Ecclesia in Asia ES 33

La dignidad de la persona humana

33 Los seres humanos, y no la riqueza o la tecnología, son los agentes principales y los destinatarios del desarrollo. Por consiguiente, el tipo de desarrollo que la Iglesia promueve va mucho más allá de las cuestiones económicas o tecnológicas: comienza y termina con la integridad de la persona humana, creada a imagen de Dios y dotada de la dignidad y los derechos humanos inalienables que Dios le dio. Las diversas declaraciones internacionales sobre los derechos humanos y las numerosas iniciativas inspiradas por ellas son signo de la creciente atención que se presta a escala mundial a la dignidad de la persona humana. Por desgracia, esas declaraciones a menudo no se cumplen en la práctica. Cincuenta años después de la solemne proclamación de la Declaración universal de derechos humanos, muchas personas aún se hallan sometidas a las más degradantes formas de explotación y manipulación, que hacen de ellas verdaderas esclavas de los más poderosos, de ideologías, del poder económico, de sistemas políticos opresores, de la tecnocracia científica o de la invasión de los medios de comunicación social (169).

Los padres sinodales eran plenamente conscientes de la persistente violación de los derechos humanos en muchas partes del mundo, y particularmente en Asia, donde "millones de personas sufren discriminación, explotación, pobreza y marginación" (170). Asimismo, destacaron la necesidad de que todo el pueblo de Dios en Asia llegue a tomar clara conciencia del desafío inevitable e irrenunciable vinculado con la defensa de los derechos humanos y con la promoción de la justicia y la paz.

(169) Cf. JUAN PABLO II,
CL 5: AAS 81 (1989) 400-402; EN 18: AAS 87 (1995) 419.
(170) Propositio 22; cf. Propositio 39.


Amor preferencial por los pobres

34 En la búsqueda de la promoción de la dignidad humana, la Iglesia demuestra un amor preferencial por los pobres y los que carecen de voz, porque el Señor se identificó con ellos de modo especial (cf. Mt 25,40). Este amor no excluye a nadie; simplemente encarna una prioridad de servicio atestiguada por toda la tradición cristiana. "Este amor preferencial, con las decisiones que nos inspira, no puede dejar de abarcar a las inmensas muchedumbres de hambrientos, mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor: no se puede olvidar la existencia de esta realidad. Ignorarla significaría parecernos al rico epulón, que fingió no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta (cf. Lc 16,19-31)" (171). Eso es verdad especialmente por lo que atañe a Asia, continente con abundantes recursos y grandes civilizaciones, pero donde se hallan algunas de las naciones más pobres de la tierra y donde más de la mitad de la población sufre privaciones, pobreza y explotación (172). Los pobres de Asia y del mundo encontrarán siempre las mejores razones de esperanza en el mandamiento evangélico de amarse los unos a los otros como Cristo nos ha amado (cf. Jn 13,34) y la Iglesia en Asia no puede por menos de esforzarse con gran celo por cumplir, con palabras y obras, ese mandamiento referido a los pobres.

La solidaridad con los pobres resulta más creíble si los cristianos viven con sencillez, siguiendo el ejemplo de Jesús. La sencillez de vida, la fe profunda y el amor sincero a todos, especialmente a los pobres y abandonados, son ejemplos luminosos del Evangelio en acción. Los padres sinodales invitaron a los católicos de Asia a adoptar un estilo de vida acorde con la enseñanza del Evangelio para poder servir mejor a la misión de la Iglesia y para que la Iglesia misma se convierta en una Iglesia de los pobres y para los pobres (173).

En su amor a los pobres de Asia, la Iglesia se dirige de modo especial a los emigrantes, a las poblaciones indígenas y a las que viven en tribus, a las mujeres y a los niños, dado que a menudo son víctimas de las peores formas de explotación. Además, innumerables personas sufren discriminación a causa de su cultura, color, raza, casta, situación económica o forma de pensar. Entre ellos se encuentran los que son oprimidos a causa de su conversión al cristianismo (174). Juntamente con los padres sinodales, hago un llamamiento a todas las naciones para que reconozcan el derecho a la libertad de conciencia y de religión, así como los demás derechos humanos fundamentales (175).

En las actuales circunstancias, Asia está experimentando un flujo, sin precedentes, de refugiados, de personas que buscan asilo, de emigrantes y trabajadores de ultramar. En los países a donde llegan, estas personas se encuentran a menudo sin amigos y desarraigados culturalmente, no conocen la lengua y carecen de recursos económicos. Necesitan ayuda y atención para poder conservar su dignidad humana y su herencia cultural y religiosa (176). A pesar de su escasez de recursos, la Iglesia en Asia trata generosamente de ser una casa acogedora para cuantos están fatigados y cansados, consciente de que en el Corazón de Jesús, donde nadie es extranjero, encontrarán consuelo (cf. Mt 11,28-29).

En casi todas las naciones de Asia hay numerosas poblaciones aborígenes, algunas de las cuales en el nivel más bajo de la economía. El Sínodo destacó en varias ocasiones que los indígenas o los miembros de las tribus a menudo se sienten atraídos por la persona de Jesucristo y por la Iglesia, comunidad de amor y servicio (177). Aquí se abre un campo inmenso de acción en la educación y la salud, así como en el ámbito de la promoción de la participación social. La comunidad católica debe intensificar el trabajo pastoral entre esas personas, prestando atención a sus preocupaciones y a las cuestiones de justicia que afectan a su vida. Eso supone una actitud de gran respeto por su religión tradicional y sus valores; supone, asimismo, la necesidad de ayudarles a ayudarse a sí mismos, de forma que puedan trabajar para mejorar su situación y convertirse en evangelizadores de su propia cultura y sociedad (178).

Nadie puede permanecer indiferente frente a los sufrimientos de innumerables niños en Asia, víctimas de explotación y violencia intolerables, no solamente como resultado del daño perpetrado por personas, sino también, a menudo, como consecuencia directa de estructuras sociales corruptas. Los padres sinodales señalaron el trabajo infantil, la pederastia y el fenómeno de la droga como los males sociales que afectan directamente a los niños, y advirtieron claramente que se combinan con otros males, como la pobreza y programas de desarrollo nacional mal concebidos (179). La Iglesia debe hacer todo lo que esté a su alcance para vencer la fuerza de esos males, actuando en favor de los más explotados y tratando de llevar a esos pequeños el amor de Jesús, dado que a ellos pertenece el reino de Dios (cf. Lc 18,16) (180).

El Sínodo manifestó especial preocupación por la mujer, cuya situación sigue siendo un serio problema en Asia, donde la discriminación y la violencia contra ella frecuentemente se lleva a cabo dentro del hogar, en los lugares de trabajo o incluso en el sistema legal. El analfabetismo se halla especialmente difundido entre las mujeres, y muchas son tratadas simplemente como objetos en el ámbito de la prostitución, del turismo y de la industria de la diversión (181). En la lucha contra toda forma de injusticia y discriminación, la mujer debería tener como aliada a la comunidad cristiana y, por esa razón, el Sínodo propuso que las Iglesias locales en Asia promuevan, donde sea posible, iniciativas en defensa de los derechos humanos de la mujer. El objetivo debe ser introducir un cambio de actitudes mediante una adecuada comprensión del papel del hombre y la mujer en la familia, en la sociedad y en la Iglesia, a través de una mayor conciencia de la complementariedad originaria entre hombre y mujer, y un mayor aprecio de la dimensión femenina en toda actividad humana. La contribución de la mujer ha sido con demasiada frecuencia subestimada o ignorada, y eso ha tenido como resultado un empobrecimiento espiritual de la humanidad. La Iglesia en Asia podría defender de forma más visible y eficaz la dignidad y la libertad de la mujer, impulsando su papel en la vida de la Iglesia, incluida la vida intelectual, y abriéndole mayores oportunidades para que esté activamente presente en la misión de amor y servicio que le es propia (182).

(171) JUAN PABLO II, SRS 42: AAS 80 (1988) 573; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, instr. Libertatis conscientia, sobre libertad cristiana y liberación, 68: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de abril de 1986, p. 19.
(172) Cf. Propositio 44.
(173) Cf. ib.
(174) Cf. Propositio 39.
(175) Cf. Propositio 22.
(176) Cf. Propositio 36.
(177) Cf. Propositio 38.
(178) Cf. ib.
(179) Cf. Propositio 33.
(180) Cf. ib.
(181) Cf. Propositio 35.
(182) Cf. ib.


El evangelio de la vida

35 El servicio en favor del desarrollo humano comienza con el servicio a la vida, que es un gran don que Dios nos ha regalado: nos lo encomienda como proyecto y como responsabilidad. Por tanto, somos los custodios de la vida, no sus propietarios. Hemos recibido libremente el don y, con actitud de agradecimiento, no podemos nunca dejar de respetarlo y defenderlo, desde su inicio hasta su fin natural. Desde su concepción, la vida humana implica la acción creadora de Dios y mantiene siempre un vínculo especial con el Creador, fuente de la vida y su único fin. No hay verdadero progreso ni verdadera sociedad civil ni tampoco auténtica promoción humana sin el respeto a la vida humana, especialmente a la de todos los que carecen de voz para defenderse. La vida de cada persona, tanto la del niño en el seno materno como la del enfermo, la del discapacitado o la del anciano, es un don para todos.

Acerca de la santidad de la vida humana, los padres sinodales reafirmaron de manera incondicional la enseñanza del concilio Vaticano II y del Magisterio posterior, como la de mi carta encíclica Evangelium vitae. Juntamente con ellos, exhorto a los fieles de sus países, donde la cuestión demográfica se usa a menudo como argumento para la necesidad de introducir el aborto y programas de control artificial de población, a resistir frente a la "cultura de la muerte" (183). Podrán demostrar su fidelidad a Dios y su compromiso en favor de la auténtica promoción humana sosteniendo y participando en programas que defienden la vida de los que no pueden defenderse a sí mismos.

(183)Cf. Propositio 32.


La salud

36 Siguiendo el ejemplo de Jesucristo, que tuvo compasión de todos y curó "toda enfermedad y toda dolencia" (Mt 9,35), la Iglesia en Asia se está esforzando por contribuir aún más a la curación de los enfermos, dado que esta labor forma parte vital de su misión, orientada a ofrecer la gracia sanante de Cristo a toda la persona. Como el buen samaritano de la parábola (cf. Lc 10,29-37), la Iglesia quiere cuidar de los enfermos y discapacitados de forma concreta (184), especialmente en los lugares donde las personas carecen de cuidados médicos elementales a causa de la pobreza y de la marginación.

En varias ocasiones, durante mis visitas a la Iglesia en las diferentes partes del mundo, me ha conmovido profundamente el extraordinario testimonio cristiano que dan los religiosos y los consagrados, los médicos, los enfermeros y los demás profesionales de la salud, especialmente los que trabajan con los discapacitados, con los enfermos terminales, o en la lucha contra la difusión de nuevas enfermedades, como el sida. Los profesionales cristianos de la salud están llamados a ser cada vez más generosos y desinteresados en su dedicación a las víctimas de la droga y del sida, a menudo despreciados y abandonados por la sociedad (185). Muchas instituciones médicas católicas (en Asia deben afrontar políticas de sanidad pública que no se basan en principios cristianos, y varias de ellas sufren dificultades económicas cada vez mayores. A pesar de esos problemas, el amor desinteresado y la solícita profesionalidad de esos agentes hacen que esas instituciones presten un servicio admirable y apreciado a la comunidad, y que constituyan un signo particularmente visible y eficaz del amor inagotable de Dios. Es preciso apoyar y sostener a esos profesionales de la salud por el bien que realizan. Su entrega perseverante y su eficiencia son el mejor modo de hacer que los valores cristianos y éticos impregnen profundamente los sistemas de la sanidad en Asia, transformándolos desde dentro (186).

(184) Cf. JUAN PABLO II, carta ap. Salvifici doloris (11 de febrero de 1984), 28-29: AAS76 (1984) 242-244.
(185) Cf. Propositio 20.
(186) Cf. ib.


La educación

37 En toda Asia el compromiso de la Iglesia en el campo de la educación es vasto y ampliamente visible; por consiguiente, es un elemento clave de su presencia entre los pueblos del continente. En muchos países, las escuelas católicas desempeñan un papel importante en la evangelización, inculturando la fe, enseñando un estilo de apertura y respeto, y promoviendo la comprensión interreligiosa. Las escuelas de la Iglesia con frecuencia proporcionan las únicas oportunidades educativas para niñas, para las minorías que viven en tribus, para los pobres de zonas rurales y para los niños menos privilegiados. Los padres sinodales se mostraron convencidos de la necesidad de ampliar y desarrollar el apostolado de la educación en Asia, con una atención particular hacia los más abandonados, a fin de ayudarles a ocupar el puesto al que tienen derecho como ciudadanos de pleno título en la sociedad (187). Como señalaron los padres sinodales, esto implica que el sistema de la educación católica debe orientarse aún más claramente a la promoción humana, proporcionando un ambiente donde los estudiantes no sólo reciban los elementos formales de la enseñanza, sino, más en general, una formación humana integral, basada en la doctrina de Cristo (188). Las escuelas católicas deberían seguir siendo lugares donde la fe pueda proponerse y recibirse libremente. Del mismo modo, las universidades católicas, además de buscar la excelencia académica por la que tienen prestigio, deben mantener una clara identidad cristiana, con el fin de ser levadura cristiana en las sociedades de Asia (189).

(187) Cf. Propositio 21.
(188) Cf. ib.
(189) Cf. ib.


La edificación de la paz

38 Al final del siglo XX, el mundo sigue amenazado por fuerzas que engendran conflictos y guerras, y Asia ciertamente no está exenta de ellas. Entre esas fuerzas se pueden citar la intolerancia y la marginación de todo tipo: social, cultural, política e incluso religiosa. Día tras día, se ejerce nueva violencia sobre personas y sobre pueblos enteros, y la cultura de la muerte se apoya en el injustificable recurso a la violencia para resolver las tensiones. Frente a la trágica situación de conflicto existente en demasiadas partes del mundo, la Iglesia está llamada a participar a fondo en los esfuerzos internacionales e interreligiosos para hacer que triunfen la paz, la justicia y la reconciliación. Sigue insistiendo en la negociación y en la solución no militar de los conflictos, y espera que llegue el día en que las naciones abandonen la guerra como instrumento para responder a las reivindicaciones o como medio para resolver las controversias. Está convencida de que la guerra crea problemas mayores que los que resuelve; de que el diálogo es el único camino justo y noble para alcanzar el acuerdo y la reconciliación; y de que el arte paciente y sabio de la edificación de la paz es bendecido de manera especial por Dios.

Particularmente preocupante en el ámbito de Asia es el incremento de arsenales de armas de destrucción de masas: constituye un gasto inmoral y ruinoso en los presupuestos nacionales, que en algunos casos no pueden cubrir ni siquiera las necesidades fundamentales del pueblo. Los padres sinodales hablaron también del enorme número de minas antipersonales existentes en Asia, que han mutilado o matado a centenares de miles de personas inocentes, haciendo al mismo tiempo inutilizables terrenos fértiles, que hubieran podido usarse para la producción de alimentos (190). Todos, y especialmente quienes gobiernan las naciones, tienen el deber de esforzarse con mayor empeño en favor del desarme. El Sínodo pidió el fin de la construcción, de la venta y del uso de armas nucleares, químicas y biológicas, y exhortó a cuantos han esparcido minas en los terrenos a que ayuden en la labor de bonificación y reconstrucción (191). Por encima de todo, los padres sinodales invocaron a Dios, que conoce las profundidades de cada conciencia humana, para que infunda sentimientos de paz en el corazón de los que sientan la tentación de seguir los caminos de la violencia, para que pueda hacerse realidad la visión de la Biblia: "Forjarán de sus espadas arados, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada pueblo contra pueblo, ni se ejercitarán más en la guerra" (
Is 2,4).

Durante el Sínodo se presentaron numerosos testimonios sobre los sufrimientos del pueblo de Irak, y se explicó cómo muchos iraquíes, especialmente niños, han muerto a causa de la falta de medicinas y de otros bienes de primera necesidad, como consecuencia del persistente embargo. Juntamente con los padres sinodales, expreso una vez más mi solidaridad con el pueblo de Irak y me siento particularmente cercano, en la oración y en la esperanza, a los hijos e hijos de la Iglesia de ese país. El Sínodo suplicó a Dios que ilumine la conciencia de quienes tienen la responsabilidad de dar una justa solución a la crisis, para que a ese pueblo, ya duramente probado, se le ahorren ulteriores sufrimientos y lágrimas (192).

(190) Cf. Propositio 23.
(191) Cf. ib.
(192) Cf. Propositio 55.


La globalización

39 Los padres sinodales reconocieron la importancia del proceso de globalización económica al considerar la cuestión de la promoción humana en Asia. Aun reconociendo los múltiples aspectos positivos de la globalización, subrayaron también que se ha realizado en detrimento de los pobres (193), por la tendencia intrínseca a dejar a las naciones más pobres al margen de las relaciones internacionales de carácter económico y político. Muchos países asiáticos no pueden entrar en una economía global de mercado. Tal vez es aún más significativo el aspecto de una globalización cultural, que resulta posible por los medios modernos de comunicación: está rápidamente llevando a las sociedades asiáticas a una cultura consumista global, secularizada y materialista. Tiene como consecuencia la erosión de la familia tradicional y de los valores sociales que hasta ahora han sostenido a los pueblos y sociedades. Todo ello pone de relieve la urgencia de que los responsables de las naciones y las organizaciones implicadas en la promoción humana afronten los aspectos éticos y morales de la globalización.

La Iglesia insiste en la necesidad de una "globalización sin dejar a nadie al margen" (194). Juntamente con los padres del Sínodo, invito a las Iglesias particulares de todo el mundo, especialmente a las que se hallan en las regiones de Occidente, a esforzarse para que la doctrina social de la Iglesia tenga el debido influjo en la formulación de las normas éticas y jurídicas que regulan el mercado libre mundial y los medios de comunicación social. Los líderes y los profesionales católicos deben impulsar a las instituciones gubernamentales e internacionales de las finanzas y del comercio a reconocer y respetar esas normas (195).

(193) Cf. Propositio 49.
(194) JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 1998,3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de diciembre de 1997, p. 6.
(195) Cf. Propositio 49.


La deuda externa

40 Además, en la promoción de la justicia en un mundo marcado por desigualdades sociales y económicas, la Iglesia no puede ignorar la pesada carga de la deuda, en la que han incurrido muchas naciones asiáticas en vías de desarrollo, con las consecuencias que derivan de ella tanto para su presente como para su futuro. En muchos casos, esos países se ven obligados a recortar los gastos para necesidades vitales, como alimento, salud, casa y educación, a fin de pagar las deudas contraídas con organismos monetarios internacionales y bancos. Eso significa que muchas personas se ven abocadas a condiciones de vida que constituyen una afrenta a la dignidad humana. Aun consciente de la complejidad de la materia, el Sínodo afirmó que esa problemática pone a prueba la capacidad de pueblos, sociedades y gobiernos para apreciar la persona humana y la vida de millones de seres humanos por encima y más allá de la consideración de los beneficios económicos y materiales (196).

La cercanía del gran jubileo del año 2000 es un tiempo favorable para que las Conferencias episcopales del mundo, especialmente las de las naciones más ricas, impulsen a los organismos monetarios internacionales y a los bancos a buscar modos de aliviar la situación de la deuda externa. Entre los más obvios están la renegociación de la deuda, con una sustancial reducción o incluso su total condonación, así como iniciativas de negocios e inversiones para ayudar a las economías de los países más pobres (197). Al mismo tiempo, los padres sinodales dirigieron su palabra también a las naciones deudoras, subrayando la necesidad de desarrollar el sentido de la responsabilidad nacional, recordándoles la importancia de una sabia planificación económica, de la transparencia y del buen gobierno, e invitándolas a comprometerse en una decidida lucha contra la corrupción (198). Hicieron un llamamiento a los cristianos de Asia para que condenen toda forma de corrupción y apropiación indebida de fondos públicos por parte de quienes tienen el poder político (199). Los ciudadanos de los países deudores con demasiada frecuencia han sido víctimas de despilfarros e ineficiencia en su interior, antes de caer víctimas de la crisis de la deuda externa.

(196) Cf. Propositio 48.
(197) Cf. ib.; JUAN PABLO II,
TMA 512: AAS 87 (1995) 36.
(198) Cf. Propositio 48.
(199) Cf. Propositio 22; JUAN PABLO II, SRS 44: AAS80 (1988) 576.


El medio ambiente

41 Cuando la preocupación por el progreso económico y tecnológico no va acompañada de una preocupación igual por el equilibrio del ecosistema, nuestra tierra se ve inevitablemente expuesta a serios daños ecológicos, con grave detrimento del bien de los seres humanos. El desprecio por el ambiente natural, que resulta evidente para todos, seguirá existiendo mientras la tierra y su potencial se consideren simplemente como objeto de uso y consumo inmediato, como algo que se puede manipular con un afán desenfrenado de lucro (200). Corresponde a los cristianos y a quienes creen en Dios Creador la tarea de proteger el medio ambiente, restableciendo el sentido de respeto por todas las criaturas de Dios. Es voluntad del Creador que el hombre actúe sobre la naturaleza no como explotador irresponsable, sino como administrador sabio y responsable (201). Los padres sinodales pidieron de modo especial una mayor responsabilidad por parte de los jefes de las naciones, de los legisladores, del mundo de los negocios y de los que están directamente implicados en la administración de los recursos de la tierra (202). Asimismo, subrayaron la necesidad de educar a las personas, especialmente a los jóvenes, con vistas a la responsabilidad ambiental, enseñándoles el arte, encomendado por Dios a la humanidad, de gestionar la creación. La protección del medio ambiente no es sólo una cuestión técnica, sino también y sobre todo una cuestión ética. Todos tienen el deber moral de cuidar del medio ambiente, no sólo por su propio bien, sino también por el de las generaciones futuras.

Al concluir estas reflexiones, vale la pena recordar que, invitando a los cristianos a trabajar y sacrificarse al servicio del desarrollo humano, los padres sinodales hicieron referencia a los valores fundamentales de la tradición bíblica y eclesial. El antiguo Israel puso mucho énfasis en el vínculo indestructible entre la adoración a Dios y la solicitud por el débil, representado de modo típico en las Escrituras como "la viuda, el extranjero y el huérfano" (cf.
Ex 22,21-22 Dt 10,18 Dt 27,19), los cuales en las sociedades de aquel tiempo eran los más expuestos a la amenaza de la injusticia. Muchas veces, los profetas reclaman justicia, un orden justo de la sociedad humana, sin los cuales no puede haber auténtico culto a Dios (cf. Is 1,10-17 Am 5,21-24). En las advertencias de los padres sinodales, por tanto, escuchamos un eco de los profetas, que estaban llenos del Espíritu de Dios, el cual quiere "amor y no sacrificio" (Os 6,6). Jesús hizo suyas estas palabras (cf. Mt 9,13); y lo mismo vale para los santos de todos los tiempos y lugares. San Juan Crisóstomo escribe: "¿Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No lo ignores cuando está desnudo. No le des honores de seda en el templo, para luego olvidarlo cuando fuera lo ves tiritando de frío y desnudo. El que dijo: "éste es mi cuerpo" es el mismo que dijo también: "me viste hambriento y no me diste de comer" (...). ¿Qué bien hay si la mesa eucarística cruje bajo el peso de los cálices de oro, mientras Cristo está muriendo de hambre? Comienza a saciar su hambre, y luego, con lo que te sobre, podrás adornar también el altar" (203). En el llamamiento del Sínodo en favor del desarrollo humano y de la justicia en las relaciones humanas, escuchamos una voz que es simultáneamente antigua y nueva. Es antigua porque surge de las profundidades de nuestra tradición cristiana, que se orienta a la profunda armonía que el Creador quiere; y es nueva porque habla precisamente de la situación concreta de muchísimas personas de Asia hoy.

(200) Cf. JUAN PABLO II, RH 15: AAS 71 (1979)287.
(201) Cf. ib.
(202) Cf. Propositio 47.
(203) Hom. in Matth.,50, 3-4: PG 58, 508-509.




CAPÍTULO VII - TESTIGOS DEL EVANGELIO


Una Iglesia que testimonia

42 El concilio Vaticano II enseñó claramente que toda la Iglesia es misionera, y que la labor de evangelización corresponde a todo el pueblo de Dios (204). Dado que el pueblo de Dios, como tal, ha sido enviado a predicar el Evangelio, la evangelización nunca será obra de una persona aislada; más bien, es una tarea eclesial, que debe cumplirse en comunión con toda la comunidad de fe. La misión es única e indivisa, pues tiene un solo origen y un único fin. Sin embargo, en su interior, existen diversas responsabilidades y diversos tipos de actividades (205). En cualquier caso, es evidente que no puede haber auténtico anuncio del Evangelio si los cristianos no dan al mismo tiempo testimonio de una vida acorde con el mensaje que predican: "La primera forma de testimonio es la vida misma del misionero, la de la familia cristiana y de la comunidad eclesial, que hace visible un nuevo modo de comportarse. (...) Todos en la Iglesia, esforzándose por imitar al divino Maestro, pueden y deben dar este testimonio, que en muchos casos es el único modo posible de ser misioneros" (206). Hoy hay especial necesidad de un auténtico testimonio cristiano, pues "el hombre contemporáneo cree más a los testigos que a los maestros; cree más en la experiencia que en la doctrina, en la vida y los hechos que en las teorías" (207). Eso es verdad especialmente en el contexto de Asia, donde a las personas se las convence más con santidad de vida que con argumentos intelectuales. Por eso, la experiencia de la fe y de los dones del Espíritu Santo resultan el punto de partida de cualquier actividad misionera en las aldeas, en las ciudades, en las escuelas o en los hospitales, entre los discapacitados, los emigrantes o las poblaciones que viven en tribus, así como en la promoción de la justicia y en la defensa de los derechos humanos. Cada situación constituye para los cristianos una ocasión para demostrar la fuerza que ha adquirido en su vida la verdad de Cristo. Por consiguiente, la Iglesia en Asia, inspirada en el ejemplo de los numerosos misioneros que en el pasado dieron testimonio heroico del amor de Dios entre los pueblos del continente, se esfuerza hoy por testimoniar con igual celo a Jesucristo y su Evangelio. Lo exige la misión cristiana.

Los padres sinodales, conscientes del carácter esencialmente misionero de la Iglesia y con la mirada puesta en una nueva efusión del dinamismo del Espíritu Santo al inicio del nuevo milenio, pidieron que esta exhortación apostólica postsinodal ofrezca algunas directrices e indicaciones a los que trabajan en el vasto campo de la evangelización en Asia.

(204) Cf. .
(205) Cf. JUAN PABLO II,
RMi 31: AAS 83 (1991) 277.
(206) RMi 42: l.c., 289.
(207) RMi 42


Los pastores

43 Es el Espíritu Santo quien impulsa a la Iglesia a cumplir la misión que Cristo le encomendó. Antes de enviar a los discípulos como sus testigos, Jesús les dio el Espíritu Santo (cf. Jn 20,22), que actuaría a través de ellos, disponiendo el corazón de los oyentes (cf. Ac 2,37). Lo mismo acontece con los que envía ahora. Por una parte, todos los bautizados, en virtud de la gracia misma del sacramento, están llamados a participar en la continuación de la misión salvífica de Cristo y pueden realizar esta tarea precisamente porque el amor de Dios ha sido derramado en su corazón mediante el Espíritu Santo, que les ha sido dado (cf. Rm 5,5). Por otra, esta misión común se lleva a cabo mediante una gran variedad de funciones y carismas específicos. Cristo encomendó la responsabilidad principal de la misión de la Iglesia a los Apóstoles y a sus sucesores. En virtud de la ordenación episcopal y de la comunión jerárquica con la cabeza del Colegio episcopal, los obispos reciben el mandato y la autoridad de enseñar, gobernar y santificar al pueblo de Dios. Por voluntad de Cristo mismo, dentro del Colegio de los obispos, el Sucesor de Pedro —roca sobre la cual está construida la Iglesia (cf. Mt 16,18)— desempeña un ministerio especial de unidad. Por consiguiente, los obispos deben ejercer su ministerio en unión con el Sucesor de Pedro, que es el garante de la verdad de su enseñanza y de su plena comunión en la Iglesia.

Los sacerdotes, asociados a los obispos en la obra del anuncio del Evangelio, mediante la ordenación están llamados a ser pastores del rebaño, heraldos de la buena nueva de la salvación y ministros de los sacramentos. Para servir a la Iglesia como Cristo quiere, los obispos y los sacerdotes necesitan una formación sólida y permanente, que les permita una renovación humana, espiritual y pastoral. Por consiguiente, tienen necesidad de cursos de teología, espiritualidad y ciencias humanas (208). Los habitantes de Asia deben poder ver a los miembros del clero no sólo como agentes de la caridad o administradores de la institución, sino como hombres que tengan su mente y su corazón sintonizados con las profundidades del Espíritu (cf. Rm 8,5). Al respeto que los asiáticos tienen por las personas revestidas de autoridad debe corresponder, por parte de quienes tienen responsabilidades ministeriales en la Iglesia, una clara rectitud moral. Los miembros del clero, con su vida de oración, con su servicio celoso y con su estilo ejemplar de vida, dan un gran testimonio del Evangelio en las comunidades que apacientan en nombre de Cristo. Pido fervientemente a Dios que los ministros ordenados de la Iglesia en Asia vivan y actúen con espíritu de comunión y colaboración con los obispos y con todos los miembros de la Iglesia, dando testimonio del amor que Jesús definió como auténtico distintivo de sus discípulos (cf. Jn 13,35).

Deseo subrayar en particular la preocupación del Sínodo por la preparación de los formadores y profesores de los seminarios y de las facultades teológicas (209). Además de una esmerada preparación en las ciencias sagradas y en las materias relacionadas con ellas, deberían recibir una formación específica orientada a la espiritualidad sacerdotal, al arte de la dirección espiritual y a los demás aspectos de la difícil y delicada tarea que les espera en la formación de los futuros sacerdotes. Se trata de un apostolado prioritario para el bien y la vitalidad de la Iglesia.

(208) Cf. Propositio 25.
(209) Cf. ib.



Ecclesia in Asia ES 33