Ecclesia in Medio Oriente ES


EXHORTACIÓN APOSTÓLICA

POSTSINODAL

ECCLESIA IN MEDIO ORIENTE

DEL SANTO PADRE

BENEDICTO XVI

A LOS PATRIARCAS, A LOS OBISPOS,

AL CLERO,

A LAS PERSONAS CONSAGRADAS

Y A LOS FIELES LAICOS

SOBRE LA IGLESIA EN ORIENTE MEDIO,

COMUNIÓN Y TESTIMONIO



INTRODUCCIÓN






1 La Iglesia en Oriente Medio, que desde los albores de la fe cristiana peregrina en esta tierra bendita, continúa hoy su testimonio con valentía, fruto de una vida de comunión con Dios y con el prójimo. Comunión y testimonio. En efecto, esta es la convicción que ha animado a laAsamblea Especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio, reunida en torno al Sucesor de Pedro del 10 al 24 de octubre de 2010, sobre el tema: La Iglesia católica en Oriente Medio, comunión y testimonio. «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (Ac 4,32).


2 En los comienzos de este tercer milenio, deseo encomendar esta convicción, cuya fuerza se funda en Jesucristo, a la solicitud pastoral de todos los pastores de la Iglesia una, santa, católica y apostólica y, más en particular, a los Venerables Hermanos, los Patriarcas, Arzobispos y Obispos que, en unión con el Obispo de Roma, velan juntos sobre la Iglesia católica en Oriente Medio. En esta región hay fieles nativos pertenecientes a las venerables Iglesias orientales católicas sui iuris: la Iglesia patriarcal de Alejandría de los coptos, las tres Iglesias patriarcales de Antioquía de los greco-melquitas, de los sirios y de los maronitas, el Patriarcado de Babilonia de los caldeos y la de Cilicia de los armenios. Hay también obispos, sacerdotes y fieles que pertenecen a la Iglesia latina. Y, además, hay sacerdotes y fieles venidos de la India, de los Arzobispados mayores de Ernakulam-Angamaly de los sirio-malabares y de Trivandrum de los sirio-malankares, así como de otras iglesias orientales y latinas de Asia y Europa del Este, y muchos fieles de Etiopía y Eritrea. En su conjunto, dan testimonio de la unidad de la fe en la diversidad de sus tradiciones. También quiero encomendar esta convicción a todos los sacerdotes, religiosos y religiosas, y fieles laicos de Oriente Medio, con la certeza de que ella animará el ministerio y apostolado de cada uno en su respectiva iglesia, según el carisma que el Espíritu le haya otorgado para la edificación de todos.


3 Por lo que respecta a la fe cristiana, la «comunión es la vida misma de Dios que se comunica en el Espíritu Santo, mediante Jesucristo»[1]. Es un don de Dios que interpela nuestra libertad y espera nuestra respuesta. Precisamente por su origen divino, la comunión tiene una dimensión universal. Aun cuando atañe de manera imperativa a los cristianos, en razón de su fe apostólica común, no deja de estar menos abierta para nuestros hermanos judíos y musulmanes, y para todos aquellos que, de diversas formas, están también ordenados al Pueblo de Dios. La Iglesia católica en Oriente Medio sabe que no puede manifestar plenamente esta comunión en el plano ecuménico e interreligioso si no la reaviva ante todo en ella misma, en el seno de cada una de sus Iglesias, entre todos sus miembros: patriarcas, obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos. La profundización de la vida de fe personal y de renovación espiritual interna de la Iglesia católica permitirá la plenitud de vida de gracia y la teosis (divinización)[2]. Así se dará credibilidad al testimonio.

[1] Homilía en la apertura de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio (10 octubre 2010): AAS 102 (2010), 805.
[2] Cf. Propositio 4.


4 El ejemplo de la primera comunidad de Jerusalén puede servir de modelo para la renovación de la comunidad cristiana actual, con el fin de crear un espacio de comunión para el testimonio. En efecto, los Hechos de los Apóstoles, ofrecen una primera descripción, simple y profunda, de aquella comunidad nacida el día de Pentecostés: un grupo de creyentes que tenía un solo corazón y una sola alma (cf. Ac 4,32). Hay desde el comienzo un vínculo fundamental entre la fe en Jesús y la comunión eclesial, indicado por los dos términos intercambiables: un solo corazón y una sola alma. Así pues, la comunión no es el resultado de un artificio humano. Se obtiene ante todo por la fuerza del Espíritu Santo, que crea en nosotros la fe que actúa por el amor (cf. Ga 5,6).


5 Según los Hechos, la unidad de los creyentes se reconocía porque «perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Ac 2,42). La unidad de los creyentes se alimenta, pues, de la enseñanza de los Apóstoles (el anuncio de la Palabra de Dios) a la que ellos responden con una fe unánime, de la comunión fraterna (el servicio de la caridad), de la fracción del pan (la Eucaristía y el conjunto de los sacramentos) y de la oración personal y comunitaria. Estos son los cuatro pilares sobre los que se fundan la comunión y el testimonio en el seno de la primera comunidad de los creyentes. Que la Iglesia, presente sin interrupción en Oriente Medio desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, encuentre en el ejemplo de esta comunidad los recursos necesarios para mantener viva en ella la memoria y el dinamismo apostólico de los orígenes.


6 Los participantes en la Asamblea sinodal han experimentado la unidad en el seno de la Iglesia católica, dentro de la gran variedad de factores geográficos, religiosos, culturales y sociopolíticos. La fe común se vive y se despliega de forma admirable en la diversidad de sus expresiones teológicas, espirituales, litúrgicas y canónicas. Al igual que mis predecesores en la Sede de Pedro, renuevo aquí mi voluntad de que «se conserven religiosamente y se promuevan los ritos de las Iglesias orientales, cual patrimonio de la Iglesia universal de Cristo, patrimonio en el que resplandece la tradición que proviene de los Apóstoles a través de los Padres y que afirma la unidad divina de la fe católica en la variedad»[3], asegurando a mis hermanos latinos mi afecto, atento a sus necesidades y requerimientos, según el mandamiento de la caridad que lo preside todo, y de acuerdo con las normas del derecho.

[3] Código de los cánones de las Iglesias orientales, c.
CIO 39; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr.Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, OE 1; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Una esperanza nueva para el Líbano (10 mayo 1997), 40: AAS 89 (1997), 346-347, donde se desarrolla el tema de la unidad entre la Tradición apostólica común y las tradiciones eclesiales nacidas de ella en Oriente.


PRIMERA PARTE

«En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones»

(1Th 1,2)

7 Con esta acción de gracias de san Pablo, deseo saludar a los cristianos que viven en Oriente Medio, asegurándoles mi oración ferviente y constante. La Iglesia católica, y con ella toda la comunidad cristiana, no los olvida y reconoce con gratitud su noble y antigua contribución a la edificación del Cuerpo de Cristo. Les agradece su fidelidad y les renueva su afecto.

El contexto


8 Recuerdo con emoción mis viajes a Oriente Medio. Tierra elegida por Dios de una manera especial, fue hollada por los patriarcas y los profetas. Ella hizo de escriño para la encarnación del Mesías, vio alzarse la cruz del Salvador y fue testigo de la resurrección del Redentor y de la efusión del Espíritu Santo. La recorrieron los Apóstoles, los santos y muchos Padres de la Iglesia, siendo el crisol de las primeras formulaciones dogmáticas. Sin embargo, esta tierra bendita, y los pueblos que la habitan, experimenta de forma dramática las convulsiones humanas. ¡Cuántas muertes, cuántas vidas destrozadas por la ceguera humana, cuántos miedos y humillaciones! Parece como si, entre los hijos de Adán y Eva, creados a imagen de Dios (cf. Gn 1,27), el crimen de Caín no hubiera acabado (cf. Gn 4,6-10 1Jn 3,8-15). El pecado de Adán, consolidado por la culpa de Caín, no cesa de producir todavía hoy cardos y espinas (cf. Gn 3,18). ¡Qué triste es ver a esta tierra bendita sufrir en sus hijos, que se desgarran con saña y mueren! Los cristianos sabemos que sólo Jesús, habiendo pasado por la tribulación y la muerte para resucitar, puede traer la salvación y la paz a todos los habitantes de esta región del mundo (cf. Ac 2,23-24 Ac 32-33). Y es a él sólo, a Cristo, el Hijo de Dios, a quien proclamamos. Arrepintámonos, pues, y convirtámonos «para que se borren nuestros pecados; para que vengan tiempos de consuelo de parte de Dios» (Ac 3,19-20a).


9 Según las santas Escrituras, la paz no es sólo un pacto o un tratado que favorece una vida tranquila, y su definición no se puede reducir a la simple ausencia de guerra. Según su etimología hebrea, la paz comporta: ser completa, estar intacta, terminar algo para restablecer la integridad. Es el estado del hombre que vive en armonía con Dios, consigo mismo, con su prójimo y con la naturaleza. Antes de ser algo exterior, la paz es interior. Es una bendición. Es el deseo de una realidad. La paz es tan deseable que en Oriente Medio se ha convertido en un saludo (cf. Jn 20,19 1P 5,14). La paz es justicia (cf. Is 32,17), y Santiago añade en su carta: «El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz» (Jc 3,18). La lucha profética y la reflexión sapiencial eran un combate y un requisito con vistas a la paz escatológica. Esta es la paz auténtica en Dios, a la que Cristo nos lleva. Es la única puerta (cf. Jn 10,9). La única puerta que los cristianos quieren cruzar.


10 El hombre que busca el bien, sólo comenzando él mismo a convertirse a Dios, a vivir el perdón en su entorno y en la comunidad, puede responder a la invitación de Cristo a hacerse «hijo de Dios» (cf. Mt 5,9). Únicamente el humilde podrá gustar las delicias de una paz insondable (cf. Ps 37,11). Al inaugurar para nosotros la comunión con Dios, Jesús crea la verdadera hermandad, la fraternidad no desfigurada por el pecado[4]. «Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su carne el muro que los separaba: la hostilidad» (Ep 2,14). El cristiano sabe que la política terrena de la paz sólo será eficaz si la justicia en Dios y entre los hombres es su auténtica base, y si esta misma justicia lucha contra el pecado que está en el origen de la división. Por eso, la Iglesia quiere superar toda distinción de raza, sexo y nivel social (cf. Ga 3,28 Col 3,11), sabiendo que todos son uno en Cristo, que es todo en todos. Esta es también la razón por la que la Iglesia apoya y anima todo empeño por la paz en el mundo, y en Oriente Medio en particular. No escatima esfuerzo alguno para ayudar a los hombres a vivir en paz y favorece también el marco jurídico internacional que la consolida. Es sobradamente conocida la posición de la Santa Sede sobre los diversos conflictos que afligen dramáticamente a la región y sobre el status de Jerusalén y los santos lugares[5]. Pero la Iglesia no olvida que, por encima de todo, la paz es un fruto del Espíritu (Ga 5,22) que nunca debemos dejar de pedir a Dios (cf. Mt 7,78).

[4] Cf. Homilía en la Misa de Nochebuena en la Solemnidad de la Natividad del Señor (24 diciembre 2010): AAS 103 (2011), 17-21.
[5] Cf. Propositio 9.



La vía cristiana y ecuménica


11 Dios ha permitido el desarrollo de su Iglesia en este contexto constrictivo, inestable y actualmente propenso a la violencia. Ella vive en él dentro de una notable multiplicidad. Junto con la Iglesia católica, en Oriente Medio están presentes numerosas y venerables Iglesias, a las que se añaden comunidades eclesiales de origen más reciente. Este mosaico requiere un esfuerzo importante y continuo por favorecer la unidad, dentro de las respectivas riquezas, con el fin de reforzar la credibilidad del anuncio del Evangelio y del testimonio cristiano[6]. La unidad es un don de Dios, que nace del Espíritu, y es preciso hacer crecer con perseverante paciencia (cf. 1P 3,8-9). Sabemos que, cuando las divisiones nos contraponen, existe la tentación de recurrir sólo a criterios humanos, olvidando los sabios consejos de san Pablo (cf. 1Co 6,7-8). Él nos exhorta: «Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ep 4,3). La fe es el centro y el fruto del verdadero ecumenismo[7]. Esto es lo que se ha de comenzar a profundizar. La unidad surge de la oración perseverante y la conversión, que hace vivir a cada uno según la verdad y en la caridad (cf. Ep 4,15-16). El Concilio Vaticano II ha alentado este «ecumenismo espiritual», que es el alma del auténtico ecumenismo[8]. La situación en Oriente Medio es en sí misma un llamamiento urgente a la santidad de vida. Los martirologios enseñan que los santos y los mártires, de cualquier pertenencia eclesial, han sido – y algunos lo son todavía – testigos vivos de esta unidad sin fronteras en Cristo glorioso, anticipando nuestro «estar reunidos» como pueblo finalmente reconciliado en él[9]. Por eso se ha de consolidar, aun dentro de la Iglesia católica, la comunión que da testimonio del amor de Cristo.

[6] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, UR 1.
[7] Cf. A los participantes en la plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (27 enero 2012), AAS 104 (2012), 109.
[8] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, UR 8.
[9] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), UUS 83-84: AAS 87 (1995), 971-972.


12 Basados en las indicaciones del Directorio ecuménico[10], los fieles católicos pueden promover el ecumenismo espiritual en las parroquias, monasterios y conventos, en las instituciones escolares y universitarias, y en los seminarios. Los pastores se cuidarán de acostumbrar a los fieles a ser testigos de la comunión en todos los ámbitos de su vida. Ciertamente, esta comunión no es una confusión. El testimonio auténtico comporta el reconocimiento y el respeto por el otro, la disposición para el diálogo en la verdad, la paciencia como una dimensión del amor, la sencillez y la humildad de quien se reconoce pecador ante Dios y el prójimo, la capacidad de perdón, de reconciliación y purificación de la memoria, tanto en el plano personal como comunitario.

[10] Cf. Consejo pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directrices para la aplicación de principios y normas sobre el Ecumenismo (25 marzo 1993): AAS 85 (1993), 1039-1119.


13 Aliento el cometido de los teólogos que trabajan incansablemente por la unidad, y saludo las actividades de las comisiones ecuménicas locales que existen en los diferentes niveles, así como la actividad de las distintas comunidades que rezan y se esfuerzan en favor de la unidad tan deseada, promoviendo la amistad y la fraternidad. En fidelidad a los orígenes de la Iglesia y a sus tradiciones vivas, es importante también que se hable con una sola voz sobre las grandes cuestiones morales a propósito de la verdad humana, la familia, la sexualidad, la bioética, la libertad, la justicia y la paz.


14 Por otra parte, existe ya un «ecumenismo diaconal» en el campo de la caridad y la educación entre los cristianos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales. Y el Consejo de las Iglesias de Oriente Medio, que agrupa a las Iglesias de diferentes tradiciones cristianas de la región, es un buen foro para que el diálogo pueda desenvolverse con amor y respeto recíproco.


15 El Concilio Vaticano II indica que, para ser eficaz, el camino ecuménico ha de recorrerse «principalmente con la oración, con el ejemplo de vida, con la escrupulosa fidelidad a las antiguas tradiciones orientales, con un mejor conocimiento mutuo, con la colaboración y estima fraterna de las cosas y de los espíritus»[11]. Sobre todo, será conveniente que todos se dirijan aún más hacia Cristo mismo. Jesús une a quienes creen en él y le aman, entregándoles el Espíritu de su Padre, así como el de María, su madre (cf. Jn 14,6 Jn 16,7 Jn 19,27). Este dúplice don, cada uno de diferente entidad, puede ayudar mucho y merece una mayor atención por parte de todos.

[11] Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, OE 24.


16 El amor común a Cristo «que no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca» (1P 2,22) y el «vínculo estrechísimo»[12] que nos une a las Iglesias orientales que no están en plena comunión con la Iglesia Católica, urgen al diálogo y a la unidad. En varios casos, los católicos están unidos a las Iglesias de Oriente que no están en plena comunión en virtud de los comunes orígenes religiosos. Para una renovada pastoral ecuménica, con vistas a un testimonio común, es útil entender bien la apertura conciliar hacia una cierta communicatio in sacris respecto a los sacramentos de la penitencia, la eucaristía y la unción de los enfermos[13], que no sólo es posible, sino que puede ser aconsejable en algunas circunstancias favorables, de acuerdo con normas precisas y la aprobación de las autoridades eclesiásticas[14]. Los matrimonios entre fieles católicos y ortodoxos son numerosos y requieren una atención ecuménica especial[15]. Aliento a los obispos y a los eparcas a aplicar, en la medida de lo posible, y allí donde los halla, los acuerdos pastorales para promover, poco a poco, una pastoral ecuménica de conjunto.

[12] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, UR 15.
[13] Cf. Id., Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, OE 26-27.
[14] Cf. Id., Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, UR 15; Consejo pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directrices para la aplicación de principios y normas sobre el Ecumenismo (25 marzo 1993), 122-128: AAS 85 (1993), 1086-1088.
[15] Cf. Consejo pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directrices para la aplicación de principios y normas sobre el Ecumenismo (25 marzo 1993), 145: AAS85 (1993), 1092.


17 La unidad ecuménica no es la uniformidad de las tradiciones y las celebraciones. Pero estoy seguro de que, para empezar, y con la ayuda de Dios, se podría llegar a acuerdos para una traducción común de la Oración del Señor, el Padre Nuestro, en las lenguas vernáculas de la región, allí donde sea necesario[16]. Al orar juntos con las mismas palabras, los cristianos reconocerán sus raíces comunes en la única fe apostólica, en la que se funda la búsqueda de la plena comunión. Por otra parte, la profundización común del estudio de los Padres orientales y latinos, así como de las respectivas tradiciones espirituales, también podría ayudar mucho en la correcta aplicación de las normas canónicas que regulan esta materia.

[16] Cf. Propositio 28, en que se proponen algunas iniciativas que son de competencia pastoral local y otras que afectan al conjunto de la Iglesia católica, que se estudiarán de acuerdo con la Sede de Pedro.


18 Invito a los católicos de Oriente Medio a cultivar las relaciones con los fieles de las diferentes Comunidades eclesiales de la región. Hay diferentes iniciativas conjuntas posibles. Por ejemplo, el leer juntos la Biblia, así como difundirla, podría abrir este camino. Además, se podrían desarrollar e intensificar también colaboraciones particularmente fecundas en el campo de las actividades caritativas y de la promoción de los valores y de la vida humana, de la justicia y de la paz. Todo esto contribuirá a una mejor comprensión mutua y a la creación de un clima de estima, que son condiciones esenciales para promover la fraternidad.

El diálogo interreligioso


19 La naturaleza y la vocación universal de la Iglesia exige que esté en diálogo con los miembros de otras religiones. En Oriente Medio, este diálogo se funda en los lazos espirituales e históricos que unen los cristianos a judíos y musulmanes. Este diálogo, que no obedece principalmente a consideraciones pragmáticas de orden político o social, se basa ante todo en los fundamentos teológicos que interpelan la fe. Provienen de las santas Escrituras y están claramente definidos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, y en la Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, Nostra Aetate [17]. Judíos, cristianos y musulmanes, creen en un Dios único, creador de todos los hombres. Que judíos, cristianos y musulmanes redescubran uno de los deseos divinos, el de la unidad y la armonía de la familia humana. Que judíos, cristianos y musulmanes descubran en el otro creyente a un hermano que se ha de respetar y amar, en primer lugar para dar en sus tierras el hermoso testimonio de la serenidad y la convivencia entre los hijos de Abraham. El reconocimiento de un Dios Uno, en vez de ser instrumentalizado en los reiterados e injustificables conflictos, para un verdadero creyente –si lo vive con un corazón puro– puede contribuir poderosamente a la paz en la región y a la cohabitación respetuosa de sus habitantes.

[17] Cf. Propositio 40.


20 Son muchos y profundos los vínculos entre cristianos y judíos. Ambos están anclados en un precioso patrimonio espiritual común. Ciertamente, comparten la creencia en un Dios único, creador, que se revela y se alía con el hombre para siempre, y que por amor desea la redención. También tienen la Biblia, que en gran parte es común para judíos y cristianos. Para unos y para otros, es «Palabra de Dios». El común recurso a la Escritura nos acerca. Por otra parte, Jesús, un hijo del pueblo elegido, nació, vivió y murió como judío (cf. Rm 9,4-5). También María, su madre, nos invita a redescubrir las raíces judías del cristianismo. Estos estrechos lazos son un bien único, del que todos los cristianos se sienten orgullosos y deudores al pueblo elegido. Pero aunque el carácter judío del «Nazareno» permite a los cristianos saborear gozosos el mundo de la promesa y los introduce de manera decisiva en la fe del pueblo elegido uniéndolos a él, la persona y la identidad profunda de este mismo Jesús los separa, puesto que los cristianos reconocen en él al Mesías, el Hijo de Dios.


21 Conviene que los cristianos sean más conscientes de la profundidad del misterio de la encarnación, para amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con toda su fuerza (cf. Dt 6,5). Cristo, el Hijo de Dios, se hizo carne en un pueblo, en una tradición de fe y en una cultura, cuyo conocimiento no puede sino enriquecer la comprensión de la fe cristiana. Los cristianos han acrecentado este conocimiento por la aportación específica dada por Cristo mismo con su muerte y resurrección (cf. Lc 24,26). Pero han de ser siempre conscientes y estar agradecidos de sus raíces. Pues, para que el injerto en el árbol antiguo pueda prosperar (cf. Rm 11,17-18), necesita la savia que viene de las raíces.


22 Las relaciones entre las dos comunidades creyentes han estado marcadas por la historia y por las pasiones humanas. Ha habido numerosas y reiteradas incomprensiones y desconfianzas recíprocas. Las persecuciones insidiosas o violentas del pasado son inexcusables y merecedoras de una neta condena. Sin embargo, a pesar de estas tristes situaciones, las aportaciones mutuas a través de los siglos han sido tan fecundas que han contribuido al nacimiento y florecimiento de una civilización y de una cultura conocida como judeo-cristiana. Es como si estos dos mundos, que se declaran diferentes y contrarios por diversos motivos, hubieran decidido unir sus fuerzas para ofrecer a la humanidad una aleación noble. Estos lazos, que unen y separan al mismo tiempo a judíos y cristianos, les deben abrir a una nueva responsabilidad de unos respecto a otros, de unos con otros[18]. Pues los dos pueblos han recibido la misma bendición, y las promesas de eternidad que permiten avanzar con confianza hacia la fraternidad.

[18] Cf. Discurso en la visita de cortesía a los dos grandes rabinos de Jerusalén, Jerusalén (12 mayo 2009), AAS 101 (2009), 522-523; Propositio 41.


23 La Iglesia católica, fiel a la enseñanza del Concilio Vaticano II, mira con estima a los musulmanes que ofrecen un culto a Dios, especialmente mediante la oración, la limosna y el ayuno; que veneran a Jesús como un profeta, aunque sin reconocer su divinidad, y que honran a María, su Madre virginal. Sabemos que el encuentro del islam y el cristianismo ha tomado a menudo la forma de controversia doctrinal. Lamentablemente, estas diferencias doctrinales han servido de pretexto a los unos y a los otros para justificar, en nombre de la religión, prácticas de intolerancia, discriminación, marginación e incluso de persecución[19].

[19] Cf. Propositio 5.


24 A pesar de esta constatación, los cristianos comparten con los musulmanes la misma vida cotidiana en Oriente Medio, donde su presencia no es nueva ni accidental, sino histórica. Al formar parte integral de Oriente Medio, han desarrollado a lo largo de los siglos un tipo de relación con su entorno que puede servir de lección. Se han dejado interpelar por la religiosidad de los musulmanes, y han continuado, según sus medios y en la medida de lo posible, viviendo y promoviendo los valores del Evangelio en la cultura circunstante. El resultado es una simbiosis peculiar. Por tanto, es justo reconocer la aportación judía, cristiana y musulmana a la formación de una rica cultura, propia de Oriente Medio[20].

[20] Cf. Propositio 42.


25 Los católicos de Oriente Medio, la mayoría de los cuales son ciudadanos nativos de su país, tienen el deber y el derecho de participar plenamente en la vida nacional, trabajando en la construcción de su patria. Han de gozar de la plena ciudadanía, y no ser tratados como ciudadanos o creyentes de segunda clase. Al igual que en el pasado, cuando, como pioneros del renacimiento árabe, eran parte integrante de la vida cultural, económica y científica de las distintas civilizaciones de la región, desean compartir hoy, como entonces y siempre, sus experiencias con los musulmanes, aportando su contribución específica. A causa de Jesús, los cristianos son sensibles a la dignidad de la persona humana y a la libertad religiosa que de ella se deriva. Por amor a Dios y a la humanidad, glorificando así la doble naturaleza de Cristo, y por el sentido de la vida eterna, los cristianos han construido escuelas, hospitales e instituciones de todo tipo, donde se acoge a todos sin discriminación alguna (cf. Mt 25,3ss). Por estas razones, los cristianos prestan una atención especial a los derechos fundamentales de la persona humana. No es justo, pues, afirmar que estos derechos son sólo derechos cristianos del hombre. Son simplemente derechos exigidos por la dignidad de toda persona humana y de todo ciudadano, cualquiera que sea su origen, convicción religiosa y opción política.


26 La libertad religiosa es la cima de todas las libertades. Es un derecho sagrado e inalienable. Abarca tanto la libertad individual como colectiva de seguir la propia conciencia en materia religiosa como la libertad de culto. Incluye la libertad de elegir la religión que se estima verdadera y de manifestar públicamente la propia creencia[21]. Ha de ser posible profesar y manifestar libremente la propia religión y sus símbolos, sin poner en peligro la vida y la libertad personal. La libertad religiosa hunde sus raíces en la dignidad de la persona; garantiza la libertad moral y favorece el respeto mutuo. Los judíos, que han sufrido desde hace mucho tiempo hostilidades, con frecuencia mortales, no pueden olvidar los beneficios de la libertad religiosa. Los musulmanes, por su parte, comparten con los cristianos la convicción de que no está permitida coacción alguna en materia religiosa, y menos aún con la fuerza. Esta coacción, que puede adoptar formas múltiples e insidiosas en el plano personal y social, cultural, administrativo y político, es contraria a la voluntad de Dios. Es una fuente de instrumentalización político-religiosa, de discriminación y violencia, que puede conducir a la muerte. Dios quiere la vida, no la muerte. Prohíbe el homicidio, e incluso dar muerte al asesino (cf. Gn 4,15-16 Gn 9,5-6 Ex 20,13).

[21] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, DH 2-8; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2011: AAS 103 (2011), 46-58; Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (10 enero 2011): AAS 103 (2011), 100-107.


27 La tolerancia religiosa existe en numerosos países, pero no implica mucho, pues queda limitada en su campo de acción. Es preciso pasar de la tolerancia a la libertad religiosa. Este paso no es una puerta abierta al relativismo, como algunos sostienen. Y tampoco una medida que abre una fisura en el creer, sino una reconsideración de la relación antropológica con la religión y con Dios. No es un atentado contra las «verdades fundantes» del creer, porque, no obstante las divergencias humanas y religiosas, un destello de verdad ilumina a todos los hombres[22]. Bien sabemos que, fuera de Dios, la verdad no existe como un «en sí». Sería un ídolo. La verdad sólo puede desarrollarse en la relación con el otro que se abre a Dios, el cual quiere manifestar su propia alteridad en y a través de mis hermanos humanos. Por tanto, no conviene afirmar de manera excluyente «yo poseo la verdad». La verdad no es posesión de nadie, sino siempre un don que nos llama a un proceso que nos asimile cada vez más profundamente a la verdad. La verdad sólo puede ser conocida y vivida en la libertad; por eso, no podemos imponer la verdad al otro; la verdad se desvela únicamente en el encuentro de amor.

[22] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra Aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas,
NAE 2.


28 El mundo entero fija su atención en Oriente Medio, que busca su camino. Que esta región muestre cómo el vivir juntos no es una utopía, y que la desconfianza y el prejuicio no son algo ineluctable. Las religiones pueden unir sus esfuerzos para servir al bien común y contribuir al desarrollo de cada persona y a la construcción de la sociedad. Los cristianos mediorientales viven desde hace siglos el diálogo islámico-cristiano. Para ellos, éste es un diálogo que forma parte de la vida cotidiana. Ellos conocen su riqueza y sus limitaciones. Más recientemente, viven también el diálogo judeo-cristiano. Existe igualmente desde hace mucho tiempo un diálogo bilateral o trilateral de intelectuales o teólogos, judíos, cristianos y musulmanes. Es un laboratorio de encuentros y también de estudios diversos que se ha de promover. A ello contribuyen eficazmente también todos los diferentes institutos y centros católicos –de filosofía, teología u otras materias– que nacieron tiempo atrás en Oriente Medio, y que trabajan allí en condiciones a veces difíciles. Los saludo cordialmente y les animo a continuar su obra de paz, sabiendo que es preciso sostener todo aquello que combate la ignorancia fomentando el conocimiento. La conjunción feliz entre el diálogo de la vida cotidiana con el de los intelectuales o teólogos, contribuirá ciertamente, poco a poco, y con la ayuda de Dios, a mejorar la convivencia judeo-cristiana, judeo-islámica y cristiano-musulmana. Este es mi deseo y la intención por la que rezo.

Dos nuevas realidades


29 Al igual que en el resto del mundo, en Oriente Medio se perciben dos realidades opuestas: la laicidad, con sus formas a veces extremas, y el fundamentalismo violento, que pretende tener un origen religioso. Con gran suspicacia, algunos responsables políticos y religiosos de Oriente Medio, de todas las comunidades, consideran la laicidad como atea o inmoral. Es verdad que la laicidad puede afirmar a veces de modo reductivo que la religión concierne exclusivamente a la esfera privada, como si no fuera más que un culto individual y doméstico, ajeno a la vida, a la ética, a la relación con el otro. En su versión extrema e ideológica, la laicidad, convertida en laicismo, niega al ciudadano la expresión pública de su religión y pretende que únicamente el Estado legisle sobre su forma pública. Estas teorías son antiguas. No son solamente occidentales y no se pueden confundir con el cristianismo. La sana laicidad, por el contrario, significa liberar la religión del peso de la política y enriquecer la política con las aportaciones de la religión, manteniendo la distancia necesaria, la clara distinción y la colaboración indispensable entre las dos. Ninguna sociedad puede desarrollarse sanamente sin afirmar el respeto recíproco entre la política y la religión, evitando la tentación constante de mezclarlas u oponerlas. La relación apropiada se basa, ante todo, en la naturaleza del hombre, por tanto en una sana antropología, y en el respeto absoluto de sus derechos inalienables. La toma de conciencia de esta relación apropiada permite comprender que hay una especie de unidad-distinción que debe caracterizar la relación entre lo espiritual (religioso) y lo temporal (político), pues ambas dimensiones están llamadas, incluso con la necesaria distinción, a cooperar armónicamente en la búsqueda del bien común. Dicha sana laicidad garantiza que la política actúe sin instrumentalizar a la religión, y que se pueda vivir libremente la religión sin el peso de políticas dictadas por intereses, a veces poco conformes, y con frecuencia hasta contrarios a las creencias religiosas. Por consiguiente, la sana laicidad (unidad-distinción) es necesaria, más aún indispensable para las dos. El desafío que entraña la relación entre lo político y lo religioso puede afrontarse con paciencia y decisión mediante una adecuada formación humana y religiosa. Es preciso recordar continuamente el lugar de Dios en la vida personal, familiar y civil, y el justo lugar del hombre en el designio de Dios. Y, a este respecto, es preciso sobre todo rezar más.


30 La incertidumbre económica y política, la habilidad manipuladora de algunos y una deficiente comprensión de la religión, entre otros factores, son el caldo de cultivo del fundamentalismo religioso. Éste afecta a todas las comunidades religiosas y rechaza el vivir civilmente juntos. Quiere tomar, a veces con violencia, el poder sobre la conciencia de cada uno y sobre la religión por razones políticas. Hago un llamamiento apremiante a todos los líderes religiosos, judíos, cristianos y musulmanes de la región, para que traten de hacer todo lo posible, mediante su ejemplo y su enseñanza, por erradicar esta amenaza, que acecha de manera indiscriminada y mortal a los creyentes de todas las religiones. «Utilizar las palabras reveladas, las sagradas Escrituras o el nombre de Dios para justificar nuestros intereses, nuestras políticas tan fácilmente complacientes o nuestras violencias, es un delito muy grave»[23].

[23] Discurso en el Encuentro con los miembros del Gobierno, los representantes de las Instituciones de la República, el Cuerpo Diplomático y los representantes de las principales religiones (Cotonou, 19 noviembre 2011): AAS 103 (2011), 820.



Ecclesia in Medio Oriente ES