Dominum et vivificantem ES 41


41 En el Antiguo Testamento se habla varias veces del « fuego del cielo », que quemaba los sacrificios presentados por los hombres.155 Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el « fuego del cielo » que actúa en lo más profundo del misterio de la Cruz. Proveniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo, introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria. Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre Dios rechazado por la propia criatura: « No creen en mí »; pero, a la vez, desde lo más hondo de este sufrimiento —e indirectamente desde lo hondo del mismo pecado « de no haber creído »— el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo del misterio de la Cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre a participar de la vida, que está en Dios mismo.

El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al centro mismo del sacrificio que se ofrece en la Cruz. Refiriéndonos a la tradición bíblica podemos decir: él consuma este sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión trinitaria. Y dado que el sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo, también en este sacrificio él « recibe »el Espíritu Santo. Lo recibe de tal manera que después —él solo con Dios Padre— puede « darlo » a los apóstoles, a la Iglesia y a la humanidad. El solo lo « envía » desde el Padre.156 El solo se presenta ante los apóstoles reunidos en el Cenáculo, « sopló sobre ellos » y les dijo: « Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados »,157 como había anunciado antes Juan Bautista: « El os bautizará en Espíritu Santo y fuego ».158 Con aquellas palabras de Jesús el Espíritu Santo es revelado y a la vez es presentado como amor que actúa en lo profundo del misterio pascual, como fuente del poder salvífico de la Cruz de Cristo y como don de la vida nueva y eterna.

Esta verdad sobre el Espíritu Santo encuentra cada día su expresión en la liturgia romana, cuando el sacerdote, antes de la comunión, pronuncia aquellas significativas palabras: « Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre y cooperación del Espíritu Santo, diste con tu muerte vida al mundo ». Y en la III Plegaria Eucarística, refiriéndose a la misma economía salvífica, el sacerdote ruega a Dios que el Espíritu Santo « nos transforme en ofrenda permanente ».

154
He 9,14.
155 cf. Lv 9,24 1R 18,38 2Ch 7,1
156 cf. Jn 15,26
157 Jn 20,22 s.


5. « La sangre que purifica la conciencia »

42 Hemos dicho que, en el culmen del misterio pascual, el Espíritu Santo es revelado definitivamente y hecho presente de un modo nuevo. Cristo resucitado dice a los apóstoles: « Recibid el Espíritu Santo ». De esta manera es revelado el Espíritu Santo, pues las palabras de Cristo constituyen la confirmación de las promesas y de los anuncios del discurso en el Cenáculo. Y con esto el Paráclito es hecho presente también de un modo nuevo. En realidad ya actuaba desde el principio en el misterio de la creación y a lo largo de toda la historia de la antigua Alianza de Dios con el hombre. Su acción ha sido confirmada plenamente por la misión del Hijo del hombre como Mesías, que ha venido con el poder del Espíritu Santo. En el momento culminante de la misión mesiánica de Jesús, el Espíritu Santo se hace presente en el misterio pascual con toda su subjetividad divina: como el que debe continuar la obra salvífica, basada en el sacrificio de la Cruz. Sin duda esta obra es encomendada por Jesús a los hombres: a los apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo, en estos hombres y por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo el protagonista trascendente de la realización de esta obra en el espíritu del hombre y en la historia del mundo: el invisible y, a la vez, omnipresente Paráclito. El Espíritu que « sopla donde quiere ».159

Las palabras pronunciadas por Cristo resucitado « el primer día de la semana », ponen especialmente de relieve la presencia del Paráclito consolador, como el que « convence al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ». En efecto, sólo tomadas así se explican las palabras que Jesús pone en relación directa con el « don » del Espíritu Santo a los apóstoles. Jesús dice: « Recibid el Espíritu Santo: A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos ».160 Jesús confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, para que lo transmitan a sus sucesores en la Iglesia. Sin embargo, este poder concedido a los hombres presupone e implica la acción salvífica del Espíritu Santo. Convirtiéndose en « luz de los corazones »,161 es decir de las conciencias, el Espíritu Santo « convence en lo referente al pecado », o sea hace conocer al hombre su mal y, al mismo tiempo, lo orienta hacia el bien. Merced a la multiplicidad de sus dones por lo que es invocado como el portador « de los siete dones », todo tipo de pecado del hombre puede ser vencido por el poder salvífico de Dios. En realidad —como dice San Buenaventura— « en virtud de los siete dones del Espíritu Santo todos los males han sido destruidos y todos los bienes han sido producidos ».162

Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por lo tanto, la conversión del corazón humano, que es condición indispensable para el perdón de los pecados. Sin una verdadera conversión, que implica una contrición interior y sin un propósito sincero y firme de enmienda, los pecados quedan « retenidos », como afirma Jesús, y con El toda la Tradición del Antiguo y del Nuevo Testamento. En efecto, las primeras palabras pronunciadas por Jesús al comienzo de su ministerio, según el Evangelio de Marcos, son éstas: « Convertíos y creed en la Buena Nueva ».163 La confirmación de esta exhortación es el « convencer en lo referente al pecado » que el Espíritu Santo emprende de una manera nueva en virtud de la Redención, realizada por la Sangre del Hijo del hombre. Por esto, la Carta a los Hebreos dice que esta « sangre purifica nuestra conciencia ».164 Esta sangre, pues, abre al Espíritu Santo, por decirlo de algún modo, el camino hacia la intimidad del hombre, es decir hacia el santuario de las conciencias humanas.

158 (
Mt 3,11
159 cf. Jn 3,8
160 Jn 20,22 s.
161 cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
162 S. Buenaventura, De septem donis Spiritus Sancti, Colatio II, 3: Ad Claras Aquas, V, 463.
163 (Mc 1,15
164 cf. He 9,14.



43 El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica sobre la conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular, de la dignidad de la persona humana. Precisamente la conciencia decide de manera específica sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es « el núcleo más secreto y el sagrario del hombre », en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a « los oídos de su corazón advirtiéndole ... haz esto, evita aquello ». Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal, puesta por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave del sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, « en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a si mismo, pero a la cual debe obedecer ».165 La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano, como se entrevé ya en la citada página del Libro del Génesis.166 Precisamente, en este sentido, la conciencia es el « sagrario íntimo » donde « resuena la voz de Dios ». Es « la voz de Dios » aun cuando el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del que humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al Creador: precisamente la conciencia encuentra siempre en esta referencia su fundamento y su justificación.

El evangélico « convencer en lo referente al pecado » bajo el influjo del Espíritu de la verdad no puede verificarse en el hombre más que por el camino de la conciencia. Si la conciencia es recta, ayuda entonces a « resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad ». Entonces « mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad ». 167

Fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre al bien y al mal, como hace por ejemplo la misma Constitución pastoral: « Cuanto atenta contra la vida —homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado—; cuanto viola la integridad de la persona, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana »; y después de haber llamado por su nombre a los numerosos pecados, tan frecuentes y difundidos en nuestros días, la misma Constitución añade: « Todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, que degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador ».168

Al llamar por su nombre a los pecados que más deshonran al hombre, y demostrar que ésos son un mal moral que pesa negativamente en cualquier balance sobre el progreso de la humanidad, el Concilio describe a la vez todo esto como etapa « de una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas ».169 La Asamblea del Sínodo de los Obispos de 1983 sobre la reconciliación y la penitencia ha precisado todavía mejor el significado personal y social del pecado del hombre.170

165 Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
GS 16.
166 cf. Gn 2,9 Gn 2,17.
167 Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 16.
168 Ibid., GS 27.
169 Ibid., GS 13.
170 cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia , AAS 77 (1985), pp. 213-217.



44 Pues bien, en el Cenáculo la víspera de su Pasión, y después la tarde del día de Pascua, Jesucristo se refirió al Espíritu Santo como el que atestigua que en la historia de la humanidad perdura el pecado. Sin embargo, el pecado está sometido al poder salvífico de la Redención. El « convencer al mundo en lo referente al pecado » no se acaba en el hecho de que venga llamado por su nombre e identificado por lo que es en toda su dimensión característica. En el convencer al mundo en lo referente al pecado, el Espíritu de la verdad se encuentra con la voz de las conciencias humanas.

De este modo se llega a la demostración de las raíces del pecado que están en el interior del hombre, como pone en evidencia la misma Constitución pastoral: « En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de creatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo ».171 El texto conciliar se refiere aquí a las conocidas palabras de San Pablo.172

El « convencer en lo referente al pecado » que acompaña a la conciencia humana en toda reflexión profunda sobre sí misma, lleva por tanto al descubrimiento de sus raíces en el hombre, así como de sus influencias en la misma conciencia en el transcurso de la historia. Encontramos de este modo aquella realidad originaria del pecado, de la que ya se ha hablado. El Espíritu Santo «convence en lo referente al pecado » respecto al misterio del principio, indicando el hecho de que el hombre es ser-creado y, por consiguiente, está en total dependencia ontológica y ética de su Creador y recordando, a la vez, la pecaminosidad hereditaria de la naturaleza humana. Pero el Espíritu Santo Paráclito « convence en lo referente al pecado » siempre en relación con la Cruz de Cristo. Por esto el cristianismo rechaza toda « fatalidad » del pecado. « Una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final » —enseña el Concilio—.173 « Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre ».174 El hombre, pues, lejos de dejarse « enredar » en su condición de pecado, apoyándose en la voz de la propia conciencia, « ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo ».175 El Concilio ve justamente el pecado como factor de la ruptura que pesa tanto sobre la vida personal como sobre la vida social del hombre; pero, al mismo tiempo, recuerda incansablemente la posibilidad de la victoria.

171 Const. past. Gaudium et spes,
GS 10
172 cf. Rm 7,14-15 Rm 7,19.
173 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 37.
174 Ibid., GS 13.
175 Ibid., GS 37.


45 El Espíritu de la verdad, que « convence al mundo en lo referente al pecado », se encuentra con aquella fatiga de la conciencia humana, de la que los textos conciliares hablan de manera tan sugestiva. Esta fatiga de la conciencia determina también los caminos de las conversiones humanas: el dar la espalda al pecado para reconstruir la verdad y el amor en el corazón mismo del hombre. Se sabe que reconocer el mal en uno mismo a menudo cuesta mucho. Se sabe que la conciencia no sólo manda o prohibe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las prohibiciones interiores. Es también fuente de remordimiento: el hombre sufre interiormente por el mal cometido. ¿No es este sufrimiento como un eco lejano de aquel « arrepentimiento por haber creado al hombre », que con lenguaje antropomórfico el Libro sagrado atribuye a Dios; de aquella « reprobación » que, inscribiéndose en el « corazón » de la Trinidad, en virtud del amor eterno se realiza en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte? Cuando el Espíritu de la verdad permite a la conciencia humana la participación en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la conciencia es particularmente profundo y también salvífico. Pues, por medio de un acto de contrición perfecta, se realiza la auténtica conversión del corazón: es la « metanoia » evangélica.

La fatiga del corazón humano y la fatiga de la conciencia, donde se realiza esta « metanoia » o conversión, es el reflejo de aquel proceso mediante el cual la reprobación se transforma en amor salvífico, que sabe sufrir. El dispensador oculto de esa fuerza salvadora es el Espíritu Santo, que es llamado por la Iglesia « luz de las conciencias », el cual penetra y llena « lo más íntimo de los corazones » humanos.176 Mediante esta conversión en el Espíritu Santo, el hombre se abre al perdón y a la remisión de los pecados. Y en todo este admirable dinamismo de la conversión-remisión se confirma la verdad de lo escrito por San Agustín sobre el misterio del hombre, al comentar las palabras del Salmo: « Abismo que llama al abismo ».177 Precisamente en esta « abismal profundidad » del hombre y de la conciencia humana se realiza la misión del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu Santo «viene » en cada caso concreto de la conversión-remisión, en virtud del sacrificio de la Cruz, pues, por él, « la sangre de Cristo ... purifica nuestra conciencia de las obras muertas para rendir culto a Dios vivo ».178 Se cumplen así las palabras sobre el Espíritu Santo como « otro Paráclito », palabras dirigidas a los apóstoles en el Cenáculo e indirectamente a todos: « Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros ».179

176 cf. Secuencia de Pentecostés: Reple cordis intima.
177 cf. S. Agustín, Enarr. in Ps. XLI, 13: CCL 38, 470: « ¿ Qué abismo es, pues, y a qué abismo llama ? Si abismo significa profundidad, ¿ pensamos acaso que el corazón del hombre no sea un abismo ? ¿ Hay algo, pues, más profundo que este abismo ? Los hombres pueden hablar, pueden ser vistos a través de las acciones que hacen con sus miembros, pueden ser escuchados en sus conversaciones; pero, ¿de quién se puede penetrar el pensamiento ? ¿ de quién se puede leer en su corazón ? »
178 cf.
He 9,14.
179 (Jn 14,17


6. El pecado contra el Espíritu Santo

46 En el marco de lo dicho hasta ahora, resultan más comprensibles otras palabras, impresionantes y desconcertantes, de Jesús. Las podríamos llamar las palabras del « no-perdón ». Nos las refieren los Sinópticos respecto a un pecado particular que es llamado « blasfemia contra el Espíritu Santo ». Así han sido referidas en su triple redacción:

Mateo: « Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro ».180

Marcos: « Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno ».181

Lucas: « A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ».182

¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿Cómo se entiende esta blasfemia? Responde Santo Tomás de Aquino que se trata de un pecado « irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye aquellos elementos, gracias a los cuales se da la remisión de los pecados ».183

Según esta exégesis la « blasfemia » no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el hombre rechaza aquel « convencer sobre el pecado », que proviene del Espíritu Santo y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la « venida » del Paráclito aquella « venida » que se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre que « purifica de las obras muertas nuestra conciencia ».

Sabemos que un fruto de esta purificación es la remisión de los pecados. Por tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en las « obras muertas », o sea en el pecado. Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical de aceptar esta remisión, de la que el mismo Espíritu es el íntimo dispensador y que presupone la verdadera conversión obrada por él en la conciencia. Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta « no-remisión » está unida, como causa suya, a la «no-penitencia », es decir al rechazo radical del convertirse. Lo que significa el rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, las cuales, sin embargo, quedan « siempre » abiertas en la economía de la salvación, en la que se realiza la misión del Espíritu Santo. El Paráclito tiene el poder infinito de sacar de estas fuentes: « recibirá de lo mío », dijo Jesús. De este modo el Espíritu completa en las almas la obra de la Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos. Ahora bien la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre, que reivindica un pretendido « derecho de perseverar en el mal » en cualquier pecado— y rechaza así la Redención El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual, dado que la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la purificación de las conciencias y remisión de los pecados.

180 (
Mt 12,31
181 Mc 3,28 s.
182 (Lc 12,10
183 S. Tomás De Aquino, Summa Theol. II-II 14,3; cf. S. Agustín, Epist. 185, 11, 48-49: PL 33, 814 s.; S. Buenaventura, Comment. in Evang. S. Lucae cap. XIV, 15-16: Ad Claras Aquas, VII, PP 314 s.



47 La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico « convencer en lo referente al pecado », encuentra en el hombre que se halla en esta condición una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar « dureza de corazón ».184 En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la pérdida del sentido del pecado, a la que dedica muchas páginas la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia.185 Anteriormente el Papa Pío XII había afirmado que « el pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado » 186 y esta pérdida está acompañada por la « pérdida del sentido de Dios ». En la citada Exhortación leemos: « En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado ».187 La Iglesia, por consiguiente, no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. Esta rectitud y sensibilidad están profundamente unidas a la acción íntima del Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las exhortaciones del Apóstol: « No extingáis el Espíritu », « no entristezcáis al Espíritu Santo ».188 Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar con gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que retroceda en las almas de los hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria para la acción salvífica del Espíritu Santo. La Iglesia ruega que el peligroso pecado contra el Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su misión de Paráclito, cuando viene para « convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ».

184 cf.
Ps 81,13 [80]; (Jr 7,24 Mc 3,5
185 Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia RP 18, AAS 77 (1985), pp. 224-228.
186 Pío XII, Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de los Estados Unidos de América en Boston (26 de octubre de 1946): Discursos y radiomensajes, VIII (1946), 288.
187 Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia RP 18, AAS 77 (1985), pp. 225 s.
188 1Th 5,19 Ep 4,30



48 Jesús en su discurso de despedida ha unido estos tres ámbitos del «convencer » como componentes de la misión del Paráclito: el pecado, la justicia y el juicio. Ellos señalan la dimensión de aquel misterio de la piedad, que en la historia del hombre se opone al pecado, es decir al misterio de la impiedad.189 Por un lado, como se expresa San Agustín, existe el « amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios »; por el otro, existe el « amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo ».190 La Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio para que la historia de las conciencias y la historia de las sociedades en la gran familia humana no se abajen al polo del pecado con el rechazo de los mandamientos de Dios « hasta el desprecio de Dios », sino que, por el contrario, se eleven hacia el amor en el que se manifiesta el Espíritu que da la vida.

Los que se dejan « convencer en lo referente al pecado » por el Espíritu Santo, se dejan convencer también en lo referente a « la justicia y al juicio ». EL Espíritu de la verdad que ayuda a los hombres, a las conciencias humanas, a conocer la verdad del pecado, a la vez hace que conozcan la verdad de aquella justicia que entró en la historia del hombre con Jesucristo. De este modo, los que « convencidos en lo referente al pecado » se convierten bajo la acción del Paráclito, son conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito del « juicio »: de aquel « juicio » mediante el cual « el Príncipe de este mundo está juzgado ».191 La conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa la ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre en el conjunto del misterio de la impiedad. Los que se convierten, pues, son conducidos por el Espíritu Santo fuera del ámbito del « juicio » e introducidos en aquella justicia, que está en Cristo Jesús, porque la « recibe » del Padre,192 como un reflejo de la santidad trinitaria. Esta es la justicia del Evangelio y de la Redención, la justicia del Sermón de la montaña y de la Cruz, que realiza la purificación de la conciencia por medio de la Sangre del Cordero. Es la justicia que el Padre da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido a él en la verdad y en el amor.

En esta justicia el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que « convence al mundo en lo referente al pecado » se manifiesta y se hace presente al hombre como Espíritu de vida eterna.

189 Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconcitiatio et paenitentia (2 de didembre de 1984),
RP 14-22: AAS 77 (1985), pp. 211-233.
190 cf. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CCL 48, 451.


III PARTE - EL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA




1. Motivo del Jubileo del año dos mil: Cristo que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo

49 El pensamiento y el corazón de la Iglesia se dirigen al Espíritu Santo al final del siglo veinte y en la perspectiva del tercer milenio de la venida de Jesucristo al mundo, mientras miramos al gran Jubileo con el que la Iglesia celebrará este acontecimiento. En efecto, dicha venida se mide, según el cómputo del tiempo, como un acontecimiento que pertenece a la historia del hombre en la tierra. La medida del tiempo, usada comúnmente, determina los años, siglos y milenios según trascurran antes o después del nacimiento de Cristo. Pero hay que tener también presente que, para nosotros los cristianos este acontecimiento significa, según el Apóstol, la « plenitud de los tiempos »,193 porque a través de ellos Dios mismo, con su « medida », penetró completamente en la historia del hombre: es una presencia trascendente en el « ahora » (« nunc ») eterno. « Aquél que es, que era y que va a venir »; aquél que es « el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y el Fin ».194 « Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna ».195 « Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer ... para que recibiéramos la filiación ».196 y esta encarnación del Hijo-Verbo tuvo lugar « por obra del Espíritu Santo ».

Los dos evangelistas, a quienes debemos la narración del nacimiento y de la infancia de Jesús de Nazaret, se pronuncian del mismo modo sobre esta cuestión. Según Lucas, en la anunciación del nacimiento de Jesús María pregunta: « ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón? » y recibe esta respuesta: « El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios ».197

Mateo narra directamente: « El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo ».198 José turbado por esta situación, recibe en sueños la siguiente explicación: « No temas tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz a un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados ». 199

Por esto, la Iglesia desde el principio profesa el misterio de la encarnación, misterio-clave de la fe, refiriéndose al Espíritu Santo. Dice el Símbolo Apostólico: « que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen ». Y no se diferencia del Símbolo nicenoconstantinopolitano cuando afirma: « Y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre ».

« Por obra del Espíritu Santo » se hizo hombre aquél que la Iglesia, con las palabras del mismo Símbolo, confiesa que es el Hijo consubstancial al Padre: « Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado ». Se hizo hombre « encarnándose en el seno de la Virgen María ». Esto es lo que se realizó « al llegar la plenitud de los tiempos ».

191 cf.
Jn 16,11
192 cf. Jn 16,15
193 cf. Ga 4,4
194 (Ap 1,8 Ap 22,13
195 (Jn 3,16
196 Ga 4,4 s.
197 Lc 1,34 s.
198 (Mt 1,18
199 Mt 1,20 s.



50 El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio al que la Iglesia ya se prepara, tiene directamente una dimensión cristológica; en efecto, se trata de celebrar el nacimiento de Jesucristo. Al mismo tiempo, tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la Encarnación se realizó « por obra del Espíritu Santo ». Lo « realizó aquel Espíritu que —consubstancial al Padre y al Hijo— es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnación de Dios constituye el culmen de esta dádiva y de esta autocomunicación divina.

En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la suprema gracia —« la gracia de la unión »—fuente de todas las demás gracias, como explica Santo Tomás.200 A esta obra se refiere el gran Jubileo y se refiere también —si penetramos en su profundidad— al artífice de esta obra: la persona del Espíritu Santo.

A « la plenitud de los tiempos » corresponde, en efecto, una especial plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu Santo. « Por obra del Espíritu Santo » se realiza el misterio de la « unión hipostática », esto es, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo. Cuando María en el momento de la anunciación pronuncia su « fiat »: « Hágase en mí según tu palabra »,201 concibe de modo virginal un hombre, el Hijo del hombre, que es el Hijo de Dios. Mediante este « humanarse » del Verbo-Hijo, la autocomunicación de Dios alcanza su plenitud definitiva en la historia de la creación y de la salvación. Esta plenitud adquiere una especial densidad y elocuencia expresiva en el texto del evangelio de San Juan. « La Palabra se hizo carne ».202 La Encarnación de Dios-Hijo significa asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana sino asumir también en ella, en cierto modo, todo lo que es « carne »toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La Encarnación, por tanto, tiene también su significado cósmico y su dimensión cósmica. El « Primogénito de toda la creación »,203 al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une en cierto modo a toda la realidad del hombre, el cual es también « carne »,204 y en ella a toda « carne » y a toda la creación.

200 S. Tomás De Aquino, Summa Theol.
III 2,10-12 III 6,6 III 7,13.
201 (Lc 1,38
202 (Jn 1,14
203 (Col 1,15
204 cf. Por ejemplo, (Gn 9,11 Dt 5,26 Jb 34,15 Is 40,6 Is 52,10 Ps 145,21 [144] Lc 3,6 1P 1,24



Dominum et vivificantem ES 41