Ecclesia de Eucharistia ES 40


40 La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. San Pablo escribía a los fieles de Corinto manifestando el gran contraste de sus divisiones en las asambleas eucarísticas con lo que estaban celebrando, la Cena del Señor. Consecuentemente, el Apóstol les invitaba a reflexionar sobre la verdadera realidad de la Eucaristía con el fin de hacerlos volver al espíritu de comunión fraterna (cf. 1Co 11,17-34). San Agustín se hizo eco de esta exigencia de manera elocuente cuando, al recordar las palabras del Apóstol: « vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte » (1Co 12,27), observaba: « Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros ».(84) Y, de esta constatación, concluía: « Cristo el Señor [...] consagró en su mesa el misterio de nuestra paz y unidad. El que recibe el misterio de la unidad y no posee el vínculo de la paz, no recibe un misterio para provecho propio, sino un testimonio contra sí ».(85)

(84) Sermón 272: PL 38, 1247.
(85) Ibíd., 1248.


41 Esta peculiar eficacia para promover la comunión, propia de la Eucaristía, es uno de los motivos de la importancia de la Misa dominical. Sobre ella y sobre las razones por las que es fundamental para la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, me he ocupado en la Carta apostólica sobre la santificación del domingo Dies Domini,(86) recordando, además, que participar en la Misa es una obligación para los fieles, a menos que tengan un impedimento grave, lo que impone a los Pastores el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir este precepto.(87) Más recientemente, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, al trazar el camino pastoral de la Iglesia a comienzos del tercer milenio, he querido dar un relieve particular a la Eucaristía dominical, subrayando su eficacia creadora de comunión: Ella –decía– « es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad ».(88)

(86) Cf. nn. 31-51: AAS 90 (1998), 731-746.
(87) Cf. ibíd., nn. 48-49: AAS 90 (1998), 744.
(88) N. 36: AAS 93 (2001), 291-292.


42 La salvaguardia y promoción de la comunión eclesial es una tarea de todos los fieles, que encuentran en la Eucaristía, como sacramento de la unidad de la Iglesia, un campo de especial aplicación. Más en concreto, este cometido atañe con particular responsabilidad a los Pastores de la Iglesia, cada uno en el propio grado y según el propio oficio eclesiástico. Por tanto, la Iglesia ha dado normas que se orientan a favorecer la participación frecuente y fructuosa de los fieles en la Mesa eucarística y, al mismo tiempo, a determinar las condiciones objetivas en las que no debe administrar la comunión. El esmero en procurar una fiel observancia de dichas normas se convierte en expresión efectiva de amor hacia la Eucaristía y hacia la Iglesia.


43 Al considerar la Eucaristía como Sacramento de la comunión eclesial, hay un argumento que, por su importancia, no puede omitirse: me refiero a su relación con el compromiso ecuménico. Todos nosotros hemos de agradecer a la Santísima Trinidad que, en estas últimas décadas, muchos fieles en todas las partes del mundo se hayan sentido atraídos por el deseo ardiente de la unidad entre todos los cristianos. El Concilio Vaticano II, al comienzo del Decreto sobre el ecumenismo, reconoce en ello un don especial de Dios.(89) Ha sido una gracia eficaz, que ha hecho emprender el camino del ecumenismo tanto a los hijos de la Iglesia católica como a nuestros hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales.

La aspiración a la meta de la unidad nos impulsa a dirigir la mirada a la Eucaristía, que es el supremo Sacramento de la unidad del Pueblo de Dios, al ser su expresión apropiada y su fuente insuperable.(90) En la celebración del Sacrificio eucarístico la Iglesia eleva su plegaria a Dios, Padre de misericordia, para que conceda a sus hijos la plenitud del Espíritu Santo, de modo que lleguen a ser en Cristo un sólo un cuerpo y un sólo espíritu.(91) Presentando esta súplica al Padre de la luz, de quien proviene « toda dádiva buena y todo don perfecto » (
Jc 1,17), la Iglesia cree en su eficacia, pues ora en unión con Cristo, su cabeza y esposo, que hace suya la súplica de la esposa uniéndola a la de su sacrificio redentor.

(89) Cf.Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, UR 1.
(90) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, LG 11.
(91) « Haz que nosotros, que participamos al único pan y al único cáliz, estemos unidos con los otros en la comunión del único Espíritu Santo »: Anáfora de la Liturgia de san Basilio.


44 Precisamente porque la unidad de la Iglesia, que la Eucaristía realiza mediante el sacrificio y la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor, exige inderogablemente la completa comunión en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del gobierno eclesiástico, no es posible concelebrar la misma liturgia eucarística hasta que no se restablezca la integridad de dichos vínculos. Una concelebración sin estas condiciones no sería un medio válido, y podría revelarse más bien un obstáculo a la consecución de la plena comunión, encubriendo el sentido de la distancia que queda hasta llegar a la meta e introduciendo o respaldando ambigüedades sobre una u otra verdad de fe. El camino hacia la plena unidad no puede hacerse si no es en la verdad. En este punto, la prohibición contenida en la ley de la Iglesia no deja espacio a incertidumbres,(92) en obediencia a la norma moral proclamada por el Concilio Vaticano II.(93)

De todos modos, quisiera reiterar lo que añadía en la Carta encíclica Ut unum sint, tras haber afirmado la imposibilidad de compartir la Eucaristía: « Sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más “con un mismo corazón” ».(94)

(92) Cf. Código de Derecho Canónico,
CIC 908; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, CIO 702; Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio para el ecumenismo (25 marzo 1993), 122-125, 129-131: AAS 85 (1993), 1086-1089; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Ad exsequendam (18 mayo 2001): AAS 93 (2001), 786.
(93) « La comunicación en las cosas sagradas que daña a la unidad de la Iglesia o lleva consigo adhesión formal al error o peligro de desviación en la fe, de escándalo o indiferentismo, está prohibido por la ley divina »: Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, OE 26.
(94) UUS 45: AAS 87 (1995), 948.


45 Si en ningún caso es legítima la concelebración si falta la plena comunión, no ocurre lo mismo con respecto a la administración de la Eucaristía, en circunstancias especiales, a personas pertenecientes a Iglesias o a Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica. En efecto, en este caso el objetivo es satisfacer una grave necesidad espiritual para la salvación eterna de los fieles, singularmente considerados, pero no realizar una intercomunión, que no es posible mientras no se hayan restablecido del todo los vínculos visibles de la comunión eclesial.

En este sentido se orientó el Concilio Vaticano II, fijando el comportamiento que se ha de tener con los Orientales que, encontrándose de buena fe separados de la Iglesia católica, están bien dispuestos y piden espontáneamente recibir la eucaristía del ministro católico.(95) Este modo de actuar ha sido ratificado después por ambos Códigos, en los que también se contempla, con las oportunas adaptaciones, el caso de los otros cristianos no orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica.(96)

(95) Cf. Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas,
OE 27.
(96) Cf. Código de Derecho Canónico, CIC 844 §§ 3-4; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, CIO 671 §§ 3-4.


46 En la Encíclica Ut unum sint, yo mismo he manifestado aprecio por esta normativa, que permite atender a la salvación de las almas con el discernimiento oportuno: « Es motivo de alegría recordar que los ministros católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los sacramentos de la Eucaristía, de la Penitencia, de la Unción de enfermos a otros cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica, pero que desean vivamente recibirlos, los piden libremente, y manifiestan la fe que la Iglesia católica confiesa en estos Sacramentos. Recíprocamente, en determinados casos y por circunstancias particulares, también los católicos pueden solicitar los mismos Sacramentos a los ministros de aquellas Iglesias en que sean válidos ».(97)

Es necesario fijarse bien en estas condiciones, que son inderogables, aún tratándose de casos particulares y determinados, puesto que el rechazo de una o más verdades de fe sobre estos sacramentos y, entre ellas, lo referente a la necesidad del sacerdocio ministerial para que sean válidos, hace que el solicitante no esté debidamente dispuesto para que le sean legítimamente administrados. Y también a la inversa, un fiel católico no puede comulgar en una comunidad que carece del válido sacramento del Orden.(98)

La fiel observancia del conjunto de las normas establecidas en esta materia(99) es manifestación y, al mismo tiempo, garantía de amor, sea a Jesucristo en el Santísimo Sacramento, sea a los hermanos de otra confesión cristiana, a los que se les debe el testimonio de la verdad, como también a la causa misma de la promoción de la unidad.

(97)
UUS 46: AAS 87 (1995), 948.
(98) Cf.Conc. Ecum. Vat. II, Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, UR 22.



CAPÍTULO V - DECORO DE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

47 Quien lee el relato de la institución eucarística en los Evangelios sinópticos queda impresionado por la sencillez y, al mismo tiempo, la « gravedad », con la cual Jesús, la tarde de la Última Cena, instituye el gran Sacramento. Hay un episodio que, en cierto sentido, hace de preludio: la unción de Betania.Una mujer, que Juan identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26,8 Mc 14,4 Jn 12,4)– una reacción de protesta, como si este gesto fuera un « derroche » intolerable, considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos –« pobres tendréis siempre con vosotros » (Mt 26,11 Mc 14,7 cf. Jn 12,8)–, Él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona.

En los Evangelios sinópticos, el relato continúa con el encargo que Jesús da a los discípulos de preparar cuidadosamente la « sala grande », necesaria para celebrar la cena pascual (cf. Mc 14,15 Lc 22,12), y con la narración de la institución de la Eucaristía. Dejando entrever, al menos en parte, el esquema de los ritos hebreos de la cena pascual hasta el canto del Hallel (cf. Mt 26,30 Mc 14,26), el relato, aún con las variantes de las diversas tradiciones, muestra de manera tan concisa como solemne las palabras pronunciadas por Cristo sobre el pan y sobre el vino, asumidos por Él como expresión concreta de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Todos estos detalles son recordados por los evangelistas a la luz de una praxis de la « fracción del pan » bien consolidada ya en la Iglesia primitiva. Pero el acontecimiento del Jueves Santo, desde la historia misma que Jesús vivió, deja ver los rasgos de una « sensibilidad » litúrgica, articulada sobre la tradición veterotestamentaria y preparada para remodelarse en la celebración cristiana, en sintonía con el nuevo contenido de la Pascua.


48 Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de « derrochar », dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No menos que aquellos primeros discípulos encargados de preparar la « sala grande », la Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica del « convite » inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta « cordialidad » con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el « banquete » sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El banquete eucarístico es verdaderamente un banquete « sagrado », en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: « O Sacrum convivium, in quo Christus sumitur! » El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es « panis angelorum », pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: « Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo » (Mt 8,8 Lc 7,6).


49 En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra. De aquí nace el proceso que ha llevado progresivamente a establecer una especial reglamentación de la liturgia eucarística, en el respeto de las diversas tradiciones eclesiales legítimamente constituidas. También sobre esta base se ha ido creando un rico patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración.

Así ha ocurrido, por ejemplo, con la arquitectura, que, de las primeras sedes eucarísticas en las « domus » de las familias cristianas, ha dado paso, en cuanto el contexto histórico lo ha permitido, a las solemnes basílicas de los primeros siglos, a las imponentes catedrales de la Edad Media, hasta las iglesias, pequeñas o grandes, que han constelado poco a poco las tierras donde ha llegado el cristianismo. Las formas de los altares y tabernáculos se han desarrollado dentro de los espacios de las sedes litúrgicas siguiendo en cada caso, no sólo motivos de inspiración estética, sino también las exigencias de una apropiada comprensión del Misterio. Igualmente se puede decir de la música sacra, y basta pensar para ello en las inspiradas melodías gregorianas y en los numerosos, y a menudo insignes, autores que se han afirmado con los textos litúrgicos de la Santa Misa. Y, ¿acaso no se observa una enorme cantidad de producciones artísticas, desde el fruto de una buena artesanía hasta verdaderas obras de arte, en el sector de los objetos y ornamentos utilizados para la celebración eucarística?

Se puede decir así que la Eucaristía, a la vez que ha plasmado la Iglesia y la espiritualidad, ha tenido una fuerte incidencia en la « cultura », especialmente en el ámbito estético.


50 En este esfuerzo de adoración del Misterio, desde el punto de vista ritual y estético, los cristianos de Occidente y de Oriente, en cierto sentido, se han hecho mutuamente la « competencia ». ¿Cómo no dar gracias al Señor, en particular, por la contribución que al arte cristiano han dado las grandes obras arquitectónicas y pictóricas de la tradición greco-bizantina y de todo el ámbito geográfico y cultural eslavo? En Oriente, el arte sagrado ha conservado un sentido especialmente intenso del misterio, impulsando a los artistas a concebir su afán de producir belleza, no sólo como manifestación de su propio genio, sino también como auténtico servicio a la fe. Yendo mucho más allá de la mera habilidad técnica, han sabido abrirse con docilidad al soplo del Espíritu de Dios.

El esplendor de la arquitectura y de los mosaicos en el Oriente y Occidente cristianos son un patrimonio universal de los creyentes, y llevan en sí mismos una esperanza y una prenda, diría, de la deseada plenitud de comunión en la fe y en la celebración. Eso supone y exige, como en la célebre pintura de la Trinidad de Rublëv, una Iglesia profundamente « eucarística » en la cual, la acción de compartir el misterio de Cristo en el pan partido está como inmersa en la inefable unidad de las tres Personas divinas, haciendo de la Iglesia misma un « icono » de la Trinidad.

En esta perspectiva de un arte orientado a expresar en todos sus elementos el sentido de la Eucaristía según la enseñanza de la Iglesia, es preciso prestar suma atención a las normas que regulan la construcción y decoración de los edificios sagrados. La Iglesia ha dejado siempre a los artistas un amplio margen creativo, como demuestra la historia y yo mismo he subrayado en la Carta a los artistas.(100) Pero el arte sagrado ha de distinguirse por su capacidad de expresar adecuadamente el Misterio, tomado en la plenitud de la fe de la Iglesia y según las indicaciones pastorales oportunamente expresadas por la autoridad competente. Ésta es una consideración que vale tanto para las artes figurativas como para la música sacra.

(99) Cf. Código de Derecho Canónico,
CIC 844; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, CIO 671.
(100) Cf. AAS 91 (1999), 1155-1172.


51 A propósito del arte sagrado y la disciplina litúrgica, lo que se ha producido en tierras de antigua cristianización está ocurriendo también en los continentes donde el cristianismo es más joven. Este fenómeno ha sido objeto de atención por parte del Concilio Vaticano II al tratar sobre la exigencia de una sana y, al mismo tiempo, obligada « inculturación ». En mis numerosos viajes pastorales he tenido oportunidad de observar en todas las partes del mundo cuánta vitalidad puede despertar la celebración eucarística en contacto con las formas, los estilos y las sensibilidades de las diversas culturas. Adaptándose a las mudables condiciones de tiempo y espacio, la Eucaristía ofrece alimento, no solamente a las personas, sino a los pueblos mismos, plasmando culturas cristianamente inspiradas.

No obstante, es necesario que este importante trabajo de adaptación se lleve a cabo siendo conscientes siempre del inefable Misterio, con el cual cada generación está llamada confrontarse. El « tesoro » es demasiado grande y precioso como para arriesgarse a que se empobrezca o hipoteque por experimentos o prácticas llevadas a cabo sin una atenta comprobación por parte de las autoridades eclesiásticas competentes. Además, la centralidad del Misterio eucarístico es de una magnitud tal que requiere una verificación realizada en estrecha relación con la Santa Sede. Como escribí en la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia, « esa colaboración es esencial, porque la sagrada liturgia expresa y celebra la única fe profesada por todos y, dado que constituye la herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada por las Iglesias locales aisladas de la Iglesia universal ».(101)

(101) N. : AAS 92 (2000), 485.


52 De todo lo dicho se comprende la gran responsabilidad que en la celebración eucarística tienen principalmente los sacerdotes, a quienes compete presidirla in persona Christi, dando un testimonio y un servicio de comunión, no sólo a la comunidad que participa directamente en la celebración, sino también a la Iglesia universal, a la cual la Eucaristía hace siempre referencia. Por desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de malestar. Una cierta reacción al « formalismo » ha llevado a algunos, especialmente en ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las « formas » adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y su Magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo inconvenientes.

Por tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. El apóstol Pablo tuvo que dirigir duras palabras a la comunidad de Corinto a causa de faltas graves en su celebración eucarística, que llevaron a divisiones (skísmata) y a la formación de facciones (airéseis) (cf.
1Co 11,17-34). También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia. Precisamente para reforzar este sentido profundo de las normas litúrgicas, he solicitado a los Dicasterios competentes de la Curia Romana que preparen un documento más específico, incluso con rasgos de carácter jurídico, sobre este tema de gran importancia. A nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal.



CAPÍTULO VI - EN LA ESCUELA DE MARÍA MUJER « EUCARÍSTICA »

53 Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía.(102) Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él.

A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, « concordes en la oración » (cf.
Ac 1,14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos « en la fracción del pan » (Ac 2,42).

Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

(102) Cf. n. RVM 21: AAS 95 (2003), 20.


54 Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: « ¡Haced esto en conmemoración mía! », se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: « Haced lo que él os diga » (Jn 2,5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: « no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida” ».


55 En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios » (cf.
Lc 1,30 Lc 1,35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

« Feliz la que ha creído » (Lc 1,45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en « tabernáculo » –el primer « tabernáculo » de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como « irradiando » su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?


56 María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para presentarle al Señor » (Lc 2,22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería « señal de contradicción » y también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf. Lc 2,34 Lc 2,35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el « stabat Mater » de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada » se podría decir, una « comunión espiritual » de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como « memorial » de la pasión.

¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: « Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros » (Lc 22,19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.


57 « Haced esto en recuerdo mío » (Lc 22,19). En el « memorial » del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: « !He aquí a tu hijo¡ ». Igualmente dice también a todos nosotros: « ¡He aquí a tu madre! » (cf. Jn 19,26 Jn 19,27).

Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.


58 En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama « mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador », lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre « por » Jesús, pero también lo alaba « en » Jesús y « con » Jesús. Esto es precisamente la verdadera « actitud eucarística ».

Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf.
Lc 1,55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la « pobreza » de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se « derriba del trono a los poderosos » y se « enaltece a los humildes » (cf. Lc 1,52). María canta el « cielo nuevo » y la « tierra nueva » que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!


CONCLUSIÓN

59 « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine! ». Hace pocos años he celebrado el cincuentenario de mi sacerdocio. Hoy experimento la gracia de ofrecer a la Iglesia esta Encíclica sobre la Eucaristía, en el Jueves Santo de mi vigésimo quinto año de ministerio petrino. Lo hago con el corazón henchido de gratitud. Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia, mis ojos se han fijado en la hostia y el cáliz en los que, en cierto modo, el tiempo y el espacio se han « concentrado » y se ha representado de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa « contemporaneidad ». Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (cf. Lc 24,3 Lc 24,35).

Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine! ». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira. Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de nuestra mente de ir más allá de las apariencias. Aquí fallan nuestros sentidos –« visus, tactus, gustus in te fallitur », se dice en el himno Adoro te devote–, pero nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que, como Pedro al final del discurso eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna » (Jn 6,68).


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