Denzinger 3698

 Del matrimonio cristiano (1)

 [De la Carta Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]


(1) ASS (1930) 539 ss.


3700 Dz 2225 Quede asentado, ante todo, como fundamento inconmovible e inviolable que el matrimonio no fué instituido ni establecido por obra de los hombres, sino por obra de Dios; que fué protegido, confirmado y elevado no con leyes de los hombres, sino del autor mismo de la naturaleza, Dios, y del restaurador de la misma naturaleza, Cristo Señor; leyes, por ende, que no pueden estar sujetas al arbitrio de los hombres, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es la doctrina de las Sagradas Letras (Gn 1,27 s; Gn 2,22 s; Mt 19,3 ss; Ep 5,28 ss); ésta, la constante y universal tradición de la Iglesia; ésta, la solemne definición del sagrado Concilio de Trento, que predica y confirma con las palabras mismas de la Sagrada Escritura que el perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio y su unidad y firmeza tienen a Dios por autor (sesión 24; v. 969 ss].



3701  Mas, aun cuando el matrimonio sea por su naturaleza de institución divina, también la voluntad humana tiene en él su parte y por cierto nobilísima. Porque cada matrimonio particular, en cuanto es unión conyugal entre un hombre determinado y una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de uno y de otro esposo; y este acto libre de la voluntad, por el que una y otra parte entrega y acepta el derecho propio del matrimonio (2), es tan necesario para constituir verdadero matrimonio, que no puede ser suplido por potestad humana alguna (3). Esta libertad, sin embargo, sólo tiene por fin que conste si los contrayentes quieren o no contraer matrimonio y con esta persona precisamente; pero la naturaleza del matrimonio está totalmente sustraída a la libertad del hombre, de suerte que, una vez se ha contraído, está el hombre sujeto a sus leyes divinas y a sus propiedades esenciales. Pues, tratando el Doctor Angélico de la fidelidad y de la prole: «Estas - dice - se originan en el matrimonio en virtud del mismo pacto conyugal, de suerte que si en el consentimiento, que causa el matrimonio, se expresara algo contrario a ellas, no habría verdadero matrimonio» (4).


(2) Cf. CIC
CIS 1081, § 2.
(3) CIC CIS 1081, § 1.

(4) S. THOM. AQUIN., Summa Theol., Suppl. q. 49, a. 3.


 Por obra, pues, del matrimonio, se unen y funden las almas antes y más estrechamente que los cuerpos y no por pasajero afecto de los sentidos o del espíritu, sino por determinación firme y deliberada de las voluntades. Y de esta unión de las almas surge, porque Dios así lo ha establecido, el vínculo sagrado e inviolable.

 La naturaleza absolutamente propia y señera de este contrato, lo hace totalmente diverso, no sólo de los ayuntamientos de las bestias realizados por el solo instinto ciego de la naturaleza, sin razón ni voluntad deliberada alguna, sino también de aquellas inconstantes uniones de los hombres, que carecen de todo vínculo verdadero y honesto de las voluntades y están destituidas de todo derecho a la convivencia doméstica.

3702 Dz 2226 De ahí se desprende ya que la legítima autoridad tiene el derecho y está, por ende, obligada por el deber de reprimir, impedir y castigar las uniones torpes, que se oponen a la razón y a la naturaleza; mas como se trata de cosa. que se sigue de la naturaleza misma del hombre, no consta con menor certidumbre lo que claramente advirtió nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII: «No hay duda ninguna que en la elección del género de vida está en la potestad y albedrío de cada uno tomar uno de los dos partidos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el vínculo del matrimonio. Ninguna ley humana puede privar al hombre del derecho natural y originario de casarse ni de modo alguno circunscribir la causa principal de las nupcias, constituída al principio por autoridad de Dios: Creced y multiplicaos (Gn 1,28)» (1).


(1) Carta Encíclica Rerum novarum, de 15 mayo 1891 [AAS 23, 1890-91 p. 645; AL XI (Roma) 104].


3703 Dz 2227 Ahora bien, al disponernos, Venerables Hermanos, a exponer cuáles y cuán grandes sean los bienes dados por Dios al verdadero matrimonio, se nos ocurren las palabras de aquel preclarísimo Doctor de la Iglesia a quien no ha mucho, con ocasión del XV centenario de su muerte, exaltamos en nuestra Carta Encíclica (2) Ad Salutem: «Tres son los bienes - dice San Agustín - por los que las nupcias son buenas: la prole, la fidelidad y el sacramento» (3). De qué modo estos tres capítulos puede con razón decirse que contienen una luminosa síntesis de toda la doctrina sobre el matrimonio cristiano, el mismo santo Doctor lo declara expresamente cuando dice: «En la fidelidad se atiende que fuera del vínculo conyugal no se unan con otro o con otra; en la prole, a que se reciba con amor, se críe con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento, en fin, a que la unión no se rompa y el repudiado o repudiada, ni aun por razón de la prole, se una con otro. Esta es como la regla de las nupcias, por la que se embellece la fecundidad de la naturaleza o se reprime el desorden de la incontinencia» (4).


(2) Carte Encíclica Ad salutem, de 20 abr. 1930 [AAS 22 (1930) 201 ss].
(3) S. AUGUST., De bono coniug., 24, 32 [PL 40 394].
(4) S. AUGUST., De Gen. ad litt IX, 7, 12 [PL 34, 397].


3704 Dz 2228 [1.] Así pues, la prole ocupa el primer lugar entre los bienes del matrimonio. Y a la verdad, el mismo Creador del género humano que quiso por su benignidad valerse de los hombres como de cooperadores en la propagación de la vida, lo enseñó así, cuando en el paraíso, al instituir el matrimonio, les dijo a los primeros padres y por ellos a todos los futuros cónyuges: Creced y multiplicaos y llenad la tierra (Gn 1,28). Lo mismo deduce bellamente San Agustín de las palabras del Apóstol San Pablo a Timoteo, diciendo: Así, pues, que por causa de la generación se hagan las nupcias, el mismo Apóstol lo atestigua: Quiero - dice - que las que son jóvenes se casen, y como si le preguntaran: ¿Para qué? añade seguidamente: para que engendren hijos, para que sean madres de familia (1Tm 5,14) (1)...


(1) S. AUGUST., De bono coniug., 24, 32 [PL 40, 394].


3705 Dz 2229 Mas los padres cristianos han de entender que no están ya destinados solamente a propagar y conservar en la tierra el género humano; más aún, ni siquiera a producir cualesquiera adoradores del Dios verdadero, sino a dar descendencia a la Iglesia de Cristo, a procrear conciudadanos de los santos y domésticos de Dios (Ep 2,19), a fin de que cada día se aumente el pueblo dedicado al culto de Dios y de nuestro Salvador. Porque, si bien es cierto que los cónyuges cristianos, aunque santificados ellos, no son capaces de transmitir la santificación a la prole, antes bien la natural generación de la vida se convirtió en camino de la muerte, por el que pasa a la prole el pecado original; en algo, sin embargo, participan de algún modo en aquel primitivo enlace del paraíso, como quiera que a ellos les toca ofrecer su propia descendencia a la Iglesia, a fin de que esta madre fecundísima de los hijos de Dios, la regenere por el lavatorio del bautismo para la justicia sobrenatural, y quede hecha miembro vivo de Cristo, partícipe de la vida inmortal y heredera, finalmente, de la gloria eterna que todos de todo corazón anhelamos...

Dz 2230 Mas no termina el bien de la prole con el beneficio de la procreación, sino que es menester se añada otro que se contiene en la debida educación de la prole. Insuficientemente en verdad hubiera Dios sapientísimo provisto a los hijos y, consiguientemente, a todo el género humano, si a quienes dió potestad y derecho de engendrar, no les hubiera también atribuído el derecho y el deber de educar. A nadie, efectivamente, se le oculta que la prole no puede bastarse y proveerse a sí misma, ni siquiera en las cosas que atañen a la vida natural, y mucho menos en las que atañen a la vida sobrenatural, sino que por muchos años necesita del auxilio, instrucción y educación de los otros. Ahora bien, es cosa averiguada que, por mandato de la naturaleza y de Dios, este derecho y deber de educar a la prole pertenece ante todo a quienes por la generación empezaron la obra de la naturaleza y de todo punto se les veda que, después de empezada, la expongan a una ruina segura, dejándola sin acabar. Ahora bien, en el matrimonio se proveyó del mejor modo posible a esta tan necesaria educación de los hijos, pues en él, por estar los padres unidos con vínculo indisoluble, siempre está a mano la cooperación y mutua ayuda de uno y otro...

 Tampoco hay, finalmente, que pasar en silencio que por ser de tan grande dignidad y de tan capital importancia esta doble función encomendada a los padres para el bien de la prole, todo honesto ejercicio de la facultad dada por Dios para procrear nueva vida, por imperativo del Creador mismo y de la misma ley de la naturaleza, es derecho y privilegio del solo matrimonio y debe absolutamente encerrarse dentro del santuario de la vida conyugal.

3706 Dz 2231 [2.] El segundo bien del matrimonio, recordado, como dijimos, por San Agustín, es el bien de la fidelidad, que consiste en la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, de suerte que lo que en este contrato, sancionado por la ley divina, se debe únicamente al otro cónyuge, ni a éste le sea negado ni a ningún otro permitido; ni tampoco al cónyuge mismo se conceda lo que, por ser contrario a los derechos y leyes divinas y ajeno en sumo grado a la fe conyugal, no puede jamás concederse.

 Por lo tanto, esta fidelidad exige ante todo la absoluta unidad del matrimonio, que el Creador mismo preestableció en el matrimonio de nuestros primeros padres, al no querer que se diera sino entre un solo hombre y una sola mujer. Y si bien más tarde, Dios, legislador supremo, mitigó un tanto, temporalmente, esta ley primitiva, no hay, sin embargo, duda alguna de que la Ley evangélica restableció íntegramente aquella prístina y perfecta unidad y derogó toda dispensación, como evidentemente lo manifiestan las palabras de Cristo y la constante enseñanza y práctica de la Iglesia... [ v. 969 ].

 Mas no sólo quiso Cristo Señor nuestro condenar toda forma de la llamada poligamia o poliandria sucesiva (1) o simultánea, o cualquier otro acto externo deshonesto, sino también los mismos pensamientos y deseos voluntarios de todas estas cosas, a fin de guardar absolutamente inviolado el recinto sagrado del matrimonio: Yo empero os digo, que todo el que mirare a una mujer para codiciarla, ya cometió con ella adulterio en su corazón (
Mt 5,28). Palabras de Cristo nuestro Señor que ni siquiera con el ,consentimiento del otro de los cónyuges pueden anularse, como quiera que expresan una ley de Dios y de la naturaleza, que nunca es capaz de invalidar o desviar ninguna voluntad de los hombres (2).


(1) Por poligamia sucesiva se entiende aquí aquella, que es ilícita, en que un cónyuge, permaneciendo el vínculo conyugal, es repudiado, y se busca otra comparte.

(2) Cf. Decreto del SAnto Oficio de 2 mar. 1679, prop. 50 [v. 1200].


 Más aún, las mutuas relaciones familiares de los cónyuges deben distinguirse por la nota de la castidad, para que el bien de la fidelidad resplandezca con el decoro debido, de suerte que los cónyuges se conduzcan en todo según la norma de la ley de Dios y de la naturaleza y procuren seguir siempre la voluntad del Creador sapientísimo y santísimo con grande reverencia a la obra de Dios.

3707 Dz 2232 Ahora bien, esta que San Agustín con suma propiedad llama «la fidelidad de la castidad (3)», florecerá no sólo más fácil, sino también más grata y noblemente por otro motivo excelentísimo, es decir, por el amor conyugal, que penetra todos los deberes de la vida conyugal y ocupa cierta primacía de nobleza en el matrimonio cristiano. «Pide además la fidelidad del matrimonio que el marido y la mujer estén unidos por un singular, santo y puro amor; y no se amen como los adúlteros, sino del modo como Cristo amó a la Iglesia, pues esta regla prescribió el Apóstol cuando dijo: Varones, amad a vuestras esposas, como también Cristo amó a la Iglesia (Ep 5,25; cf. Col 3,19); y ciertamente El la abrazó con aquella caridad inmensa, no por su interés, sino mirando sólo el provecho de la Esposa (2)».


(1) De bono coniug., 24, 32 [PL 40, 394].
(2) Catech. Rom. II 8, 24.


 Caridad, pues, decimos, que no estriba solamente en la inclinación carnal que con harta prisa se desvanece, ni totalmente en las blandas palabras, sino que radica también en el íntimo afecto del alma y, «puesto que la prueba del amor es la muestra de la obra (3)», se comprueba también por obras exteriores. Ahora bien, esta obra en la sociedad doméstica no sólo comprende el mutuo auxilio, sino que es necesario que se extienda, y hasta que éste sea su primer intento, a la recíproca ayuda entre los cónyuges en orden a la formación y a la perfección más cabal cada día del hombre interior; de suerte que por el mutuo consorcio de la vida, adelanten cada día más y más en las virtudes y crezcan sobre todo en la verdadera caridad para con Dios y , con el prójimo, de la que, en definitiva, depende toda la ley y los profetas (Mt 22,40). Es decir, que todos, de cualquier condición que fueren y cualquiera que sea el género honesto de vida que hayan abrazado, pueden y deben imitar al ejemplar más absoluto de toda santidad, propuesto por Dios a los hombres, que es Cristo Señor, y llegar también, con la ayuda de Dios, a la más alta cima de la perfección cristiana, como se comprueba por los ejemplos de muchos santos.


(3) Cf. S. GREGOR. M., Hom. 30 in Ev. (Jn 14,23-31), 1 [PL 76, 1220].


 Esta mutua formación interior de los cónyuges, este asiduo cuidado de su mutuo perfeccionamiento, puede también llamarse en cierto sentido muy verdadero, como enseña el Catecismo romano, (4) causa y razón primaria del matrimonio, cuando no se toma estrictamente como una institución para procrear y educar convenientemente a la prole, sino, en sentido más amplio, como una comunión, estado y sociedad para toda la vida.


(4) Cf. Catech. Rom., Rom., II 8, 13.


 Con esta misma caridad es menester que se concilien los restantes derechos y deberes del matrimonio, de suerte que sea no sólo ley de justicia, sino norma también de caridad aquello del Apóstol: El marido preste a la mujer el débito; e igualmente, la mujer al marido (1Co 7,3).

3708 Dz 2233 Fortalecida, en fin., con el vínculo de esta caridad la sociedad doméstica, por necesidad ha de florecer en ella el que San Agustín llama orden del amor. Este orden comprende tanto la primacía del varón sobre la mujer y los hijos, cuanto la pronta y no forzada sumisión y obediencia de la mujer, que el Apóstol encarece por estas palabras: Las mujeres estén sujetas a sus maridos, como al Señor; porque el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia (Ep 5,22 ss).

3709  Tal sumisión no ciega ni quita la libertad que con pleno derecho compete a la mujer, así por su dignidad de persona humana, como por sus nobilísimas funciones de esposa, madre y compañera, ni la obliga tampoco a dar satisfacción a cualesquiera gustos del marido, menos convenientes tal vez con la razón misma y con su dignidad de esposa; ni, finalmente, enseña que se haya de equiparar la esposa con las personas que en el derecho se llaman menores, a las que, por falta de madurez de juicio o inexperiencia de las cosas humanas, no se les suele conceder el libre ejercicio de sus derechos; sino que veda aquella exagerada licencia, que no se cuida del bien de la familia, veda que en este cuerpo de la familia el corazón se separe de la cabeza, con daño grandísimo de todo el cuerpo y con peligro máximo de ruina. Porque si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón y como aquél tiene la primacía del gobierno, ésta puede y debe reclamar para sí, como cosa propia, la primacía del amor.

 Por otra parte, el grado y modo de esta sumisión de la mujer al marido puede ser diverso, según las diversas condiciones de personas, de lugares y de tiempos; más aún, si el marido faltara a su deber, a la mujer toca hacer sus veces en la dirección de la familia; mas trastornar y atentar contra la estructura de la familia y a su ley fundamental constituida y confirmada por Dios, no es lícito en ningún tiempo ni en ningún lugar.

 Sobre este orden que ha de guardarse entre marido y mujer, enseña muy sabiamente nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII, en la Carta Encíclica sobre el matrimonio cristiano, de que hemos hecho mención: «El varón es el rey de la familia y cabezada la mujer, la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, ha de someterse y obedecer al marido, no a manera de esclava, sino de compañera; es decir, de forma que a la obediencia que se presta no le falte ni la honestidad ni la dignidad. En el que manda, empero, y en la que obedece, puesto que uno representa a Cristo y la otra a la Iglesia, la caridad divina sea moderadora perpetua del deber (1)... »



(1) Carta Encíclica Arcanum divinae sapientiae, de 10 feb. 1880; AAS 12 (1879-80) 389; AL 2 (Roma) 18.


3710 Dz 2234 [3.] Sin embargo, la suma de tan grandes beneficios se completa y llega como a su colmo por el bien aquel del matrimonio cristiano que, con palabra de San Agustín hemos llamado sacramento, por el que se indica tanto la indisolubilidad del vínculo, como la elevación y consagración del contrato, hecha por Cristo, a signo eficaz de la gracia. Y cierto, ante todo, Cristo mismo urge la indisolubilidad de la alianza nupcial, cuando dice: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe (Mt 19,6); y: Todo aquel que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio (Lc 16,18).

 En esta indisolubilidad pone San Agustín lo que él llama el bien del sacramento con estas claras palabras: «En el sacramento, empero, se atiende a que no se rompa el enlace, y ni el repudiado ni la repudiada, ni aun por causa de la prole, se una con otro (1)».




(1) S. AUGUST., De Gen. ad litt., IX, 7, 12 [PL 34, 397].


3711 Dz 2235 Y esta inviolable firmeza, si bien no a cada uno en la misma y tan perfecta medida, compete, sin embargo, a todos los verdaderos matrimonios; puesto que habiendo dicho el Señor de la unión de los primeros padres, prototipo de todo futuro enlace: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe, fuerza es que se refiera absolutamente a todos los matrimonios verdaderos. Así, pues, aun cuando antes de Cristo, de tal modo se templó la sublimidad y severidad de la ley primitiva que Moisés permitió a los ciudadanos del mismo pueblo de Dios por causa de la dureza de su corazón, dar libelo de repudio por determinadas causas; sin embargo, Cristo, en uso de su potestad de legislador supremo, revocó este permiso de mayor licencia, y restableció íntegramente la ley primitiva por aquellas palabras que nunca hay que olvidar: Lo que Dios unió, el hombre no lo separe. Por lo cual, sapientísimamente, nuestro predecesor de feliz memoria, Pío VI, escribiendo al obispo de Eger (2), dice: «Por lo que resulta patente que el matrimonio, aun en el estado de naturaleza pura y, a la verdad, mucho antes de ser elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho, fué de tal suerte instituido por Dios, que lleva consigo un lazo perpetuo e indisoluble, que no puede, por ende, ser desatado por ley civil alguna. En consecuencia, aunque la razón de sacramento puede separarse del matrimonio, como acontece entre infieles; sin embargo, aun en ese matrimonio, desde el momento que es verdadero matrimonio, debe persistir y absolutamente persiste aquel perpetuo lazo que, desde el origen primero, de tal modo por derecho divino se une al matrimonio, que no está sujeto a ninguna potestad civil. Y, por tanto, todo matrimonio que se diga contraerse, o se contrae de modo que sea verdadero matrimonio, y en ese caso llevará consigo aquel perpetuo nexo que por derecho divino va anejo a todo matrimonio, o se supone contraído sin aquel perpetuo nexo, y entonces no es matrimonio, sino unión ilegítima, que por su objeto repugna a la ley divina; unión, por tanto, que ni puede contraerse ni mantenerse» (3).


(1) S. AUGUST., De Gen. ad litt., IX, 7, 12 [PL 34, 397].
(2) En Hungría.
(3) Rescripto de Pío VII al obispo de Eger, de 11 jul. 1789 [A. DE ROSKOVANY, Matrimonium in Eccle. cath., I (1870) 291].


3712 Dz 2236 Y si esta firmeza parece estar sujeta a alguna excepción, aunque muy rara, como en ciertos matrimonios naturales contraídos solamente entre infieles, y también, tratándose de cristianos, en los matrimonios ratos, pero no consumados; tal excepción no depende de la voluntad de los hombres ni de potestad cualquiera meramente humana, sino del derecho divino, del que la Iglesia de Cristo es sola guardiana e intérprete. Nunca, sin embargo, ni por ninguna causa, podrá esta excepción extenderse al matrimonio cristiano rato y consumado, puesto que en él, así como llega a su pleno acabamiento el pacto marital; así también, por voluntad de Dios, brilla la máxima firmeza e indisolubilidad, que por ninguna autoridad de hombres puede ser desatada.

 Y si queremos... investigar reverentemente la razón íntima de esta voluntad divina, fácilmente la hallaremos en la mística significación del matrimonio cristiano, que se da de manera plena y perfecta en el matrimonio entre fieles consumado. Porque, según testimonio del Apóstol, en su Epístola a los Efesios (a la que desde el comienzo aludimos), el matrimonio de los cristianos representa aquella perfectísima unión que media entre Cristo y su Iglesia: Este sacramento es grande; pero yo lo digo en Cristo y la Iglesia (
Ep 5,32). Y esta unión, mientras Cristo viva, y por El la Iglesia, jamás a la verdad podrá deshacerse por separación alguna...

3713 Dz 2237 Mas en este bien del sacramento se encierran, aparte la indisoluble firmeza, provechos mucho más excelsos, aptísimamente designados por la misma voz de sacramento, pues para los cristianos no es éste un nombre vano y vacío, como quiera que Cristo Señor, «instituidor y perfeccionador de los sacramentos» (1) y al elevar el matrimonio de sus fieles a verdadero y propio sacramento de la Nueva Ley, lo hizo realmente signo y fuente de aquella peculiar gracia interior, por la que «se perfeccionara el amor natural, se confirmara su indisoluble unidad y se santificara a los cónyuges» (2).



(1) Concilio de Trento. Sesión 24 [v. 969].

(2) Ibid.


 Y puesto que Cristo constituyó el mismo consentimiento conyugal válido entre fieles como signo de la gracia, la razón de sacramento se une tan íntimamente con el matrimonio cristiano, que no puede darse matrimonio verdadero alguno entre bautizados «que no sea por el mero hecho sacramento» (3).


(3) CIC
CIS 1912.


 Desde el momento, pues, que con ánimo sincero prestan los fieles tal consentimiento, abren para sí mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde han de sacar fuerzas sobrenaturales para cumplir sus deberes y funciones fiel y santamente y con perseverancia hasta la muerte.


3714  Porque este sacramento, a los que no ponen lo que se llama óbice, no sólo aumenta el principio permanente de la vida sobrenatural, que es la gracia santificante, sino que añade también dones peculiares, buenas mociones del alma, gérmenes de la gracia, aumentando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza a fin de que los cónyuges puedan no sólo por la razón entender, sino íntimamente sentir, mantener firmemente, eficazmente querer y de obra cumplir cuanto atañe al estado conyugal, a sus fines y deberes; y, en fin, concédeles derecho para alcanzar auxilio actual de la gracia, cuantas veces lo necesiten para cumplir las obligaciones de su estado.

Dz 2238 Sin embargo, como sea ley de la divina providencia en el orden sobrenatural, que los hombres no recojan pleno fruto de los sacramentos que reciben después del uso de la razón, si no cooperan a la gracia; la gracia del matrimonio quedará en gran parte como talento inútil, escondido en el campo, si los cónyuges no ejercitan sus fuerzas sobrenaturales y no cultivan y desarrollan los gérmenes de la gracia que han recibido. En cambio, si haciendo lo que está de su parte, se muestran dóciles a la gracia, podrán llevar las cargas y cumplir los deberes de su estado y serán fortalecidos, santificados y como consagrados por tan gran sacramento. Porque, como enseña San Agustín, así como por el bautismo y el orden, es el hombre diputado y ayudado ora para vivir cristianamente, ora para ejercer el ministerio sacerdotal, y nunca está destituido del auxilio de aquellos sacramentos; casi por modo igual (si bien no en virtud de carácter sacramental), los fieles que una vez se han unido por el vínculo del matrimonio, nunca pueden estar privados de la ayuda y lazo de este sacramento. Más aún, como añade el mismo santo Doctor, aun después que se hayan hecho adúlteros, arrastran consigo aquel sagrado vínculo, aunque ya no para la gloria de la gracia, sino para la culpa del crimen, «del mismo modo que el alma apóstata, como si se apartara del matrimonio de Cristo, aun después de perdida la fe, no pierde el sacramento de la fe que por el lavatorio de la regeneración recibiera» (1).


(1) S. AUGUST., De Nupt. et concup., 1, 10 [PL 44, 420]; cf. De bono coniug., 24, 32 [PL 40, 394].


 Pero los mismos cónyuges, no ya constreñidos, sino adornados; no ya impedidos, sino confortados por el lazo de oro del matrimonio, han de esforzarse con todas sus fuerzas para que su unión, no sólo por virtud y significación del sacramento, sino también por su mente y costumbres de su vida, sea siempre y permanezca viva imagen de aquella fecundísima unión de Cristo con su Iglesia que es el misterio venerable de la más perfecta caridad...



 Del abuso del matrimonio (2)

 [De la misma Encíclica Casti Connubii, de 31 de diciembre de 1930]



(2) AAS 22 (1930) 559 ss.



3716 Dz 2239 Hay que hablar de la prole que muchos se atreven a llamar carga pesada del matrimonio, y estatuyen que ha de ser cuidadosamente evitada por los cónyuges, no por medio de la honesta continencia (que también en el matrimonio se permite, supuesto el consentimiento de ambos esposos), sino viciando el acto de la naturaleza. Esta criminal licencia, unos se la reivindican, porque, aburridos de la prole, desean procurarse el placer solo sin la carga de la prole; otros, diciendo que ni son capaces de guardar la continencia, ni pueden tampoco admitir la prole, por sus propias dificultades, las de la madre o las de la hacienda.

 Pero ninguna razón, aun cuando sea gravísima, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza, se convierta en conveniente con la naturaleza y honesto. Ahora bien, como el acto del matrimonio está por su misma naturaleza destinado a la generación de la prole, quienes en su ejercicio lo destituyen adrede de esta su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción intrínsecamente torpe y deshonesta.

 Por lo cual no es de maravillar que las mismas Sagradas Letras nos atestigüen el aborrecimiento sumo de la Divina Majestad contra ese nefando pecado, y que alguna vez lo haya castigado de muerte, como lo recuerda San Agustín: «Porque ilícita y torpemente yace aun con su legítima esposa, el que evita la concepción de la prole; pecado que cometió Onán, hijo de Judá, y por él le mató Dios» (1).


(1) S. AUGUST., De coniug adult., 2, 12 [PL 40, 482]; cf.
Gn 38,8-10; S. Penitenciaría, 3 abr. y 3 jun. 1916. -- Estas respuestas aparecieron primero en la obra Institutiones Alphonsianae, de Cl. Marc., t. II (1917) 2116 s. En la respuesta de 3 abr., se declara: a) que la mujer, por causa de peligro de muerte o por molestias graves, puede cooperar a la interrupción de la cópula del marido; b) pero en ningún caso, ni aun con peligro de muerte, a la cópula sodomítica.


 En la Respuesta de 3 jun. se declara: a) que la mujer está obligada a la resistencia positiva, cuando el marido quiere usar instrumentos para practicar el onanismo: b) que en éste caso no basta la resistencia pasiva; c) que el marido que usa de tales instrumentos ha de equipararse con el opresor, a quien por tanto la mujer ha de oponer la misma resistencia que la doncella al forzador [v. el texto mismo en la o. c., en A. VERMEERSCH, De castitate (1919) 263, o en otros autores].


3717 Dz 2240 Habiéndose, pues, algunos separado abiertamente de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y jamás interrumpida, y creyendo ahora que sobre tal modo de obrar se debía predicar solemnemente otra doctrina, la Iglesia Católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de las costumbres, colocada en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan torpe mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su legación divina, levanta su voz por nuestra boca y nuevamente promulga: Que cualquier uso del matrimonio en cuyo ejercicio el acto, por industria de los hombres, queda destituido de su natural virtud procreativa, infringe la ley de Dios y de la naturaleza, y los que tal cometen se mancillan con mancha de culpa grave.

 Así pues, según pide nuestra suprema autoridad y el cuidado por la salvación de todas las almas, advertimos a los sacerdotes dedicados al ministerio de oír confesiones y a cuantos tienen cura de almas, que no consientan en los fieles a ellos encomendados error alguno acerca de esta gravísima ley de Dios; y mucho más, que se conserven ellos mismos inmunes de estas falsas opiniones y no condesciendan en manera alguna con ellas. Y si algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permita, indujere a esos errores a los fieles que le están encomendados o por lo menos los confirmare en ellos, ya con su aprobación, ya con silencio doloso, sepa que ha de dar estrecha cuenta a Dios, juez supremo, de haber traicionado a su deber, y tenga por dichas a sí mismo las palabras de Cristo: Ciegos y guías de ciegos son; mas si un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el hoyo (
Mt 15,14) (1).


(1) Decreto del Santo Oficio de 22 nov. 1922. -- En este Decreto [«Nederlandsche Katholieke Stemmen» 23 (1923) 35 ss], se trata de la cópula dimediada:

 «I. Si puede tolerarse que los confesores espontáneamente enseñen la práctica de la cópula dimediada, y persuadirla indistintamente a todos los penitentes que temen les nazca prole demasiado numerosa.»

 «II. Si es de reprender el confesor que después de intentar en vano todos los remedios, para apartar al penitente del abuso del matrimonio, le enseña la práctica de la cópula dimediada, con el fin de precaver los pecados mortales.»

 «III. Si es de reprender el confesor que persuade la cópula dimediada con las circunstancias de II, por otra parte ya conocida del penitente, o que al preguntarle éste si es lícito este modo, responde sencillamente que es lícito, sin restricción o explicación alguna.»

Se responde:

A la I duda: Negativamente; a la II y III: afirmativamente.


3718 Dz 2241 Muy bien sabe la Santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges más bien sufre que no comete el pecado, cuando por causa absolutamente grave permite la perversión del recto orden, que él no quiere, y que, por lo tanto, no tiene él culpa, con tal que también entonces recuerde la ley de la caridad y no se descuide de apartar al otro del pecado. Ni hay que decir que obren contra el orden de la naturaleza los esposos que hacen uso de su derecho de modo recto y natural, aunque por causas naturales ya del tiempo, ya de determinados defectos, no pueda de ello originarse una nueva vida. Hay, efectivamente, tanto en el matrimonio como en el uso del derecho conyugal, otros fines secundarios, como son, el mutuo auxilio y el fomento del mutuo amor y la mitigación de la concupiscencia, cuya prosecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca de aquel acto y, por ende, su debida ordenación al fin primario...

 Se ha de evitar a todo trance que las funestas condiciones de las cosas externas den ocasión a un error mucho más funesto. En efecto, no puede surgir dificultad alguna que sea capaz de derogar la obligación de los mandamientos de Dios que vedan los actos malos por su naturaleza intrínseca; sino que en todas las circunstancias, fortalecidos por la gracia de Dios, pueden los cónyuges cumplir fielmente su deber y conservar en el matrimonio su castidad limpia de tan torpe mancha; porque firme está la verdad de fe cristiana, expresada por el magisterio del Concilio de Trento: «Nadie... para que puedas» [v. 804]. Y la misma doctrina ha sido nueva y solemnemente reiterada y confirmada por la Iglesia, al condenar la herejía janseniana, que se había atrevido a proferir esta blasfemia contra la bondad de Dios: «Algunos mandamientos... con que se hagan posibles» [v. 1092].




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