Ecclesia de Eucharistia ES 21

CAPÍTULO II - LA EUCARISTÍA EDIFICA LA IGLESIA

21 El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que « la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios »,(35) como queriendo responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: « Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1Co 5,7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1Co 10,17) ».(36)

Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia. Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena (cf. Mt 26,20 Mc 14,17 Lc 22,14). Es un detalle de notable importancia, porque los Apóstoles « fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada ».(37)Al ofrecerles como alimento su cuerpo y su sangre, Cristo los implicó misteriosamente en el sacrificio que habría de consumarse pocas horas después en el Calvario. Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre,(38) los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la nueva Alianza.

Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: « Tomad, comed... Bebed de ella todos... » (Mt 26,26 Mt 26,27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: « Haced esto en recuerdo mío... Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío » (1Co 11,24-25 cf. Lc 22,19).

(35) Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 3.
(36) Ibíd. LG 3
(37) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, AGD 5.
(38) « Entonces tomó Moisés la sangre, roció con ella al pueblo y dijo: “Ésta es la sangre de la Alianza que Yahveh ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” » (Ex 24,8).


22 La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: « Vosotros sois mis amigos » (Jn 15,14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: « el que me coma vivirá por mí » (Jn 6,57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo « estén » el uno en el otro: « Permaneced en mí, como yo en vosotros » (Jn 15,4).

Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en « sacramento » para la humanidad,(39)signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt Mt 5,13-16), para la redención de todos.(40)La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: « Como el Padre me envió, también yo os envío » (Jn 20,21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo.(41)

(39) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 1.
(40) Cf. ibíd., n. LG 9.
(41) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, PO 5. El mismo Decreto dice en el n. PO 6: « No se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene su raíz y centro en la celebración de la sagrada Eucaristía ».


23 Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: « Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan » (1Co 10,16-17). El comentario de san Juan Crisóstomo es detallado y profundo: « ¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo ».(42) La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf. 1Co 12,13 1Co 12,27).

La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la Liturgia de Santiago: en la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo « sirvan a todos los que participan en ellos [...] a la santificación de las almas y los cuerpos ».(43) La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.

(42)Homilías sobre la 1 Carta a los Corintios, 24, 2: PG 61, 200; cf. Didaché, IX, 5: F.X. Funk, I, 22; San Cipriano, Ep. LXIII, 13: PL 4, 384.
(43) PO 26, 206.


24 El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser « en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(44)

A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.

(44) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
LG 1.


25 El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino(45)–, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual.(46) Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.(47)

Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn
Jn 13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el « arte de la oración »,(48) ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!

Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio.(49) De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: « Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros ».(50) La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor.

(45) Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Ses. XIII, Decretum de ss. Eucharistia, can. 4: DS 1654.
(46) Cf. Rituale Romanum: De sacra communione et de cultu mysterii eucharistici extra Missam, 36 (n. 80).
(47) Cf. ibíd., 38-39 (nn. 86-90).
(48) Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), NM 32: AAS 93 (2001), 288.
(49) « Durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo con el máximo honor en las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor, allí presente »: Pablo VI, Carta enc. Mysterium fidei (3 septiembre 1965): AAS 57 (1965), 771.
(50) Visite al SS. Sacramento ed a Maria Santissima, Introduzione: Opere ascetiche, IV, Avelino 2000, 295.



CAPÍTULO III - APOSTOLICIDAD DE LA EUCARISTÍA Y DE LA IGLESIA

26 Como he recordado antes, si la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, se deduce que hay una relación sumamente estrecha entre una y otra. Tan verdad es esto, que nos permite aplicar al Misterio eucarístico lo que decimos de la Iglesia cuando, en el Símbolo niceno-constantinopolitano, la confesamos « una, santa, católica y apostólica ». También la Eucaristía es una y católica. Es también santa, más aún, es el Santísimo Sacramento. Pero ahora queremos dirigir nuestra atención principalmente a su apostolicidad.


27 El Catecismo de la Iglesia Católica, al explicar cómo la Iglesia es apostólica, o sea, basada en los Apóstoles, se refiere a un triple sentido de la expresión. Por una parte, « fue y permanece edificada sobre “el fundamento de los apóstoles” (Ep 2,20), testigos escogidos y enviados en misión por el propio Cristo ».(51) También los Apóstoles están en el fundamento de la Eucaristía, no porque el Sacramento no se remonte a Cristo mismo, sino porque ha sido confiado a los Apóstoles por Jesús y transmitido por ellos y sus sucesores hasta nosotros. La Iglesia celebra la Eucaristía a lo largo de los siglos precisamente en continuidad con la acción de los Apóstoles, obedientes al mandato del Señor.

El segundo sentido de la apostolicidad de la Iglesia indicado por el Catecismo es que « guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles ».(52) También en este segundo sentido la Eucaristía es apostólica, porque se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles. En la historia bimilenaria del Pueblo de la nueva Alianza, el Magisterio eclesiástico ha precisado en muchas ocasiones la doctrina eucarística, incluso en lo que atañe a la exacta terminología, precisamente para salvaguardar la fe apostólica en este Misterio excelso. Esta fe permanece inalterada y es esencial para la Iglesia que perdure así.

(51) CEC 857.
(52) Ibíd. CEC 857


28 En fin, la Iglesia es apostólica en el sentido de que « sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los Obispos, a los que asisten los presbíteros, juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia ».(53) La sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral conlleva necesariamente el sacramento del Orden, es decir, la serie ininterrumpida que se remonta hasta los orígenes, de ordenaciones episcopales válidas.(54) Esta sucesión es esencial para que haya Iglesia en sentido propio y pleno.

La Eucaristía expresa también este sentido de la apostolicidad. En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, los fieles « participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real »,(55) pero es el sacerdote ordenado quien « realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo ».(56) Por eso se prescribe en el Misal Romano que es únicamente el sacerdote quien pronuncia la plegaria eucarística, mientras el pueblo de Dios se asocia a ella con fe y en silencio.(57)

(53) Ibíd.
CEC 857
(54) Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale (6 agosto 1983), III.2: AAS 75 (1983), 1005.
(55) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 10.
(56) Ibíd. LG 10
(57) Cf. Institutio generalis: Editio typica tertia, n. 147.


29 La expresión, usada repetidamente por el Concilio Vaticano II, según la cual el sacerdote ordenado « realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico »,(58) estaba ya bien arraigada en la enseñanza pontificia.(59) Como he tenido ocasión de aclarar en otra ocasión, in persona Christi « quiere decir más que “en nombre”, o también, “en vez” de Cristo. In “persona”: es decir, en la identificación específica, sacramental con el “sumo y eterno Sacerdote”, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie ».(60) El ministerio de los sacerdotes, en virtud del sacramento del Orden, en la economía de salvación querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena.

La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un sacerdote ordenado que la presida. Por otra parte, la comunidad no está capacitada para darse por sí sola el ministro ordenado. Éste es un don que recibe a través de la sucesión episcopal que se remonta a los Apóstoles.Es el Obispo quien establece un nuevo presbítero, mediante el sacramento del Orden, otorgándole el poder de consagrar la Eucaristía. Pues « el Misterio eucarístico no puede ser celebrado en ninguna comunidad si no es por un sacerdote ordenado, como ha enseñado expresamente el Concilio Lateranense IV.(61)

(58) Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
LG 10 LG 28; Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, PO 2.
(59) « El ministro del altar actúa en la persona de Cristo en cuanto cabeza, que ofrece en nombre de todos los miembros »: Pío XII, Carta enc. Mediator Dei 20 noviembre 1947: AAS 39 (1947), 556; cf. Pío X, Exhort. ap. Haerent animo (4 agosto 1908): Pii X Acta, IV, 16; Carta enc. Ad catholici sacerdotii (20 diciembre 1935): AAS 28 (1936), 20.
(60) Carta ap. Dominicae Cenae, 24 febrero 1980, 8: AAS 72 (1980), 128-129.
(61) Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium ministeriale (6 agosto 1983), III. 4: AAS 75 (1983), 1006; cf. Conc. Ecum. Lateranense IV, cap. 1. Const. sobre la fe católica Firmiter credimus: DS 802.


30 Tanto esta doctrina de la Iglesia católica sobre el ministerio sacerdotal en relación con la Eucaristía, como la referente al Sacrificio eucarístico, han sido objeto en las últimas décadas de un provechoso diálogo en el ámbito de la actividad ecuménica. Hemos de dar gracias a la Santísima Trinidad porque, a este respecto, se han obtenido significativos progresos y acercamientos, que nos hacen esperar en un futuro en que se comparta plenamente la fe. Aún sigue siendo del todo válida la observación del Concilio sobre las Comunidades eclesiales surgidas en Occidente desde el siglo XVI en adelante y separadas de la Iglesia católica: « Las Comunidades eclesiales separadas, aunque les falte la unidad plena con nosotros que dimana del bautismo, y aunque creamos que, sobre todo por defecto del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico, sin embargo, al conmemorar en la santa Cena la muerte y resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa ».(62)

Los fieles católicos, por tanto, aun respetando las convicciones religiosas de estos hermanos separados, deben abstenerse de participar en la comunión distribuida en sus celebraciones, para no avalar una ambigüedad sobre la naturaleza de la Eucaristía y, por consiguiente, faltar al deber de dar un testimonio claro de la verdad. Eso retardaría el camino hacia la plena unidad visible. De manera parecida, no se puede pensar en reemplazar la santa Misa dominical con celebraciones ecuménicas de la Palabra o con encuentros de oración en común con cristianos miembros de dichas Comunidades eclesiales, o bien con la participación en su servicio litúrgico. Estas celebraciones y encuentros, en sí mismos loables en circunstancias oportunas, preparan a la deseada comunión total, incluso eucarística, pero no pueden reemplazarla.

El hecho de que el poder de consagrar la Eucaristía haya sido confiado sólo a los Obispos y a los presbíteros no significa menoscabo alguno para el resto del Pueblo de Dios, puesto que la comunión del único cuerpo de Cristo que es la Iglesia es un don que redunda en beneficio de todos.

(62) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo,
UR 22.


31 Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía « es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella ».(63)

Las actividades pastorales del presbítero son múltiples. Si se piensa además en las condiciones sociales y culturales del mundo actual, es fácil entender lo sometido que está al peligro de la dispersión por el gran número de tareas diferentes. El Concilio Vaticano II ha identificado en la caridad pastoral el vínculo que da unidad a su vida y a sus actividades. Ésta –añade el Concilio– « brota, sobre todo, del sacrificio eucarístico que, por eso, es el centro y raíz de toda la vida del presbítero ».(64) Se entiende, pues, lo importante que es para la vida espiritual del sacerdote, como para el bien de la Iglesia y del mundo, que ponga en práctica la recomendación conciliar de celebrar cotidianamente la Eucaristía, « la cual, aunque no puedan estar presentes los fieles, es ciertamente una acción de Cristo y de la Iglesia ».(65) De este modo, el sacerdote será capaz de sobreponerse cada día a toda tensión dispersiva, encontrando en el Sacrificio eucarístico, verdadero centro de su vida y de su ministerio, la energía espiritual necesaria para afrontar los diversos quehaceres pastorales. Cada jornada será así verdaderamente eucarística.

Del carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio.

(63) Carta ap. Dominicae Cenae (24 febrero 1980), 2: AAS 72 (1980), 115.
(64) Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros
PO 14.
(65) Ibíd., PO 13; cf. Código de Derecho Canónico, CIC 904; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, CIO 378.


32 Toda esto demuestra lo doloroso y fuera de lo normal que resulta la situación de una comunidad cristiana que, aún pudiendo ser, por número y variedad de fieles, una parroquia, carece sin embargo de un sacerdote que la guíe. En efecto, la parroquia es una comunidad de bautizados que expresan y confirman su identidad principalmente por la celebración del Sacrificio eucarístico. Pero esto requiere la presencia de un presbítero, el único a quien compete ofrecer la Eucaristía in persona Christi. Cuando la comunidad no tiene sacerdote, ciertamente se ha de paliar de alguna manera, con el fin de que continúen las celebraciones dominicales y, así, los religiosos y los laicos que animan la oración de sus hermanos y hermanas ejercen de modo loable el sacerdocio común de todos los fieles, basado en la gracia del Bautismo. Pero dichas soluciones han de ser consideradas únicamente provisionales, mientras la comunidad está a la espera de un sacerdote.

El hecho de que estas celebraciones sean incompletas desde el punto de vista sacramental ha de impulsar ante todo a toda la comunidad a pedir con mayor fervor que el Señor « envíe obreros a su mies » (
Mt 9,38); y debe estimularla también a llevar a cabo una adecuada pastoral vocacional, sin ceder a la tentación de buscar soluciones que comporten una reducción de las cualidades morales y formativas requeridas para los candidatos al sacerdocio.


33 Cuando, por escasez de sacerdotes, se confía a fieles no ordenados una participación en el cuidado pastoral de una parroquia, éstos han de tener presente que, como enseña el Concilio Vaticano II, « no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la sagrada Eucaristía ».(66) Por tanto, considerarán como cometido suyo el mantener viva en la comunidad una verdadera « hambre » de la Eucaristía, que lleve a no perder ocasión alguna de tener la celebración de la Misa, incluso aprovechando la presencia ocasional de un sacerdote que no esté impedido por el derecho de la Iglesia para celebrarla.

(66) Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros,
PO 6.


CAPÍTULO IV - EUCARISTÍA Y COMUNIÓN ECLESIAL

34 En 1985, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos reconoció en la « eclesiología de comunión » la idea central y fundamental de los documentos del Concilio Vaticano II.(67) La Iglesia, mientras peregrina aquí en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios trinitario como la comunión entre los fieles. Para ello, cuenta con la Palabra y los Sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de la cual « vive y se desarrolla sin cesar »,(68) y en la cual, al mismo tiempo, se expresa a sí misma. No es casualidad que el término comunión se haya convertido en uno de los nombres específicos de este sublime Sacramento.

La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo. Un insigne escritor de la tradición bizantina expresó esta verdad con agudeza de fe: en la Eucaristía, « con preferencia respecto a los otros sacramentos, el misterio [de la comunión] es tan perfecto que conduce a la cúspide de todos los bienes: en ella culmina todo deseo humano, porque aquí llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión más perfecta ».(69) Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la práctica de la « comunión espiritual », felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: « Cuando [...] no comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho [...], que es mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor ».(70)

(67) Cf. Relación final, II. C.1: L'Osservatore Romano (10 diciembre 1985), 7.
(68) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
LG 26.
(69) Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, IV, 10: Sch 355, 270.
(70) Camino de perfección, CE 35, 1.


35 La celebración de la Eucaristía, no obstante, no puede ser el punto de partida de la comunión, que la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a perfección. El Sacramento expresa este vínculo de comunión, sea en la dimensión invisible que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos une al Padre y entre nosotros, sea en la dimensión visible, que implica la comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden jerárquico. La íntima relación entre los elementos invisibles y visibles de la comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como sacramento de salvación.(71) Sólo en este contexto tiene lugar la celebración legítima de la Eucaristía y la verdadera participación en la misma. Por tanto, resulta una exigencia intrínseca a la Eucaristía que se celebre en la comunión y, concretamente, en la integridad de todos sus vínculos.

(71)Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo 1992), 4: AAS 85 (1993), 839-840.


36 La comunión invisible, aun siendo por naturaleza un crecimiento, supone la vida de gracia, por medio de la cual se nos hace « partícipes de la naturaleza divina » (2P 1,4), así como la práctica de las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, sólo de este modo se obtiene verdadera comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la gracia santificante y en la caridad, permaneciendo en el seno de la Iglesia con el « cuerpo » y con el « corazón »; (72) es decir, hace falta, por decirlo con palabras de san Pablo, « la fe que actúa por la caridad » (Ga 5,6).

La integridad de los vínculos invisibles es un deber moral bien preciso del cristiano que quiera participar plenamente en la Eucaristía comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. El mismo Apóstol llama la atención sobre este deber con la advertencia: « Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa » (1Co 11,28). San Juan Crisóstomo, con la fuerza de su elocuencia, exhortaba a los fieles: « También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo ».(73)

Precisamente en este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica establece: « Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar ».(74) Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, « debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal ».(75)

(72) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 14.
(73) Homilías sobre Isaías6, 3: PG 56, 139.
(74) N. CEC 1385; cf. Código de Derecho Canónico, CIC 916; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, CIO 711.
(75) Discurso a la Sacra Penitenciaría Apostólica y a los penitenciarios de las Basílicas Patriarcales romanas (30 enero 1981): AAS 73 (1981), 203. Cf. Conc. Ecum. Tridentino, Ses. XIII, Decretum de ss. Eucharistia, cap. 7 et can. 11: DS 1647 DS 1661.


37 La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: « En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! » (2Co 5,20). Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado grave está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena participación en el Sacrificio eucarístico.

El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento ex- terno grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que « obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave ».(76)

(76) CIC 915; cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, CIO 712.


38 La comunión eclesial, como antes he recordado, es también visible y se manifiesta en los lazos vinculantes enumerados por el Concilio mismo cuando enseña: « Están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos, mediante los lazos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión ».(77)

La Eucaristía, siendo la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia, exige que se celebre en un contexto de integridad de los vínculos, incluso externos, de comunión. De modo especial, por ser « como la consumación de la vida espiritual y la finalidad de todos los sacramentos »,(78)requiere que los lazos de la comunión en los sacramentos sean reales, particularmente en el Bautismo y en el Orden sacerdotal. No se puede dar la comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe sobre el Misterio eucarístico. Cristo es la verdad y da testimonio de la verdad (cf.
Jn 14,6 Jn 18,37); el Sacramento de su cuerpo y su sangre no permite ficciones.

(77) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 14.
(78) Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, III 73,3c.


39 Además, por el carácter mismo de la comunión eclesial y de la relación que tiene con ella el sacramento de la Eucaristía, se debe recordar que « el Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad: ésta, en efecto, recibiendo la presencia eucarística del Señor, recibe el don completo de la salvación, y se manifiesta así, a pesar de su permanente particularidad visible, como imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica ».(79) De esto se deriva que una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma, como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con todas las demás comunidades católicas.

La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice. En efecto, el Obispo es el principio visible y el fundamento de la unidad en su Iglesia particular.(80) Sería, por tanto, una gran incongruencia que el Sacramento por excelencia de la unidad de la Iglesia fuera celebrado sin una verdadera comunión con el Obispo. San Ignacio de Antioquía escribía: « se considere segura la Eucaristía que se realiza bajo el Obispo o quien él haya encargado ».(81) Asimismo, puesto que « el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles »,(82) la comunión con él es una exigencia intrínseca de la celebración del Sacrificio eucarístico. De aquí la gran verdad expresada de varios modos en la Liturgia: « Toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo con el propio obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como en el caso de las Iglesias cristianas separadas de Roma ».(83)

(79) Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo 1992), 11: AAS 85 (1993), 844.
(80) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
LG 23.
(81) Carta a los Esmirniotas, 8: PG 5, 713.
(82) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 23.
(83) Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio (28 mayo 1992), 14: AAS 85 (1993), 847.


Ecclesia de Eucharistia ES 21