la verdad del hombre: quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables de su ser y de su libertad. Esta « anti-verdad » es posible, porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien es Dios. Dios Creador es puesto en estado de sospecha, más aún incluso en estado de acusación ante la conciencia de la criatura. Por vez primera en la historia del hombre aparece el perverso « genio de la sospecha ». Este trata de « falsear » el Bien mismo, el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha manifestado precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum diffusivum sui, como amor creador. ¿Quién puede plenamente « convencer en lo referente al pecado », es decir de esta motivación de la desobediencia originaria del hombre sino aquél que sólo él es el don y la fuente de toda dádiva, sino el Espíritu que, « sondea las profundidades de Dios » y es amor del Padre y del Hijo?

138 cf.
Gn 3,22 sobre el « árbol de la vida »; cf. también Jn 3,36 Jn 4,14 Jn 5,24 Jn 6,40 Jn 6,47 Jn 10,28 Jn 12,50 Jn 14,6 Ac 13,48 Rm 6,23 Ga 6,8 1Tm 1,16 Tt 1,2 Tt 3,7 1P 3,22 1Jn 1,2 1Jn 2,25 1Jn 5,11 1Jn 5,13 Ap 2,7
139 cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theol., I-II 80,4 ad 3.
140 1Jn 3,8
141 Jn 16,11


38 Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas 142 es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo, como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre. De esta manera Satanás injerta en el ánimo del hombre el germen de la oposición a aquél que « desde el principio » debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El hombre es retado a convertirse en el adversario de Dios.

El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que, por parte del « padre de la mentira », se dará a lo largo de la historia de la humanidad una constante presión al rechazo de Dios por parte del hombre, hasta llegar al odio: « Amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios », como se expresa San Agustín. 143 El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina la radical « alienación » del hombre, como si el hombre fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. Surge de aquí una forma de pensamiento y de praxis histórico-sociológica donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su « muerte ». Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología de la « muerte de Dios » amenaza más bien al hombre, como indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión de la « autonomía de la realidad terrena », afirma: « La criatura sin el Creador se esfuma ... Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida ».144 La ideología de la « muerte de Dios » en sus efectos demuestra fácilmente que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de la « muerte del hombre ».

142 cf.
Ep 6,12 Lc 22,53
143 cf. De Civitate Dei XIV, 28: CCL 48, p. 451.
144 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 36.


4. El Espíritu que transforma el sufrimiento en amor salvífico

39 EL Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado por Jesús en el discurso del Cenáculo el Paráclito. En efecto, desde el comienzo «es invocado » 145 para « convencer al mundo en lo referente al pecado ». Es invocado de modo definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente al pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que equivale a revelar el misterio de la impiedad. No es posible comprender el mal del pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios. Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el mundo con una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha aparecido como un acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de Dios: la voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como oposición a la verdad, sobre la base de la mentira ya definitivamente « juzgada »: mentira que ha puesto en estado de acusación, en estado de sospecha permanente, al mismo amor creador y salvífico. El hombre ha seguido al « padre de la mentira », poniéndose contra el Padre de la vida y el Espíritu de la verdad.

El « convencer en lo referente al pecado » ¿no deberá, por tanto, significar también el revelar el sufrimiento? ¿No deberá revelar el dolor, inconcebible e indecible, que, como consecuencia del pecado, el Libro Sagrado parece entrever en su visión antropomórfica en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo de la inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación, cree y profesa que el pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde a esta « ofensa », a este rechazo del Espíritu que es amor y don en la intimidad inexcrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu Santo? La concepción de Dios, como ser necesariamente perfectísimo, excluye ciertamente de Dios todo dolor derivado de limitaciones o heridas; pero, en las profundidades de Dios, se da un amor de Padre que, ante el pecado del hombre, según el lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de exclamar: « Estoy arrepentido de haber hecho al hombre ».146 « Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en la tierra ... le pesó de haber hecho al hombre en la tierra ... y dijo el Señor: « me pesa de haberlos hecho ».147 Pero a menudo el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inexcrutable e indecible « dolor » de padre engendrará sobre todo la admirable economía del amor redentor en Jesucristo, para que, por medio del misterio de la piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse más fuerte que el pecado Para que prevalezca el « don ».

El Espíritu Santo, que según las palabras de Jesús « convence en lo referente al pecado », es el amor del Padre y del Hijo y, como tal, es el don trinitario y, a la vez, la fuente eterna de toda dádiva divina a lo creado. Precisamente en él podemos concebir como personificada y realizada de modo trascendente la misericordia, que la tradición patrística y teológica, de acuerdo con el Antiguo y el Nuevo Testamento, atribuye a Dios. En el hombre la misericordia implica dolor y compasión por las miserias del prójimo. En Dios, el Espíritu-amor cambia la dimensión del pecado humano en una nueva dádiva de amor salvífico. De él, en unidad con el Padre y el Hijo, nace la economía de la salvación, que llena la historia del hombre con los dones de la Redención. Si el pecado, al rechazar el amor, ha engendrado el « sufrimiento » del hombre que en cierta manera se ha volcado sobre toda la creación,148 el Espíritu Santo entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor, en cuya humanidad se verifica el « sufrimiento » de Dios, resonará una palabra en la que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia: « Siento compasión ».149 Así pues, por parte del Espíritu Santo, el « convencer en lo referente al pecado » se convierte en una manifestación ante la creación « sometida a la vanidad » y, sobre todo, en lo íntimo de las conciencias humanas, como el pecado es vencido por el sacrificio del Cordero de Dios que se ha hecho hasta la muerte « el siervo obediente » que, reparando la desobediencia del hombre, realiza la redención del mundo. De esta manera, el Espíritu de la verdad, el Paráclito, « convence en lo referente al pecado ».

145 En griego el verbo es parakalein = invocar, llamar hacia sí.
146 cf.
Gn 6,7.
147 Gn 6,5-7.
148 cf. Rm 8,20-22
149 cf. Mt 15,32 Mc 8,2


40 El valor redentor del sacrificio de Cristo ha sido expresado con palabras muy significativas por parte del autor de la Carta a los Hebreos, que, después de haber recordado los sacrificios de la Antigua Alianza, en que « si la sangre de machos cabríos y de toros ... santifica en orden a la purificación », añade: « cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo ».150 Aun conscientes de otras interpretaciones posibles, nuestra consideración sobre la presencia del Espíritu Santo a lo largo de toda la vida de Cristo nos lleva a reconocer en este texto como una invitación a reflexionar también sobre la presencia del mismo Espíritu en el sacrificio redentor del Verbo Encarnado.

Reflexionemos primero sobre el contenido de las palabras iniciales de este sacrificio y, a continuación, separadamente sobre la « purificación de la conciencia » llevada a cabo por él. En efecto, es un sacrificio ofrecido con [ = por obra de ] un Espíritu Eterno », que « saca » de él la fuerza de « convencer en lo referente al pecado » en orden a la salvación. Es el mismo Espíritu Santo que, según la promesa del Cenáculo, Jesucristo « traerá » a los apóstoles el día de su resurrección, presentándose a ellos con las heridas de la crucifixión, y que les « dará » para la remisión de los pecados: « Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados ».151

Sabemos que Dios « a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder », como afirmaba Simón Pedro en la casa del centurión Cornelio.152 Conocemos el misterio pascual de su « partida » según el Evangelio de Juan. Las palabras de la Carta a los Hebreos nos explican ahora de que modo Cristo « se ofreció sin mancha a Dios » y como hizo esto « con un Espíritu Eterno ». En el sacrificio del Hijo del hombre el Espíritu Santo está presente y actúa del mismo modo con que actuaba en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en su ministerio público. Según la Carta a los Hebreos, en el camino de su « partida » a través de Getsemaní y del Gólgota, el mismo Jesucristo en su humanidad se ha abierto totalmente a esta acción del Espíritu Paráclito, que del sufrimiento hace brotar el eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto, « escuchado por su actitud reverente y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia ».153 De esta manera dicha Carta demuestra como la humanidad, sometida al pecado en los descendientes del primer Adán, en Jesucristo ha sido sometida perfectamente a Dios y unida a él y, al mismo tiempo, está llena de misericordia hacia los hombres. Se tiene así una nueva humanidad, que en Jesucristo por medio del sufrimiento de la cruz ha vuelto al amor, traicionado por Adán con su pecado. Se ha encontrado en la misma fuente de la dádiva originaria: en el Espíritu que « sondea las profundidades de Dios » y es amor y don.

El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración de su pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya había impregnado íntimamente su humanidad, transformarla en sacrificio perfecto mediante el acto de su muerte, como víctima de amor en la Cruz. El solo ofreció este sacrificio. Como único sacerdote « se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios ».154 En su humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él solo era « sin tacha ». Pero lo ofreció « por el Espíritu Eterno »: lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre para transformar el sufrimiento en amor redentor.

150
He 9,13 s.
151 Jn 20,22 s.
152 Ac 10,38.
153 He 5,7 s.



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