Dominum et vivificantem ES 51


51 Todo esto se realiza por obra del Espíritu Santo y, por consiguiente, pertenece al contenido del gran Jubileo futuro. La Iglesia no puede prepararse a ello de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en « la plenitud de los tiempos » se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia. Por obra suya puede hacerse presente en la nueva fase de la historia del hombre sobre la tierra: el año dos mil del nacimiento de Cristo.

El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal de María, dando comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo tiempo hizo que su corazón fuera perfectamente obediente a aquella autocomunicación de Dios que superaba todo concepto y toda facultad humana. « ¡Feliz la que ha creído! »; 205 así es saludada María por su parienta Isabel, que también estaba « llena de Espíritu Santo »,206 En las palabras de saludo a la que « ha creído », parece vislumbrarse un lejano (pero en realidad muy cercano) contraste con todos aquellos de los que Cristo dirá que « no creyeron »,207 María entró en la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de la fe. Y la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del corazón humano ante el don: ante la autocomunicación de Dios por el Espíritu Santo. Escribe San Pablo: « El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad ».208 Cuando Dios Uno y Trino se abre al hombre por el Espíritu Santo, esta « apertura » suya revela y, a la vez, da a la creatura-hombre la plenitud de la libertad. Esta plenitud, de modo sublime, se ha manifestado precisamente mediante la fe de María, mediante « la obediencia a la fe ».209 Sí, « ¡feliz la que ha creído! ».

205 (
Lc 1,45
206 cf. Lc 1,41
207 cf. Jn 16,9
208 (2Co 3,17
209 cf. Rm 1,5.



2. Motivo del Jubileo: se ha manifestado la gracia

52 La obra del Espíritu « que da la vida » alcanza su culmen en el misterio de la Encarnación. No es posible dar la vida, que está en Dios de modo pleno, sino es haciendo de ella la vida de un Hombre, como lo es Cristo en su humanidad personalizada por el Verbo en la unión hipostática. Y. al mismo tiempo, con el misterio de la Encarnación se abre de un modo nuevo la fuente de esta vida divina en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. EL Verbo, « Primogénito de toda la creación », se convierte en « el primogénito entre muchos hermanos »210 y así llega a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, que nacerá en la Cruz y se manifestará el día de Pentecostés; y es en la Iglesia la cabeza de la humanidad: de los hombres de toda nación, raza, región y cultura, lengua y continente, que han sido llamados a la salvación. « La Palabra se hizo carne; (aquella Palabra en la que) estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres ... A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios ».211 Pero todo esto se realizó y sigue realizándose incesantemente « por obra del Espíritu Santo ».

« Hijos de Dios » son, en efecto, como enseña el Apóstol, « los que son guiados por el Espíritu de Dios ».212 La filiación de la adopción divina nace en los hombres sobre la base del misterio de la Encarnación, o sea, gracias a Cristo, el eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando Dios Padre « ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo ».213 Entonces, realmente « recibimos un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: « ¡Abbá, Padre! ».214 Por tanto, aquella filiación divina, insertada en el alma humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo. « El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, coherederos de Cristo ».215 La gracia santificante es en el hombre el principio y la fuente de la nueva vida: vida divina y sobrenatural.

El don de esta nueva vida es como una respuesta definitiva de Dios a las palabras del Salmista en las que, en cierto modo, resuena la voz de todas las criaturas: « Envías tu soplo y son creadas, y renuevas la faz de la tierra ».216 Aquél que en el misterio de la creación da al hombre y al cosmos la vida en sus múltiples formas visibles e invisibles, la renueva mediante el misterio de la Encarnación. De esta manera, la creación es completada con la Encarnación e impregnada desde entonces por las fuerzas de la redención que abarcan la humanidad y todo lo creado. Nos lo dice San Pablo, cuya visión cósmico-teológica parece evocar la voz del antiguo Salmo: « la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios »,217 esto es, de aquellos que Dios, habiéndoles « conocido desde siempre », « los predestinó a reproducir « la imagen de su Hijo ».218 Se da así una « adopción sobrenatural » de los hombres, de la que es origen el Espíritu Santo, amor y don. Como tal es dado a los hombres. Y en la sobreabundancia del don increado, por medio del cual los hombres « se hacen partícipes de la naturaleza divina ».219 Así la vida humana es penetrada por la participación de la vida divina y recibe también una dimensión divina y sobrenatural. Se tiene así la nueva vida en la que, como partícipes del misterio de la Encarnación, « con el Espíritu Santo pueden los hombres llegar hasta el Padre ».220 Hay, por tanto, una íntima dependencia causal entre el Espíritu que da la vida, la gracia santificante y aquella múltiple vitalidad sobrenatural que surge en el hombre: entre el Espíritu increado y el espíritu humano creado.

210
Rm 8,29.
211 cf. Jn 1,14 Jn 1,4 Jn 1,12
212 cf. Rm 8,14.
213 cf. Ga 4,6 Rm 5,5 2Co 1,22
214 Rm 8,15.
215 Rm 8,16 s.
216 Cfr. (Ps 104,30
217 Rm 8,19.
218 Rm 8,29.
219 cf. 2P 1,4.
220 cf. Ep 2,18 Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, DV 2.



53 Puede decirse que todo esto se enmarca en el ámbito del gran Jubileo mencionado antes. En efecto, es necesario ir mas allá de la dimensión histórica del hecho, considerado exteriormente. Es necesario insertar, en el mismo contenido cristológico del hecho, la dimensión pneumatológica, abarcando con la mirada de la fe los dos milenios de la acción del Espíritu de la verdad, el cual, a través de los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando a los hombres la nueva vida, realizando en ellos la adopción en el Hijo unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir con San Pablo: « hemos recibido el Espíritu que viene de Dios ».221 Pero siguiendo el tema del Jubileo, no es posible limitarse a los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo. Hay que mirar atrás, comprender toda la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y, especialmente, en la economía de la Antigua Alianza. En efecto, esta acción en todo lugar y tiempo, más aún, en cada hombre, se ha desarrollado según el plan eterno de salvación, por el cual está íntimamente unida al misterio de la Encarnación y de la Redención, que a su vez ejerció su influjo en los creyentes en Cristo que había de venir. Esto lo atestigua de modo particular la Carta a los Efesios.222 por tanto, la gracia lleva consigo una característica cristológica y a la vez pneumatológica que se verifica sobre todo en quienes explícitamente se adhieren a Cristo: « En él (en Cristo) ... fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia para redención del Pueblo de su posesión ».223

Pero siempre en la perspectiva del gran Jubileo, debemos mirar más abiertamente y caminar « hacia el mar abierto », conscientes de que « el viento sopla donde quiere », según la imagen empleada por Jesús en el coloquio con Nicodemo.224 El Concilio Vaticano II, centrado sobre todo en el tema de la Iglesia, nos recuerda la acción del Espíritu Santo incluso « fuera » del cuerpo visible de la Iglesia. Nos habla justamente de « todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual ».225

221 cf.
1Co 2,12
222 cf. Ep 1,3-14
223 Ep 1,13 s.
224 cf. Jn 3,8
225 Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 22; cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 16.


54 « Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu y verdad ». 226 Estas palabras las pronunció Jesús en otro de sus coloquios: aquél con la Samaritana. El gran Jubileo, que se celebrará al final de este milenio y al comienzo del que viene, ha de constituir una fuerte llamada dirigida a todos los que « adoran a Dios en espíritu y verdad ». Ha de ser para todos una ocasión especial para meditar el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo es completamente trascendente respecto al mundo, especialmente el mundo visible. En efecto, es Espíritu absoluto: « Dios es espíritu »; 227 y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo, inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser como pensamiento, conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica ante la cual San Agustín decía: « es más íntimo de mi intimidad ».228 Estas palabras nos ayudan a entender mejor las que Jesús dirigió a la Samaritana: « Dios es espíritu ». Solamente el Espíritu puede ser « más íntimo de mi intimidad » tanto en el ser como en la experiencia espiritual; solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y al mundo, al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia

Pero la presencia divina en el mundo y en el hombre se ha manifestado de modo nuevo y de forma visible en Jesucristo. Verdaderamente en él « se ha manifestado la gracia ».229 El amor de Dios Padre, don, gracia infinita, principio de vida, se ha hecho visible en Cristo, y en su humanidad se ha hecho « parte » del universo, del género humano y de la historia. La « manifestación de la gracia en la historia del hombre, mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del Espíritu Santo, que es el principio de toda acción salvífica de Dios en el mundo: es el « Dios oculto » 230 que como amor y don « llena la tierra ».231 Toda la vida de la Iglesia, como se manifestará en el gran Jubileo, significa ir al encuentro de Dios oculto, al encuentro del Espíritu que da la vida.

226
Jn 4,24
227 Jn 4,24
228 cf. S. Agustín, Confess. III, 6, 11: CCL 27, 33.
229 cf. Tt 2,11
230 cf. Is 45,15


3. El Espíritu Santo en el drama interno del hombre: la carne tiene apetencias contrarias al espíritu y el espíritu contrarias a la carne

55 Por desgracia, a través de la historia de la salvación resulta que la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, aquella admirable condescendencia del Espíritu, encuentra resistencia y oposición en nuestra realidad humana. Desde este punto de vista son muy elocuentes las palabras proféticas del anciano Simeón que « movido por el Espíritu, vino al Templo de Jerusalén para anunciar ante el recién nacido de Belén que éste « está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ».232 La oposición a Dios, que es Espíritu invisible, nace ya en cierto modo en el terreno de la diversidad radical del mundo respecto a él, esto es, de su « visibilidad » y « materialidad » con relación a él, Espíritu « invisible » y « absoluto »; nace de su esencial e inevitable imperfección respecto a él, ser perfectísimo. Pero la oposición se convierte en drama y rebelión en el terreno ético, por aquel pecado que toma posesión del corazón humano, en el que « la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne ».233 Como ya hemos dicho, el Espíritu debe « convencer al mundo » en lo referente a este pecado.

San Pablo es quien de manera particular mente elocuente describe la tensión y la lucha que turba el corazón humano. Leemos en la Carta a los Gálatas: « Por mi parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como son entre si antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais ».234 Ya en el hombre en cuanto ser compuesto, espiritual y corporal, existe una cierta tensión, tiene lugar una cierta lucha entre el « espíritu » y la « carne ». Pero esta lucha pertenece de hecho a la herencia del pecado, del que es una consecuencia y, a la: vez, una confirmación. Forma parte de la experiencia cotidiana. Como escribe el Apóstol: « Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje ... embriaguez, orgías y cosas semejantes ». Son los pecados que se podrían llamar « carnales ». Pero el Apóstol añade también otros: « odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, envidias ».235 Todo esto son « las obras de la carne ».

Pero a estas obras, que son indudablemente malas, Pablo contrapone « el fruto del Espíritu »: « amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí ».236 Por el contexto parece claro que para el Apóstol no se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal; sino que trata de las obras, —mejor dicho, de las disposiciones estables— virtudes y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo) a la acción salvífica del Espíritu Santo. Por ello, el Apóstol escribe: « Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu ».237 Y en otros pasajes dice: « Los que viven según la carne, desean lo carnal; más los que viven según el Espíritu, lo espiritual »; « mas nosotros no estamos en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en nosotros ».238 La contraposición que San Pablo establece entre la vida « según el espíritu » y la vida « según la carne », genera una contraposición ulterior: la de la « vida » y la « muerte ». « Las tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz »; de aquí su exhortación: « Si vivis según la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis ».239

Por lo cual ésta es una exhortación a vivir en la verdad, esto es, según los imperativos de la recta conciencia y, al mismo tiempo, es una profesión de fe en el Espíritu de la verdad, que da la vida. En efecto, « Aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia »; « Así que ... no somos deudores de la carne para vivir según la carne »; 240 somos mas bien, deudores de Cristo, que en el misterio pascual ha realizado nuestra justificación consiguiéndonos el Espíritu Santo: « ¡Hemos sido bien comprados! ».241

En los textos de San Pablo se superponen —y se compenetran recíprocamente— la dimensión ontológica (la carne y el espíritu), la ética (el bien y el mal) y la pneumatológica (la acción del Espíritu Santo en el orden de la gracia). Sus palabras (especialmente en las Cartas a los Romanos y a los Gálatas) nos permiten conocer y sentir vivamente la fuerza de aquella tensión y lucha que tiene lugar en el hombre entre la apertura a la acción del Espíritu Santo, y la resistencia y oposición a él, a su don salvífico. Los términos o polos contrapuestos son, por parte del hombre, su limitación y pecaminosidad, puntos neurálgicos de su realidad psicológica y ética; y, por parte de Dios, el misterio del don, aquella incesante donación de la vida divina por el Espíritu Santo. ¿De quien será la victoria? De quien haya sabido acoger el don.

231 cf.
Sg 1,7.
232 Lc 2,27 Lc 2,34
233 Ga 5,17
234 Ga 5,16 s.
235 cf. Ga 5,19-21
236 Ga 5,22 s.
237 Ga 5,25
238 cf. Rm 8,5 Rm 8,9.
239 Rm 8,6 Rm 8,13
240 Rm 8,10 Rm 8,12
241 cf. 1Co 6,20


56 Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo subraya en la dimensión interior y subjetiva como tensión, lucha y rebelión que tiene lugar en el corazón humano, encuentra en las diversas épocas históricas y, especialmente, en la época moderna su dimensión externa, concentrándose como contenido de la cultura y de la civilización, como sistema filosófico, como ideología, como programa de acción y formación de los comportamientos humanos. Encuentra su máxima expresión en el materialismo, ya sea en su forma teórica —como sistema de pensamiento—ya sea en su forma práctica —como método de lectura y de valoración de los hechos— y además como programa de conducta correspondiente. El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus extremas consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de ideología y de praxis, es el materialismo dialéctico e histórico, reconocido hoy como núcleo vital del marxismo.

Por principio y de hecho el materialismo excluye radicalmente la presencia y la acción de Dios, que es Espíritu, en el mundo y, sobre todo, en el hombre por la razón fundamental de que no acepta su existencia, al ser un sistema esencial y programáticamente ateo. Es el fenómeno impresionante de nuestro tiempo al que el Concilio Vaticano II ha dedicado algunas páginas significativas: el ateísmo.242 Aunque no se puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni se le puede reducir exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen varias especies de ateísmo y quizás puede decirse que a menudo se usa esta palabra de modo equívoco sin embargo es cierto que un materialismo verdadero y propio entendido como teoría explica la realidad y tomado como principio clave de la acción personal y social, tiene carácter ateo. El horizonte de los valores y de los fines de la praxis, que él delimita, está íntimamente unido a la interpretación de toda la realidad como « materia ». Si a veces habla también del « espíritu » y de las « cuestiones del espíritu », por ejemplo en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente porque considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la materia, la cual según este sistema es la forma única y exclusiva del ser. De aquí se sigue que, según esta interpretación, la religión puede ser entendida solamente como una especie de « ilusión idealista » que ha de ser combatida con los modos y métodos más oportunos según los lugares y circunstancias históricas, para eliminarlas de la sociedad y del corazón mismo del hombre.

Se puede decir, por tanto, que el materialismo es el desarrollo sistemático y coherente de aquella « resistencia » y oposición denunciados por San Pablo con estas palabras: « La carne tiene apetencias contrarias al espíritu ». Este conflicto es, sin embargo, recíproco como lo pone de relieve el Apóstol en la segunda parte de su máxima: « El espíritu tiene apetencias contrarias a la carne ». El que quiere vivir según el Espíritu, aceptando y correspondiendo a su acción salvífica, no puede dejar de rechazar las tendencias y pretenciones internas y externas de la « carne », incluso en su expresión ideológica e histórica de « materialismo » antirreligioso. En esta perspectiva tan característica de nuestro tiempo se deben subrayar las « apetencias del espíritu » en los preparativos del gran Jubileo, como llamadas que resuenan en la noche de un nuevo tiempo de adviento, donde al final, como hace dos mil años, « todos verán la salvación de Dios ».243 Esta es una posibilidad y una esperanza que la Iglesia confía a los hombres de hoy. Ella sabe que el encuentro-choque entre las « apetencias contrarias al espíritu » que caracterizan tantos aspectos de la civilización contemporánea, especialmente en algunos de sus ámbitos¾ y las « apetencias contrarias a la carne », con el acercamiento de Dios, con su encarnación, con su comunicación siempre nueva del Espíritu Santo, puede representar en muchos casos un carácter dramático y terminar en nuevas derrotas humanas. Pero ella cree firmemente que, por parte de Dios, existe siempre una comunicación salvífica, una venida salvífica y, si acaso, un salvífico « convencer en lo referente al pecado » por obra del Espíritu.

242 cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
GS 19-21.



57 En la contraposición paulina entre el « espíritu » y la « carne » está incluida también la contraposición entre la « vida » y la « muerte ». Este es un grave problema sobre el que se debe decir ahora que el materialismo, como sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana. Todo lo que es material es corruptible y, por tanto, el cuerpo humano (en cuanto « animal ») es mortal. Si el hombre en su esencia es sólo « carne », la muerte es para él una frontera y un término insalvable. Entonces se entiende el que pueda decirse que la vida humana es exclusivamente un « existir para morir ».

Es necesario añadir que en el horizonte de la civilización contemporánea —especialmente la más avanzada en sentido técnico-científico— los signos y señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes y frecuentes. Baste pensar en la carrera armamentista y en el peligro, a que la misma conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte, se hace cada vez más patente a todos la grave situación de extensas regiones del planeta, marcadas por la indigencia y el hambre que llevan a la muerte. Se trata de problemas que no son sólo económicos, sino también y ante todo éticos. Pero en el horizonte de nuestra época se vislumbran « signos de muerte » aún más sombríos; se ha difundido el uso —que en algunos lugares corre el riesgo de convertirse en institución— de quitar la vida a los seres humanos aún antes de su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte. Y más aún, a pesar de tan nobles esfuerzos en favor de la paz, se han desencadenado y se dan todavía nuevas guerras que privan de la vida o de la salud a centenares de miles de hombres. Y ¿cómo no recordar los atentados a la vida humana por parte del terrorismo, organizado incluso a escala internacional?

Por desgracia, esto es solamente un esbozo parcial e incompleto del cuadro de muerte que se está perfilando en nuestra época, mientras nos acercamos cada vez más al final del segundo milenio cristiano. Desde el sombrío panorama de la civilización materialista y, en particular, desde aquellos signos de muerte que se multiplican en el marco sociológico-histórico en que se mueve ¿no surge acaso una nueva invocación, más o menos consciente, al Espíritu que da la vida? En cualquier caso, incluso independientemente del grado de esperanza o de desesperación humana, así como de las ilusiones o de los desengaños que se derivan del desarrollo de los sistemas materialistas de pensamiento y de vida, queda la certeza cristiana de que el viento sopla donde quiere, de que nosotros poseemos « las primicias del Espíritu » y que, por tanto, podemos estar también sujetos a los sufrimientos del tiempo que pasa, pero « gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo »,244 esto es, de nuestro ser humano, corporal y espiritual. Gemimos, sí, pero en una espera llena de indefectible esperanza, porque precisamente a este ser humano se ha acercado Dios, que es Espíritu. « Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne ».245 En el culmen del misterio pascual, el Hijo de Dios, hecho hombre y crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de sus discípulos después de la resurrección, sopló sobre ellos y dijo: « Recibid el Espíritu Santo ». Este « soplo » permanece para siempre. He aquí que « el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza ».246

243
Lc 3,6 cf. Is 40,5.
244 cf. Rm 8,23.
245 Rm 8,3.
246 Rm 8,26.


4. El Espíritu Santo fortalece el « hombre interior »

58 El misterio de la Resurrección y de Pentecostés es anunciado y vivido por la Iglesia, que es la heredera y continuadora del testimonio de los Apóstoles sobre la resurrección de Jesucristo. Es el testigo perenne de la victoria sobre la muerte, que reveló la fuerza del Espíritu Santo y determinó su nueva venida, su nueva presencia en los hombres y en el mundo. En efecto, en la resurreción de Cristo, el Espíritu Santo Paráclito se reveló sobre todo como el que da la vida: « Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros ».247 En nombre de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado más allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte. Al mismo tiempo, anuncia al que da la vida: el Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto, « aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia » 248 realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu. Precisamente por medio de este servicio el hombre se convierte de modo siempre nuevo en « el camino de la Iglesia », como dije ya en la Encíclica sobre Cristo Redentor 249 y ahora repito en ésta sobre el Espíritu Santo. La Iglesia unida al Espíritu, es consciente más que nadie de la realidad del hombre interior, de lo que en el hombre hay de más profundo y esencial, porque es espiritual e incorruptible. A este nivel el Espíritu injerta la « raíz de la inmortalidad »,250 de la que brota la nueva vida, esto es, la vida del hombre en Dios que, como fruto de su comunicación salvífica por el Espíritu Santo, puede desarrollarse y consolidarse solamente bajo su acción. Por ello, el Apóstol se dirige a Dios en favor de los creyentes, a los que dice: « Doblo mis rodillas ante el Padre ... para que os conceda que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior ».251

Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza este hombre interior, esto es, « espiritual ». Gracias a la comunicación divina el espíritu humano que « conoce los secretos del hombre », se encuentra con el Espíritu que « todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios ».252 Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante. Mediante el don de la gracia que viene del Espíritu el hombre entra en « una nueva vida », es introducido en la realidad sobrenatural de la misma vida divina y llega a ser « santuario del Espíritu Santo », « templo vivo de Dios ».253 En efecto, por el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo vienen al hombre y ponen en él su morada.254 En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el « área vital » del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive « según el Espíritu » y « desea lo espiritual ».

247
Rm 8,11.
248 Rm 8,10.
249 cf. Enc. Redemptor hominis RH 14, AAS 71 (1979), pp. 284 s.
250 cf. Sg 15,3.
251 cf. Ep 3,14-16
252 cf. 1Co 2,10 s.
253 cf. Rm 8,9 1Co 6,19


59 La relación íntima con Dios por el Espíritu Santo hace que el hombre se comprenda, de un modo nuevo, también a sí mismo y a su propia humanidad. De esta manera, se realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el hombre desde el principio.255 Esta verdad íntima sobre el ser humano ha de ser descubierta constantemente a la luz de Cristo que es el prototipo de la relación con Dios y, en él, debe ser descubierta también la razón de « la entrega sincera de sí mismo a los demás », como escribe el Concilio Vaticano II; precisamente en razón de esta semejanza divina se demuestra que el hombre « es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma », en su dignidad de persona, pero abierta a la integración y comunión social.256 El conocimiento eficaz y la realización plena de esta verdad del ser se dan solamente por obra del Espíritu Santo. El hombre llega al conocimiento de esta verdad por Jesucristo y la pone en práctica en su vida por obra del Espíritu, que el mismo Jesús nos ha dado.

En este camino, « camino de madurez interior » que supone el pleno descubrimiento del sentido de la humanidad, Dios se acerca al hombre, penetra cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino, que en sí mismo « existe » como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias. De este modo el mundo, partícipe del don divino, se hace como enseña el Concilio, « cada vez más humano, cada vez más profundamente humano »,257 mientras madura en él, a través de los corazones y de las conciencias de los hombres, el Reino en el que Dios será definitivamente « todo en todos »: 258 como don y amor. Don y amor: éste es el eterno poder de la apertura de Dios uno y trino al hombre y al mundo, por el Espíritu Santo.

En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres « puedan encontrar su propia plenitud ... en la entrega sincera de sí mismo a los demás » según la citada frase del Concilio. Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria por el cual Jesús mismo « cuando ruega al Padre que "todos sean uno, como nosotros también somos uno" (
Jn 17,21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad ».259 El Concilio reafirma esta verdad sobre el hombre, y la Iglesia ve en ella una indicación particularmente fuerte y determinante de sus propias tareas apostólicas. En efecto, si el hombre es « el camino de la Iglesia », este camino pasa a través de todo el misterio de Cristo, como modelo divino del hombre. Sobre este camino el Espíritu Santo, reforzando en cada uno de nosotros « al hombre interior » hace que el hombre, cada vez mejor, pueda « encontrarse en la entrega sincera de sí mismo a los demás ». Puede decirse que en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio se compendia toda la antropología cristiana: la teoría y la praxis, fundada en el Evangelio, en la cual el hombre, descubriendo en sí mismo su pertenencia a Cristo, y en a la elevación a « hijo de Dios », comprende mejor también su dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de la condescendencia divina en la que está contenida la perspectiva e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva. Entonces se puede repetir verdaderamente que la « gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es la visión de Dios »: 260 el hombre, viviendo una vida divina, es la gloria de Dios, y el Espíritu Santo es el dispensador oculto de esta vida y de esta gloria. El —dice Basilio el Grande— « simple en su esencia y variado en sus dones ... se reparte sin sufrir división ... está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa ».261

254 cf. Jn 14,23 S. Ireneo, Adversus haereses, V, 6,1, SC 153, pp. 72-80; S. Hilario, De Trinitate, VIII, 19 21, 16,752 s.; S. Agustín, Enarr. in Ps. XLIX, 2, CCL 38, pp. 575s.; S. Cirilo de Alejandría, In Ioannis Evangelium, lib. I; II: PG 73,154-158 246; lib. IX: PG 74,262; S. Atanasio, Oratio III contra Arianos, 24, PG 26,374 s.; Epist. I ad Serapionem, 24, PG 26,586 s.; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 6-7, PG 39,523-530; S. Juan Crisóstomo, In epist. ad Romanos homilia XIII, 8, PG 60,519; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. I 43,3-6
255 cf. Gén 1, 26 s.; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. I 93,4-5 I 93,8
256 cf. Const. past. (Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 24; cf. también GS 25.
257 cf. Ibid., GS 38 GS 40.
258 cf. 1Co 15,28
259 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 24.
260 cf. S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7: SC 100/2 p. 648.
261 S. Basilio, De Spirito Sancto, IX, 22: PG 32, 110.



Dominum et vivificantem ES 51