Juan Avila - Audi FIlia 58

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CAPITULO 58: Que debemos poner diligencia en el propio conocimiento; y en qué cosas lo podremos hallar; y que conviene tener un lugar apartado donde nos recoger un rato cada día.



De lo ya dicho, y de otras muchas cosas que los Santos han hablado en alabanza del propio conocimiento, veréis cuan necesaria es esta joya para venir al conocimiento de Dios. Y pues queréis edificar casa en vuestra ánima para este tan alto Señor, sabed que no los altos, mas los humildes de corazón son sus casas.

Y por tanto, el primer cuidado que tengáis sea cavar en la tierra de vuestra poquedad, hasta que, quitado de vuestra estimación todo lo movedizo que de vos tenéis, lleguéis a la firme piedra, que es Dios; sobre la cual, y no sobre vuestra arena, fundaréis vuestra casa. Y por esto decía el bienaventurado San Gregorio: «Tú que piensas edificar edificio de virtudes, ten primero cuidado del fundamento de la humildad ; porque quien quiere tener virtudes sin ella, es como quien llevase ceniza en su mano en contrario del viento.» Lo cual dice, porque no sólo no aprovechan las virtudes sin la humildad—aunque sin ella, no son virtudes—, mas son ocasión de muy gran pérdida, así como el gran edificio sobre el pequeño y flaco cimiento es ocasión de caída. Y por tanto, conforme a la alteza de las virtudes ha de ser lo bajo del cimiento de la humildad, para que el ánima esté firme, y no sea derribada con el viento de la soberbia.

Y si me dijéredes: ¿Dónde hallaré esta joya del propio conocimiento?, dígoos que aunque es de mucho valor, en el establo, y entre el estiércol de vuestra poquedad y defectos la habéis de hallar, quitando los ojos de las vidas ajenas. No os entremetáis en saber cosas curiosas; volved vuestra vista a vos misma, y perseverad en examinaros; que aunque al principio no halléis tomo en conoceros, como quien entra de la claridad del sol a una cámara obscura; mas perseverando en sosiego, poco a poco veréis con la gracia de Dios lo que en vuestro corazón hay, aunque sea en los muy secretos rincones. Y para que sepáis el modo que cerca de esto, que tanto os va, habéis de tener, oíd a San Jerónimo, que dice a una mujer casada (a Cleancia): «De tal manera tengas cuidado de tu casa, que también tengas para tu ánima algún reposo. Busca un lugar conveniente, y algún tanto apartado del bullicio de tu familia; al cual te vayas, como quien se va a un puerto, huyendo de la gran tempestad de tus cuidados; y allí, solamente haya lección de cosas divinas, y oración continúa, y pensamientos de cosas del otro mundo, tan firmes, que todas las ocupaciones del otro tiempo del día ligeramente las recompenses con este rato de desocupación. Y no te decimos esto para apartarte del regimiento (gobierno) de tu casa, mas antes para que allí aprendas y pienses cómo te debes haber con ella.» Si este bienaventurado Santo encomienda a una mujer casada que quite a las ocupaciones de casa algún rato, y se recoja en quieto lugar a leer y pensar cosas de Dios, ¿con cuánta más razón la doncella de Cristo, que está libre de los mundanos cuidados, y que debe pensar que no vive para otra cosa tan principalmente, como para usar de la oración y recogimiento interior y exterior, debe buscar en su casa algún lugar escondido y secreto, en el cual tenga sus libros devotos e imágenes devotas, diputado solamente para ver y gustar cuan suave es el Señor? (Ps 33,9). El estado de virginidad que habéis tomado, no es para que estéis enlazada en cuidados perecederos del mundo; mas, así como es semejante al estado del cielo, cuanto a la entereza e incorrupción de la carne, así habéis de pensar que no ha de entrar en vuestro corazón, en cuanto a vos fuere posible, cuidado de tierra; mas habéis de ser un templo vivo, en el cual se ofrezcan continuas oraciones, y suenen continuos loores a Aquel que os crió. Y sólo un cuidado ocupe vuestro corazón, y ha de ser agradar al Señor, como dice San Pablo (Cotos., 3, 3): Daos por muerta a este mundo, pues ya os habéis desposado con el Rey celestial. Y acordaos que dice el Esposo a la Esposa (Ct 4,12): Huerto cerrado, hermana mía. Esposa, huerto cerrado. Porque no sólo habéis de ser limpia y guardada en la carne, mas también muy cerrada y recogida en el ánima. Que, pues la virginidad se toma entre cristianos, no por sí sola, mas porque ayude para con más libertad dar el corazón a Dios; la doncella que se contenta con virginidad de cuerpo, y no vive cuidadosa en el aprovechamiento de las virtudes y oración y gusto de Dios, ¿qué otra cosa hace, sino pararse en el camino, y nunca llegar adonde va? ¿Tener aparejo para coser y labrar, y nunca entender en ello? Cosa vergonzosa es a todo cristiano no tener ejercicio de santa lección y de santos pensamientos en su ánima; mas al religioso, al sacerdote, y a la virgen que a Cristo se ha dado, no sólo es vergonzoso, mas intolerable. Por tanto, si queréis gozar de los frutos de la santa virginidad que a Cristo habéis prometido, sed enemiga de ver y ser vista. Salid de casa todo lo menos que fuere posible, aunque sea a santos lugares y obras buenas; porque a las mozas así conviene. No os entremetáis en temporales congojas. Y cumplido con el trabajo de vuestras manos, el cual, moderamente tomado, aprovecha a cuerpo y ánima, y cumplido con las ocupaciones de necesidad o de caridad, según la ordenación que de vuestra vida tenéis, tomad cuanto tiempo pudiéredes para os encerrar en vuestro oratorio; que aunque al principio se os haga de mal, después probaréis que en la celda se tratan negocios del cielo, y que ningún rato de tanto contentamiento hay, como el que allí en sosiego se gasta.





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CAPITULO 59: En que se prosigue el ejercicio para hallar el propio conocimiento; y de cómo nos habernos de aprovechar en la lección y oración.



Buscado, pues, este lugar quieto, recogeos en él a lo menos dos veces al día, una por la mañana, para pensar en la sacra Pasión de Jesucristo nuestro Señor, como después diremos (Cap. 68 y siguientes), y otra en la tarde en anocheciendo para pensar en el ejercicio del propio conocimiento. Y el modo que tendréis sea éste. Tomad primero algún libro de buena doctrina, en que, como en espejo, veáis vuestras faltas, y con él toméis manjar con que vuestra ánima sea esforzada en el camino de Dios. Y este leer no ha de ser con pesadumbre, ni pasando muchas hojas, mas, alzando el corazón a nuestro Señor, suplicarle que os hable en vuestro corazón con su viva voz, mediante aquellas palabras que de fuera leéis, y os dé el verdadero sentido de ellas. Y con aquella atención y reverencia estad atenta, escuchando a Dios en aquellas palabras que de fuera leéis, como si a Él mismo oyérades predicar cuando en este mundo hablaba. De manera, que aunque tengáis los ojos en el libro, no peguéis en él con mucha ansia el corazón para que os haga olvidar de Dios; mas tened a lo que leéis una mediana y descansada atención, que no os cautive ni impida la atención libre y levantada que al Señor habéis de tener. Y leyendo de esta manera no os cansaréis; y daros ha nuestro Señor el vivo sentido de las palabras, que obre en vuestra ánima, unas veces arrepentimiento de vuestros pecados, otras confianza de Él y de su perdón; y os abrirá el entendimiento a conocer otras muchas cosas, aunque leáis pocos renglones. Y algunas veces conviene interrumpir el leer, por pensar alguna cosa que del leer resultó, y después tornar a leer; y así se van ayudando la lección y la oración.

Y con el corazón así devoto y recogido, podéis comenzar a entender en el ejercicio de vuestro propio conocimiento; y de esta manera, vuestras rodillas hincadas, pensaréis a cuan excelente y soberana Majestad vais a hablar. La cual no la penséis lejos de vos, mas que hinche cielos y tierra; y que ninguna parte hay en que no esté, y más dentro de vos qué vos misma. Y considerando vuestra pequeñez, hacedle una entrañable reverencia, humillando vuestro corazón como una pequeña hormiga delante de un Ser infinito, y pedidle licencia para hablarle. Y comenzad primero en decir mal de vos y rezad la confesión general, y acordándoos particularmente y pidiendo perdón de lo que en aquel día hubiéredes pecado.

Después rezad algunas devociones que debéis tener por costumbre; no tantas, que demasiadamente os fatiguen la cabeza y os sequen la devoción; ni tampoco las dejéis del todo, porque sirven para despertar la devoción del ánima, y para ofrecer a Dios servicio con nuestra lengua, en señal que Él nos la dio. Y por eso nos enseña San Pablo (1Co 14,15): Que hemos de orar y cantar con el espíritu de la voz, y con el ánima. Y estas oraciones no sólo sean para pedir mercedes a nuestro Señor para vos, mas por aquellos por quien tenéis especial obligación, y por toda la Iglesia cristiana, el cuidado de la cual habéis de tener muy fijado en vuestro corazón. Porque si a Cristo amáis, razón es que os toque aquello por cuyo bien derramó su sangre. Y rezad así por los vivos, como por los que en purgatorio están. Y también por toda la infidelidad, que está privada del conocimiento de Dios, suplicándole traiga a su santa fe a todos, pues todos desea que sean salvos. Y estas oraciones han de ser las más de ellas enderezadas a dos partes: una a nuestra Señora, a la cual habéis de tener muy cordial amor, y entera confianza que os será muy verdadera Madre en todas vuestras necesidades; y la otra a la Pasión de Jesucristo nuestro Señor, la cual también os ha de ser muy familiar refugio de vuestros trabajos, y esperanza única de vuestra salud.



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CAPITULO 60: De cuánto aprovecha para el propio conocimiento la meditación de la muerte, y del modo del meditar en lo que toca al cuerpo.



Después de esto, dejad de rezar con la boca, y meteos en lo más dentro de vuestro corazón; y haced cuenta que estáis delante la presencia de Dios, y que no hay más de Él y de vos.

Pensad cómo antes que a este mundo viniésedes, érades nada, y cómo aquella sobrepujante bondad de Dios nuestro Señor os sacó de aquel abismo de no ser, y os hizo criatura suya, no cualquiera, sino razonable. Pensad cómo os dio cuerpo y ánima, para que con lo uno y con lo otro trabajasedes de le servir.

Haced cuenta que estáis ya en el paso de vuestra muerte, lo más verdaderamente que lo pudiéredes sentir, diciendo a vos misma: «Llegar tiene algún día esta hora de mi acabamiento; no sé si será esta noche o mañana; y pues ciertamente ha de venir, razón es que piense en ello.» Pensad cómo caeréis en la cama, y cómo habéis de sudar el sudor de la muerte; levantarse ha el pecho, quebrantarse han los ojos, perderse ha el color de la cara, y con grandes dolores se apartará esta junta tan amigable del cuerpo y del ánima. Amortajarán después vuestro cuerpo, y poneros han en unas andas, y llevaros han a enterrar, llorando unos y cantando otros. Echaros han en una sepultura chica, cobijaros han con tierra, y después de haberos pisado, quedaros heis sola, y seréis presto olvidada.

Pensad, pues, todo esto que por vos ha de pasar. ¿Qué tal estará vuestro cuerpo debajo de la tierra? Y cuan presto se parará tal, que cualquiera persona, por mucho que os quiera, no os pueda ver, ni oler, ni estar cerca de vos. Mirad allí con atención en qué paran la carne y su gloria, y veréis cuan necios son aquellos que, habiendo de salir tan pobres de este mundo, andan ansiosos ahora por ser muy ricos; y habiendo de ser tan presto hollados y olvidados, tienen gran sed de ponerse en más altos lugares que los otros. Y cuan engañados viven los que regalan su cuerpo, y se van tras sus deseos; porque otra cosa no hicieron sino ser cocineros de gusanos, guisándoles bien el manjar que han de comer; y ganaron con sus breves deleites tormentos que nunca se acaban. Considerad y mirad con muy grande atención y despacio vuestro cuerpo tendido en la sepultura; y haciendo cuenta que ya estáis en ella, mortificad los deseos de la carne cada vez que os vinieren a la memoria; y mortificad los deseos de agradar y desagradar al mundo, y de tener en algo cuanto en él florece, pues que tan presto y con tanto abatimiento lo habéis de dejar, y él a vos. Y considerando cómo vuestro cuerpo, después de ser manjar de gusanos, se tornará en cieno y en polvo, no lo miréis de ahí adelante sino como a un muladar cubierto de nieve, y que os dé asco acordaros de él. Y teniendo el cuerpo en esta posesión, no seréis engañada cerca de la estima de él, mas tendréis verdadero conocimiento, y sabréis cómo lo habéis de regir, mirando el fin en que ha de parar; como quien se pone al fin de la nao, para desde allí regirla mejor.



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CAPITULO 61: De lo que se ha de considerar en la meditación de la muerte acerca de lo que sucederá al alma, para aprovechar en el propio conocimiento.



En esto que habéis oído ha de parar vuestro cuerpo; resta que oigáis lo que ha de acaecer a vuestra ánima, la cual será en aquella hora llena de angustias, acordándose de las ofensas que en esta vida hizo a nuestro Señor, y pareciéndose entonces muy grave lo que antes le parecía muy liviano. Será desamparada de sus sentidos, no podrá servirse de la lengua para pedir socorro a nuestro Señor, y entenebrecérsele ha el entendimiento, que aun pensar en Dios no podrá; y, en fin, poco a poco acercarse ha la hora en que por mandamiento de Dios salga del cuerpo, y se determine de ella o perdición para siempre, o salud para siempre. Oír tiene de la boca de Dios: «Apártate de mí a fuegos eternos», o «Quédate conmigo en estado de salvación, en purgatorio o paraíso». Colgada habéis de estar de sola la mano de Dios, y en sólo Él estará vuestro remedio. Por lo cual habéis mucho de huir de enojar en vuestra vida al que en la hora de vuestra muerte habéis tanto menester. Demonios que os acusen y que pidan justicia a Dios contra vuestra ánima, acusándoos particularmente de cada pecado, no os faltarán; y si la misericordia de Dios entonces os olvida, ¿qué haréis, oveja flaca, cercada de tan rabiosos lobos, muy deseosos de os tragar?

Pensad, pues, en el rato de vuestro recogimiento cómo en acueste estrecho punto habéis de ser presentada delante el juicio de Dios, desnuda y sola de todas las cosas, y acompañada del bien o mal que hubiéredes hecho. Y decid a nuestro Señor, que vos os presentáis ahora de gana, para alcanzar misericordia en aquella hora, que por fuerza habéis de salir de este mundo. Haced cuenta que sois un ladrón, a quien han tomado en el hurto, y le presentan ante el juez, las manos atadas; o una mujer que la halló su marido haciéndole traición; los cuales, de confundidos, no osan alzar los ojos, ni pueden negar su delito; y creed, que muy más claramente os ha visto Dios en todo lo que contra Él habéis pecado, que pueden ningunos ojos de hombres ver cosa que delante de él se hiciese. Y avergonzándoos de haber sido mala en la presencia de tanta bondad, cubríos de la vergüenza que entonces perdisteis; y sentid en vos confusión de vuestros pecados, como quien está delante la presencia del soberano Juez y Señor. Acusaos vos como habéis de ser acusada; y especialmente traed a la memoria los pecados más graves que hubiéredes hecho; aunque si son deshonestos, más seguro es no deteneros en los pensar muy particularmente, sino a bulto, como una cosa hedionda, y que os da grande espanto de la mirar. Juzgaos y sentenciaos por mala, y bajad vuestros ojos a considerar los infernales fuegos, creyendo que los tenéis muy bien merecidos.

Poned en una parte los bienes que Dios os ha hecho desde que os crió, discurriendo por vuestro cuerpo y por vuestra ánima; y cómo érades obligada a reverenciarle y serle agradecida, y amarle con todo vuestro corazón, sirviéndole con toda obediencia y con toda vos, guardando sus mandamientos y de su Iglesia. Mirad cómo os ha mantenido, con otros mil bienes que os ha hecho, y de males que os ha librado; y, sobre todo, cómo, por convidaros con su ejemplo y amor a que fuésedes buena, vino el mismo Señor del mundo, haciéndose hombre; y por remediar vuestra maldad y ceguedad en que estábades, pasó muchos trabajos, y derramó muchas lágrimas, y después su sangre, perdiendo la vida por vos. Todo lo cual se ha de poner el día de vuestra muerte y juicio en una balanza, haciéndoos cargo de ello como de recibo, y os han de pedir cuenta de cómo habéis servido tantas mercedes, y cómo habéis usado de vos misma a servicio de Dios, y con qué cuidado habéis respondido a tanta bondad con que Dios ha deseado y procurado salvaros. Mirad bien, y veréis cuánta razón tenéis de temer, pues que no sólo no habéis respondido con servicios conforme a estas deudas, mas habéis dado males en pago de bienes, y despreciado al que tanto os preció, huyendo y volviendo las espaldas al que os seguía para vuestro bien.

¿Qué gracias os parece que se deben dar ti quien por su infinita misericordia nos ha librado de los infiernos, habiéndolos nosotros justamente merecido? ¿Qué daremos a quien tantas veces tendió su mano para que los demonios no nos ahogasen y llevasen consigo? Y siendo nosotros crueles ofendedores de su Majestad, Él nos fue piadoso padre y dulce defensor. Pensad que quizás están algunos en los infiernos con menos pecados que vos. Y de tal manera os mirad y servid a Dios, como si hubiérades por vuestros pecados entrado en el infierno, y Él os hubiera sacado de allá; porque todo es una cuenta, haber estorbado que no vayáis allá mereciéndolo vos, o sacaros de allá por su gran misericordia después de entrada.

Y si cotejando los bienes que con vos Dios ha hecho, y los males que vos a Él, no sintiéredes vergüenza ni dolor como vos deseáis, no os turbéis por ello, mas perseverad en acueste juicio, y poned delante de los ojos de Dios vuestro corazón tan llagado y tan adeudado, y suplicadle que os diga Él quién sois vos y en qué posesión os habéis de tener. Porque el efecto de este ejercicio no es solamente entender que sois mala, mas sentirlo y gustarlo con la voluntad, y hallar tomo en vuestra maldad e indignidad, como quien tiene un perro muerto a sus narices. Y por esto, estas dichas consideraciones no han de ser apresuradas, ni de un día solo, mas han de ser largas y con mucho sosiego, para que poco a poco se vaya embebiendo en vuestra voluntad aquel desprecio e indignidad que con el entendimiento juzgasteis que se os debía. El cual pensamiento habéis de presentar delante de Dios, pidiéndole que Él lo asiente en lo más dentro de vuestro corazón. Y de ahí adelante estimaos con mucha sencillez y verdad, como una persona muy mala, merecedora de todo desprecio y tormento, aunque sea de infierno; y estad aparejada a sufrir con paciencia cualquier trabajo o desprecio que se os ofreciere, considerando que, pues habéis ofendido a Dios, es muy justo que todas las criaturas se levantasen contra vos y vengasen la injuria de su Criador. En esta paciencia entenderéis si de verdad os conocéis por pecadora y digna de infierno; y decid en vos misma: «Todo el mal que me pueden hacer, muy poco es, pues yo merezco el infierno.» ¿Quién se quejará de picaduras de moscas, mereciendo eternos tormentos? Y así andad muy maravillada de la infinita bondad del Señor, cómo no alanza de sí a un gusano hediondo, mas lo mantiene y regala, y le hace mercedes en cuerpo y en ánima, todo para gloria de Él, sin que tengamos nosotros de qué gloriarnos.



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CAPITULO 62: Que el cotidiano examen de nuestras faltas ayuda mucho para el propio conocimiento;

y de otros grandes provechos que este ejercicio del examen trae; y del provecho que nos viene de las reprensiones que otros nos dan, o el Señor interiormente nos envía.



Para acabar este ejercicio de vuestro conocimiento, dos cosas os restan que oigáis. La una, que no se debe contentar el cristiano con entrar en juicio delante de Dios para acusarse de los pecados pasados, mas también de los que cada día comete. Porque por maravilla hallaréis cosa tan provechosa para enmienda de la vida, como tomarse el hombre cuenta de cómo la gasta, y de los defectos que hace. Porque el ánima que no es cuidadosa en examinar sus pensamientos, palabras y obras, es semejable a la, viña del hombre perezoso, de la cual dice el Sabio (Pr 24,30): Que pasó por ella, y vio su seto caído, y Heno de espinas.

Haced cuenta que os han encomendado una hija de un Rey, para que tengáis cuidado continuo de mirar por sus costumbres; y que a la noche le pedís cuenta, reprendiendo sus faltas y amonestándole las virtudes. Miraos como a cosa encomendada por Dios, y haceos entender que no habéis de vivir sin ley ni regla, mas debajo de santa sujeción y disciplina de la virtud; y que no habéis dé hacer cosa mala que no la paguéis. Entrad en capitulo con vos a la noche, juzgándoos muy particularmente, como haríades a otra tercera persona. Repréndeos y castigaos de vuestras faltas, y predícaos a vos misma, con mucho mayor cuidado que a otra persona alguna, por mucho que la améis. Y adonde sintiéredes que hay más faltas, ahí poned mayor remedio. Porque creed que, durando este examen y reprensión de vos misma, no podrán durar mucho vuestras faltas sin ser remediadas.

Y aprenderéis una ciencia muy saludable, que os hará llorar y no hinchar; la cual os guardará de la peligrosa enfermedad de la soberbia, que entra poco a poco, y aun sin sentirlo, pareciéndose un hombre bien a sí mismo y contentándose de sí. Velad bien contra acuesta entrada, y guardaos con todo cuidado no os parezcáis bien a vos misma; mas con la lumbre de la verdad sábeos reprender y desplacer (desagradar); y seros ha vecina la misericordia de Dios; al cual aquéllos solos parecen bien, que a sí mismos parecen mal; y a aquéllos perdona sus faltas con largueza de bondad, que las conocen y se humillan por ellas con el juicio de la verdad, y las gimen con su voluntad.

Y escaparéis de otros dos vicios que suelen acompañar a la soberbia, que son desagradecimiento y pereza. Porque conociendo y reprendiendo vuestros defectos, veréis vuestra flaqueza e indignidad, y la misericordia grande de Dios en sufriros, y perdonaros y haceros bienes, mereciendo vos males; y así seréis agradecida. Y mirando el poco bien que hacéis, y males en que caéis, despertaréis del sueño de la pereza, y comenzaréis cada día de nuevo a servir a nuestro Señor, viendo cuan poco habéis hecho en lo pasado.

Y por esto, y otros muchos bienes que de conocerse el hombre y reprenderse suelen nacer, siendo preguntado un santo viejo de los pasados, ¿dónde estaría uno más seguro, en soledad o en compañía?, respondió: «Si se sabe reprender, dondequiera estará seguro; y si no, dondequiera estará a peligro.»

Y porque, por el mucho amor que nos tenemos, no sabemos conocernos y reprendernos con aquel verdadero juicio que requiere la verdad, debemos agradecerlo a la persona que nos reprende; y también suplicar al Señor que nos reprenda Él con amor, enviándonos su luz y verdad (Ps 42,3), para que sintamos de nosotros lo que, según verdad, debemos sentir. Y esto es lo que Jeremías (Jr 10,24) pedía diciendo : Corrígeme, Señor, en juicio, y no en furor; porque por ventura no me tornes a nada. Corregir en furor pertenece al día postrero, cuando enviará Dios al infierno a los malos por sus pecados; y corregir en juicio es reprender en este mundo a los suyos con amor de padre. La cual reprensión es un testimonio tan grande de amar Dios al que reprende, que ninguno otro hay tan seguro, ni que tan buenas nuevas traiga de ser víspera de recibir grandes mercedes de Dios. Así cuenta San Marcos (Mc 16,14), que apareciendo nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos les reprendió de incredulidad y dureza de corazón; después de lo cual les dio poder para hacer obras maravillosas. Y el Profeta Isaías (Is 4,4) dice: Que el Señor lava las suciedades de las hijas de Sión, y la sangre de en medio de Jerusalén en espíritu de juicio, y espíritu de ardor; dando a entender, que el lavar nuestro Señor nuestras manchas, viniendo a nosotros, es dándonos primero a conocer quién somos, y esto es juicio; y después envía espíritu de ardor, que es amor, que nos causa dolor; y así nos lava, dándonos su perdón y su gracia. De lo cual no osaremos atribuir a nosotros gloria alguna; pues primero nos dio a entender nuestra indignidad y desmerecimiento.

Y esta reprensión no entendáis ser alguna cosa que desmaye, y demasiadamente entristezca al ánima, trayéndola desabrida; porque esta tal, o es del demonio, o del espíritu propio, y débese huir. Mas es un sosegado conocimiento de las propias faltas, y un juicio del cielo que se oye en el ánima, que así hace temblar la tierra de nuestra flaqueza con vergüenza, y temor, y amor, que le pone espuelas para mejorarse, y para con mayor diligencia servir al Señor ; y le da muy gran confianza que el Señor lo ama como a hijo, pues usa con él oficio de padre, según está escrito (Ap 3,19): Yo a los que amo, corrijo.

Sed, pues, cuidadosa en miraros y reprenderos; presentándoos delante de la presencia de Dios, delante del cual es más seguro el humilde conocimiento de nuestras faltas, que la soberbia alteza de otros conocimientos. Y no seáis como algunos amadores de su propia estima, que por no parecer mal a sí mismos, se huelgan de gastar mucho tiempo en pensar otras cosas devotas, y pasar ligeramente por el conocimiento de sus defectos, porque no hallan en ellos sabor, pues no aman su propio desprecio; como, en la verdad, ninguna cosa haya tan segura, ni que así haga que aparte Dios sus ojos de nuestros pecados, como mirarnos nosotros y reprendernos con dolor y penitencia, según está escrito (1Co 11,31): Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seriamos juzgados de Dios.



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CAPITULO 63: De la estimación que habernos de tener de nuestras buenas obras, para no faltar en el propio conocimiento y verdadera humildad;

y del maravilloso ejemplo que Cristo nuestro Señor nos da para lo dicho.



Lo segundo que habéis de mirar cerca de este conocimiento es, que aunque es bueno y provechoso; pues por él nos viene el corazón contrito y humillado, que Dios no desprecia (Ps 50,19), mas tiene esta falta, que se funda sobre haber pecado; y no es mucho de maravillar, que un pecador se conozca y estime por pecador, mas sería muy espantable monstruo, que siéndolo, se estimase por justo; como si un hombre lleno de lepra se estimase por sano. Por tanto, no nos hemos de contentar con estimarnos en poco en nuestros pecados, mas aún mucho más hemos de mirar esto en nuestras buenas obras, conociendo profundamente que ni la culpa de pecados es de Dios, ni la gloria de nuestros bienes es de nosotros; mas que de todo lo bueno que en nosotros hubiere, se ha de dar perfectamente la gloria al Padre de todas las lumbres del cual procede todo lo bueno y dadiva perfecta (Jac. I, 17). De arte, que aunque nosotros tengamos el bien, lo miremos como cosa ajena, y lo tratemos tan fielmente, que no nos alcemos con la gloria de Dios, ni se nos pegue, como dicen, la miel en las manos.

Esta humildad no es de pecadores como la primera, mas de justos; y no sólo la hay en este mundo, mas en el cielo. Porque de ella se escribe (Ps 112,6): ¿Quién como el Señor Dios nuestro, que mora en las alturas, y mira las cosas humildes en el cielo y en la tierra? Esta tuvo en pie a los ángeles buenos, y los hizo dispuestos para gozar de Dios, pues le fueron sujetos; y la falta de ella derribó a los ángeles malos, porque se quisieron alzar con la honra de Dios. Esta tuvo la sagrada Virgen María nuestra Señora, que siendo predicada por bienaventurada y bendita por la boca de Santa Isabel, no se hinchó ni atribuyó a sí gloria alguna de los bienes que en Ella había, mas con humilde y fidelísimo corazón enseña a Santa Isabel y al mundo universo, que de las grandezas que Ella tenía, no a si, mas a Dios se debía la gloria, y con profunda reverencia comienza a cantar (Lc, I, 46): Mi ánima engrandece al Señor.

Y esta misma y más perfecta humildad tuvo la benditísima ánima de Jesucristo nuestro Señor, la cual, así como en el ser personal no estuvo arrimada a sí misma (No estuvo arrimada a sí misma: no tuvo personalidad humana, no subsistió en sí y por sí, sino en la Persona del Verbo), sino a la Persona del Verbo, en lo cual excede a todas las ánimas y a los celestiales espíritus, así los excede en esta santa humildad, estando más lejos de darse la gloria a sí misma, y de tenerse por su arrimo, que todos ellos juntos. Y de este Corazón salia lo que muchas veces al mundo fidelísimamente predicaba, que sus obras y palabras, de su Padre las había recibido, y a Él daba la gloria, y decía (Jn 7,16): Mi doctrina no es mía, mas de Aquel que me envió. Y en otra parte dice: Las palabras que Yo hablo, no las hablo de Mí mismo, mas el Padre que está en Mí, Él hace las obras. Y así convenía que el remediador de los hombres fuese muy humilde, pues que la raíz de todos los malos y males es la soberbia. Y queriendo dar a entender el Señor cuánto nos convenga tener esta santa y verdadera humildad, se hace particularmente Maestro de ella, y se nos pone por ejemplo de ella, diciendo (Mt 11,29): Aprended de mí, que soy manso y humilde de Corazón. Para que viendo los hombres a un Maestro tan sabio encomendar tan particularmente esta virtud, trabajen por la tener; y viendo que un Señor tan alto no atribuye el bien a si mismo, ninguno haya tan desvariado que tal maldad ose hacer.

Aprended, pues, sierva de Cristo, de vuestro Maestro y Señor, acuesta santa bajeza, para que seáis ensalzada, según su palabra (Lc 14,17): Quien se humillare será ensalzado. Y tened en vuestra ánima esta santa pobreza, porque de ella se entiende (Mt 5,3): Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Y tener por cierto, que pues Jesucristo nuestro Señor fue ensalzado por camino de humildad, el que no la tuviere fuera va de camino; y débese de desengañar en lo que dice San Agustín: «Si me preguntares cuál es el camino del cielo, responderte he que la humildad: y si tercera vez, responderte he lo mismo; y si mil veces me lo preguntares, mil veces te responderé que no hay otro camino sino la humildad.»



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CAPITULO 64: De un provechoso ejercicio del conocimiento del ser natural que tenemos, para con él alcanzar la humildad.



Porque creo que deseáis alcanzar esta santa bajeza con que agradéis al Señor, os quiero decir algo del modo como la habéis de alcanzar.

Y sea lo primero pedirla con perseverancia al Dador de todos los bienes, porque esta humildad es un muy particular don suyo que a sus escogidos da. Y aún el conocer que es don de Dios no es poca merced. Los tentados de soberbia conocen bien que no hay cosa más lejos de nuestras fuerzas que esta verdadera y profunda humildad, y que muchas veces acaece, con los remedios que ellos ponen para alcanzarla, huir ella más; y aun del mismo humillarse suele nacer su contrario, que es la soberbia. Por lo cual haced en esto lo que os dije de la castidad: que de tal manera toméis los ejercicios para alcanzar esta joya, que ni los dejéis de hacer diciendo: ¿Qué me aprovecha, pues es dádiva de Dios?, ni tampoco los hagáis poniendo confianza en vuestro brazo de carne, mas en Aquel que suele dar sus dádivas a los que da su gracia para se las pedir con oración y ejercicios devotos.

El modo, pues, que tendréis será éste: Considerad dos cosas por orden: una el ser, otra el buen ser.

Cuanto a lo primero, habéis de pensar quién érades antes que Dios os criase, y hallaréis ser un abismo de nada, y privación de todos los bienes. Estaos un buen rato sintiendo este no ser, hasta que veáis y palpéis vuestra nada y no ser. Y después considerad cómo aquella poderosa y dulce mano de Dios os sacó de aquel abismo profundo, y os puso en el número de sus criaturas, dándoos verdadero y real ser. Y miraos a vos, no como hechura vuestra, sino como a una dádiva, de la cual Dios hizo merced a vos. Y por tan ajeno de vuestras fuerzas mirad vuestro ser, como miráis al ajeno, creyendo que tampoco os pudisteis vos criar a vos, como criar a otro. Tampoco podíades salir de aquellas tinieblas del no ser, como los que quedaron en ellas. Y tenéis por igual de vuestra parte a las cosas que no son, atribuyendo a Dios la ventaja que les lleváis.

Y mirad que, después de criada, no penséis que ya os tenéis en vos misma; porque no menor necesidad tenéis de Dios a cada momento de vuestra vida para no perder el ser que tenéis, que la tuvisteis para, siendo nada, alcanzar el ser que tenéis. Entrad dentro de vos misma, y consideraos cómo sois una cosa que tiene ser y vive. Preguntaos, ¿esta criatura está arrimada a sí, o a otro? ¿Susténtase en sí, o ha menester mano ajena? Y responderos ha el Apóstol San Pablo (Ac 17,27), que no está lejos Dios de nosotros, mas que en Él vivimos, y nos movemos, y tenemos ser. Y considerad a Dios, que es el ser de todo lo que es, y sin Él hay nada; y que es vida de todo lo que vive, y sin Él hay muerte; y fuerza de todo lo que algo puede, y sin Él hay flaqueza, y que es bien entero de todo lo bueno, sin el cual no se puede haber el más pequeño bien de los bienes. Y por esto dice la Escritura (Is 40,17): Todas las gentes son delante de Dios como si no fuesen, y en nada y en vanidad son reputadas delante de Él. Y en otra parte está escrito (Gala.t, 6, 3): El que piensa que es algo, como sea nada, él se engaña. Y el Santo Rey y Profeta David decía hablando con Dios (Ps 38,6): Yo soy delante de Ti como nada. En las cuales partes no habéis de entender que las criaturas no tengan ser o vida, u operaciones propias y distintas de las de su Criador; mas porque lo que tienen no lo hubieron de sí, ni lo pueden conservar de sí, sino de Dios y en Dios, dícense no ser, que quiere decir que tienen el ser y la virtud para obrar de mano de Dios, y no de la suya.

Sabed, pues, ahondar bien en el ser y fuerzas que tenéis, y no paréis hasta llegar al fundamento primero, que como firmísimo e indeficiente, y no fundado sobre otro, mas fundamento de todos, os sustenta que no caigáis en el pozo profundo de la nada, de la cual primero os sacó. Conoced este arrimo que os tiene, y esta mano que, puesta encima de vos os hace estar en pie y confesad con Santo Rey y Profeta David (Ps 138,5): Tú, Señor, me hiciste, y pusiste tu mano sobre mi. Y pensad que estáis tan colgada de esta virtud de Dios, que si ella faltase, en aquel momento vos faltaríades, como faltaría la lumbre que había en una cámara sacando de ella la hacha que la alumbraba, o como se quita la lumbre de sobre la tierra por ausencia del sol. Adorad, pues, a este Señor con reverencia profunda como a principio de vuestro ser, y amadle como a continuo bienhechor vuestro y conservador de él, y decidle con corazón y con lengua: Gloria sea a Ti para siempre, poderosa virtud, en la cual me sustento. No tengo, Señor, qué buscar fuera de mí, pues estáis Vos más íntimo a mí, que yo a mí mismo, y que he de pasar por mí para entrar a Vos. Juntad con Él vuestro corazón, unidle con Él amorosamente, y decidle (Ps 131,141, Esta es mi holganza en el siglo del siglo; aquí moraré, porque la escogí. Y de ahí en adelante sabed hacer presencia a Dios dentro de vos con toda reverencia, pues Él está presentísimo a vos.

Y como habéis entendido, por lo que en vos pasa, cómo Dios es el que os ha dado el ser y el obrar, así en todas las criaturas entended lo mismo. Y considerando en todas a Dios, seros ha todo un espejo luciente, que os represente al Criador; y así podrá andar vuestra ánima unida con Dios, y en sus alabanzas devota, si vos en las criaturas otra cosa sino a Dios no buscáis.




Juan Avila - Audi FIlia 58