Evangelium vitae ES 73


73 Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13,1-7 1P 2,13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que « hay que obedecer a Dios antes que a los hombres » (Ac 5,29). Ya en el Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la vida, encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de la autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas « no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños » (Ex 1,17). Pero es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: « Las parteras temían a Dios » (ivi). Es precisamente de la obediencia a Dios —a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su absoluta soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que « aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos » (Ap 13,10).

En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, « ni participar en una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del propio voto ».98

Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas para la introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales, en otras Naciones —particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga de tales legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión. En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos.

98. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto procurado (18 noviembre 1974), 22:AAS 66 (1974), 744.


74 La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia en materia de colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser forzados a participar en acciones moralmente malas. A veces las opciones que se imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera. En otros casos, puede suceder que el cumplimiento de algunas acciones en sí mismas indiferentes, o incluso positivas, previstas en el articulado de legislaciones globalmente injustas, permita la salvaguarda de vidas humanas amenazadas. Por otra parte, sin embargo, se puede temer justamente que la disponibilidad a cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y favorezca el debilitamiento de la necesaria oposición a los atentados contra la vida, sino que lleve insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una lógica permisiva.

Para iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener en cuenta los principios generales sobre la cooperación en acciones moralmente malas. Los cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la Ley de Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente principal. Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto de la libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente tienen una responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la cual cada uno será juzgado por Dios mismo (cf.
Rm 2,6 Rm 14,12).

El rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un deber moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera así, se obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma libertad, cuyo sentido y fin auténticos residen en su orientación a la verdad y al bien, quedaría radicalmente comprometida. Se trata, por tanto, de un derecho esencial que, como tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil. En este sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería asegurarse a los médicos, a los agentes sanitarios y a los responsables de las instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional.


« Amarás a tu prójimo como a ti mismo »: « promueve » la vida

75 (Lc 10,27)
Los mandamientos de Dios nos enseñan el camino de la vida. Los preceptos morales negativos, es decir, los que declaran moralmente inaceptable la elección de una determinada acción, tienen un valor absoluto para la libertad humana: obligan siempre y en toda circunstancia, sin excepción. Indican que la elección de determinados comportamientos es radicalmente incompatible con el amor a Dios y la dignidad de la persona, creada a su imagen. Por eso, esta elección no puede justificarse por la bondad de ninguna intención o consecuencia, está en contraste insalvable con la comunión entre las personas, contradice la decisión fundamental de orientar la propia vida a Dios. 99

Ya en este sentido los preceptos morales negativos tienen una importantísima función positiva: el « no » que exigen incondicionalmente marca el límite infranqueable más allá del cual el hombre libre no puede pasar y, al mismo tiempo, indica el mínimo que debe respetar y del que debe partir para pronunciar innumerables « sí », capaces de abarcar progresivamente elhorizonte completo del bien (cf. Mt 5,48). Los mandamientos, en particular los preceptos morales negativos, son el inicio y la primera etapa necesaria del camino hacia la libertad: « La primera libertad —escribe san Agustín— es no tener delitos... como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es perfecta ».100

99. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, CEC 1753-1755; Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), VS 81-82; AAS85 (1993), 1198-1199.
100. In Iohannis Evangelium Tractatus, 41,10: CCL 36, 363; cf. Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), VS 13: AAS 85 (1993), 1144.


76 El mandamiento « no matarás » establece, por tanto, el punto de partida de un camino de verdadera libertad, que nos lleva a promover activamente la vida y a desarrollar determinadas actitudes y comportamientos a su servicio. Obrando así, ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que nos han sido confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Ps 139,13-14).

El Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado responsable, no para que disponga de ella de modo arbitrario, sino para que la custodie con sabiduría y la administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre. El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor, crea entre los hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del misterio de recíproca entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes y apela a su responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos y la acogida del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su medida.



77 En esta ley nueva se inspira y plasma el mandamiento « no matarás ». Por tanto, para el cristiano implica en definitiva el imperativo de respetar, amar y promover la vida de cada hermano, según las exigencias y las dimensiones del amor de Dios en Jesucristo. « El dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos » (1Jn 3,16).

El mandamiento « no matarás », incluso en sus contenidos más positivos de respeto, amor y promoción de la vida humana, obliga a todo hombre. En efecto, resuena en la conciencia moral de cada uno como un eco permanente de la alianza original de Dios creador con el hombre; puede ser conocido por todos a la luz de la razón y puede ser observado gracias a la acción misteriosa del Espíritu que, soplando donde quiere (cf. Jn 3,8), alcanza y compromete a cada hombre que vive en este mundo.

Por tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de amor, para que siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando es más débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino también social, que todos debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional de la vida humana como fundamento de una sociedad renovada.

Se nos pide amar y respetar la vida de cada hombre y de cada mujer y trabajar con constancia y valor, para que se instaure finalmente en nuestro tiempo, marcado por tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida, fruto de la cultura de la verdad y del amor.




CAPITULO IV - A MI ME LO HICISTEIS


POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA



« Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas »: el pueblo de la vida y para la vida

(cf. 1P 2,9)

78 La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre « para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4,18). Lo ha recibido a través de los Apóstoles, enviados por El a todo el mundo (cf. Mc 16,15 Mt 28,19-20). La Iglesia, nacida de esta acción evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación del Apóstol: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1Co 9,16). En efecto, « evangelizar —como escribía Pablo VI— constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar ».101

La evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la caridad. Es un acto profundamente eclesial, que exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y ministerio.

Así sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la vida, parte integrante del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros estamos al servicio de este Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo recibido como don y de haber sido enviados a proclamarlo a toda la humanidad « hasta los confines de la tierra » (Ac 1,8). Mantengamos, por ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo de la vida y para la vida y presentémonos de este modo ante todos.

101. Exhort, ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), EN 14: AAS 68 (1976), 13,


79 Somos el pueblo de la vida porque Dios, en su amor gratuito, nos ha dado el Evangelio de la vida y hemos sido transformados y salvados por este mismo Evangelio. Hemos sido redimidos por el « autor de la vida » (Ac 3,15) a precio de su preciosa sangre (cf. 1Co 6,20 1Co 7,23 1P 1,19) y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6,4-5 Col 2,12), como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15,5). Renovados interiormente por la gracia del Espíritu, « que es Señor y da la vida », hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal.

Somos enviados: estar al servicio de la vida no es para nosotros una vanagloria, sino un deber, que nace de la conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas (cf. 1P 2,9). En nuestro camino nos guía y sostiene la ley del amor: el amor cuya fuente y modelo es el Hijo de Dios hecho hombre, que « muriendo ha dado la vida al mundo ».102

Somos enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada uno. Es una responsabilidad propiamente « eclesial », que exige la acción concertada y generosa de todos los miembros y de todas las estructuras de la comunidad cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye la responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el mandato del Señor de « hacerse prójimo » de cada hombre: « Vete y haz tú lo mismo » (Lc 10,37).

Todos juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la vida, de celebrarlo en la liturgia y en toda la existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y estructuras de apoyo y promoción.

102. Cf. Misal romano, Oración del celebrante antes de la comunión.


« Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos »: anunciar el Evangelio de la vida

80 (1Jn 1,3)
« Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1Jn 1,1 1Jn 1,3). Jesús es el único Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar.

Precisamente el anuncio de Jesús es anuncio de la vida. En efecto, El es « la Palabra de vida » (1Jn 1,1). En El « la vida se manifestó » (1Jn 1,2); más aún, él mismo es « la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó » (ivi). Esta misma vida, gracias al don del Espíritu, ha sido comunicada al hombre. La vida terrena de cada uno, ordenada a la vida en plenitud, a la « vida eterna », adquiere también pleno sentido.

Iluminados por este Evangelio de la vida, sentimos la necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por la novedad sorprendente que lo caracteriza. Este Evangelio, al identificarse con el mismo Jesús, portador de toda novedad 103 y vencedor de la « vejez » causada por el pecado y que lleva a la muerte, 104 supera toda expectativa del hombre y descubre la sublime altura a la que, por gracia, es elevada la dignidad de la persona. Así la contempla san Gregorio de Nisa: « El hombre que, entre los seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad, cuando es adoptado por el Dios del universo como hijo, llega a ser familiar de este Ser, cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender. ¿Con qué palabra, pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la sobreabundancia de esta gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se hace inmortal, de perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace dios ».105

El agradecimiento y la alegría por la dignidad inconmensurable del hombre nos mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: « Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros » (1Jn 1,3). Es necesario hacer llegar elEvangelio de la vida al corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más recóndito de toda la sociedad.

103. Cf. S. Ireneo: « Omnem novitatem attulit, semetipsum afferens, qui fuerat annuntiatus », Contra las herejías, IV, 34, 1: SCh 100/2, 846-847.
104. Cf. S. Tomás de Aquino « Peccator inveterascit, recedens a novitate Christi », In Psalmos Davidis lectura,6, 5.
105. Sobre las bienaventuranzas, Sermón VII: PG 44, 1280.



81 Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano, que nos llama a una profunda comunión con El y nos abre a la esperanza segura de la vida eterna; es afirmación del vínculo indivisible que fluye entre la persona, su vida y su corporeidad; es presentación de la vida humana como vida de relación, don de Dios, fruto y signo de su amor; es proclamación de la extraordinaria relación de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano el rostro de Cristo; es manifestación del « don sincero de sí mismo » como tarea y lugar de realización plena de la propia libertad.

Al mismo tiempo, se trata se señalar todas las consecuencias de este mismo Evangelio, que se pueden resumir así: la vida humana, don precioso de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son absolutamente inaceptables el aborto procurado y la eutanasia; la vida del hombre no sólo no debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso; la vida encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en cuyo horizonte hallan su plena verdad la sexualidad y la procreación humana; en este amor incluso el sufrimiento y la muerte tienen un sentido y, aun permaneciendo el misterio que los envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación; el respeto de la vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al hombre y a su desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar, defender y promover la dignidad de cada persona humana, en todo momento y condición de su vida.




82 Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el primer anuncio del Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas de predicación, en el diálogo personal y en cada actividad educativa. A los educadores, profesores, catequistas y teólogos corresponde la tarea de poner de relieve las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada vida humana. De este modo, haciendo resplandecer la novedad original del Evangelio de la vida, podremos ayudar a todos a descubrir, también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje cristiano ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su existencia; hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso con los no creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva cultura de la vida.

En medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina sobre la vida del hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la exhortación de Pablo a Timoteo: « Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina » (
2Tm 4,2). Esta exhortación debe encontrar un fuerte eco en el corazón de cuantos, en la Iglesia, participan más directamente, con diverso título, en su misión de « maestra » de la verdad. Que resuene ante todo para nosotros Obispos: somos los primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio de la vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar sobre la trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en esta Encíclica y adoptar las medidas más oportunas para que los fieles sean preservados de toda doctrina contraria a la misma. Debemos poner una atención especial para que en las facultades teológicas, en los seminarios y en las diversas instituciones católicas se difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento de la sana doctrina. 106 Que la exhortación de Pablo resuene para todos los teólogos, para los pastores y para todos los que desarrollan tareas de enseñanza, catequesis y formación de las conciencias: conscientes del papel que les pertenece, no asuman nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad y su misma misión exponiendo ideas personales contrarias al Evangelio de la vida como lo propone e interpreta fielmente el Magisterio.

Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12,2). Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15,19 Jn 17,16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16,33).

106. Cf. Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), VS 116: AAS 85 ( 1993 ), 1224.


« Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy »: celebrar el Evangelio de la vida

83 (Ps 139,14)
Enviados al mundo como « pueblo para la vida », nuestro anuncio debe ser también una celebración verdadera y genuina del Evangelio de la vida. Más aún, esta celebración, con la fuerza evocadora de sus gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en lugar precioso y significativo para transmitir la belleza y grandeza de este Evangelio.

Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en los demás, una mirada contemplativa.107 Esta nace de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo como un prodigio (cf. Ps 139,14). Es la mirada de quien ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad, belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad. Es la mirada de quien no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don, descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen viviente (cf. Gn 1,27 Ps 8,6). Esta mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones para buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la solidaridad.

Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros mensajes de Navidad. 108 El pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable de la vida, por el misterio de la llamada de todo hombre a participar en Cristo de la vida de gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios Creador y Padre.

107. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), CA 37: AAS 83 ( 1991 ), 840.
108. Cf. Mensaje con ocasión de la Navidad de 1967: AAS 60 ( 1968), 40.


84 Celebrar el Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de la vida, el Dios que da la vida: « Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los seres que de algún modo participan de la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de los ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está viviente, que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida ».109

Como el Salmista también nosotros, en la oración cotidiana, individual y comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en el seno materno y nos ha visto y amado cuando todavía éramos informes (cf.
Ps 139,13 Ps 139,15-16), y exclamamos con incontenible alegría: « Yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son tus obras. Mi alma conocías cabalmente » (Ps 139,14). Sí, « esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y gloria ».110 Más aún, el hombre y su vida no se nos presentan sólo como uno de los prodigios más grandes de la creación: Dios ha dado al hombre una dignidad casi divina (cf. Ps 8,6-7). En cada niño que nace y en cada hombre que vive y que muere reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria que celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo.

Estamos llamados a expresar admiración y gratitud por la vida recibida como don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida no sólo con la oración personal y comunitaria, sino sobre todo con las celebraciones del año litúrgico. Se deben recordar aquí particularmente losSacramentos, signos eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina, asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el significado de vivir, sufrir y morir. Gracias a un nuevo y genuino descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada valoración, las celebraciones litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más capaces de expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.

109. Pseudo-Dionisio Areopagita, Sobre los nombres divinos, 6, 1-3: PG 3, 856-857.
110. Pablo VI, Pensamiento sobre la muerte, Instituto Pablo VI, Brescia 1988, 24.


85 En la celebración del Evangelio de la vida es preciso saber apreciar y valorar también los gestos y los símbolos, de los que son ricas las diversas tradiciones y costumbres culturales y populares. Son momentos y formas de encuentro con las que, en los diversos Países y culturas, se manifiestan el gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda existencia humana, el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al anciano o al moribundo, la participación del dolor de quien está de luto, la esperanza y el deseo de inmortalidad.

En esta perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en el Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en las distintas Naciones una Jornada por la Vida,como ya tiene lugar por iniciativa de algunas Conferencias Episcopales. Es necesario que esta Jornada se prepare y se celebre con la participación activa de todos los miembros de la Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de la vida, que merecen ser objeto de atenta consideración, según sugiera la evolución de la situación histórica.




86 Respecto al culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12,1), la celebración del Evangelio de la vida debe realizarse sobre todo en la existencia cotidiana, vivida en el amor por los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra existencia se hará acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza sincera y reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en tantísimos gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.

En este contexto, rico en humanidad y amor, es donde surgen también los gestos heroicos. Estos son la celebración más solemne del Evangelio de la vida, porque lo proclaman con la entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación del grado más elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15,13); son la participación en el misterio de la Cruz, en la que Jesús revela cuánto vale para El la vida de cada hombre y cómo ésta se realiza plenamente en la entrega sincera de sí mismo. Más allá de casos clamorosos, está el heroísmo cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos de solidaridad que alimentan una auténtica cultura de la vida. Entre ellos merece especial reconocimiento la donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin esperanzas.

A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente, de « todas las madres valientes, que se dedican sin reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas ».111 Al desarrollar su misión « no siempre estas madres heroicas encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de civilización, a menudo promovidos y propagados por los medios de comunicación, no favorecen la maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se presentan como superados ya los valores de la fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han distinguido y siguen distinguiéndose innumerables esposas y madres cristianas... Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro amor invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en su amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida... Cristo, en el misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el poder de devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda ».112

111. Homilía para la beatificación de Isidoro Bakanja, Elisabetta Canori Mora y Gianna Beretta Molla (24 abril 1994): L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 29 abril 1994, 2.
112. Ibid.


« ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? » : servir el Evangelio de la vida

87 (Jc 2,14)
En virtud de la participación en la misión real de Cristo, el apoyo y la promoción de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de la caridad, que se manifiesta en el testimonio personal, en las diversas formas de voluntariado, en la animación social y en el compromiso político. Esta es una exigencia particularmente apremiante en el momento actual, en que la « cultura de la muerte » se contrapone tan fuertemente a la « cultura de la vida » y con frecuencia parece que la supera. Sin embargo, es ante todo una exigencia que nace de la « fe que actúa por la caridad » (Ga 5,6), como nos exhorta la Carta de Santiago: « ¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y algunos de vosotros les dice: "Idos en paz, calentaos y hartaos", pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta » (Jc 2,14-17).

En el servicio de la caridad, hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra responsabilidad. Como discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos de cada hombre (cf. Lc 10,29-37), teniendo una preferencia especial por quien es más pobre, está sólo y necesitado. Precisamente mediante la ayuda al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado —como también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano a la muerte— tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: « Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25,40). Por eso, nos sentimos interpelados y juzgados por las palabras siempre actuales de san Juan Crisóstomo: « ¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le honréis aquí en el templo con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de frío y desnudez ».113

El servicio de la caridad a la vida debe ser profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e inviolable en todas sus fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por tanto, se trata de « hacerse cargo » de toda la vida y de la vida de todos. Más aún, se trata de llegar a las raíces mismas de la vida y del amor.

Partiendo precisamente de un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha desarrollado a lo largo de los siglos una extraordinaria historia de caridad, que ha introducido en la vida eclesial y civil numerosas estructuras de servicio a la vida, que suscitan la admiración de todo observador sin prejuicios. Es una historia que cada comunidad cristiana, con nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar escribiendo a través de una acción pastoral y social múltiple. En este sentido, se deben poner en práctica formas discretas y eficaces de acompañamiento de la vida naciente, con una especial cercanía a aquellas madres que, incluso sin el apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo y educarlo. Una atención análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en la marginación o en el sufrimiento, especialmente en sus fases finales.

113. Homilías sobre Mateo, L, 3: PG 58, 508.


Evangelium vitae ES 73