Ecclesia in Asia ES 9


CAPÍTULO II - JESÚS SALVADOR: UN DON PARA ASIA


El don de la fe

10 Mientras se desarrollaba la discusión sinodal sobre las complejas realidades de Asia, resultaba cada vez más evidente a todos que la contribución específica de la Iglesia a los pueblos del continente es la proclamación de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, el único Salvador de todos los pueblos (35). Lo que distingue a la Iglesia de las demás comunidades religiosas es la fe en Jesucristo; y no puede guardar para sí esa preciosa luz de la fe bajo el celemín (cf. Mt 5,15), dado que tiene como misión compartirla con todos. "La Iglesia quiere ofrecer la vida nueva que ha encontrado en Jesucristo a todos los pueblos de Asia, que buscan la plenitud de vida, para que puedan instaurar la misma comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, con la fuerza del Espíritu Santo" (36). Esta es la fe en Jesucristo que inspira la actividad evangelizadora de la Iglesia en Asia, a menudo realizada en circunstancias difíciles, e incluso peligrosas. Los padres sinodales han observado que proclamar a Jesucristo como único Salvador puede presentar dificultades particulares en sus culturas, dado que muchas religiones de Asia enseñan que ellas mismas son automanifestaciones divinas que proporcionan la salvación. Lejos de desalentar a los padres sinodales, los desafíos que se plantean a sus esfuerzos evangelizadores fueron un ulterior incentivo al compromiso de transmitir "la fe que la Iglesia en Asia ha heredado de los Apóstoles y mantiene juntamente con la Iglesia de todas las generaciones y lugares" (37), convencidos de que "el corazón de la Iglesia en Asia permanecerá inquieto hasta que toda Asia encuentre descanso en la paz de Cristo, el Señor resucitado" (38).

La fe de la Iglesia en Jesucristo es un don recibido y un don que ha de compartirse; es el don mayor que la Iglesia puede ofrecer a Asia. Compartir la verdad de Jesucristo con los demás es el gran deber de todos los que han recibido el don de la fe. En la carta encíclica Redemptoris missio escribí que "la Iglesia, y en ella todo cristiano, no puede esconder ni conservar para sí esta novedad y riqueza, recibidas de la divina bondad para ser comunicadas a todos los hombres" (39), y proseguí: "Quienes han sido incorporados a la Iglesia católica han de considerarse privilegiados y, por ello, más comprometidos a testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios" (40).

Profundamente convencidos de eso, los padres sinodales se mostraron igualmente conscientes de su responsabilidad personal de hacer propia la verdad eterna de Jesús mediante el estudio, la oración y la reflexión, a fin de llevar su fuerza y vitalidad a los desafíos presentes y futuros de la evangelización en Asia.

(35) Cf. Propositio 5.
(36) ASAMBLEA ESPECIAL PARA ASIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS, Relatio ante disceptationem: L'Osservatore Romano,22 de abril de 1998, p. 5.
(37) ASAMBLEA ESPECIAL PARA ASIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS, Relatio post disceptationem, 3.
(38) Propositio 8.
(39) N. 11: AAS 83 (1991) 260.
(40) Ib.


Jesucristo, el hombre-Dios que salva

11 Las Escrituras atestiguan que Jesús vivió una vida auténticamente humana. Ese Jesús que proclamamos como único Salvador caminó por la tierra como hombre-Dios, con una perfecta naturaleza humana. Nacido de Madre virgen en los humildes aledaños de Belén, precisó de cuidados como los demás niños, sufriendo también la situación de los refugiados, para huir de la ira de un gobernante cruel (cf. Mt 2,13-15). Estuvo sujeto a padres humanos, que no siempre comprendieron su manera de actuar, pero en los cuales tuvo plena confianza y a los que obedeció con amor (cf. Lc 2,41-52). Constantemente en oración, vivió en íntima relación con Dios, al que se dirigía llamándolo Abbá "Padre", desconcertando a cuantos lo escuchaban (cf. Jn 8,34-59).

Estuvo cerca de los pobres, de los olvidados y de los humildes, definiéndolos realmente bienaventurados, porque Dios estaba con ellos. Se sentó a la mesa con los pecadores, asegurando que en la mesa del Padre había también un lugar reservado para ellos, si se alejaban de su camino de pecado para volver a él. Tocando a los impuros y dejándose tocar por ellos, les ayudó a comprender la cercanía de Dios. Lloró por una amigo muerto, devolvió vivo un hijo muerto a su madre viuda, acogió con benevolencia a los niños y lavó los pies de sus discípulos. La misericordia divina nunca fue tan inmediatamente accesible.

Enfermos, lisiados, ciegos, sordos y mudos recibieron de él la curación y el perdón. Eligió como sus compañeros y colaboradores más íntimos a un insólito grupo, en el que había pescadores y recaudadores de impuestos, zelotas y personas inexpertas en la Ley; había incluso algunas mujeres. Así se creó una nueva familia, bajo el acogedor y sorprendente amor del Padre. Jesús predicaba con sencillez, usando ejemplos tomados de la vida ordinaria para hablar del amor de Dios y de su reino; y las multitudes reconocían que hablaba con autoridad.

A pesar de todo, fue acusado de blasfemia, de violar la Ley sagrada. Lo consideraron un agitador público, que debía ser eliminado. Después de un proceso basado en falsos testimonios (cf. Mc 14,56), fue condenado a morir en la cruz como un criminal; abandonado y humillado, pareció un fracasado. Fue apresuradamente sepultado en una tumba prestada. Pero, al tercer día después de su muerte, a pesar de la vigilancia de los guardias, ¡la tumba fue encontrada vacía! Jesús, resucitado de entre los muertos, se apareció seguidamente a los discípulos, antes de volver al Padre, del que había salido.

Con todos los cristianos, creemos que esta singular existencia, por una parte tan ordinaria y sencilla, y por otra tan admirable y envuelta en el misterio, introdujo en la historia humana el reino de Dios e "infundió su fuerza en todos los aspectos de la vida humana y de la sociedad, afligida por el pecado y la muerte" (41). Mediante sus palabras y acciones, especialmente mediante su pasión, muerte y resurrección, Jesús cumplió la voluntad del Padre de reconciliar consigo a la humanidad, después de que el pecado original había introducido una ruptura en la relación entre el Creador y la creación. En la cruz tomó sobre sí el pecado del mundo: pasado, presente y futuro. San Pablo recuerda que estábamos muertos por nuestros pecados, y la muerte de Cristo nos devolvió la vida: "Dios nos vivificó juntamente con él y nos perdonó todos nuestros delitos. Canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables" (Col 2,13-14). De este modo, la salvación ha sido realizada de una vez para siempre. Jesús es nuestro Salvador, en el sentido pleno del término, porque sus palabras y obras, especialmente su resurrección de entre los muertos, lo han revelado como el Hijo de Dios, el Verbo preexistente, que reina para siempre como Señor y Mesías.

(41) ASAMBLEA ESPECIAL PARA ASIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS, Relatio post disceptationem, 3.


La persona y la misión del Hijo de Dios

12 El "escándalo" del cristianismo radica en creer que el Dios santísimo, omnipotente y omnisciente asumió nuestra naturaleza humana y soportó el sufrimiento y la muerte con el fin de ganar la salvación para todos los pueblos (cf. 1Co 1,23). La fe que hemos recibido afirma que Jesucristo reveló y realizó el plan del Padre de salvar al mundo y a la humanidad entera en virtud de "lo que él es" y de "lo que hace en razón de lo que él es". "Lo que él es" y "lo que hace" sólo cobran su pleno significado cuando se sitúan dentro del misterio de Dios uno y trino. Ha sido preocupación constante de mi pontificado recordar a los fieles la comunión de vida de la santísima Trinidad y la unidad de las tres Personas en el plan de la creación y de la redención. Las cartas encíclicas Redemptor hominis, Dives in misericordia y Dominum et vivificantem reflexionan respectivamente sobre el Hijo, sobre el Padre y sobre el Espíritu Santo, así como sobre sus papeles respectivos en el plan divino de la salvación. Sin embargo, no se puede aislar o separar a una Persona de las otras, dado que cada una se revela solamente dentro de la comunión de vida y acción de la Trinidad. La obra salvífica de Jesús tiene su origen en la comunión de la naturaleza divina, y a cuantos creen en él les abre el camino para entrar en íntima comunión con la Trinidad y entre ellos mismos en la Trinidad.

"Quien me ha visto a mí ha visto al Padre", afirma Jesús (Jn 14,9). Sólo en Jesucristo reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad (cf. Col 2,9) y eso hace que sea la única y absoluta Palabra salvífica de Dios (cf. He 1,1-4). Como Palabra definitiva del Padre, Jesús da a conocer a Dios y su voluntad salvífica del modo más perfecto posible. "Nadie va al Padre sino por mí", dice Jesús (Jn 14,6). Él es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6), dado que, como él mismo explica, "el Padre, que permanece en mí, es el que realiza las obras" (Jn 14,10). Sólo en la persona de Jesús la palabra de salvación de Dios aparece en su plenitud, introduciendo los últimos tiempos (cf. He 1,1-2). Por eso, en los albores de la Iglesia Pedro podía proclamar que "en ningún otro hay salvación; no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Ac 4,12).

La misión del Salvador alcanzó su culmen en el misterio pascual. En la cruz, cuando extendió los brazos entre el cielo y la tierra como signo de alianza eterna (42), Jesús se dirigió al Padre pidiéndole que perdonara los pecados de la humanidad: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34). Destruyó el pecado con la fuerza de su amor al Padre y a la humanidad. Tomó sobre sí las heridas infligidas por el pecado a la humanidad y ofreció la liberación de ellas mediante la conversión, cuyos primeros frutos se manifestaron claramente en el ladrón arrepentido, colgado en una cruz al lado de la suya (cf. Lc 23,43). Sus últimas palabras fueron la declaración del hijo fiel: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). Con este supremo acto de amor, puso toda su vida y su misión en las manos del Padre, que lo había enviado. Así restituyó al Padre toda la creación y la humanidad entera, para que la acogiera nuevamente con amor misericordioso.

Todo lo que el Hijo es y realizó fue acogido por el Padre, que así pudo ofrecerlo como don al mundo en el momento en que resucitó a Jesús de entre los muertos y lo hizo sentarse a su derecha, donde el pecado y la muerte ya no tienen ningún poder. En el sacrificio pascual de Jesús, el Padre ofrece de forma irrevocable al mundo la reconciliación y la plenitud de vida. Este don extraordinario sólo pudo ser ofrecido a través del Hijo amado, el único capaz de responder plenamente al amor del Padre, amor rechazado por el pecado. En Jesucristo, mediante la fuerza del Espíritu Santo, nosotros llegamos a conocer que Dios no está lejos, por encima o fuera del hombre, sino que, por el contrario, está muy cerca, más aún, está unido a cada persona y a toda la humanidad en cualquier circunstancia de la vida. Este es el mensaje que el cristianismo ofrece al mundo, mensaje de incomparable consuelo y esperanza para todos los creyentes.

(42) Cf. Misal romano, Plegaria eucarística de la reconciliación I.


Jesucristo, verdad del hombre

13 ¿Cómo puede la humanidad de Jesús y el inefable misterio de la encarnación del Hijo del Padre iluminar la condición humana? El Hijo de Dios encarnado no sólo revela completamente al Padre y su plan de salvación, sino también "revela plenamente el hombre al propio hombre" (43). Sus palabras y obras, y sobre todo su muerte y resurrección, revelan en profundidad lo que significa ser hombre. En Jesús el hombre puede por fin conocer la verdad sobre sí mismo. La vida perfectamente humana de Jesús, dedicada enteramente al amor y al servicio del Padre y de la humanidad, revela que la vocación de todo ser humano consiste en recibir y dar amor. En Jesús quedamos asombrados por la inagotable capacidad del corazón humano de amar a Dios y al hombre, incluso cuando eso puede implicar gran sufrimiento. Sobre todo en la cruz, Jesús anula el poder de la autodestructora resistencia al amor que nos infligió el pecado. Por su parte, el Padre responde haciendo de Jesús el primogénito de los que ha predestinado a reproducir la imagen de su Hijo (cf. Rm 8,29). En ese momento, Jesús se convirtió, de una vez para siempre, en la revelación y la realización de una humanidad regenerada y renovada según el plan de Dios. Así pues, en Jesús descubrimos la grandeza y la dignidad de toda persona ante Dios, que creó el hombre a su imagen (cf. Gn 1,26) y encontramos el origen de la nueva creación, de la que hemos llegado a formar parte mediante su gracia.

El concilio ecuménico Vaticano II enseñó que "el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (44). Los padres sinodales han visto en esta profunda intuición la fuente última de esperanza y fuerza para los habitantes de Asia en sus dificultades y en sus incertidumbres. Cuando hombres y mujeres responden con fe viva al ofrecimiento de amor de Dios, su presencia lleva amor y paz a todo corazón humano, transformándolo desde dentro. En la encíclica Redemptor hominis escribí que "la redención del mundo —ese misterio tremendo del amor, en el que la creación es renovada— es, en su raíz más profunda, la plenitud de la justicia en un corazón humano: en el corazón del Hijo primogénito, para que pueda hacerse justicia de los corazones de muchos hombres, los cuales, precisamente en el Hijo primogénito, han sido predestinados desde la eternidad a ser hijos de Dios y llamados a la gracia, llamados al amor" (45).

La misión de Jesús no sólo restableció la comunión entre Dios y la humanidad, sino que también instauró una nueva comunión entre los seres humanos, separados unos de otros a causa del pecado. Más allá de toda división, Jesús hace posible para todos vivir como hermanos y hermanas, reconociendo a un único Padre, que está en los cielos (cf. Mt 23,9). En él se ha realizado una nueva armonía, en la que "ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3,28). "Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba, la enemistad" (Ep 2,14). En todo lo que dijo e hizo, Jesús fue la voz, las manos y los brazos del Padre, reuniendo a todos los hijos de Dios en una sola familia de amor; oró para que sus discípulos vivieran en comunión, de la misma manera que él vive en comunión con el Padre (cf. Jn 17,11) y, entre sus últimas palabras, hemos escuchado que decía: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. (...) Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15,9 Jn 12). Enviado por el Dios de la comunión, Jesús estableció la comunión entre el cielo y la tierra en su persona, dado que es verdadero Dios y verdadero hombre. Nosotros creemos que "Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos" (Col 1,19-20). La salvación puede encontrarse en la persona del Hijo de Dios hecho hombre y en la misión encomendada sólo a él como Hijo, una misión de servicio y amor para la vida de todos. Juntamente con la Iglesia en todo el mundo, la Iglesia en Asia proclama la verdad de la fe: "Hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos" (1Tm 2,5-6). La unicidad y la universalidad de la salvación en Jesús

(43) JUAN PABLO II, Rm 10: AAS71 (1979) 274.
(44) GS 22.
(45) GS 9: AAS 71 (1979) 272-273.



14 Los padres sinodales recordaron que la Palabra preexistente, el Hijo unigénito y eterno de Dios, "ya estaba presente en la creación, en la historia y en todo ser humano que anhela el bien" (46). Mediante la Palabra, presente en el cosmos incluso antes de la Encarnación, el mundo recibió la existencia (cf. Jn 1,1-4 Jn 10 Col 1,15-20). Pero como Palabra encarnada que vivió, murió y resucitó de entre los muertos, Jesucristo es proclamado ahora coronación de toda la creación, de toda la historia y de toda aspiración humana a la plenitud de la vida (47). Resucitado de entre los muertos, "está presente en todos y en la creación entera de un modo nuevo y misterioso" (48). En él "los valores auténticos de toda tradición religiosa y cultural, como la misericordia y la sumisión a la voluntad de Dios, la compasión y la rectitud, la no violencia y la justicia, la piedad filial y la armonía con la creación, encuentran su coronación y su realización" (49). Desde el primer instante del tiempo hasta el último, Jesús es el único Mediador universal. También para cuantos no profesan explícitamente la fe en él como Salvador, la salvación llega a través de él como gracia, mediante la comunicación del Espíritu Santo.

Nosotros creemos que Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el único Salvador, dado que sólo él, el Hijo, ha realizado el plan universal de la salvación. En efecto, como manifestación definitiva del misterio del amor del Padre hacia todos, Jesús es único y "es precisamente esta singularidad única de Cristo la que le confiere un significado absoluto y universal, por lo cual, mientras está en la historia, es el centro y el fin de la misma" (50).

Ninguna persona, ninguna nación, ninguna cultura es impermeable a la llamada de Jesús, que habla desde el corazón mismo de la condición humana. "Es su misma vida la que habla, su humanidad, su fidelidad a la verdad, su amor que abarca a todos. Habla, además, su muerte en la cruz, esto es, la insondable profundidad de su sufrimiento y de su abandono" (51). Al contemplar su naturaleza humana, los pueblos de Asia encuentran la respuesta a sus interrogantes más profundos y la realización de sus esperanzas; encuentran su dignidad elevada y su desesperación vencida. Jesús es la buena nueva para los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares que buscan el sentido de su vida y la verdad de su misma humanidad.

(46) ASAMBLEA ESPECIAL PARA ASIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS, Relatio post disceptationem,3.
(47) Cf. ib.
(48) €Ib.
(49) Propositio 5.
(50) JUAN PABLO II, RMi 6: AAS 83 (1991) 255.
(51) JUAN PABLO II, RH 7: AAS 71 (1979) 269.


CAPÍTULO III - EL ESPÍRITU SANTO: SEÑOR Y DADOR DE VIDA


El Espíritu de Dios en la creación y en la historia

15 Si es verdad que el significado salvífico de Jesús sólo se puede comprender en el marco de su revelación del plan de salvación de la Trinidad, de ahí se sigue que el Espíritu Santo pertenece intrínsecamente al misterio de Jesús y de la salvación que él nos ha traído. Los padres sinodales a menudo se refirieron al papel del Espíritu Santo en la historia de la salvación, advirtiendo de que una falsa separación entre el Redentor y el Espíritu Santo podría poner en peligro la misma verdad según la cual Cristo es el único Salvador de todos.

En la tradición cristiana, el Espíritu Santo siempre fue asociado a la vida y a su comunicación. El Credo niceno-constantinopolitano llama al Espíritu Santo "Señor y dador de vida". Por ello, no sorprende que muchas interpretaciones del relato de la creación en el libro del Génesis hayan reconocido al Espíritu Santo en el viento impetuoso que aleteaba sobre las aguas (cf.
Gn 1,2). Está presente desde el primer instante de la creación; desde la primera manifestación del amor de Dios Trinidad, y siempre está presente en el mundo como su fuerza que da vida (52). Dado que la creación es el inicio de la historia, el Espíritu es, en cierto sentido, una fuerza escondida que actúa en la historia, que la guía por los caminos de la verdad y del bien.

La revelación de la persona del Espíritu Santo, que es el amor recíproco del Padre y del Hijo, es propia del Nuevo Testamento. En el pensamiento cristiano, es considerado la fuente de vida de todas las criaturas. La creación es la libre comunicación de amor de Dios, que, de la nada, llama a cada cosa a la existencia. Todo lo creado está lleno del incesante intercambio de amor que caracteriza la vida íntima de la Trinidad, es decir, está lleno de Espíritu Santo: "El Espíritu del Señor llena la tierra" (Sg 1,7). La presencia del Espíritu en la creación engendra orden, armonía e interdependencia en todo lo que existe.

Los seres humanos, creados a imagen de Dios, se transforman de un modo nuevo en morada del Espíritu cuando son elevados a la dignidad de la adopción divina (cf. Ga 4,5). Renacidos en el bautismo, experimentan la presencia y la fuerza del Espíritu no sólo como Autor de la vida, sino también como Aquel que purifica y salva, produciendo frutos de "amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí" (Ga 5,22-23). Estos frutos son el signo de que "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5,5). Cuando es acogido libremente, este amor convierte a los hombres y las mujeres en instrumentos visibles de la incesante actividad del Espíritu invisible en la creación y en la historia. Es ante todo esta nueva capacidad de dar y recibir amor la que testimonia la presencia interior y la fuerza del Espíritu Santo. Como consecuencia de la transformación y la renovación que produce en el corazón y en la mente de las personas, el Espíritu influye en las sociedades y en las culturas humanas (53). "En efecto, el Espíritu se halla en el origen de los nobles ideales y de las iniciativas de bien de la humanidad en camino; 'con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra'" (54).

Siguiendo el itinerario del concilio Vaticano II, los padres del Sínodo prestaron atención a la acción múltiple y variada del Espíritu Santo, que siembra constantemente semillas de verdad entre todos los pueblos y en sus religiones, culturas y filosofías (55). Eso significa que éstas son capaces de ayudar a las personas, de forma individual y colectiva, a actuar contra el mal y a servir a la vida y a todo lo que es bueno. Las fuerzas de la muerte aíslan entre sí a los pueblos, a las sociedades y a las comunidades religiosas, y engendran sospechas y rivalidades que llevan a conflictos. Al contrario, el Espíritu Santo sostiene a las personas en la mutua comprensión y aceptación. Así pues, con razón, el Sínodo vio en el Espíritu de Dios el agente primario del diálogo de la Iglesia con todos los pueblos, culturas y religiones.

(52) Cf. JUAN PABLO II, DEV 54: AAS 78 (1986) 875.
(53) Cf. DEV 59: l.c., 885.
(54) JUAN PABLO II, RMi 28: AAS 83 (1991) 274; cf. VATICANO II, GS 26.
(55) Cf. Propositio 11; ; JUAN PABLO II, RMi 28: AAS 83 (1991) 273-274.


El Espíritu Santo y la encarnación del Verbo

16 Bajo la guía del Espíritu Santo, la historia de la salvación se va desarrollando en el escenario del mundo, e incluso del cosmos, de acuerdo con el plan eterno del Padre. Este plan, iniciado por el Espíritu desde el origen de la creación, es revelado en el Antiguo Testamento, es realizado por la gracia de Jesucristo y es actuado en la nueva creación por este mismo Espíritu hasta que el Señor vuelva en la gloria al final de los tiempos (56). La encarnación del Hijo de Dios es la obra suprema del Espíritu Santo: "La concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación: la suprema gracia —“la gracia de la unión”— fuente de todas las demás gracias" (57). La Encarnación es el acontecimiento en el que Dios lleva a una nueva y definitiva unión consigo no sólo al hombre, sino también a la creación entera y toda la historia (58).

Jesús de Nazaret, Mesías y único Salvador, concebido en el seno de la Virgen María por el poder del Espíritu (cf.
Lc 1,35 Mt 1,20), estuvo lleno de Espíritu Santo, que bajó sobre él en el momento del bautismo (cf. Mc 1,10) y lo guió al desierto para fortalecerlo antes de su ministerio público (cf. Mc 1,12 Lc 4,1 Mt 4,1). En la sinagoga de Nazaret, Jesús inició su ministerio profético aplicándose a sí mismo el oráculo de Isaías sobre la unción del Espíritu que lleva a la predicación de la buena nueva a los pobres, la libertad a los cautivos y un año de gracia del Señor (cf. Lc 4,18-19). Por la fuerza del Espíritu, Jesús curaba a los enfermos y expulsaba a los demonios, como signo de que el reino de Dios había llegado (cf. Mt 12,28). Después de resucitar de entre los muertos, donó el Espíritu Santo a los discípulos, a los que había prometido derramarlo en la Iglesia cuando volviera al Padre (cf. Jn 20,22-23).

Todo esto muestra que la misión salvífica de Jesús lleva el sello inconfundible de la presencia del Espíritu: vida, vida nueva. Entre el envío del Hijo por parte del Padre y el envío del Espíritu por parte del Padre y del Hijo, existe un vínculo íntimo y vital (59). La acción del Espíritu en la creación y en la historia humana recibe un significado completamente nuevo en su acción en la vida y en la misión de Jesús. Las "semillas del Verbo" sembradas por el Espíritu preparan a la creación entera, a la historia y al hombre para la plena madurez en Cristo (60).

Los padres sinodales expresaron su preocupación con respecto a la tendencia a separar la actividad del Espíritu Santo de la de Jesús Salvador; y, respondiendo a su inquietud, repito lo que escribí en la encíclica Redemptoris missio: " (El Espíritu) no es, por consiguiente, algo alternativo a Cristo, ni viene a llenar una especie de vacío, como a veces se da por hipótesis que exista entre Cristo y el Logos. Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de referirse a Cristo, Verbo encarnado por obra del Espíritu, 'para que, hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas'" (61).

Así pues, la presencia universal del Espíritu no puede servir de excusa para dejar de proclamar a Jesucristo explícitamente como el único Salvador. Al contrario, la presencia universal del Espíritu Santo es inseparable de la salvación universal en Jesús. La presencia del Espíritu en la creación y en la historia orienta hacia Jesucristo, en el que ambas son redimidas y llevadas a plenitud. La presencia y la acción del Espíritu, tanto en la Encarnación como en el momento culminante de Pentecostés, siempre tienden a Jesús y a la salvación que él nos trajo. Por este motivo, la presencia universal del Espíritu no puede separarse nunca de su acción dentro del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia (62) El Espíritu Santo y el Cuerpo de Cristo

(56) Cf. ASAMBLEA ESPECIAL PARA ASIA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS, Relatio ante disceptationem: L'Osservatore Romano, 22 de abril de 1998, p. 5.
(57) JUAN PABLO II, DEV 50: AAS 78 (1986) 870; cf.SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teol., III 2,10-12 III 6,6 III 7,3.
(58) Cf. JUAN PABLO II, DEV 50: AAS 78 (1986) 870.
(59) Cf. DEV 24: l.c., 832.
(60) Cf. JUAN PABLO II, RMi 28: AAS 83 (1991) 274.
(61) RMi 29: AAS 83 (1991) 275; cf. VATICANO II, GS 45.
(62) Cf. JUAN PABLO II, RMi 29: AAS 83 (1991) 275.


17 El Espíritu Santo conserva firme el vínculo de comunión entre Jesús y su Iglesia. Habitando en ella como en un templo (cf. 1Co 3,16), el Espíritu la guía, ante todo, a la plenitud de la verdad sobre Jesús. También es él quien hace posible que la Iglesia continúe la misión de Jesús, dando en primer lugar testimonio de Jesús y realizando así lo que él mismo había prometido antes de su muerte y resurrección, es decir, que enviaría al Espíritu a los discípulos para que dieran testimonio de él (cf. Jn 15,26-27). Así pues, la obra del Espíritu en la Iglesia consiste en atestiguar que los creyentes son hijos adoptivos de Dios, destinados a heredar la salvación, la prometida plena comunión con el Padre (cf. Rm 8,15-17). El Espíritu, adornando a la Iglesia con diferentes dones y carismas, la hace crecer en la comunión como un solo cuerpo, compuesto por muchas partes diversas (cf. 1Co 12,4 Ep 4,11-16). El Espíritu congrega en la unidad a todo tipo de personas, con sus respectivas costumbres, recursos y talentos, haciendo que la Iglesia sea signo de comunión de toda la humanidad bajo una sola cabeza, Cristo (63). El Espíritu confiere a la Iglesia la forma de comunidad de testigos, que, con su fuerza, dan testimonio de Jesús Salvador (cf. Ac 1,8) y, en este sentido, es el agente primario de la evangelización. De todo ello los padres sinodales pudieron concluir que, de la misma forma que el ministerio terreno de Jesús se desarrolló con la fuerza del Espíritu Santo, así también "este mismo Espíritu fue dado a la Iglesia en Pentecostés por el Padre y por el Hijo para cumplir la misión de amor y servicio de Jesús en Asia" (64).

El plan del Padre para la salvación del hombre no termina con la muerte y la resurrección de Cristo. Con el don del Espíritu de Cristo, los frutos de la misión salvífica se ofrecen a través de la Iglesia a todos los pueblos de todos los tiempos mediante el anuncio del Evangelio y el servicio y la promoción de la familia humana. Como enseña el concilio Vaticano II, la Iglesia "se siente impulsada (...) por el Espíritu Santo a colaborar a que se lleve a cabo el plan de Dios, que constituyó a Cristo principio de salvación para todo el mundo" (65). Habiendo recibido del Espíritu la fuerza para realizar la salvación de Cristo en la tierra, la Iglesia es el germen del reino de Dios y espera con impaciencia su venida final. Su identidad y misión son inseparables del reino de Dios que Jesús anunció e inauguró mediante todo lo que hizo y dijo, principalmente mediante su muerte y resurrección. El Espíritu recuerda a la Iglesia que no existe para sí misma, sino para servir a Cristo y a la salvación del mundo en todo lo que es y hace. En la actual economía de la salvación, la actividad del Espíritu Santo en la creación, en la historia y en la Iglesia forma parte del plan eterno de la Trinidad con respecto a todo lo que existe.

(63) Cf. VATICANO II, LG 13.
(64) Propositio 12.
(65) LG 17.


El Espíritu Santo y la misión de la Iglesia en Asia

18 El Espíritu que actuaba en Asia en tiempos de los patriarcas y los profetas, y, de modo más poderoso, en la época de Jesús y de la Iglesia primitiva, ahora actúa sobre los cristianos de Asia, fortaleciendo su testimonio de fe entre los pueblos, las culturas y las religiones del continente. De la misma forma que el gran diálogo de amor entre Dios y el hombre fue preparado por el Espíritu Santo y se realizó en la tierra de Asia en el misterio de Cristo, así el diálogo entre el Salvador y los pueblos del continente prosigue hoy con la fuerza del mismo Espíritu, que sigue actuando en la Iglesia. En ese proceso, los obispos, los sacerdotes, los consagrados y los laicos, hombres y mujeres, desempeñan un papel esencial, recordando las palabras de Jesús, que son al mismo tiempo una promesa y un mandato: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Ac 1,8).

La Iglesia está convencida de que en lo más profundo del corazón de los hombres, de las culturas y de las religiones de Asia existe sed de "agua viva" (cf. Jn 4,10-15), sed que el Espíritu mismo suscita y que sólo Jesús Salvador podrá saciar plenamente. Pide al Espíritu Santo que siga preparando a los pueblos de Asia para el diálogo salvífico con el Redentor de todos. Guiada por el Espíritu en la misión de servicio y amor, la Iglesia puede ofrecer un encuentro entre Jesucristo y los pueblos de Asia, en busca de la plenitud de la vida. Sólo en ese encuentro se puede encontrar el agua viva que salta para la vida eterna, es decir, el conocimiento del único verdadero Dios y de su enviado, Jesucristo (cf. Jn 17,3).

La Iglesia sabe bien que únicamente podrá cumplir su misión si obedece a los impulsos del Espíritu Santo; comprometida a ser signo e instrumento genuino de la acción del Espíritu en las complejas realidades de Asia, debe saber discernir, en las diversas circunstancias del continente, la llamada del Espíritu a dar testimonio de Jesús Salvador de modos nuevos y eficaces. La plena verdad de Jesús y de la salvación que él nos ha conquistado es siempre un don y nunca el resultado de un esfuerzo humano. "El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo" (Rm 8,16-17). Por eso, la Iglesia implora incesantemente: "¡Ven, Espíritu Santo! Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor". Este es el fuego que Jesús ha traído a la tierra, y la Iglesia en Asia comparte su ardiente deseo de que ese fuego se encienda ahora (cf. Lc 12,49). Con este intenso sentimiento, los padres sinodales trataron de discernir las principales áreas de misión que la Iglesia debe afrontar en Asia, mientras se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio.



Ecclesia in Asia ES 9