Dominum et vivificantem ES 60


60 Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta dimensión divina de su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea como comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su respectiva metodología. En nuestra época estos factores han logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente la luz y la fuerza de la vida nueva según la libertad de los hijos de Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida, —sobre la que vela el Espíritu Santo— para someterlo así al « Príncipe de este mundo ».

El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la « ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús »,262 descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto —como escribe San Pablo— « donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad ».263 Esta revelación de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere un significado particular para los cristianos y para la Iglesia en estado de persecución —ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad—, porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.

También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple « renovación de la faz de la tierra », colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y bello.264 Esto lo hacen como discípulos de Cristo, —como escribe el Concilio— « constituido Señor por su resurrección ... obra ya por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin ».265 De esta manera, afirman aún más la grandeza del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; grandeza que es iluminada por el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el cual, « en la plenitud de los tiempos », por obra del Espíritu Santo, ha entrado en la historia y se ha manifestado como verdadero hombre, primogénito de toda criatura, « del cual proceden todas las cosas y para el cual somos ».266

262
Rm 8,2.
263 2Co 3,17
264 cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 53-59.
265 Ibid., GS 38.
266 (1Co 8,6



5. La Iglesia sacramento de la unión intima con Dios

61 Acercándose el final del segundo milenio, que a todos debe recordar y casi hacer presente de nuevo la venida del Verbo en la plenitud de los tiempos, la Iglesia, una vez más, trata de penetrar en la esencia misma de su constitución divino-humana y de aquella misión que la hace participar en la misión mesiánica de Cristo, según la enseñanza y el plan siempre válido del Concilio Vaticano II. Siguiendo esta línea, podemos remontarnos al Cenáculo donde Jesucristo revela el Espíritu Santo como Paráclito, como Espíritu de la verdad, y habla de su propia « partida » mediante la Cruz como condición necesaria de su « venida »: « Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré ».267 Hemos visto que este anuncio ha tenido ya su primera realización la tarde del día de Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés en Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la humanidad a través de la Iglesia.

A la luz de este anuncio adquiere igualmente pleno significado lo que Jesús, durante la última Cena, dice a propósito de su nueva « venida ». En efecto, es signicativo que en el mismo discurso de despedida, anuncie no sólo su « partida », sino también su nueva « venida ». Dice textualmente: « No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros ».268 Y en el momento de la despedida definitiva, antes de subir al cielo, repetirá aun más explícitamente: « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo ».269 Esta nueva « venida » de Cristo, este continuo venir para estar con los apóstoles y con la Iglesia, este « yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo », ciertamente no cambia el hecho de su « partida »; le sigue a ésa tras la conclusión de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, y tiene lugar en el marco del preanunciado envío del Espíritu Santo y, por así decir, se encuadra dentro de su misma misión. Y sin embargo se cumple por obra del Espíritu Santo, el cual hace que Cristo, que se ha ido, venga ahora y siempre de un modo nuevo. Esta nueva venida de Cristo por obra del Espíritu Santo y su constante presencia y acción en la vida espiritual, se realizan en la realidad sacramental. En ella Cristo, que se ha ido en su humanidad visible, viene, está presente y actúa en la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye como Cuerpo suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece « hasta el fin del mundo ». Todo esto acontece por obra del Espíritu Santo.

267
Jn 16,7
268 Jn 14,18
269 Mt 28,20


62 La expresión sacramental más completa de la partida de Cristo por medio del misterio de la Cruz y de la Resurrección es la Eucaristía. En ella se realiza sacramentalmente cada vez su venida y su presencia salvífica: en el Sacrificio y en la Comunión. Se realiza por obra del Espíritu Santo, dentro de su propia misión.270 Mediante la Eucaristía el Espíritu Santo realiza aquel « fortalecimiento del hombre interior » del que habla la Carta a los Efesios.271 Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana, aludido por el Concilio: el sentido por el que Jesucristo « revela plenamente el hombre al hombre », sugiriendo « una cierta semejanza entre la unión de las Personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad ».272 Esta unión se expresa y se realiza especialmente mediante la Eucaristía en la que el hombre, participando del sacrificio de Cristo, que tal celebración actualiza, aprende también a « encontrarse ... en la entrega sincera de sí mismo » 273 en la comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.

Por esto los primeros cristianos, ya desde los días que siguieron a la venida del Espíritu Santo, « acudían asiduamente a la fracción del pan y a la oración », formando así una comunidad unida en las enseñanzas de los apóstoles.274 De esta manera « reconocían » que su Señor resucitado y ya ascendido al cielo, venía nuevamente, en medio de ellos, en la comunidad eucarística de la Iglesia y por medio de ésta. Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio se manifestó y se confirmó a sí misma a través de la Eucaristía. Y así ha sido siempre en todas las generaciones cristianas hasta nuestros días, hasta esta vigilia del cumplimiento del segundo milenio cristiano. Ciertamente, debemos constatar, por desgracia, que el milenio ya transcurrido ha sido el de las grandes divisiones entre los cristianos. Por consiguiente, todos los creyentes en Cristo, a ejemplo de los Apóstoles, deberán poner todo su empeño en conformar su pensamiento y acción a la voluntad del Espíritu Santo, « principio de unidad de la Iglesia »,275 para que todos los bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, se encuentren unidos como hermanos en la celebración de la misma Eucaristía « sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad ».276

270 Es lo que expresa la « Epiclesis » antes de la Consagración: « Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor » (Plegaria eucarística II).
271 cf.
Ep 3,16
272 Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, GS 24.
273 GS 24.
274 cf. Ac 2,42.
275 Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, UR 2.
276 S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus XXVI, 13: CCL 36, p. 266; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, SC 47.


63 La presencia eucarística de Cristo, su sacramental « estoy con vosotros », permite a la Iglesia descubrir cada vez más profundamente su propio misterio, como atestigua toda la eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual « la Iglesia es en Cristo un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios y de unidad de todo el género humano ».277 Como sacramento, la Iglesia se desarrolla desde el misterio pascual de la « partida » de Cristo, viviendo de su « venida » siempre nueva por obra del Espíritu Santo, dentro de la misma misión del Paráclito-Espíritu de la verdad. Este es precisamente el misterio esencial de la Iglesia como proclama el Concilio.

Si en virtud de la creación Dios es aquél en el que todos « vivimos, nos movemos y existimos »,278 a su vez la fuerza de la Redención perdura y se desarrolla en la historia del hombre y del mundo como en un doble « ritmo », cuya fuente se encuentra en el eterno Padre. Por un lado, es el ritmo de la misión del Hijo, que ha venido al mundo, naciendo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo; y por el otro, es también el ritmo de la misión del Espíritu Santo, como ha sido revelado definitivamente por Cristo. Por medio de la « partida » del Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente como Paráclito y Espíritu de la verdad. Y en el ámbito de su misión, casi como en la intimidad de la presencia invisible del Espíritu, el Hijo, que « se había ido » a través del misterio pascual, « viene » y está continuamente presente en el misterio de la Iglesia, ocultándose o manifestándose en su historia y dirigiendo siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente por obra del Espíritu Santo, el cual, tomando de las riquezas de la Redención de Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia, al tomar conciencia cada vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí misma sobre todo como sacramento. Esto sucede también porque, por voluntad de su Señor, mediante los diversos sacramentos la Iglesia realiza su ministerio salvífico para el hombre. El ministerio sacramental, cada vez que se realiza, lleva consigo el misterio de la « partida » de Cristo mediante la Cruz y la Resurrección, por medio de la cual viene el Espíritu Santo. Viene y actúa: « da la vida ». En efecto, los Sacramentos significan la gracia y confieren la gracia; significan la vida y dan la vida. La Iglesia es la dispensadora visible de los signos sagrados, mientras el Espíritu Santo actúa en ellos como dispensador invisible de la vida que significan. Junto con el Espíritu está y actúa en ellos Cristo Jesús.

277 Const. dogrn. (Lumen gentium, sobre la Iglesia,
LG 1.
278 Ac 17,28.



64 Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios, lo es en Jesucristo, en quien esta misma unión se verifica como realidad salvífica. Lo es en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo. La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es « el otro Paráclito » o « nuevo consolador » porque, mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida.

Cuando usamos la palabra « sacramento » referido a la Iglesia, hemos de tener presente que en el texto conciliar la sacramentalidad de la Iglesia aparece distinta de aquella que, en sentido estricto, es propia de los Sacramentos. Leemos al respecto: « La Iglesia es ... como un sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios ». Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con el que la palabra es empleada en los dos casos, es la relación que la Iglesia tiene con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la vida; la Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la acción del Espíritu vivificante.

El Vaticano II añade que la Iglesia es « un sacramento de la unidad de todo el género humano ». Se trata evidentemente de la unidad que el género humano, diferenciado en sí mismo de muchas maneras, tiene de Dios y en Dios. Ella tiene sus raíces en el misterio de la creación y adquiere una nueva dimensión en el misterio de la Redención, en orden a la salvación universal. Puesto que Dios « quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad »,279 la Redención comprende todos los hombres y, en cierto modo, toda la creación. En la misma dimensión universal de la Redención actúa, en virtud de la « partida » de Cristo, el Espíritu Santo. Por ello la Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la economía trinitaria de la salvación, con razón se ve a sí misma como « sacramento de la unidad de todo el género humano ». Sabe que lo es por el poder del Espíritu Santo, de cuyo poder es signo e instrumento en la actuación del plan salvífico de Dios.

De este modo, se realiza la « condescendencia » del infinito Amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante su « imagen y semejanza ». Bajo la acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él, el mundo creado redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios. De este acercamiento de los dos polos de la creación y de la redención, Dios y el hombre, la Iglesia se convierte en « sacramento, o sea signo e instrumento ». Ella actúa para restablecer y reforzar la unidad en las raíces mismas del género humano: en la relación de comunión que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Redentor. Es una verdad que, en base a las enseñanzas del Concilio, podemos meditar, desarrollar y aplicar en toda la extensión de su significado en esta fase del paso del segundo al tercer milenio cristiano. Y nos resulta entrañable tener conciencia cada vez más viva del hecho de que dentro de la acción desarrollada por la Iglesia en la historia de la salvación —que está inscrita en la historia de la humanidad— está presente y operante el Espíritu Santo, aquél que con el soplo de la vida divina impregna la peregrinación terrena del hombre y hace confluir toda la creación —toda la historia—hacia su último término en el océano infinito de Dios



6. El Espíritu y la Esposa dicen: « ¡Ven! »

65 El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración. Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso y saludable reconocer que si la oración está difundida en todo el orbe, en el pasado, en el presente y en el futuro, de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espíritu Santo, que « alienta » la oración en el corazón del hombre en toda la inmensa gama de las mas diversas situaciones y de las condiciones, ya favorables, ya adversas a la vida espiritual y religiosa. Muchas veces, bajo la acción del Espíritu, la oración brota del corazón del hombre no obstante las prohibiciones y persecuciones, e incluso las proclamaciones oficiales sobre el carácter arreligioso o incluso ateo de la vida pública. La oración es siempre la voz de todos aquellos que aparentemente no tienen voz, y en esta voz resuena siempre aquel « poderoso clamor », que la Carta a los Hebreos atribuye a Cristo.280 La oración es también la revelación de aquel abismo que es el corazón del hombre: una profundidad que es de Dios y que sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu Santo. Leemos en San Lucas: « Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan ».281

El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con la oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como el don que « viene en auxilio de nuestra debilidad ». Es el rico pensamiento desarrollado por San Pablo en la Carta a los Romanos cuando escribe: « Nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables ».282 Por consiguiente, el Espíritu Santo no sólo hace que oremos, sino que nos guía « interiormente » en la oración, supliendo nuestra insuficiencia y remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra oración y le da una dimensión divina.283 De esta manera, « el que escruta los corazones conoce cual es la aspiración del Espíritu y que su intercesión a favor de los santos es según Dios ».284 La oración por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada vez más madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de la vida divina.

Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración. Si en el transcurso de la historia —ayer como hoy— muchos hombres y mujeres han dado testimonio de la importancia de la oración, consagrándose a la alabanza a Dios y a la vida de oración, sobre todo en los Monasterios, con gran beneficio para la Iglesia, en estos años va aumentando también el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida espiritual. Este es un síntoma significativo y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad.

En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que, a pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y no obstante las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y la humanidad están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas y comunidades enteras —como guiados por un sentido interior de la fe— buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se manifiesta « el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza ». De este modo, los tiempos en que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas que vuelven a la oración. Y confío en que todas ellas encuentren en la enseñanza de esta Encíclica una ayuda para su vida interior y consigan fortalecer, bajo la acción del Espíritu, su compromiso de oración, de acuerdo con la Iglesia y su Magisterio.

279
1Tm 2,4
280 cf. He 5,7.
281 Lc 11,13
282 Rm 8,26
283 cf. Orígenes, De oratione, 2: PG 11, 419-423.
284 Rm 8,27.


66 En medio de los problemas, de las desilusiones y esperanzas, de las deserciones y retornos de nuestra época, la Iglesia permanece fiel al misterio de su nacimiento. Si es un hecho histórico que la Iglesia salió del Cenáculo el día de Pentecostés, se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está siempre en el Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia persevera en la oración, como los Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto a aquellos que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad cristiana y aguardaban , en oración, la venida del Espíritu Santo.

La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia orante con la Madre de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia desde el principio: la vemos presente en este misterio como está presente en el misterio de su Hijo. Nos lo dice el Concilio: « La Virgen Santísima ... cubierta con la sombra del Espíritu Santo ... dio a la luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno »; ella, « por sus gracias y dones singulares, ... unida con la Iglesia ... es tipo de la Iglesia ».285 « La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad ... se hace también madre » y « a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera ». Ella (la Iglesia) « es igualmente virgen, que guarda ... la fe prometida al Esposo ». 286

De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la Iglesia, unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a su divino Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el Concilio: « El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: « ¡Ven! ».287 La oración de la Iglesia es esta invocación incesante en la que a el Espíritu mismo intercede por nosotros »; en cierta manera él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la Iglesia. En efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que « hemos sido salvados ».288 Es la esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia.

En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras « el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús; "¡Ven!", esta oración suya conlleva, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a la celebración del gran Jubileo. Es una oración encaminada a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazones con su acción a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la « plenitud de los tiempos », marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como por el Espíritu Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne.

285 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
LG 63.
286 Ibid., LG 64.
287 Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 4; cf. Ap 22,17
288 cf. Rm 8,24.



CONCLUSIÓN

67 Deseamos concluir estas consideraciones en el corazón de la Iglesia y en el corazón del hombre. El camino de la Iglesia pasa a través del corazón del hombre porque está aquí el lugar recóndito del encuentro salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios oculto y, precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte en « fuente de agua que brota para vida eterna ».289 El llega aquí como Espíritu de la verdad y como Paráclito, del mismo modo que había sido prometido por Cristo. Desde aquí él actúa como Consolador, Intercesor yAbogado, especialmente cuando el hombre, o la humanidad, se encuentra ante el juicio de condena de aquel « acusador », del que el Apocalipsis dice que « acusa » a nuestros hermanos día y noche delante de nuestro Dios ».290 El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que « poseen las primicias del Espíritu » y « esperan la redención de su cuerpo ».291

El Espíritu Santo, en su misterioso vínculo de comunión divina con el Redentor del hombre, continua su obra; recibe de Cristo y lo transmite a todos, entrando incesantemente en la historia del mundo a través del corazón del hombre. En este viene a ser —como proclama la Secuencia de la solemnidad de Pentecostés— verdadero « padre de los pobres, dador de sus dones, luz de los corazones »; se convierte en « dulce huésped del alma », que la Iglesia saluda incesantemente en el umbral de la intimidad de cada hombre. En efecto, él trae « descanso » y « refrigerio » en medio de las fatigas del trabajo físico e intelectual; trae « descanso » y « brisa » en pleno calor del día, en medio de las inquietudes, luchas y peligros de cada época; trae por último, el « consuelo » cuando el corazón humano llora y está tentado por la desesperación.

Por esto la misma Secuencia exclama: « Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea bueno ». En efecto, sólo el Espíritu Santo « convence en lo referente al pecado » y al mal, con el fin de instaurar el bien en el hombre y en el mundo: para « renovar la faz de la tierra ». Por eso realiza la purificación de todo lo que « desfigura » al hombre, de todo « lo que está manchado »; cura las heridas incluso las más profundas de la existencia humana; cambia la aridez interior de las almas transformándolas en fértiles campos de gracia y santidad. « Doblega lo que está rígido », « calienta lo que está frío », « endereza lo que está extraviado » a través de los caminos de la salvación.292

Orando de esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor.293 Este Espíritu de Dios « llena la tierra » y todo lo creado reconoce en él la fuente de su propia identidad, en él encuentra su propia expresión trascendente, a él se dirige y lo espera, lo invoca con su mismo ser. A él, como Paráclito, como Espíritu de la verdad y del amor, se dirige el hombre que vive de la verdad y del amor y que sin la fuente de la verdad y del amor no puede vivir. A él se dirige la Iglesia, que es el corazón de la humanidad, para pedir para todos y dispensar a todos aquellos dones del amor, que por su medio « ha sido derramado en nuestros corazones ».294 A él se dirige la Iglesia a lo largo de los intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre la tierra; y pide, de modo incesante la rectitud de los actos humanos como obra suya; pide el gozo y el consuelo que solamente él, verdadero consolador, puede traer abajándose a la intimidad de los corazones humanos; 295 pide la gracia de las virtudes, que merecen la gloria celeste; pide la salvación eterna en la plena comunicación divina a la que el Padre ha « predestinado » eternamente a los hombres creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad.

La Iglesia con su corazón, que abarca todos los corazones humanos, pide al Espíritu Santo la felicidad que sólo en Dios tiene su realización plena: la alegría « que nadie podrá quitar »,296 la alegría que es fruto del amor y, por consiguiente, de Dios que es amor; pide « justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo » en el que, según San Pablo, consiste el Reino de Dios.297

También la paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano. Ya que el camino de la paz pasa en definitiva a través del amor y tiende a crear la civilización del amor, la Iglesia fija su mirada en aquél que es el amor del Padre y del Hijo y, a pesar de las crecientes amenazas, no deja de tener confianza, no deja de invocar y de servir a la paz del hombre sobre la tierra. Su confianza se funda en aquél que siendo Espíritu-amor, es también el Espíritu de la paz y no deja de estar presente en nuestro mundo, en el horizonte de las conciencias y de los corazones, para « llenar la tierra » de amor y de paz.

Ante él me arrodillo al terminar estas consideraciones implorando que, como Espíritu del Padre y del Hijo, nos conceda a todos la bendición y la gracia, que deseo transmitir en el nombre de la Santísima Trinidad, a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de mayo, solemnidad de Pentecostés del año 1986, octavo de mi Pontificado.

289 cf.
Jn 4,14 Const dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia LG 4
290 cf. Ap 12,10
291 cf. Rm 8,23.
292 cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
293 cf. Símbolo Quicumque: DS 75
294 cf. Rm 5,5.
295 Conviene recordar aquí la importante Exhort. Apost. Gaudete in Domino, del Sumo Pontífice Pablo VI, publicada el 9 de mayo del Año Santo 1975. En efecto, es siempre válida la invitación expresa da en ella a « pedir al Espíritu Santo el don de la alegría » y también a « saborear la alegría propiamente espiritual, que es un fruto del Espíritu Santo »: AAS 67 (1975), pp. 289; 302.
296 cf. Jn 16,22
297 cf. Rm 14,17 Ga 5,22

Dominum et vivificantem ES 60