Juan Avila - Audi FIlia 42

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CAPITULO 42: En que se prueba ser la verdad de nuestra fe infalible, así por parte de los que la predicaron, como de aquellos que la recibieron, y del modo con que fue recibida.



Añadamos a lo ya dicho cómo esta fe y creencia fue recibida en el mundo, no por fuerza de armas, ni favores humanos, ni humana sabiduría; sino que la verdad de Dios peleó a solas por medio de unos pocos pescadores, y sin letras, y desfavorecidos, contra emperadores y contra sacerdotes, y contra toda la sabiduría de hombres. Y salió tan vencedora, que les hizo dejar su antigua y falsa creencia, y que creyesen una verdad tan sobre razón, y tan de corazón creída, que haber tal firmeza de crédito en cosas tan altas es una grande maravilla de Dios; y que los mismos que mataban primero a quien las creía se dejasen después matar por la verdad de ellas, y con mayor esfuerzo y amor, que primero las descreían y perseguían.

Y fuéles predicada una Ley y mandamientos purísimos, tan a pospelo de la inclinación de sus corazones, que no se pueden pensar cosas que mayor contradicción tengan entre sí, que Ley de Evangelio y la inclinación que tiene el hombre a pecar, como dice San Pablo (Rm 7,14): La Ley espiritual es; mas yo soy carnal, vendido debajo del pecado. Y con todo esto fue esta Ley recibida, y con la misma virtud de Jesucristo fueron los corazones y obras tan renovados para la cumplir, que manifiestamente pareció que Aquel mismo era el que en toda virtud criaba de nuevo a estos hombres, que primero los había criado en el ser natural.

Y si esto se predicara entre la gente bestial de Arabia, donde Mahoma predicó su mentira, o entre otras gentes semejables a ella y fácil de ser engañada, cual la buscan los que traen mentira, pudiérase tener de la creencia de éstos alguna sospecha. Mas ¿qué diremos, que fue predicada esta verdad en Judea, donde estaba el conocimiento de Dios y su divina Escritura; y en Grecia, donde estaba lo supremo de la humana sabiduría; y en Roma, donde estaba el imperio y regimiento del mundo?

Y en todas estas partes, aunque fue perseguida, mas en fin fue creída, y verificado (sacado verdadero) el título triunfal de la cruz, que fue escrito en lengua hebrea, griega y latina, para dar a entender que en estas lenguas, que eran las principales del mundo, había de ser Cristo confesado por Rey. Pues si éstos creyeron con tener motivos bastantes, razón es que los sigamos nosotros; y si no los tuvieron, dase muy claro a entender que creyeron por lumbre de Dios; pues siendo gente tan avisada, y tan amiga de su antigua creencia, y tan fuerte en humano poder, no se pudiera plantar tan alta planta de fe, y tan profundamente plantada, y en gente tan contraria a esta verdad, si no entendiera en ello la poderosa mano de Dios. Mirando lo cual, dice San Agustín, que el que viendo que el mundo ha creído, él no cree o pide milagros de nuevo para creer, él mismo es prodigio o milagro espantable, pues no quiere seguir lo que tantos, tan altos, tan sabios, abrazaron, y con mucha firmeza.

Muy justa causa tenemos en esto los que por la gracia de Dios somos cristianos, pues que, desde que el mundo es mundo, nunca en él ha parecido hombre de tal doctrina y de tan heroica virtud, y de hechos tan maravillosos y milagros, como Jesucristo nuestro Señor, el cual predicó ser el Dios verdadero, y lo probó con escritura divina y con muchedumbre de milagros, y con testimonio de San Juan Bautista, testigo abonado con todos. Y lo mismo se ha predicado y probado con muchedumbre de milagros en la Iglesia cristiana. Y no ha aparecido tal fe, que así honre a Dios como la suya, ni tal Ley que así lo enseñe a servir como el Evangelio; el cual si alguno bien entendiese, otro motivo no habría menester para creer. Ni tampoco han aparecido en el mundo varones de tal santidad como los del pueblo cristiano; ni se han predicado tan grandes y altos galardones para los que siguen virtud, ni tan espantables amenazas contra los malos, en testimonio de que nuestro Dios es muy amigo de la bondad y enemigo de la maldad. Ni se han hecho en el mundo tantos y tales milagros en confirmación de alguna cosa, como los que se han hecho en confirmación de esta fe; la cual, si verdadera no fuera, muy injuriosa fuera a la honra del verdadero Dios, pues que atribuye a un hombre igualdad y unidad de esencia con el mismo Dios. Ni la hubiera dejado durar tanto número de años; ni hubiera tan reciamente castigado al pueblo de los judíos, que al tal hombre crucificó. Ni hubiera hecho tantos y tales milagros en prueba de esta creencia, que podemos decir a Dios con razón, como dice Ricardo, que si estamos engañados en lo que creemos, Dios nos engañó; pues tiene esta verdad tanta luz de su parte, y se han hecho tales cosas y milagros en confirmación de ella, que otro, si Dios no, no las pudiera hacer. Mas como está lejos de Dios ser engañador, está lejos de nosotros ser en esto engañados. ¡ Gloria sea a Dios para siempre!



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CAPITULO 43: Que es tanta la grandeza de nuestra fe,

que ninguno de los motivos dichos, ni otros que se pueden decir, bastan a que un hombre crea con esta divina fe, sin que el Señor de para creer su particular favor.



Hasta aquí habéis oído algunas de las razones que hay para atinar a que la fe católica es verdadera, y para dar cuenta a quien la pidiese de cómo no somos livianos en el creer, pues tenemos más motivos que ninguna gente del mundo.

Mas con esto, creed que es tanta la alteza de la fe cristiana, que aunque un hombre tuviese estos y otros motivos que se pueden decir, aunque entrase entre ellos el ver con sus propios ojos de carne milagros hechos en confirmación de la fe, no puede el tal hombre ser poderoso de creer con sus propias fuerzas, como el cristiano cree y Dios le manda creer. Porque así como sólo Dios por su Iglesia declara lo que se ha de creer, así Él sólo puede dar fuerzas para lo creer. Porque esta enseñanza a Dios tiene por Maestro interior, infundiendo la fe en el entendimiento, con que el nombre es enseñado y fortificado para esta creencia, según dice Cristo (Jn 6,45), que está escrito en los Profetas (Is 54,13), que todos serán enseñados de Dios. Y el mismo Señor, Habiéndole San Pedro confesado por verdadero Hijo de Dios y por Mesías prometido en la Ley, dándole a entender, que no a sus fuerzas, sino al don de Dios había de agradecer la tal fe y confesión, le dijo (Mt 16,17): bienaventurado eres, Simón, hijo de Joná, porque no te descubrió acuestas cosas la carne y la sangre, mas mi Padre que está en los cielos. Y en otra parte dice (Jn 6,45): Todo aquel que oyó y aprendió de mi Padre, viene a Mí. Soberana escuela es acuesta, donde Dios Padre es el que enseña, y la doctrina que enseña es la fe de Jesucristo su Hijo, y que vayan a Él con pasos de fe y de amor.

Esta fe no está arrimada a razones ni motivos, cualesquiera que se puedan traer; porque quien por aquéllos cree, no creé de tal manera, que su entendimiento quede persuadido, sin quedarle alguna duda o escrúpulo. Mas la fe que Dios infunde está arrimada a la Verdad divinal, y hace creer con mayor firmeza que si lo viese con sus propios ojos, y tocase con sus propias manos, y con mayor certidumbre que la que tiene de que cuatro son más que tres, o de otra cosa de éstas, que las ve el entendimiento con tanta claridad, que ni tiene escrúpulo, ni las puede dudar aunque quiera. Y entonces dice el tal hombre a todos los motivos que tenía para creer, lo que dijeron los de Samaría a la samaritana: ya no creemos por lo que tú nos dijiste, porque nosotros mismos hemos visto y sabido que éste es el Salvador del mundo. Y aunque dicen hemos sabido, no entendáis que los que creen tienen aquella claridad de evidencia a que llamaron los filósofos ciencia. Porque, según arriba se ha dicho, ni puede él entendimiento alcanzar con su propia razón a tener esta claridad de las cosas de la fe, ni la fe es tener evidencia, porque no seria fe ni habría merecimiento. Vista se llama la fe que está en el entendimiento; mas porque no es con esta claridad de evidencia, dice San Pablo (1Co 13,12) que vemos ahora por espejo, y después en el cielo veremos faz a faz. Mas dicen los samaritanos que saben que Cristo es Salvador del mundo, para dar a entender que lo creen con tanta firmeza, como lo que más claramente se sabe, y aun con mucha mayor. Porque como—según hemos dicho—el que tiene la fe infusa de Dios, cree porque lo dice la Verdad de Dios; y como esta Verdad sea infinita y más cierta que todas las otras verdades—pues de la, participación de ésta reciben firmeza todas las otras—, está el tal creyente tan cierto que no puede ser engañado en lo que cree, como está cierto que no puede Dios dejar de ser verdadero. La cual certidumbre excede a cualquiera otra, que por cualquier vía se puede tener; y hace al hombre estar tan descansado en acuesta parte, que ni por pensamiento le pasa cosa contra la fe; o si le pasa, es tan de paso, que poca pena le da. Y si con escrúpulos o falsos pensamientos es combatido, mas en lo interior de su entendimiento muy firme y reposado está, por estar su creer edificado sobre piedra finísima, que es la misma suma Verdad, a la cual él cree por sí misma y no por otros motivos. Y por eso ni vientos, ni aguas, ni ríos, no la podrán derribar.

Y si os maravilláredes de que en un entendimiento de hombre, que tan vario es en sus pareceres y tan mudable, y que con tan poca firmeza asienta en las cosas de la razón, hay tan gran certidumbre y sosegada firmeza, que ni por argumentos, ni por tormentos, ni por ver a otros perder la fe, ni por cosa alta ni baja, él se mueva de lo que cree; digoos que os basta esto para entender que este negocio y edificio no es cosa de nuestras fuerzas, pues ellas no alcanzan a tanto. Don de Dios es, como dice San Pablo (Ep 2,8), y no heredado, ni merecido, ni alcanzado por fuerzas humanas; porque nadie se gloríe en sí mismo de lo tener, mas sean fieles en conocer que es merced de Dios, dada por Jesucristo su Hijo, como dice San Pedro (1P 1,21): Fuisteis fieles por Él. No os maravilléis, pues, de que sobre la miserable arena del humano entendimiento haya edificio de tanta firmeza, pues que dice el Señor (Jn 6,29): Esta es la obra de Dios, que creáis en Aquel que Él envió. De manera, que como Dios lleva al hombre a fin sobrenatural, que es a verle claramente en el cielo, así no se contentó con que el hombre creyese como hombre, a fuerza de motivos, ni milagros, ni razones, mas levantándolo sobre sí mismo, dándole fuerzas sobrenaturales con que creyese, no con miedo ni escrúpulo como hombre, sino con certidumbre y seguridad, como conviene a las cosas de Dios. Y de ésta [fe] se entiende (1Co 12,3), que ninguno puede llamar a Jesús Señor sino en el Espíritu Santo. Que aunque no sea necesario estar en gracia de Espíritu Santo para creer, según adelante se dirá, mas no se puede hacer sin inspiración del Espíritu Santo; porque de estas tales obras o gracias, que llaman gratis datas, va allí hablando el Apóstol San Pablo.

Esta es la fe, que inclina al entendimiento a creer a la Suma Verdad en lo que la fe católica dice, como la voluntad es inclinada con el amor a amar el Bien Sumo. Y así como la punta de la aguja del marear es llevada con la fuerza del Norte a estar en derecho de él, así Dios mueve al entendimiento, con la fe que le infunde, a que vaya a Él con crédito firme, sosegado y lleno de satisfacción. Y cuando es perfecta esta fe trae consigo una lumbre, con que, aunque no vea lo que cree, mas ve cuan creíbles cosas son las de Dios. Y no sólo no siente pena en el creer, mas muy gran deleite; como lo suele hacer la perfecta virtud, que obra con facilidad, y firmeza y delectación.

Esta es la fe, que con mucha razón debe ser preciada y honrada, pues con ella honramos a Dios, como dice San Pablo que hizo Abraham (Rm 4,20), dándole a Dios honra de tan poderoso, que puede hacer todo lo que le dice. Y por aquí entended que la fe es honra de Dios, pues cree y predica las infinitas perfecciones que tiene. Y que ésta es la fe que, como torre, edificó Dios en nuestra ánima, para que subidos en ella, veamos, aunque en espejo, lo que hay en el cielo y en el infierno, lo que acaeció al principio del mundo, y lo que en el fin de él acaecerá. Y por escondida que sea la cosa, no se puede esconder a los ojos de la fe; como parece en aquel buen ladrón, que viendo en Cristo crucificado tanto desprecio y bajeza exterior, entró con la fe en lo escondido, y conociólo por Señor del cielo, y por tal lo confesó con grande humildad y firmeza.

Con esta fe creemos que es Escritura y palabra divina la que la Iglesia nos declara por tal; y aunque es hablada por boca de hombres, la tenemos por palabra de Dios. Y por esto no menos creemos al evangelista o profeta que escribió lo que no vio, que al que escribió lo que vio; porque no mira esta fe al testimonio humano, que estriba en medios humanos, mas en que Dios inspira al tal profeta o evangelista para escribir la verdad, y que asiste Dios con él, para que no pueda ser engañado en lo que así escribe. Cierto es, que aunque San Pedro oyó con sus orejas la voz del Padre que sonó en el monte Tabor (2P 1,17): Este es mi Hijo muy amado, y vio con sus ojos a Jesucristo resplandecer como el sol; si no mirásemos sino que como hombre da testimonio de lo que vio y oyó, más firmeza y certidumbre tiene la Escritura o habla de los profetas (loc. cit, 2P 2P 1,19), que dieron testimonio de ser Jesucristo Hijo de Dios, aunque ni lo vieron ni oyeron con ojos ni orejas de cuerpo, que no lo que San Pedro dijo por lo que vio y oyó. Mas como la carta de San Pedro, donde esto está escrito, es declarada por la Iglesia ser divina Escritura, y por consiguiente ser palabra de Dios lo que en ella San Pedro dijo, está claro que Dios asistió con él para que aquello dijese, y asistió con él para que ni en lo que vio y oyó en el monte Tabor se engañase, ni en lo que escribió cuando contó lo que allí habían pasado. Y de esta manera la palabra de los profetas no es más firme ni cierta; porque ellos y él hablaron por un mismo Espíritu Santo, que es una misma Verdad.

Esta fe habitual infunde Dios a los niños cuando se bautizan; y a los grandes que no la tienen, cuando se disponen, habitual y actual. Porque El que quiere que todos se salven y vengan a conocimiento de esta verdad (1Tm 2,4), pues sin ella no pueden agradar a Dios (He 11,6) ni salvarse, no la deja de dar a nadie, si por él no queda.





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CAPITULO 44: Que se deben al Señor muchas gracias por el don de la fe;

y que de tal manera habernos de usar de ella para lo que fue dada, que no le atribuyamos lo que no tiene; y cuál es lo uno y lo otro.



Mucha razón es, doncella de Cristo, que todos los que somos cristianos agradezcamos muy de corazón al Señor, que graciosamente nos hizo merced de esta fe, con que lo fuésemos. Y ni es razón que se nos pase día sin confesar esta fe, diciendo el Credo, a lo menos dos veces, mañana y noche, ni sin dar gracias al que nos hizo merced de dar esta fe. La cual debemos procurar tener guardada en su pureza y limpieza, como cosa en que mucho nos va, mirando para qué nos es dada, porque ni faltemos de usar de ella para lo que es, ni le atribuyamos lo que no tiene. Para creer lo que Dios manda creer nos es dada; y para que nos sea lumbre de conocimiento, que nos ayude a mover la voluntad para que ame a su Dios y guarde sus mandamientos, con lo cual el hombre se salve.

Mas si alguno quisiere atribuir a esta fe, que por sola, ella se alcanza la justicia y perdón de pecados, errará gravemente, como lo han hecho los que lo han afirmado (Entra el autor a refutar el error de Martín Lucero, que atribuía la justificación a sola la fe). Porque, según arriba se ha dicho por autoridad de San Pablo (1Co 12,3), ninguno puede decir que Jesús es Señor, sino por inspiración del Espíritu Santo; en lo cual se entiende que la misma inspiración se requiere para creer todos los otros misterios de nuestra fe. Y sabemos que dijo el Señor a algunos de los que le oían (Lc 6,46): ¿Para qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis las cosas que os digo? Y pues llamando a Jesús Señor tenían fe inspirada, como dice San Pablo (loc. cit.), y no haciendo lo que el Señor mandaba no estaban en gracia, claramente se sigue que puede un hombre tener fe, sin tener gracia. Lo cual afirma en otra parte San Pablo (1Co 13,2), donde dice: Que si un hombre tuviere don de hablar lenguas, y si supiere y tuviere toda la ciencia, y la profecía, y toda la fe, aunque pase los montes de una parte a otra, y estuviere sin caridad, ninguna cosa es. Y pues está cierto que el don de lenguas y lo demás que allí cuenta se compadecen con estar en pecado mortal, no hay por qué nadie quiera casar la caridad con la fe, para que no pueda estar la fe sin la caridad (N.B. la fe puede estar muerta sin caridad), aunque ésta no pueda estar sin la otra.

Palabra es de la divina Escritura que por la fe se da la justicia; mas que por sola la fe, invención humana es, y error muy necio y perverso, del cual el Señor nos avisó cuando dijo a la Magdalena (Lc 7,47): Perdonados le son muchos pecados, porque amó mucho; que son palabras tan claras para dar testimonio que se requiere el amor, cuan claras las hay en toda la Escritura para que se requiera la fe, y que no sólo ha de haber en la justificación del pecador amor. Mas porque el amor es causa y disposición para el perdón, como lo es la fe, entrambas cosas andan juntas, y de entrambas hizo el Señor mención en el negocio de la Magdalena, pues al cabo de la habla dijo (loc. cit., 50): Tu fe te hizo salva; ve en paz.

Ni en lo que el Señor dijo: Muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho, quiso decir porque creyó mucho, llamando al efecto por nombre de causa; pues está claro, que habiendo el Señor preguntado que cuál de los deudores amaría más a su perdonador, aquel a quien soltaba mas o a quien menos, había de concluir su razón con hablar de amor, y no con hablar de creer. Y si vale tomar licencia para decir que al amor llama fe, tomando al efecto por nombre de su causa, tomarla hemos nosotros para decir que en los lugares de la Escritura en que se dice que por la fe es el hombre justificado, se entiende el amor por nombre de fe, entendiendo en la causa el efecto; pues tan usado modo es de hablar y tan razonable llamar al efecto por nombre de, causa, como a la causa por nombre de efecto.

Claro habló aquí el Señor, si no quiere alguno cegarse en su luz; y fe y amor llamó por sus nombres; y entrambas se requieren para justificar, según hemos dicho. Y la misma junta afirma el Señor, diciendo a sus discípulos (Jn 16,27): El mismo Padre os ama, porque vosotros me amasteis a Mi, y creisteis que Yo salí de Él.

 Y pues fe y amor se requieren, cierto habrá dolor de pecados, pues no dejarán de dolerle las ofensas graves que ha hecho contra Dios al que le ama sobre todas las cosas, como parece en la Magdalena y en los pecadores que se convierten a Dios.

 Y porque estas cosas se requieren, y otras que de ellas se siguen, para alcanzar la justicia, por eso la Escritura divina unas veces nombra la fe, otras el amor, otras el gemido y el dolor de la penitencia, otras la oración humilde del penitente, que dice: ¡Señor, sé manso a mí, pecador! (Lc 1,8 1,13); otras el conocimiento del pecado. ¡Pequé al Señor! dijo David (2S 12,13); y luego oyó la palabra del perdón de parte de Dios. Mas quien, movido por esto, dijese que por solo el conocimiento del pecado se perdona el pecado, no erraría poco, pues lo conocieron Caín y Judas, y muchos otros, y Saúl entre ellos, y no alcanzaron perdón. Y tan sin fundamento sería decir que por sola la fe se alcanza, porque la Escritura en algunas partes no haga mención sino de ella. Porque por esta razón, podríamos echar fuera del negocio a la fe, pues en otras partes habla la Escritura que se perdonan los pecados—sin hacer mención de la fe—por la penitencia o por otras cosas. Mas la verdad católica es que se requieren unas y otras, como disposiciones para alcanzar el perdón y la gracia.

 Y si a alguno parece que se nombra muchas veces la fe, atribuyéndole la justicia, y que por la fe somos hechos hijos de Dios y participantes de los merecimientos de Jesucristo, y semejantes efectos que convienen a la gracia y caridad, no es porque la fe sola para esto baste, mas porque el sentido de la Escritura, cuando le atribuye aquellos efectos, es entender de la fe formada con la caridad, que es vida de ella.

Ni tampoco atribuye estos efectos a la fe, porque, teniendo a ella, necesariamente se tenga el amor, pues que, según se ha dicho, puede quedar fe verdadera, perdiendo la gracia y amor, el cual como dice San Pablo (! Cor., 13, 13), es mayor que la fe y que la esperanza. Y cuando el Señor habló de la fe y el amor, así en el negocio de la Magdalena, como en el que dijimos de sus discípulos, nombró primero al amor que a la fe, dándole el primer lugar en la perfección al que es acto de la voluntad, que en cierta manera es postrero, cotejado con el acto del entendimiento, al cual pertenece la fe.

Y también se ha de mirar, que aunque los Sacramentos del bautismo y de la penitencia sea necesario recibirlos, o tener propósito de los recibir, para alcanzar la gracia perdida, el uno para los infieles, y el otro para los fieles que después del bautismo han cometido pecado mortal, mas no se habla en la Escritura tantas veces de ellos como de la fe, por lo que luego diremos; mas tampoco se deja de hacer mención de ellos, porque nadie pensase no ser necesarios para alcanzar la justicia. San Pablo dice (1Tm 3,5), que por el bautismo de la regeneración y renovación del Espíritu Santo nos hizo Dios salvos; y (Ep 5,26) que Cristo limpió a su Iglesia con el bautismo de agua, en palabra de vida. Y si, por decir la Escritura que somos justificados por la fe, se hubiesen de echar fuera los Sacramentos, también se podría echar fuera la fe, pues dice que se da la salud y limpieza por el santo bautismo. Mas el Señor entrambas cosas junta diciendo (Mc 16,16): Quien creyere y fuere bautizado, aquél será salvo.

Item, el mismo Señor dijo a sus Apóstoles cuando instituyó el Sacramento de la penitencia (Jn 20,23): Cuyos pecados perdonaredes, son perdonados, etc. Y, por consiguiente, se da gracia y justicia por este Sacramento, pues no puede haber perdón de pecados sin que se dé la gracia, la cual es significada y contenida en todos los siete Sacramentos de la Iglesia; y se da a quien bien los recibe, y con mayor abundancia que la disposición de quien los recibe, por ser obras privilegiadas, que por la misma obra que son, dan la gracia. Por lo cual deben ser en gran manera reverenciados y usados, como la Iglesia católica lo cree y nos lo enseña.

Y si la fe tan frecuentemente era en principio de la Iglesia predicada y nombrada, convenía hacerse así, porque entonces se plantaba de nuevo, y se pretendía que los infieles la recibiesen, y que entrasen por ella como por la primera puerta de la salud, para que después de entrados fuesen informados más particularmente de lo que habían de creer y obrar.

Y también convenía que se manifestase particularmente en aquellos tiempos el misterio y valor de la Pasión y muerte de nuestro Redentor Jesucristo, que con extrema deshonra había sido en aquellos tiempos crucificado. Y la fe de este misterio, como hace creer y confesar que en aquel madero, tan deshonrado según la apariencia exterior, estuvo colgada la Vida divina, y que allí (Ps 73,12) en medio de la tierra obró Dios con su muerte la salud y remedio del mundo, esta tal fe honra a la deshonra de la cruz, y es ensalzamiento de la bajeza que allí extremadamente se ejercitó. Por lo cual convenía que se nombrase muchas veces el nombre de fe, y con grande honra; pues que resulta en honra de Jesucristo nuestro Señor, de cuya persona y merecimientos ella da testimonio, predicando su alteza.

Y si la Escritura dice (Ga 3,8) que por ella son los hombres justificados, atribuyesele esto, no porque ella sola sea bastante, mas como a principio y fundamento y raíz de todo lo bueno, como lo dice el Concilio Tridentino (Sess. 6, Cap. 8). Y los que a ella sola lo atribuyen, es por hallar consuelos para su tibieza o maldad de su vida, queriendo por vía de creer asegurarse, para tener licencia de mayor anchura. Y la paz y confianza de la buena conciencia, que se causa de la perfecta caridad, quieren alcanzarla sin estos trabajos que la perfecta virtud pide. Y aun no se contentan con esto, como, según la verdad (Ecd, 9, 1), ninguno haya en esta vida del todo cierto si es digno de amor o de odio; aunque según tienen mayor virtud o menor, así tienen mayores o menores conjeturas para confiar. Mas los que quieren dar tal certidumbre a quien cree, como ellos imaginan, de que está perdonado por Dios, cual se da a lo que el cristiano cree como artículo de fe, engaños del diablo son éstos, y creídos de gentes que no tienen asiento en la fe, ni santidad en la vida, enemigos de obedecer, y que andan a tientaparedes, como dicen, en los negocios de Dios. Que si esto no fuese, no tan presto los engañaría el demonio.





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CAPITULO 45: Por qué el Señor ordenó salvarnos mediante la fe, y no por humana razón;

y de la grande sujeción que debemos tener a las cosas que la fe nos enseña; y de la particular devoción que especialmente debemos a lo que el Señor Jesús enseñó por su boca.



La orden de las palabras de este tratado (Las palabras de este Tratado son: 1.a, oye, hija; 2.a, y mira; 3.a, inclina tu oído; 4.a, olvida la casa de tu padre; 5.a, y codiciará el Rey tu hermosura. Hasta ahora ha tratado la 1.a palabra, y ahora va a tratar la 3.a) pedía que tras la palabra primera de él os declarase la segunda; mas la orden de las sentencias, por ser una la de la primera y tercera, pide que, dejando la segunda, os declare la tercera, que dice así: Inclina tu oreja.

Para lo cual habéis de notar, que es tanta la alteza de las cosas de Dios, y tan baja nuestra razón, y fácil de ser engañada, que para seguridad de nuestra salvación, ordenó Dios salvarnos por fe, y no por nuestro saber. Lo cual no hizo sin muy justa causa. Porque, pues el mundo, como dice San Pablo (1Co 1,21), no conoció a Dios en sabiduría, antes desatinaron los hombres en diversos errores, atribuyendo la gloria de Dios al sol y luna y otras criaturas; y ya que otros conocieron a Dios por rastro de las criaturas, tomaron tanta soberbia de su rastrear en conocer cosa tan alta, que les fue quitada esta luz por su soberbia, que el Señor por su bondad les había dado; y así cayeron en tinieblas de idolatría y de muchedumbre de otros pecados, como los que no conocieron a Dios habían caído (Rm 1,21-32). Por lo cual, así como después que los ángeles malos pecaron no consintió Dios—como lo suelen hacer los escarmentados—que viviese en el cielo alguna criatura que pudiese pecar, así viendo cuan mal se aprovecharon los hombres de su razón, y que el mundo, como dice San Pablo, no conoció a Dios por sabiduría, no quiso dejar en manos de ella el conocimiento de Él y salvación de ellos; mas antes quiso, por la predicación de lo que la razón no alcanza, hacer salvos, no a los escudriñadores, mas a los sencillos creyentes. Y así, después de habernos el Espíritu Santo amonestado las dos ya dichas palabras, que dice: Oye y ve, luego nos amonesta la tercera, que dice: Inclina tu oreja. En lo cual nos da a entender que debemos muy profundamente sujetar nuestra razón, y no estar yertos (tiesos, inflexibles) en ella, si queremos que el oír y ver, que para nuestro bien nos fueron dados, no nos sea ocasión de perdición eternal.

Cierto es que muchos han oído palabras de Dios, y han tenido excelentes conocimientos de cosas sutiles y altas, y porque se arrimaron más a la curiosidad de la vista que a inclinar con obediencia la oreja de su razón, se les tornó el ver en ceguera, y tropezaron en la luz de mediodía como si fuera tinieblas. Por eso, si no queréis errar en el camino del cielo, inclinad vuestra oreja, quiero decir, vuestra razón, sin temor de ser engañada: inclinadla con profundísima reverencia a la palabra de Dios que está dicha en toda la Sagrada Escritura. Y si no la entendiéredes, no penséis que erró el Espíritu Santo que la dijo, mas sujetad vuestro entendimiento, y creed— como San Agustín dice que él lo hacía—que, por la alteza de la palabra, vos no la podéis alcanzar.

Y aunque a toda la Escritura de Dios hayáis de inclinar vuestra oreja con igual crédito de fe, porque toda ella es palabra de una misma Suma Verdad, mas debéis tener particular respeto de os aprovechar de las benditas palabras que en la tierra habló el verdadero Dios hecho carne, abriendo con devota atención vuestras orejas de cuerpo y de ánima a cualquier palabra de este Señor, dado a nosotros por especial maestro, por voz del Eterno Padre, que dijo (Mt 17,5): Este es mi muy amado Hijo, en el cual me he agradado; a Él oíd. Sed estudiosa de leer y oír acuestas palabras, y sin duda hallaréis en ellas una singular medicina y poderosa eficacia para lo que a vuestra ánima toca, cual no hallaréis en todas las otras que desde el principio del mundo Dios haya hablado. Y con mucha razón, pues en lo que en otras partes ha dicho, ha sido hablar Él por boca de sus siervos; y lo que habló en la Humanidad que tomó, hablólo por su propia Persona; abriendo su propia boca (Mt 5,2) para hablar, el que primero había abierto y después abrió la boca de otros, que en el Viejo Testamento y Nuevo hablaron. Y mirad no seáis desagradecida a tan grande merced como Dios nos hizo, de querer Él ser nuestro Maestro, dándonos leche de su palabra para mantenernos, el mismo que nos dio el ser para que fuésemos algo. Merced es tan grande, que si hubiese peso para la pesar, y nos dijesen que en el cabo del mundo había palabras de Dios para la doctrina del ánima, habíamos de pasar todo trabajo y peligro por oír unas palabras dichas de la suma Sabiduría, y hacernos discípulos suyos.

Aprovechaos de esta merced, pues Dios tan cerca os las dio. Y pedid al que tuviere cargo de encaminar vuestra ánima, que os busque, en la Sagrada Escritura, en doctrina de la Iglesia y dichos de Santos, palabras apropiadas para las necesidades de vuestra ánima, ahora sean para defenderos de las tentaciones, según el mismo Señor, ayunando en el desierto, lo hizo para nuestro ejemplo, ahora sean para estimularos a tener las virtudes que os faltan, ahora sean para haberos con Dios como debéis, y con vos, y con vuestros prójimos, mayores y menores e iguales; y cómo os habéis de haber en la prosperidad y en la tribulación, y finalmente, para todo lo que hubiéredes menester en el camino de Dios; de manera que podáis decir (Ps 118, 11, 105): En mi corazón escondí tus palabras, para no pecar a ti... Tu palabra es antorcha para mis pies y lumbre para mis sendas.

Y mirad no caigáis en curiosidad de querer saber más de lo que habéis menester para vos, o para la gente que tenéis a cargo; porque lo otro debéislo dejar para los que tienen cargo de enseñar al pueblo de Dios, como amonesta San Pablo (Rm 12,3), que nuestro saber sea con templanza.



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CAPITULO 46: Que la Escritura santa no se ha de declarar por cualquier juicio (seso, dijo el autor), sino por el de la Iglesia romana;

y donde ella no declara, se ha de seguir la conforme exposición de los Santos; y del grande crédito y sujeción que a esta Iglesia santa debemos tener.



Habéis de saber que la exposición de la Escritura divina no ha de ser por seso o ingenio de cada cual; porque de esta manera, aunque ella en sí sea certísima, pues es palabra de Dios, sería, para lo que toca a nosotros, cosa muy incierta, pues comúnmente suele haber tantos sentidos cuantas cabezas. Y como nos convenga mucho tener suprema certidumbre de la palabra que hemos de creer y seguir, pues que hemos de poner, por su confesión y obediencia, todo lo que tenemos y la misma vida, no estuviera bien proveído el negocio, si los diversos sentidos de los hombres no dejaran tener certidumbre a la palabra en el corazón del cristiano. A sola la Iglesia Católica es dado este privilegio, que interprete y entienda la divina Escritura, por morar en ella el mismo Espíritu Santo que en la Escritura habló. Y donde la Iglesia no determina, hemos de seguir la concorde y unánime interpretación de los santos, si no queremos errar. Porque de otra manera, ¿cómo se puede bien entender con espíritu ni ingenio humano lo que habló el divino, pues cada escritura se ha de leer y declarar por el mismo espíritu con que fue hecha?

Y también habéis de saber, que declarar cuál escritura sea palabra de Dios, para que por tal sea de todos creída, no pertenece a otro sino a la misma Iglesia cristiana, cuya cabeza en la tierra, por divina ordenación, es el Romano Pontífice. Y tened por cierto, como San Jerónimo dice, que «cualquier persona que, fuera de esta Iglesia y casa de Dios, comiere el cordero de Dios, profano es, no cristiano». Y quienquiera que fuere hallado fuera de ella, necesariamente ha de perecer, como los que no entraron en el arca de Noé fueron ahogados con el diluvio. Esta es la Iglesia a la cual manda el Evangelio que oigamos, y que a quien no la oyere tengamos por malo y por infiel (Mt 18,17). Y ésta es la Iglesia de la cual dice San Pablo que es columna y firmamento de la verdad (1Tm 3,15).

Y a creer que esto es así, nos inclina y alumbra la misma fe infundida de Dios, de que arriba hemos dicho, como a uno de los otros artículos, y con la misma e igual certidumbre; y hasta aquí así se ha creído de esta Iglesia.

Y por haberse, apartado en nuestros tiempos una gente soberbia (Combate el autor la herejía luterana, que, rechazando la autoridad de la Iglesia en la interpretación de la Biblia, atribuía infalibilidad al espíritu privado), y por eso del demonio engañada, no por eso deja la Iglesia de ser lo que era, ni nosotros debemos dejar de creer lo que antes creíamos. Por tanto, contra esta Iglesia no os mueva revelación, ni sentimiento de espíritu, ni otra cosa mayor ni menor, aunque pareciese ser ángel del cielo (Gal., I, 9, 19) quien contra ella decía, porque serlo en la verdad no es posible. Y menos os muevan doctrinas de herejes, pasados, presentes o por venir, los cuales, desamparados de la mano de Dios por su justo juicio, siguen luz falsa por verdadera, y perdiéndose ellos, son causa de perdición de cuantos les siguen. Mirad en lo que han parado los que se apartaron en tiempos pasados de la creencia de esta Iglesia, y cómo fueron semejables a un ruido de viento, que presto se pasa y luego se olvida. Y mirad por otra parte la firmeza de nuestra fe y de nuestra Iglesia, y cómo ha quedado por vencedora; y aunque combatida desde su nacimiento, nunca vencida, por estar fundada sobre firme piedra (Mt 6,25), contra la cual, ni lluvias, ni vientos, ni ríos, ni las puertas de los infiernos pueden prevalecer (Mt., I6, I8).

Cerrad, pues, vuestras orejas a toda doctrina ajena de la Iglesia, y seguid la creencia usada y guardada de tanta muchedumbre de años; pues es cierto que en ella han sido salvos y santos grandísima muchedumbre de gente. Porque no veo cosa de mayor locura, que dejar el hombre un camino por el cual han caminado personas muy sabias y santas, y han ido al cielo, por seguir a unos menores en todo bien, sin comparación, que los pasados, y solamente mayores en la soberbia y desvergüenza de querer ser más creídos sin prueba ninguna, más de la de su propio parecer, que la muchedumbre de los pasados que tuvieron divinal sabiduría, y excelentísima vida, y muchedumbre de grandes milagros; siendo el principal de los que éstos engañados siguen, un Martín Lutero, tan flaco en su carne, que ni pudo vivir, según él lo dice, sin mujer. ¿Cómo llamaremos espíritu bueno al que en aquel mal hombre vivía, pues no tuvo fuerza para darle castidad, aun de las más comunes, siendo la que él prometió de las más altas, teniéndola muchos, a quien él fuera razón que siguiera como a mejores? Y pues el Señor dice (Mt 7,16) que por los frutos conoceremos él árbol, espíritu de la tierra y de flaqueza de carne y del demonio moraba en él, pues tales frutos hacía, y otros peores. Esperad un poco, y veréis el fin de los malos, y cómo los vomitará Dios con extrema deshonra, declarando el error de ellos con manifiesto castigo, como de los pasados ha hecho.




Juan Avila - Audi FIlia 42