Denzinger 3272

3272 Dz 1939 ... Una y otra ley divina, ora la que es promulgada por la luz de la razón natural, ora la que consta en las Letras escritas por divina inspiración, vedan estrechamente que nadie, fuera de causa pública, mate o hiera a un hombre, a no ser forzado por la necesidad de defender su propia vida. Ahora bien, los que retan al duelo o aceptan el reto tienen por intento, y a ello dirigen su ánimo y sus fuerzas, sin que los fuerce necesidad alguna, o quitar la vida o por lo menos herir al adversario. Además una y otra ley prohiben despreciar temerariamente la propia vida, exponiéndola a un grave y manifiesto peligro, cuando no lo aconseja razón alguna de deber o de caridad magnánima; y esta ciega temeridad, despreciadora de la vida, entra manifiestamente en la naturaleza del duelo. Por lo cual, para nadie puede ser oscuro o dudoso que sobre quienes privadamente traban combate singular, pesa un doble crimen: el voluntario peligro de daño ajeno y de la propia vida. Finalmente, apenas hay calamidad que más lejos esté de la disciplina de la vida civil y que más perturbe el orden del Estado que la licencia dada a los ciudadanos de que se tomen la venganza por su mano y venguen el honor que crean ofendido...

3273 Dz 1940 Tampoco para quienes aceptan el. reto puede servir de justa excusa el temor de pasar ante el vulgo por cobardes, si se niegan a la lucha. Porque si los deberes de los hombres hubieran de medirse por las falsas opiniones del vulgo, y no por la norma eterna de lo recto y de lo justo, no existiría diferencia alguna natural y verdadera entre las acciones honestas y los hechos ignominiosos. Los mismos sabios paganos supieron y enseñaron que el hombre fuerte y constante ha de despreciar los juicios falaces del vulgo. Más bien es justo y santo temor el que aparta al hombre de causar una muerte injusta y, le hace solícito de la salvación propia y de la de sus hermanos. La verdad es que quien desprecia los vanos juicios del vulgo, quien prefiere sufrir los azotes de la afrenta antes que desertar un punto de su deber, ése demuestra tener mayor y más levantado ánimo que no el que, herido por una injuria, acude a las armas. Y aun si se quiere juzgar rectamente, ése sólo es en quien brilla la sólida fortaleza, aquella fortaleza, decimos, que lleva de verdad nombre de virtud y a la que acompaña la gloria no pintada y falaz. Porque la virtud consiste en el bien conforme a la razón, y si no se apoya en el juicio y aprobación de Dios vana es toda gloria.

 De la Bienaventurada Virgen María, medianera de las gracias (1)

 [De la Encíclica Octobri mense, sobre el rosario, de 22 de septiembre de 1891]

3274 Dz:1940a Cuando el Hijo eterno de Dios, para redención y gloria del hombre, quiso tomar naturaleza de hombre y por este medio establecer con el género humano entero un místico desposorio, no lo hizo antes de que se allegara el ubérrimo consentimiento de la que estaba designada para madre suya y que representaba en cierto modo la persona del humano linaje, conforme a aquella ilustre y de todo punto verdadera sentencia del Aquinate: «Por la Anunciación se esperaba que la Virgen, en representación de toda la naturaleza humana, diera su consentimiento» (2).


(1) ASS 24 (1891) 196 ss; AL v 10.
(2) Summa theol.
III 30,1.


 De ahí, no menos verdadera y propiamente es lícito afirmar que de aquel grandioso tesoro que trajo el Señor -- porque la gracia y la verdad fue hecha por medio de Jesucristo (Jn 1,17) -- nada se nos distribuye sino por medio de María, por quererlo Dios así; de suerte que a la manera que nadie se acerca al supremo Padre sino por el Hijo, casi del mismo modo, nadie puede acercarse a Cristo sino por su madre.

[De la Encíclica Fidentem, sobre el rosario, de 20 de septiembre de 1896] (3)


(3) ASS 29 (1896) 296; AL VI 214.


3321  Nadie, efectivamente, puede ser pensado que haya contribuido o haya jamás de contribuir con cooperación igual a la suya a reconciliar a los hombres con Dios. Porque es así que ella trajo el Salvador a los hombres que se precipitaban en su ruina sempiterna, ya cuando con admirable consentimiento «en representación de toda la naturaleza humana» (1) recibió el mensaje del misterio de la paz que fué traído por el ángel a la tierra. Ella es de quien ha nacido Jesús (Mt 1,16), es decir, verdadera madre suya y, por esta causa, digna y muy acepta medianera para el mediador.


(2) Summa theol. III 30,1.


 De los estudios de la Sagrada Escritura (2)

 [De la Encíclica .Providentissimus Deus, de 18 de noviembre de 1893]


(2) ASS 26 (1893-94) 278 ss; AE 2 (1894) 3 ss; AL V 210 ss; EB 90 ss.


3280 Dz 1941 ... Como sea necesario cierto método para llevar útilmente a cabo la interpretación, el maestro prudente ha de evitar un doble inconveniente: el de aquellos que dan a probar trozos tomados de corrida de cada uno de los libros, y el de los que se detienen más de lo debido en una parte determinada de uno solo... Para esta labor tomará como ejemplar la versión Vulgata que el Concilio Tridentino, decretó fuera tenida por auténtica en las públicas lecciones, disputas, predicaciones y exposiciones [v. 785], y recomendada también por uso cotidiano de la Iglesia. Tampoco, sin embargo, habrá de dejarse de tener en cuenta las otras versiones que alabó y usó la antigüedad cristiana, y sobre todo los códices originales. Porque si bien en cuanto al fondo, de las dicciones de la Vulgata brilla bien el sentido del griego y del hebreo, sin embargo, si algo se ha trasladado allí ambiguamente o de modo menos exacto, será de provecho, según consejo de San Agustín, el examen de la lengua original (3).


(3) S. AUG., De doctrina christ. 1 3, c. 3 y 4 [PL 34, 68].


3281 Dz 1942 ... El Concilio Vaticano abrazó la doctrina de los Padres, cuando renovando el decreto del Concilio Tridentino acerca de la interpretación de la palabra de Dios escrita, declaró que la mente de aquél es que en las materias de fe y costumbres que atañen a la edificación de la doctrina cristiana, ha de tenerse por verdadero sentido de la Sagrada Escritura aquel que mantuvo y sigue manteniendo la Santa Madre Iglesia, a quien toca juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Escrituras Santas; y que por tanto, a nadie es lícito interpretar la misma Sagrada Escritura contra este sentido ni tampoco contra el unánime consentimiento de los Padres [v. 786 y 1788].

3282 Por esta ley llena de sabiduría, la Iglesia no retarda ni impide la investigación de la ciencia bíblica, sino que mas bien la preserva de todo error y en gran manera contribuye a su verdadero progreso. Porque a cada maestro particular se le abre un amplio campo en que puede gloriosamente y con provecho de la Iglesia campear con paso seguro su pericia de intérprete. Ciertamente, en los lugares de la divina Escritura que aún esperan una determinada y definida exposición, puede así suceder por el suave designio de Dios providente que por una especie de estudio preparatorio madure el juicio de la Iglesia; y en los lugares ya definidos, puede igualmente el maestro privado ser de provecho, o explicándolos con más claridad al pueblo fiel, o disertando con más ingenio ante los doctos, o defendiéndolos con más insigne victoria contra los adversarios...

3283 Dz 1943 En lo demás ha de seguirse la analogía de la fe, y tomarse como norma suprema la doctrina católica, tal como es recibida por la autoridad de la Iglesia... De donde aparece que ha de rechazarse por inepta y falsa aquella interpretación que o hace que los autores inspirados se contradigan de algún modo entre sí, o se opone a la doctrina de la Iglesia...

3284 Dz 1944 Ahora bien, los Santos Padres que, «después de los Apóstoles plantaron, regaron, edificaron, apacentaron y alimentaron a la Iglesia y por cuya acción creció ella» (1), tienen autoridad suma siempre que explican todos de modo unánime un texto bíblico, como perteneciente a la doctrina de la fe y de las costumbres...


(1) S. AUG., Contra Iulian Pelag. 1. 2, c. 10, 37 [PL 44, 700]


3285 Dz 1945 La autoridad de los otros intérpretes católicos es ciertamente menor; sin embargo, como quiera que los estudios bíblicos han seguido en la Iglesia un progreso continuo, también a los comentarios de estos autores hay que tributarles el honor que se les debe, y de ellos pueden sacarse oportunamente muchas cosas para refutar a los contrarios y resolver las dificultades. Mas lo que es de verdad harto indecoroso es que, ignoradas o despreciadas las obras egregias que en gran abundancia dejaron los nuestros, se prefieran los libros de los heterodoxos y, con peligro inmediato de la sana doctrina y, no raras veces, con detrimento de la fe, se busque en ellos la explicación de pasajes en que los católicos, de mucho tiempo atrás, ejercitaron, con óptimo resultado, sus ingenios y trabajos...

3286 Dz 1946 ... La primera de estas ayudas para la interpretación es el estudio de las antiguas lenguas orientales y juntamente el arte que llaman crítica (2) ... Es, pues, necesario a los maestros de la Sagrada Escritura y conveniente a los teólogos que conozcan aquellas lenguas en que los libros canónicos fueron primeramente escritos por los autores sagrados... Estos mismos, y por la misma razón es menester que sean suficientemente doctos y ejercitados en la verdadera disciplina del arte crítica; pues, perversamente y con daño de la religión, se ha introducido un artificio que se honra con el nombre de «alta crítica» por la que se juzga del origen, integridad y autenticidad de un libro cualquiera por solas las que llaman razones internas. Por el contrario, es evidente que en cuestiones históricas, como el origen y conservación de los libros, deber prevalecer sobre todo los testimonios de la historia, y ésos son los que con más ahínco han de investigarse y discutirse; en cambio, las razones internas no son las más de las veces de tanta importancia que puedan invocarse en el pleito, si no es a modo de confirmación... Ese mismo género de «alta crítica» que preconizan vendrá finalmente a parar a que cada uno siga su propio interés y prejuicio en la interpretación...


(2) León XIII, en las Letras apostólicas Vigilantiae, de 30 oct. 1902, sobre el fomento de los estudios bíblicos, escribe entre otras cosas lo siguiente:

 «Que los nuestros cultiven, con vehemente aprobación nuestra, la disciplina del arte crítica. como muy, útil que es para penetrar a fondo el sentido de los hagiógrafos. Agucen esta misma facultad empleando oportunamente la ayuda de los heterodoxos, a lo que no nos oponemos. Vean, sin embargo, que por esta costumbre no se embeban la destemplanza de juicio, pues en ella cae muchas veces el artificio de la que llaman alta crítica, cuya peligrosa temeridad Nos mismos hemos más de una vez denunciado» [ASS 35 (1902-03) 236].

 Pío X en Carta a Le Camus, obispo de la Rochela, con fecha de 11 en. 1906, dice así :

 «... Lo que principalmente debe ser alabado en ti es que en la explicación de las Sagradas Letras sigues con cuidado el método que en obsequio de la verdad y para la gloria de la doctrina católica debe de todo punto seguirse bajo la guía de la Iglesia. Porque así como es de condenar la temeridad de aquellos que, concediendo más a la novedad que al magisterio de la Iglesia, no vacilan en seguir un género de crítica desmedidamente libre, así tampoco es de aprobar la actitud de aquellos que no osan apartarse un punto en la exégesis corriente de la Sagrada Escritura, aun en el caso en que, salva la fe, lo piden los prudentes adelantos de los estudios (conviene parimenti disapprovare l'attitudine di coloro che non osano, in alcun modo, romperla coll'esegesi scriturale vigente fino a ieri, anche quando, salva l'integritá della fede, il saggio progresso degli studi li invita coraggiosamente a farlo). Tú andas por el camino recto entre los dos, y con tu ejemplo demuestras que nada tienen que temer los divinos libros del verdadero progreso de la crítica, antes bien, de ella pueden recibir luz; ello, naturalmente, si se añadiere un juicio discreto y sincero... » [«L'Unità cattolica», Florencia, 4 feb. 1906; AE 14 (1906) 99. Versión latina en «Civiltá catt.» 57 (1906) II 484 s].


3287 Dz 1947 Al maestro de la Sagrada Escritura le prestará también buen servicio el conocimiento de las cosas naturales, con el que más fácilmente descubrirá y refutará las objeciones dirigidas en este terreno contra los libros divinos. A la verdad, ningún verdadero desacuerdo puede darse entre el teólogo y el físico, con tal de que uno y otro se mantengan en su propio terreno, procurando cautamente seguir el aviso de San Agustín de «no afirmar nada temerariamente ni dar lo desconocido por conocido» (1); pero si, no obstante, disintieren en cómo ha de portarse el teólogo, he aquí en compendio la regla por él mismo ofrecida: «Cuanto ellos - dice - pudieren demostrarnos por argumentos verdaderos de la naturaleza de las cosas, mostrémosles que no es contrario a nuestras letras; mas cuanto presentaran de cualesquiera libros suyos como contrario a nuestras letras, es decir, a la fe católica, o mostrémoselo también por algún medio o sin vacilación creamos. que es cosa de todo punto falsa (2).

3288 Acerca de la justeza de esta regla es de considerar en primer lugar que los escritores sagrados o, más exactamente, «el Espíritu de Dios que por medio de ellos hablaba, no quiso enseñar a los hombres esas cosas (es decir la íntima constitución de las cosas sensibles), como quiera que para nada habían de aprovechar a su salvación» (3) ; por lo cual, más bien que seguir directamente la investigación de la naturaleza, describen o tratan a veces las cosas mismas o por cierto modo de metáfora o como solía hacerlo el lenguaje común de su tiempo, y aún ahora acostumbra, en muchas materias de la vida diaria, aun entre los mismos hombres más impuestos en la ciencia.


(1) Cf. S. AUG., De Gen. ad litt. imperf. lib. c. 9, 30 [PL 34, 233].
(2) Idem, De Gen. ad litt. 1, 1, c. 21, 41 [PL 34, 262].
(3) Ibid. 1, 2, c. 9, 20 [PL 34, 270].


 Ahora bien, como el lenguaje vulgar expresa primera y propiamente lo que cae bajo los sentidos, no de distinta manera el escritor sagrado (y lo notó también el doctor Angélico), «ha seguido aquello que sensiblemente aparece» (1), o sea, lo que Dios mismo, al hablar a los hombres, expresó de manera humana para ser entendido por ellos.


(1) S. THOMAS, Summa theol.
I 70,1 ad 3.


3289 Dz 1948 Ahora, de que haya que defender valerosamente la Escritura Santa, no hay que concluir que deben por igual mantenerse todas las opiniones que en su interpretación emitieron cada uno de los Padres y los intérpretes que les sucedieron, como quiera que, conforme a las ideas de su época, al explicar los pasajes en que se trata de fenómenos físicos, quizá no siempre juzgaron tan de acuerdo con la verdad, que no sentaran afirmaciones que ahora no son tan aceptables. Por ello, hay que distinguir cuidadosamente en sus explicaciones qué es lo que realmente enseñan como perteneciente a la fe o íntimamente ligado con ella, qué es lo que enseñan con unánime sentir; porque «en lo que no es necesidad de la fe, lícito fué a los Santos opinar de modo diverso, como lícito nos es a nosotros», conforme al sentir de Santo Tomás (2), el cual, en otro lugar, se expresa muy prudentemente: «Paréceme ser más seguro que las cosas de esta clase que comúnmente sintieron los filósofos y no repugnan a nuestra fe, ni deben afirmarse como dogmas de fe, si bien a veces puedan introducirse bajo el nombre de los filósofos, ni deben negarse como contrarias a la fe, para no dar a los sabios de este mundo ocasión de menospreciar la doctrina de la fe» (3).


(2) In Sent. 2 dist. 2, q. 1, a. 8.

(3) Opusc. 10 Responsio de 42 articulis (prefacio).


 A la verdad, aun cuando el intérprete debe demostrar que no se opone a las Escrituras rectamente entendidas nada de lo que los investigadoras de la naturaleza afirman ser ya cierto con argumentos ciertos; no se le pase, sin embargo, por alto que también ha acontecido que algunas cosas enseñadas por aquéllos como ciertas han sido luego puestas en duda y hasta repudiadas. Y si los físicos, traspasando las fronteras de su disciplina, invaden por la perversidad de sus ideas, el dominio de la filosofía, a los filósofos debe dejar su refutación el intérprete teólogo.

3290 Dz 1949 Esto mismo será bien se traslade seguidamente a las disciplinas afines, principalmente a la historia. De doler es, en efecto, que haya muchos que investigan a fondo y sacan a luz, y ciertamente con grandes esfuerzo, los monumentos de la antigüedad, las costumbres e instituciones de los pueblos y los testimonios de cosas semejantes, pero frecuentemente con el intento de descubrir en las Sagradas Letras las manchas del error y hacer así que su autoridad de todo punto se debilite y vacile. Y esto lo hacen algunos con ánimo demasiadamente hostil y con juicio no lo bastante justo, como quiera que de tal modo se fían de los libros profanos y de los documentos de la antigüedad, como si en ellos no cupiera ni sospecha siquiera de error; en cambio, por una apariencia de error sólo imaginada y no honradamente discutida, niegan a. los libros de la Sagrada Escritura una fe siquiera igual.

3291 Dz 1950 Puede ciertamente suceder que algunas cosas se les escaparan a los copistas al transcribir menos exactamente los códices; pero esto debe juzgarse con consideración y no admitirse con facilidad, si no es en aquellos pasajes en que se haya debidamente demostrado; puede también darse que en algunos pasajes permanezca dudoso el sentido genuino, para cuyo esclarecimiento, mucho contribuirán las mejores reglas de hermenéutica; pero es absolutamente ilícito ora limitar la inspiración solamente a algunas partes de la Sagrada Escritura, ora conceder que erró el autor mismo sagrado. Ni debe tampoco tolerarse el procedimiento de aquellos que, para salir de estas dificultades, no vacilan en sentar que la inspiración divina toca a las materias de fe y costumbres y a nada más...

3292 Dz 1951 Todos los libros que la Iglesia recibe como sagrados y canónicos, han sido escritos íntegramente, en todas sus partes, por dictado del Espíritu Santo, y tan lejos está que la divina inspiración pueda contener error alguno, que ella de suyo no sólo excluye todo error, sino que los excluye y rechaza tan necesariamente como necesario es que Dios, Verdad suprema, no sea autor de error alguno.

3293 Dz 1952 Esta es la antigua y constante fe de la Iglesia, definida también por solemne sentencia en los Concilios de Florencia [v. 706] y de Trento [v. 783 ss] y confirmada finalmente y más expresamente declarada en el Concilio Vaticano, que promulgó absolutamente: Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento... tienen a Dios por autor [v. 1787]. Por ello, es absolutamente inútil alegar que el Espíritu Santo tomara a los hombres como instrumento para escribir, como si, no ciertamente al autor primero, pero sí a los escritores inspirados, se les hubiera podido deslizar alguna falsedad. Porque fué El mismo quien, por sobrenatural virtud, de tal modo los impulsó y movió, de tal modo los asistió mientras escribían, que rectamente habían de concebir en su mente, y fielmente habrían de querer consignar y aptamente con infalible verdad expresar todo aquello y sólo aquello que El mismo les mandara: en otro caso, no sería El, autor de toda la Escritura Sagrada... Hasta punto tal estuvieron los Padres y Doctores todos absolutamente persuadidos de que las divinas Letras, tal como fueron publicadas por los hagiógrafos, estaban absolutamente inmunes de todo error, que con no menor sutileza que reverencia pusieron empeño en componer y conciliar entre sí no pocas de aquellas cosas (que son poco más o menos las que en nombre de la ciencia nueva se objetan ahora), que parecían presentar alguna contrariedad o desemejanza; pues profesaban unánimes que aquellos libros, en su integridad y en sus partes, procedían igualmente de la inspiración divina, y que Dios mismo, que por los autores sagrados había hablado, nada absolutamente pudo haber puesto ajeno a la verdad.

 Valga en general lo que el mismo Agustín escribió a Jerónimo: «Si tropiezo en esas Letras con algo que parezca contrario a la verdad, no dudaré sino que o el códice es mendoso, o el traductor no alcanzó lo que decía el original, o yo no he entendido nada... » (1).


(1) S. AUGUST., Ep. 82 1, 3 [PL 33 (Aug. II), 277] y con frecuencia en otras partes.


3294 Dz 1953 ... Muchas cosas efectivamente tomadas de todo género de ciencias, se han lanzado durante mucho tiempo y con ahínco contra la Escritura, y luego han envejecido totalmente por vanas; igualmente, no pocas interpretaciones (no pertenecientes propiamente a la regla de la fe y las costumbres) fueron en otro tiempo propuestas de pasajes en que más tarde vió más rectamente una investigación más penetrante. En efecto, el tiempo borra las fantasías de las opiniones, pero «la verdad permanece y cobra fuerzas eternamente» (2).


(2) 3 Esdr.
Ne 4,38.



 De la uni(ci)dad de la Iglesia (3)

 [De la Encíclica Satis cognitum, de 29 de junio de 1896]


(3) ASS 28 (1895-96) 711 ss; AE 4 (1896) 247 a ss; AL VI 160 ss.


3302 Dz 1954 A la verdad, que la auténtica Iglesia de Jesucristo es una, de tal modo consta, para todos por claros y múltiples testimonios de las Sagradas Letras, que ningún cristiano puede atreverse a contradecirlo. Mas cuando se trata de determinar y establecer la naturaleza de esa unidad, varios son los errores que a muchos desvían del camino. Ciertamente, no sólo el origen, sino toda la constitución de la Iglesia pertenece al género de cosas que proceden de la libre voluntad; por lo tanto, toda la cuestión está en saber lo que realmente se ha hecho, y lo que hay que averiguar no es precisamente de qué modo puede la Iglesia ser una, sino de qué modo quiso que fuera una Aquel que la fundó.

3303 Dz 1955 Ahora bien, si se mira lo que ha sido hecho, Jesucristo no concibió ni formó a la Iglesia de modo que comprendiera pluralidad de comunidades semejantes en su género, pero distintas, y no ligadas por aquellos vínculos que hicieran a la Iglesia indivisible y única, a la manera que profesamos en el Símbolo de la fe: Creo en una sola Iglesia... Y es así que cuando Jesucristo hablara de este místico edificio, sólo recuerda a una sola Iglesia, a la que llama suya: Edificaré mi Iglesia (Mt 16,18). Cualquiera otra que fuera de ésta se imagine, al no ser fundada por Jesucristo, no. puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo... Así, pues, la salvación que nos adquirió Jesucristo, y juntamente todos los beficios que de ella proceden, la Iglesia tiene el deber de difundirlos ampliamente a todos los hombres y propagarlos a todas las edades. Consiguientemente, por voluntad de su fundador, es necesario que sea única en todas las tierras en la perpetuidad de los tiempos...

3304 Es, pues, la Iglesia de Cristo única y perpetua. Quienquiera de ella se aparta, se aparta de la voluntad y prescripción de Cristo Señor y, dejado el camino de la salvación, se desvía hacia su ruina.

3305 Dz 1956 Mas el que la fundó única, la fundó también una, es decir, de tal naturaleza que cuantos habían de formar parte de ella habían de estar unidos entre sí por tan estrechísimos vínculos, que de todo punto formaran una sola nación, un sólo reino, un solo cuerpo: un solo cuerpo y un solo espíritu, como habéis sido llamados en una sola esperanza de vuestro llamamiento (Ep 4,4)... Mas el necesario fundamento de tan grande y absoluta concordia entre los hombres es el acuerdo y unión de las inteligencias, de donde naturalmente se engendra la conspiración de las voluntades y la semejanza de las acciones... Consiguientemente, para aunar las inteligencias, para lograr y conservar la concordia del sentir, por más que existieran las Letras Divinas, era de todo punto necesario otro principio distinto...

Dz 1957 Por lo cual instituyó Jesucristo en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y juntamente perenne, al que dotó de su propia autoridad, le proveyó del Espíritu de la verdad, lo confirmó con milagros y quiso y severísimamente mandó que sus enseñanzas fueran recibidas como suyas... Este es consiguientemente sin duda alguna el deber de la Iglesia: conservar la doctrina de Cristo y propagarla íntegra e incorrupta...

Dz 1958 Mas a la manera que la doctrina celeste jamás fué abandonada al arbitrio e ingenio de los particulares, sino que, enseñada al principio por Jesús, fué luego separadamente encomendada al magisterio de que hemos hablado; así tampoco a cualquiera del pueblo cristiano, sino a algunos escogidos, ha sido divinamente conferida facultad de realizar y administrar los divinos misterios, juntamente con el poder de regir y gobernar...

Dz 1959 Por lo cual Jesucristo llamó a los mortales todos, cuantos eran y cuantos habían de ser, para que le siguieran como guía y salvador, no sólo cada uno individualmente, sino también asociados y mutuamente unidos de hecho y de corazón, de suerte que de la muchedumbre se formara un pueblo legítimamente asociado: uno por la comunidad de fe, de fin y de medios conducentes al fin, y sujeto a una sola y misma potestad... Por tanto, la Iglesia es sociedad, por su origen, divina; por su fin y por los medios que próximamente se ordenan a ese fin, sobrenatural; mas en cuanto se compone de hombres, es una comunidad humana...

3308 Dz 1960 Como el autor divino de la Iglesia hubiera decretado que fuera una por la fe, por el régimen y por la comunión, escogió a Pedro y a sus sucesores para que en ellos estuviera el principio y como el centro de la unidad... Mas, en cuanto al orden de los obispos, entonces se ha de pensar que está debidamente unido con Pedro, como Cristo mandó, cuando a Pedro está sometido y obedece; en otro caso, necesariamente se diluye en una muchedumbre confusa y perturbada. Para conservar debidamente la unidad de fe y comunión, no basta desempeñar una primacía de honor, no basta una mera dirección, sino que es de todo punto necesaria la verdadera autoridad y autoridad suprema, a que ha de someterse toda la comunidad... De ahí aquellas singulares denominaciones de los antiguos aplicadas al bienaventurado Pedro, que pregonan brillantemente estar él colocado en el más alto grado de dignidad y de poder. Llámanle a cada paso príncipe del colegio de los discípulos, príncipe de los santos Apóstoles, corifeo de su coro; boca de los Apóstoles todos; cabeza de aquella familia; puesto al frente del orbe de la tierra; primero entre los Apóstoles; cima de la Iglesia...

3309 Dz 1961 Pero es cosa que se aparta de la verdad y abiertamente repugna a la constitución divina, ser de derecho que los obispos estén individualmente sujetos a la jurisdicción de los Romanos Pontífices y no ser de derecho que lo estén todos juntos... Esta potestad de que hablamos, sobre el colegio mismo de los obispos, que tan abiertamente proclaman las Divinas Letras, la Iglesia no dejó de reconocerla y atestiguarla en ningún tiempo... Por estas causas, por el Decreto del Concilio Vaticano sobre la naturaleza y razón del primado del Romano Pontífice [v. 1826 ss], no se introdujo una opinión nueva, sino que se afirmó la fe, veja y constante, de todos los siglos. Ni tampoco, en verdad, el que unos mismos súbditos estén sometidos a doble potestad, engendra confesión alguna en el gobierno. Sospechar nada semejante, nos lo prohibe en primer lugar la sabiduría de Dios, por cuyo designio se ha constituido esta suerte de régimen. Y hay que observar, en segundo lugar, que se perturbaría el orden de las cosas y las mutuas relaciones, si en un pueblo hubiera dos poderes de igual categoría, sin dependencia uno de otro. Pero la potestad del Romano Pontífice es suprema, universal y enteramente independiente; pero la de los obispos está circunscrita a ciertos límites y no es enteramente independiente...

3310 Dz 1962 Mas los Romanos Pontífices, acordándose de su deber, quieren más que nadie que se conserve cuanto en la Iglesia ha sido divinamente constituido; y por eso, así como defienden su propia autoridad con el cuidado y, vigilancia que es debido; así se han esforzado y se esforzarán constantemente porque a los obispos quede a salvo la suya. Es más, cuanto honor, cuanta obediencia se tributa a los obispos, todo lo consideran ellos como tributado a sí mismos.

 De las ordenaciones anglicanas (1)

 [De la Carta Apostolicae curae, de 13 de septiembre de 1896]


(1) ASS 29 (1896-97) 198 ss; AE 4 (1898) 30 a ss; AL VI 204 ss.


3315 Dz 1963 En el rito de realizar y administrar cualquier sacramento, con razón se distingue entre la parte ceremonial y la parte esencial, que suele llamarse materia y forma. Y todos saben que los sacramentos de la nueva Ley, como signos que son sensibles y que producen la gracia invisible, deben lo mismo significar la gracia que producen, que producir la que significan [v. 695 y 849]. Esta significación, si bien debe darse en todo el rito esencial, es decir, en la materia y la forma, pertenece, sin embargo, principalmente a la forma, como quiera que la materia es por sí misma parte no determinada, que es determinada por aquélla. Y esto aparece más manifiesto en el sacramento del orden, cuya materia de conferirlo, en cuanto aquí hay que considerarla, es la imposición de las manos, la que ciertamente por sí misma nada determinado significa y lo mismo se usa para ciertos órdenes que para la confirmación.

3316 Dz 1964 Ahora bien, las palabras que hasta época reciente han sido corrientemente tenidas por los anglicanos como forma propia de la ordenación presbiteral, a saber: Recibe el Espíritu Santo, en manera alguna significan definidamente el orden del sacerdocio o su gracia o potestad, que principalmente es la potestad de consagrar y ofrecer el verdadero cuerpo y sangre del Señor en aquel sacrificio, que no es mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz [v. 950]. Semejante forma se aumentó después con las palabras: para el oficio y obra del presbítero; pero esto más bien convence que los anglicanos mismos vieron que aquella primera forma era defectuosa e impropia. Mas esa misma añadidura, si acaso hubiera podido dar a la forma su legítima significación, fué introducida demasiado tarde, pasado ya un siglo después de aceptarse el Ordinal Eduardiano, cuando, consiguientemente, extinguida la jerarquía, no había ya potestad alguna de ordenar.

3317 Dz 1965 Lo mismo hay que decir de la ordenación episcopal. Porque a la fórmula: Recibe el Espíritu Santo, no sólo se añadieron más tarde las palabras: para el oficio y obra del obispo, sino que de ellas hay que juzgar, como en seguida diremos, de modo distinto que en el rito católico. Ni vale para nada invocar la oración de la prefación Omnipotens Deus, como quiera que también en ella se han cercenado las palabras que declaran el sumo sacerdocio. A la verdad, nada tiene que ver aquí averiguar si el episcopado es complemento del sacerdocio o un orden distinto de éste; o si, conferido, como dicen, per saltum, es decir, a un hombre que no es sacerdote, produce su efecto o no. Pero de lo que no cabe duda es que él, por institución de Cristo, pertenece con absoluta verdad al sacramento del orden y es el sacerdocio de más alto grado, el que efectivamente tanto por voz de los Santos Padres, como por nuestra costumbre ritual, es llamado sumo sacerdote, suma del sagrado ministerio. De ahí resulta que, al ser totalmente arrojado del rito anglicano el sacramento del orden y el verdadero sacerdocio de Cristo, y, por tanto, en la consagración episcopal del mismo rito, no conferirse en modo alguno el sacerdocio, en modo alguno, igualmente, puede de verdad y de derecho conferirse el episcopado; tanto más cuanto que entre los primeros oficios del episcopado está el de ordenar ministros para la Santa Eucaristía y sacrificio...

3318 Dz 1966 Con este íntimo defecto de forma está unida la falta de intención, que se requiere igualmente de necesidad para que haya sacramento...

3319 Así, pues, asintiendo de todo punto a todos los decretos de los Pontífices predecesores nuestros sobre esta misma materia, confirmándolos plenísimamente y como renovándolos por nuestra autoridad, por propia iniciativa y a ciencia cierta, pronunciamos y declaramos que las ordenaciones hechas en rito anglicano han sido y son absolutamente inválidas y totalmente nulas...



Denzinger 3272