Ecclesia in America ES 15

Frutos de santidad

15 La expresión y los mejores frutos de la identidad cristiana de América son sus santos. En ellos, el encuentro con Cristo vivo "es tan profundo y comprometido [...] que se convierte en fuego que lo consume todo, e impulsa a construir su Reino, a hacer que Él y la nueva alianza sean el sentido y el alma de [...] la vida personal y comunitaria". (33) América ha visto florecer los frutos de la santidad desde los comienzos de su evangelización. Este es el caso de santa Rosa de Lima (1586-1617), "la primera flor de santidad en el Nuevo Mundo", proclamada patrona principal de América en 1670 por el Papa Clemente X. (34) Después de ella, el santoral americano se ha ido incrementando hasta alcanzar su amplitud actual. (35) Las beatificaciones y canonizaciones, con las que no pocos hijos e hijas del Continente han sido elevados al honor de los altares, ofrecen modelos heroicos de vida cristiana en la diversidad de estados de vida y de ambientes sociales. La Iglesia, al beatificarlos o canonizarlos, ve en ellos a poderosos intercesores unidos a Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, mediador entre Dios y los hombres. Los Beatos y Santos de América acompañan con solicitud fraterna a los hombres y mujeres de su tierra que, entre gozos y sufrimientos, caminan hacia el encuentro definitivo con el Señor. (36) Para fomentar cada vez más su imitación y para que los fieles recurran de una manera más frecuente y fructuosa a su intercesión, considero muy oportuna la propuesta de los Padres sinodales de preparar "una colección de breves biografías de los Santos y Beatos americanos. Esto puede iluminar y estimular en América la respuesta a la vocación universal a la santidad". (37)

Entre sus Santos, "la historia de la evangelización de América reconoce numerosos mártires, varones y mujeres, tanto Obispos, como presbíteros, religiosos y laicos, que con su sangre regaron [...] [estas] naciones. Ellos, como nube de testigos (cf.
He 12,1), nos estimulan para que asumamos hoy, sin temor y ardorosamente, la nueva evangelización". (38) Es necesario que sus ejemplos de entrega sin límites a la causa del Evangelio sean no sólo preservados del olvido, sino más conocidos y difundidos entre los fieles del Continente. Al respecto, escribía en la Tertio millennio adveniente: "Las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria". (39)

(33) Propositio 29.
(34) Cf. Bula Sacrosancti apostolatus cura (11 de agosto de 1670), § 3: Bullarium Romanum, 26/VII, 42.
(35) Entre otros pueden citarse: los mártires Juan de Brebeuf y sus siete compañeros, Roque González y sus dos compañeros; los santos Elizabeth Ann Seton, Margarita Bourgeoys, Pedro Claver, Juan del Castillo, Rosa Philippine Duchesne, Margarita d'Youville, Francisco Febres Cordero, Teresa Fernández Solar de los Andes, Juan Macías, Toribio de Mogrovejo, Ezequiel Moreno Díaz, Juan Nepomuceno Neumann, María Ana de Jesús Paredes Flores, Martín de Porres, Alfonso Rodríguez, Francisco Solano, Francisca Xavier Cabrini; los beatos José de Anchieta, Pedro de San José Betancurt, Juan Diego, Katherine Drexel, María Encarnación Rosal, Rafael Guízar Valencia, Dina Bélanger, Alberto Hurtado Cruchaga, Elías del Socorro Nieves, María Francisca de Jesús Rubatto, Mercedes de Jesús Molina, Narcisa de Jesús Martillo Morán, Miguel Agustín Pro, María de San José Alvarado Cardozo, Junípero Serra, Kateri Tekawitha, Laura Vicuña, Antônio de Sant'Anna Galvâo y tantos otros beatos que son invocados con fe y devoción por los pueblos de América (cf. Instrumentum laboris, 17).
(36) Cf. Vaticano II, LG 50.
(37) Propositio 31.
(38) Propositio 30.
(39) N. 37: AAS 87 (1995), 29; cf. Propositio 31.


La piedad popular

16 Una característica peculiar de América es la existencia de una piedad popular profundamente enraizada en sus diversas naciones. Está presente en todos los niveles y sectores sociales, revistiendo una especial importancia como lugar de encuentro con Cristo para todos aquellos que con espíritu de pobreza y humildad de corazón buscan sinceramente a Dios (cf. Mt 11,25). Las expresiones de esta piedad son numerosas: "Las peregrinaciones a los santuarios de Cristo, de la Santísima Virgen y de los santos, la oración por las almas del purgatorio, el uso de sacramentales (agua, aceite, cirios...). Éstas y tantas otras expresiones de la piedad popular ofrecen oportunidad para que los fieles encuentren a Cristo viviente". (40) Los Padres sinodales han subrayado la urgencia de descubrir, en las manifestaciones de la religiosidad popular, los verdaderos valores espirituales, para enriquecerlos con los elementos de la genuina doctrina católica, a fin de que esta religiosidad lleve a un compromiso sincero de conversión y a una experiencia concreta de caridad. (41) La piedad popular, si está orientada convenientemente, contribuye también a acrecentar en los fieles la conciencia de pertenecer a la Iglesia, alimentando su fervor y ofreciendo así una respuesta válida a los actuales desafíos de la secularización. (42)

Ya que en América la piedad popular es expresión de la inculturación de la fe católica y muchas de sus manifestaciones han asumido formas religiosas autóctonas, es oportuno destacar la posibilidad de sacar de ellas, con clarividente prudencia, indicaciones válidas para una mayor inculturación del Evangelio. (43) Ello es especialmente importante entre las poblaciones indígenas, para que "las semillas del Verbo" presentes en sus culturas lleguen a su plenitud en Cristo. (44) Lo mismo debe decirse de los americanos de origen africano. La Iglesia "reconoce que tiene la obligación de acercarse a estos americanos a partir de su cultura, considerando seriamente las riquezas espirituales y humanas de esta cultura que marca su modo de celebrar el culto, su sentido de alegría y de solidaridad, su lengua y sus tradiciones". (45)

(40) Propositio 21.
(41) Cf. ibíd.
(42) Cf. ibíd.
(43) Cf. ibíd.
(44) Cf. Propositio 18.
(45) Propositio 19.


Presencia católico-oriental en América

17 La inmigración a América es casi una constante de su historia desde los comienzos de la evangelización hasta nuestros días. Dentro de este complejo fenómeno debe señalarse que, en los últimos tiempos, diversas regiones de América han acogido a numerosos miembros de las Iglesias católicas orientales que, por diversas causas, han abandonado sus territorios de origen. Un primer movimiento migratorio procedía, sobre todo, de Ucrania occidental; posteriormente se ha extendido a las naciones del Medio Oriente. De este modo, ha sido necesaria pastoralmente la creación de una jerarquía católica oriental para estos fieles inmigrantes y para sus descendientes. Las normas emanadas por el Concilio Vaticano II, que los Padres sinodales han recordado, reconocen que las Iglesias orientales "tienen derecho y obligación de regirse según sus respectivas disciplinas peculiares", ya que tienen la misión de dar testimonio de una antiquísima tradición doctrinal, litúrgica y monástica. Por otra parte, dichas Iglesias deben conservar sus propias disciplinas, ya que éstas "son más adaptadas a las costumbres de sus fieles y resultan más adecuadas para procurar el bien de las almas". (46) Si la Comunidad eclesial universal necesita la sinergia entre las Iglesias particulares de Oriente y de Occidente para poder respirar con sus dos pulmones, en la esperanza de lograr hacerlo plenamente a través de la perfecta comunión entre la Iglesia católica y las orientales separadas, (47) hay que alegrarse por la reciente implantación de Iglesias orientales junto a las latinas, establecidas allí desde el principio, porque de este modo puede manifestarse mejor la catolicidad de la Iglesia del Señor. (48)

(46)
OE 5; cf. CIO 28; Propositio 60.
(47) Cf. Juan Pablo II, RMA 34: AAS 79 (1987), 406; Sínodo de los Obispos, Asamblea Especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit (13 de diciembre de 1991), III, 7: Ench. Vat. 13, 647-652.
(48) Cf. Propositio 60.


La Iglesia en el campo de la educación y de la acción social

18 Entre los factores que favorecen la influencia de la Iglesia en la formación cristiana de los americanos, debe señalarse su amplia presencia en el campo de la educación y, de modo especial, en el mundo universitario. Las numerosas Universidades católicas diseminadas por el Continente son un rasgo característico de la vida eclesial en América. Así mismo, en la enseñanza primaria y secundaria el alto número de escuelas católicas ofrece la posibilidad de una acción evangelizadora de alcance muy amplio, siempre que vaya acompañada por una decidida voluntad de impartir una educación verdaderamente cristiana. (49)

Otro campo importante en el que la Iglesia está presente en toda América es el de la asistencia caritativa y social. Las múltiples iniciativas para la atención de los ancianos, los enfermos y de cuantos están necesitados de auxilio en asilos, hospitales, dispensarios, comedores gratuitos y otros centros sociales, son testimonio palpable del amor preferencial por los pobres que la Iglesia en América lleva adelante movida por el amor a su Señor y consciente de que "Jesús se ha identificado con ellos (cf.
Mt 25,31-46)". (50) En esta tarea, que no conoce fronteras, la Iglesia ha sabido crear una conciencia de solidaridad concreta entre las diversas comunidades del Continente y del mundo entero, manifestando así la fraternidad que debe caracterizar a los cristianos de todo tiempo y lugar.

El servicio a los pobres, para que sea evangélico y evangelizador, ha de ser fiel reflejo de la actitud de Jesús, que vino "para anunciar a los pobres la Buena Nueva" (Lc 4,18). Realizado con este espíritu, llega a ser manifestación del amor infinito de Dios por todos los hombres y un modo elocuente de transmitir la esperanza de salvación que Cristo ha traído al mundo, y que resplandece de manera particular cuando es comunicada a los abandonados y desechados de la sociedad.

Esta constante dedicación a los pobres y desheredados se refleja en el Magisterio social de la Iglesia, que no se cansa de invitar a la comunidad cristiana a comprometerse en la superación de toda forma de explotación y opresión. En efecto, se trata no sólo de aliviar las necesidades más graves y urgentes mediante acciones individuales y esporádicas, sino de poner de relieve las raíces del mal, proponiendo intervenciones que den a las estructuras sociales, políticas y económicas una configuración más justa y solidaria.

(49) Cf. Propositiones 23 y 24.
(50) Propositio 73.


Creciente respeto de los derechos humanos

19 En el ámbito civil, pero con implicaciones morales inmediatas, debe señalarse entre los aspectos positivos de la América actual la creciente implantación en todo el Continente de sistemas políticos democráticos y la progresiva reducción de regímenes dictatoriales. La Iglesia ve con agrado esta evolución, en la medida en que esto favorezca cada vez más un evidente respeto de los derechos de cada uno, incluidos los del procesado y del reo, respecto a los cuales no es legítimo el recurso a métodos de detención y de interrogatorio —pienso concretamente en la tortura— lesivos de la dignidad humana. En efecto, "el Estado de Derecho es la condición necesaria para establecer una verdadera democracia". (51)

Por otra parte, la existencia de un Estado de Derecho implica en los ciudadanos y, más aún, en la clase dirigente el convencimiento de que la libertad no puede estar desvinculada de la verdad. (52) En efecto, "los graves problemas que amenazan la dignidad de la persona humana, la familia, el matrimonio, la educación, la economía y las condiciones de trabajo, la calidad de la vida y la vida misma, proponen la cuestión del Derecho". (53) Los Padres sinodales han subrayado con razón que "los derechos fundamentales de la persona humana están inscritos en su misma naturaleza, son queridos por Dios y, por tanto, exigen su observancia y aceptación universal. Ninguna autoridad humana puede transgredirlos apelando a la mayoría o a los consensos políticos, con el pretexto de que así se respetan el pluralismo y la democracia. Por ello, la Iglesia debe comprometerse en formar y acompañar a los laicos que están presentes en los órganos legislativos, en el gobierno y en la administración de la justicia, para que las leyes expresen siempre los principios y los valores morales que sean conformes con una sana antropología y que tengan presente el bien común". (54)

(51) Propositio 72; cf. Juan Pablo II,
CA 46: AAS 83 (1991), 850.
(52) Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit (13 de diciembre de 1991), I, 1; II, 4; IV, 10: Ench. Vat. 13, nn. 613-615; 627-633; 660-669.
(53) Propositio 72.
(54) Ibíd.


El fenómeno de la globalización

20 Una característica del mundo actual es la tendencia a la globalización, fenómeno que, aun no siendo exclusivamente americano, es más perceptible y tiene mayores repercusiones en América. Se trata de un proceso que se impone debido a la mayor comunicación entre las diversas partes del mundo, llevando prácticamente a la superación de las distancias, con efectos evidentes en campos muy diversos.

Desde el punto de vista ético, puede tener una valoración positiva o negativa. En realidad, hay una globalización económica que trae consigo ciertas consecuencias positivas, como el fomento de la eficiencia y el incremento de la producción, y que, con el desarrollo de las relaciones entre los diversos países en lo económico, puede fortalecer el proceso de unidad de los pueblos y realizar mejor el servicio a la familia humana. Sin embargo, si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas. Tales son, por ejemplo, la atribución de un valor absoluto a la economía, el desempleo, la disminución y el deterioro de ciertos servicios públicos, la destrucción del ambiente y de la naturaleza, el aumento de las diferencias entre ricos y pobres, y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de inferioridad cada vez más acentuada. (55) La Iglesia, aunque reconoce los valores positivos que la globalización comporta, mira con inquietud los aspectos negativos derivados de ella.

¿Y qué decir de la globalización cultural producida por la fuerza de los medios de comunicación social? Éstos imponen nuevas escalas de valores por doquier, a menudo arbitrarios y en el fondo materialistas, frente a los cuales es muy difícil mantener viva la adhesión a los valores del Evangelio.

(55) Cf. Propositio 74.


La urbanización creciente

21 El fenómeno de la urbanización continúa creciendo también en América. Desde hace algunos lustros el Continente está viviendo un éxodo constante del campo a la ciudad. Se trata de un fenómeno complejo, ya descrito por mi predecesor Pablo VI. (56) Las causas de este fenómeno son varias, pero entre ellas sobresale principalmente la pobreza y el subdesarrollo de las zonas rurales, donde con frecuencia faltan los servicios, las comunicaciones, las estructuras educativas y sanitarias. La ciudad, además, con las características de diversión y bienestar con que no pocas veces la presentan los medios de comunicación social, ejerce un atractivo especial para las gentes sencillas del campo.

La frecuente falta de planificación en este proceso acarrea muchos males. Como han señalado los Padres sinodales, "en ciertos casos, algunas partes de las ciudades son como islas en las que se acumula la violencia, la delincuencia juvenil y la atmósfera de desesperación". (57) El fenómeno de la urbanización presenta asimismo grandes desafíos a la acción pastoral de la Iglesia, que ha de hacer frente al desarraigo cultural, la pérdida de costumbres familiares y al alejamiento de las propias tradiciones religiosas, que no pocas veces lleva al naufragio de la fe, privada de aquellas manifestaciones que contribuían a sostenerla.

Evangelizar la cultura urbana es, pues, un reto apremiante para la Iglesia, que así como supo evangelizar la cultura rural durante siglos, está hoy llamada a llevar a cabo una evangelización urbana metódica y capilar mediante la catequesis, la liturgia y las propias estructuras pastorales. (58)

(56) Carta ap. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 8-9: AAS 63 (1971), 406-408.
(57) Propositio 35.
(58) Cf. ibíd.


El peso de la deuda externa

22 Los Padres sinodales han manifestado su preocupación por la deuda externa que afecta a muchas naciones americanas, expresando de este modo su solidaridad con las mismas. Ellos llaman justamente la atención de la opinión pública sobre la complejidad del tema, reconociendo "que la deuda es frecuentemente fruto de la corrupción y de la mala administración". (59) En el espíritu de la reflexión sinodal, este reconocimiento no pretende concentrar en un sólo polo las responsabilidades de un fenómeno que es sumamente complejo en su origen y en sus soluciones. (60)

En efecto, entre las múltiples causas que han llevado a una deuda externa abrumadora deben señalarse no sólo los elevados intereses, fruto de políticas financieras especulativas, sino también la irresponsabilidad de algunos gobernantes que, al contraer la deuda, no reflexionaron suficientemente sobre las posibilidades reales de pago, con el agravante de que sumas ingentes obtenidas mediante préstamos internacionales se han destinado a veces al enriquecimiento de personas concretas, en vez de ser dedicadas a sostener los cambios necesarios para el desarrollo del país. Por otra parte, sería injusto que las consecuencias de estas decisiones irresponsables pesaran sobre quienes no las tomaron. La gravedad de la situación es aún más comprensible, si se tiene en cuenta que "ya el mero pago de los intereses es un peso sobre la economía de las naciones pobres, que quita a las autoridades la disponibilidad del dinero necesario para el desarrollo social, la educación, la sanidad y la institución de un depósito para crear trabajo". (61)

(59) Propositio 75.
(60) Cf. Pontificia Comisión "Iustitia et Pax", Al servicio de la comunidad humana: una consideración ética de la deuda internacional (27 de diciembre de 1986): Ench. Vat. 10, 1045-1128.
(61) Propositio 75.


La corrupción

23 La corrupción, frecuentemente presente entre las causas de la agobiante deuda externa, es un problema grave que debe ser considerado atentamente. La corrupción "sin guardar límites, afecta a las personas, a las estructuras públicas y privadas de poder y a las clases dirigentes". Se trata de una situación que "favorece la impunidad y el enriquecimiento ilícito, la falta de confianza con respecto a las instituciones políticas, sobre todo en la administración de la justicia y en la inversión pública, no siempre clara, igual y eficaz para todos". (62)

A este propósito, deseo recordar cuanto escribí en el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de 1998, que la lacra de la corrupción ha de ser denunciada y combatida con valentía por quienes detentan la autoridad y con la "colaboración generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral". (63) Los adecuados organismos de control y la transparencia de las transacciones económicas y financieras previenen ulteriormente y evitan en muchos casos que se extienda la corrupción, cuyas consecuencias nefastas recaen principalmente sobre los más pobres y desvalidos. Son además los pobres los primeros en sufrir los retrasos, la ineficiencia, la ausencia de una defensa adecuada y las carencias estructurales, cuando la administración de la justicia es corrupta.

(62) Propositio 37.
(63) N. 5: AAS 90 (1998), 152.


Comercio y consumo de drogas

24 El comercio y el consumo de drogas son una seria amenaza para las estructuras sociales de las naciones en América. Esto "contribuye a los crímenes y a la violencia, a la destrucción de la vida familiar, a la destrucción física y emocional de muchos individuos y comunidades, sobre todo entre los jóvenes. Corroe la dimensión ética del trabajo y contribuye a aumentar el número de personas en las cárceles, en una palabra, a la degradación de la persona en cuanto creada a imagen de Dios". (64) Este nefasto comercio lleva también "a destruir gobiernos, corroyendo la seguridad económica y la estabilidad de las naciones". (65) Estamos ante uno de los desafíos más apremiantes a los que deben enfrentarse muchas naciones del mundo. En efecto, es un desafío que hipoteca gran parte de los logros obtenidos en los últimos tiempos para el progreso de la humanidad. Para algunas naciones de América, la producción, el tráfico y el consumo de drogas son factores que comprometen su prestigio internacional, porque limitan su credibilidad y dificultan la deseada colaboración con otros países, tan necesaria en nuestros días para el desarrollo armónico de cada pueblo.

(64) Propositio 38.
(65) Ibíd.


Preocupación por la ecología

25 "Y vio Dios que estaba bien" (Gn 1,25). Estas palabras que leemos en el primer capítulo del Libro del Génesis, muestran el sentido de la obra realizada por Él. El Creador confía al hombre, coronación de toda la obra de la creación, el cuidado de la tierra (cf. Gn 2,15). De aquí surgen obligaciones muy concretas para cada persona relativas a la ecología. Su cumplimiento supone la apertura a una perspectiva espiritual y ética, que supere las actitudes y "los estilos de vida conducidos por el egoísmo que llevan al agotamiento de los recursos naturales". (66)

Incluso en este sector, hoy tan actual, es muy importante la intervención de los creyentes. Es necesaria la colaboración de todos los hombres de buena voluntad con las instancias legislativas y de gobierno para conseguir una protección eficaz del medio ambiente, considerado como don de Dios. ¡Cuántos abusos y daños ecológicos se dan también en muchas regiones americanas! Baste pensar en la emisión incontrolada de gases nocivos o en el dramático fenómeno de los incendios forestales, provocados a veces intencionadamente por personas movidas por intereses egoístas. Estas devastaciones pueden conducir a una verdadera desertización de no pocas zonas de América, con las inevitables secuelas de hambre y miseria. El problema se plantea, con especial intensidad, en la selva amazónica, inmenso territorio que abarca varias naciones: del Brasil a la Guayana, a Surinam, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. (67) Es uno de los espacios naturales más apreciados en el mundo por su diversidad biológica, siendo vital para el equilibrio ambiental de todo el planeta.

(66) Propositio 36.
(67) Cf. ibíd.




CAPÍTULO III - CAMINO DE CONVERSIÓN

"Arrepentíos, pues, y convertíos" (Ac 3,19)


Urgencia del llamado a la conversión

26 "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1,15). Estas palabras de Jesús, con las que comenzó su ministerio en Galilea, deben seguir resonando en los oídos de los Obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y fieles laicos de toda América. Tanto la reciente celebración del V Centenario del comienzo de la evangelización de América, como la conmemoración de los 2000 años del Nacimiento de Jesús, el gran Jubileo que nos disponemos a celebrar, son una llamada a profundizar en la propia vocación cristiana. La grandeza del acontecimiento de la Encarnación y la gratitud por el don del primer anuncio del Evangelio en América invitan a responder con prontitud a Cristo con una conversión personal más decidida y, al mismo tiempo, estimulan a una fidelidad evangélica cada vez más generosa. La exhortación de Cristo a convertirse resuena también en la del Apóstol: "Es ya hora de levantaros del sueño, que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe" (Rm 13,11). El encuentro con Jesús vivo, mueve a la conversión.

Para hablar de conversión, el Nuevo Testamento utiliza la palabra metanoia, que quiere decir cambio de mentalidad. No se trata sólo de un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino de la revisión del propio modo de actuar a la luz de los criterios evangélicos. A este respecto, san Pablo habla de "la fe que actúa por la caridad" (Ga 5,6). Por ello, la auténtica conversión debe prepararse y cultivarse con la lectura orante de la Sagrada Escritura y la recepción de los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía. La conversión conduce a la comunión fraterna, porque ayuda a comprender que Cristo es la cabeza de la Iglesia, su Cuerpo místico; mueve a la solidaridad, porque nos hace conscientes de que lo que hacemos a los demás, especialmente a los más necesitados, se lo hacemos a Cristo. La conversión favorece, por tanto, una vida nueva, en la que no haya separación entre la fe y las obras en la respuesta cotidiana a la universal llamada a la santidad. Superar la división entre fe y vida es indispensable para que se pueda hablar seriamente de conversión. En efecto, cuando existe esta división, el cristianismo es sólo nominal. Para ser verdadero discípulo del Señor, el creyente ha de ser testigo de la propia fe, pues "el testigo no da sólo testimonio con las palabras, sino con su vida". (68) Hemos de tener presentes las palabras de Jesús: "No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" (Mt 7,21). La apertura a la voluntad del Padre supone una disponibilidad total, que no excluye ni siquiera la entrega de la propia vida: "El máximo testimonio es el martirio". (69)

(68) Sínodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, B, a, 2: Ench. Vat. 9, 1795.
(69) Propositio 30.


Dimensión social de la conversión

27 La conversión no es completa si falta la conciencia de las exigencias de la vida cristiana y no se pone esfuerzo en llevarlas a cabo. A este respecto, los Padres sinodales han señalado que, por desgracia, "existen grandes carencias de orden personal y comunitario con respecto a una conversión más profunda y con respecto a las relaciones entre los ambientes, las instituciones y los grupos en la Iglesia". (70) "Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (1Jn 4,20).

La caridad fraterna implica una preocupación por todas las necesidades del prójimo. "Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?" (1Jn 3,17). Por ello, convertirse al Evangelio para el Pueblo cristiano que vive en América, significa revisar "todos los ambientes y dimensiones de su vida, especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común". (71) De modo particular convendrá "atender a la creciente conciencia social de la dignidad de cada persona y, por ello, hay que fomentar en la comunidad la solicitud por la obligación de participar en la acción política según el Evangelio". (72) No obstante, será necesario tener presente que la actividad en el ámbito político forma parte de la vocación y acción de los fieles laicos. (73)

A este propósito, sin embargo, es de suma importancia, sobre todo en una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia, y distinguir claramente entre las acciones que los fieles, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos, de acuerdo con su conciencia cristiana, y las acciones que realizan en nombre de la Iglesia, en comunión con sus Pastores. "La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana". (74)

(70) Propositio 34.
(71) Ibíd.
(72) Ibíd.
(73) Cf. Vaticano II, LG 31.
(74) Cf. id., GS 76; Juan Pablo II, CL 42: AAS 81 (1989), 472-474.


Conversión permanente

28 La conversión en esta tierra nunca es una meta plenamente alcanzada: en el camino que el discípulo está llamado a recorrer siguiendo a Jesús, la conversión es un empeño que abarca toda la vida. Por otro lado, mientras estamos en este mundo, nuestro propósito de conversión se ve constantemente amenazado por las tentaciones. Desde el momento en que "nadie puede servir a dos señores" (Mt 6,24), el cambio de mentalidad (metanoia) consiste en el esfuerzo de asimilar los valores evangélicos que contrasta con las tendencias dominantes en el mundo. Es necesario, pues, renovar constantemente "el encuentro con Jesucristo vivo", camino que, como han señalado los Padres sinodales, "nos conduce a la conversión permanente". (75)

El llamado universal a la conversión adquiere matices particulares para la Iglesia en América, comprometida también en la renovación de la propia fe. Los Padres sinodales han formulado así esta tarea concreta y exigente: "Esta conversión exige especialmente de nosotros Obispos una auténtica identificación con el estilo personal de Jesucristo, que nos lleva a la sencillez, a la pobreza, a la cercanía, a la carencia de ventajas, para que, como Él, sin colocar nuestra confianza en los medios humanos, saquemos, de la fuerza del Espíritu, y de la Palabra, toda la eficacia del Evangelio, permaneciendo primariamente abiertos a aquellos que están sumamente lejanos y excluidos". (76) Para ser Pastores según el corazón de Dios (cf. Jr 3,15), es indispensable asumir un modo de vivir que nos asemeje a Aquél que dijo de sí mismo: "Yo soy el buen pastor" (Jn 10,11), y que san Pablo evoca al escribir: "Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo" (1Co 11,1).

(75) Propositio 26.
(76) Ibíd.


Guiados por el Espíritu Santo hacia nuevo estilo de vida

29 La propuesta de un nuevo estilo de vida no es sólo para los Pastores, sino más bien para todos los cristianos que viven en América. A todos se les pide que profundicen y asuman la auténtica espiritualidad cristiana. "En efecto, espiritualidad es un estilo o forma de vivir según las exigencias cristianas, la cual es “la vida en Cristo” y “en el Espíritu”, que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial". (77) En este sentido, por espiritualidad, que es la meta a la que conduce la conversión, se entiende no "una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Espíritu Santo". (78) Entre los elementos de espiritualidad que todo cristiano tiene que hacer suyos sobresale la oración. Ésta lo "conducirá poco a poco a adquirir una mirada contemplativa de la realidad, que le permitirá reconocer a Dios siempre y en todas las cosas; contemplarlo en todas las personas; buscar su voluntad en los acontecimientos". (79)

La oración tanto personal como litúrgica es un deber de todo cristiano. "Jesucristo, evangelio del Padre, nos advierte que sin Él no podemos hacer nada (cf.
Jn 15,5). Él mismo en los momentos decisivos de su vida, antes de actuar, se retiraba a un lugar solitario para entregarse a la oración y la contemplación, y pidió a los Apóstoles que hicieran lo mismo". (80) A sus discípulos, sin excepción, el Señor recuerda: "Entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto" (Mt 6,6). Esta vida intensa de oración debe adaptarse a la capacidad y condición de cada cristiano, de modo que en las diversas situaciones de su vida pueda volver siempre "a la fuente de su encuentro con Jesucristo para beber el único Espíritu (1Co 12,13)". (81) En este sentido, la dimensión contemplativa no es un privilegio de unos cuantos en la Iglesia; al contrario, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos se ha de promover una espiritualidad abierta y orientada a la contemplación de las verdades fundamentales de la fe: los misterios de la Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la Redención de los hombres, y las otras grandes obras salvíficas de Dios. (82)

Los hombres y mujeres dedicados exclusivamente a la contemplación tienen una misión fundamental en la Iglesia que está en América. Ellos son, según expresión del Concilio Vaticano II, "honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes". (83) Por ello, los monasterios, diseminados a lo largo y ancho del Continente, han de ser "objeto de peculiar amor por parte de los Pastores, los cuales estén plenamente persuadidos de que las almas entregadas a la vida contemplativa obtienen gracia abundante por la oración, la penitencia y la contemplación, a las que consagran su vida. Los contemplativos deben ser conscientes de que están integrados en la misión de la Iglesia en el tiempo presente y que, con el testimonio de la propia vida, cooperan al bien espiritual de los fieles, ayudando así para que busquen el rostro de Dios en la vida diaria". (84)

La espiritualidad cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los Sacramentos raíz y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al creyente en su peregrinación terrena. Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular, los cuales a su vez se verán enriquecidos por la práctica sacramental y libres del peligro de degenerar en mera rutina. Por otra parte, la espiritualidad no se contrapone a la dimensión social del compromiso cristiano. Al contrario, el creyente, a través de un camino de oración, se hace más consciente de las exigencias del Evangelio y de sus obligaciones con los hermanos, alcanzando la fuerza de la gracia indispensable para perseverar en el bien. Para madurar espiritualmente, el cristiano debe recurrir al consejo de los ministros sagrados o de otras personas expertas en este campo mediante la dirección espiritual, práctica tradicionalmente presente en la Iglesia. Los Padres sinodales han creído necesario recomendar a los sacerdotes este ministerio de tanta importancia. (85)

(77) Propositio 28.
(78) Ibíd.
(79) Ibíd.
(80) Propositio 27.
(81) Ibíd.
(82) Cf. ibíd.
(83) PC 7; cf. Juan Pablo II, VC 8: AAS 88 (1996), 382.
(84) Propositio 27.
(85) Cf. Propositio 28.



Ecclesia in America ES 15