Juan Avila - Audi FIlia 80

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CAPITULO 80: En que se prosigue la ternura del amor de Cristo para con los hombres, y lo que le causaba el interior dolor y cruz de su Corazón, que tuvo toda la vida.



De lo dicho se verá cuántos y cuan grandes fueron los dolores del Señor, pues fueron tantos y tan grandes los pecados nuestros que los causaban.

Mas si caváremos en lo más dentro del Corazón del Señor, hallaremos en él dolores por los pecados que los hombres han hecho, y dolores por los pecados que nunca hicieron. Porque así como el perdón de los unos cayó, Señor, sobre Ti, así la preservación de los otros te ha de costar dolores y muerte; pues que la gracia y los favores divinos que preservaron de pecar, a nadie se dio de balde, sino a costa de tus preciosos trabajos. De manera, Señor, que todos los hombres cargan de Ti, chicos y grandes, pasados, presentes y por venir; los que pecaron, y que no pecaron; y los que mucho y los que poco. Porque mirados todos en sí, eran hijos de ira, sin gracia de Dios, y desterrados del cielo, inclinados a todo pecado. Y si han de recibir perdón, y han de recibir gracia, y evitar los pecados, y ser hijos de Dios, y gozar de Dios para siempre en el cielo, todo. Señor, ha de ser a tu costa, pagando los males y comprando los bienes: y todo tan a tu costa, que vayan proporcionados los dolores, en número y en grandeza, con lo mucho que estas cosas valen; y aun ha de sobrepujar tu precio a lo que compras, para que así enseñes tu amor, y nuestra redención ¡y consuelo sean más firmes.

¡ Qué caro, Señor, te cuesta el nombre de Padre del sigio que está por venir, que Isaías (Is 9,6) te puso! Pues así como ningún hombre hay que, según la generación de la carne—que se llama el primer siglo—, no venga de Adán, así tampoco lo hay quien, según el ser de la gracia, no venga de Ti. Mas Adán fue mal padre, que por malos placeres mató a sí y a sus hijos; mas Tú, Señor, alcanzaste el nombre de Padre a costa de tus dolorosos gemidos, con los cuales, como leona que brama, diste vida a los que el primer padre mató. Aquél bebió la ponzoña que la víbora le dio, y fue hecho padre de víboras, pues engendró hijos pecadores; mas todos sus hijos, que mirados en sí mismos, son víboras ponzoñosas, se asieron, Señor, de tu Corazón, y te daban bocados de dolor nunca visto; y no solamente por tiempo de dieciocho horas que duró tu sagrada Pasión, mas por treinta y tres años enteros, desde veinticinco de marzo, que según hombre, fuiste concebido, hasta veinticinco de marzo, [que] perdiste la vida en la cruz.

Tú mismo te llamaste Madre, cuando dijiste hablando con Jerusalén: ¡Cuántas veces quise meter tus hijos debajo de mis atas, como la gallina, y tú no quisiste! (Mt 23,37). Y para dar a entender que tu Corazón tiene amor particular y ternura, te comparaste con la gallina, que es la que particularmente pierde su frescura, y se aflige por lo que toca a sus hijos. Y no sólo eres como ella, mas sobrepujas a ella y a todas las madres, como Tú, Señor, dijiste por Isaías (Is 49,15): ¿Por ventura puédese olvidar la madre del niño que parió de su vientre? Pues si ella se olvidare, yo no me olvidaré de ti, porque te tengo escrita en mis manos, y tus muros están siempre delante de mí. ¿Quién, Señor, podrá escudriñar, por mucho que cave en tu Corazón, los inefables secretos de amor y dolor que están encerrados en Él? No te contentas. Señor, con tener amor fuerte, y padecer trabajos de padre; mas para que ningún regalo nos falte y ningún trabajo a Ti, quieres sernos madre en la ternura del amor, que les suele causar entrañable afección. Y aún más que madre, pues que de ninguna leemos que por acordarse siempre de su hijo, haya escrito algún libro, en el cual duros clavos sean la péndola, y sus propias manos sean el papel; y que hincándose en las manos, y traspasándolas, salga sangre en lugar de tinta, que con graves dolores dé testimonio del grande amor interior, que no deja poner en olvido lo que delante las manos traemos. Y si esto que en la cruz pasaste, enclavadas tus manos y pies, es cosa que excede a todo el amor de las madres, ¿quién contará aquel grande amor y grande dolor con que trajiste en el vientre de tu Corazón a todos los hombres, gimiendo sus pecados con gemidos de parto, no por una hora ni por un día, mas por todo el tiempo de tu vida, que fue treinta y tres años, hasta que como otra Raquel (Gn 35,18), moriste de parto en la cruz, para que naciese Benjamín vivo? Las víboras que dentro de Ti mismo traías, te daban, Señor, tales bocados, que te hicieron reventar en la cruz, para que a costa de tus dolores, las víboras se trocasen en simplicidad y mansedumbre de ovejas, que a trueque de tu muerte alcanzasen vida de gracia.

Cuan justamente, Señor, puedes llamar a los hombres, si miras lo que pasaste por ellos, hijos de mi dolor, como llamó Raquel a su hijo (Gn 35,18); pues que el dolor que sus pecados te dieron, fue mayor que el deleite que ellos tomaron cuando pecaron. Y fue mayor tu humildad y quebrantamiento interior, que el desacato y soberbia que ellos tuvieron contra el Altísimo cuando le ofendieron, quebrantando sus leyes; para que de esta manera lo más venciese a lo menos, y tus dolores a nuestros pecados.

Más te dolieron, Señor, los pecados ajenos, que a ningún hombre dolieron los propios. Y si leemos de algunos que tanto arrepentimiento tuvieron de haber pecado que, no pudiendo caber en ellos tanto dolor, perdieron la vida, ¿qué dolores obró en Ti aquel amor sin medida que a Dios y a los hombres tuviste, pues que una centella de acueste amor, infundido en los corazones de aquéllos, los apretó tanto que los hizo reventar como pólvora? De muchos leemos y sabemos, que por oír una nueva que les fuese muy penosa, perdieron la vida. Dinos Tú, Señor, por tu misericordia, ¿cómo tuviste fuerzas para sufrir aquella nueva tan triste, cuando de nuevo te fueron presentados todos los pecados de todos los hombres, amándolos mucho más que ningún hombre amó a otro, ni se amó a sí mismo; y siendo el mal que de ellos viste mayor—y conociéndolo Tú por tal—, que ningún otro mal que pueda venir? ¿Y cómo, Señor, tuviste fuerzas para ver a tu Divinidad ofendida, y vivir, pues que no tiene medida el amor que le tienes? ¡Y viviste, Señor, cuando oíste estas nuevas, y viviste con el dolor de ellas por toda tu vida! Mas si no te fueran dadas fuerzas particulares para sufrir tales dolores, obraran en Ti la muerte, que menores dolores obraron en otros. De manera, Señor, que no una muerte, mas muchas te debo.

Y aunque por estos dolores, que como Madre, por los hombres pasaste, puedes con mucha razón llamarles hijos de mi dolor, según hemos dicho; mas como también eres Padre, llámaslos hijos de mi mano derecha, como hizo Jacob (Gn 35,18), porque en ellos se ejercita y manifiesta la grandeza de tu mano, que es tu poder, pues los sacas del pecado, y los pones en tu gracia en este siglo; y en el día postrero los pondrás a Tu mano derecha, para que te acompañen en la gloria, sentados con grande reposo y seguridad, como Tú, Señor, lo estás a la mano derecha del Padre, dando por bien empleado todo lo que trabajaste con ellos.



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CAPITULO 81: De otras provechosas consideraciones que se pueden sacar de la Pasión del Señor;

y de otras meditaciones que de otras cosas se pueden tener; y de algunos avisos para los que no fácilmente pueden seguir lo ya dicho.



Si bien habéis mirado lo que se os ha dicho acerca del misterio de la Pasión de Jesucristo nuestro Señor, sacaréis que habéis de mirar lo que de fuera padece (Cap. 76), y las virtudes de paciencia y humildad y semejantes a ellas que dentro tiene (Cap. 77), y especialmente su amoroso y compasivo Corazón, del cual todo lo otro procede (Caps. 78-80), y esforzaros a compadecer de todo lo que pasa el Señor, y a le imitar.

Mas tened entendido, que otras muchas consideraciones provechosas podéis tener acerca de la Pasión del Señor. Porque en ella podéis conocer, según en este destierro se sufre, cuan preciosa es la bienaventuranza, y cuan grandes los infernales tormentos, cuan preciosa la gracia, cuan dañoso y aborrecible el pecado, pues por comprarnos Cristo estos bienes y librarnos de estos males, siendo quien es, padeció tanto. Libro es en que podéis leer la inmensa bondad divinal, y la dulcedumbre de su amor, y también el admirable rigor de la divina justicia, que así castigó por pecados ajenos al mismo Juez.

Y porque tenía deseado y pensaao de proseguir esta materia más largo, y pasar a la consideración de la Divinidad por el escalón de la santísima Anima de Jesucristo nuestro Señor, y mi poca salud no da lugar, no os digo más; porque lo que aquí escribo es lo postrero de este Tratado, salvo encomendaros la perseverancia de la meditación de esta sagrada Pasión. Porque aunque he visto a personas ejercitarse en ella años y años, sin gustar mucho de ella, mas perseverando, les ha pagado nuestro Señor lo que antes les había dilatado, que dieron por bien empleados los trabajos pasados con la paga presente.

También os aviso que hay otros ejercicios de meditación para caminar al Señor; así como la meditación de las criaturas y de los beneficios de Dios, y por vía del recogimiento del corazón que entiende en amar, que es el fin de todo pensamiento y de toda la Ley; y que como hay diversos ejercicios, hay diversas inclinaciones en los hombres, y es muy gran merced del Señor poner al hombre en aquello que le ha de ser provechoso; lo cual cada uno le debe pedir con mucha instancia, y procurar, por lo que en si siente, dando relación de ello a quien más sabe, de atinar con qué ejercicio le va mejor, porque aquél es el que debe seguir.

Y también conviene avisar, que hay algunas personas tan ocupadas en cosas exteriores, que no se pueden dar, a lo menos con espacio, a ejercicios interiores, por lo cual reciben desconsolación y desabrimiento. Los cuales, si no pueden lícitamente dejar las tales ocupaciones, deben contentarse con el estado que el Señor les dio, y con diligencia y alegría cumplir con su obligación, y esforzarse lo que pudieren a tener presente a nuestro Señor, por cuyo amor hagan sus obras.

Y porque hay algunos que tienen una natural inquietud en el ánima, y del todo indevota y seca, que aunque mucho tiempo y cuidado gasten en el ejercicio interior, ninguna cosa aprovechan, es menester avisarles, que pues el Señor no les da espíritu de larga e interior oración, se contenten con rezar vocalmente a los pasos de la Pasión; y yendo rezando, piensen, aunque brevemente, en aquel mismo paso; y tengan alguna imagen devota a que miren, y lean libros devotos de la Pasión; porque muchas veces acaece, de estos escalones subir al ejercicio del pensar interior. Y si el Señor quisiere que no suban más, agradézcanselo por quererlos llevar por aquel camino.

Sepan también los escrupulosos y entristecidos, que no se contenta el Señor de que siempre anden pensando en los pecados que han hecho, sepultados en tristeza y desmayo, como Lázaro en el sepulcro; mas que es su voluntad, que tras la mortificación y penitencia que han hecho, por la cual tienen semejanza con su Pasión, tengan también consuelo con la esperanza del perdón, por la cual sean semejantes a su Resurrección; y que, pues han besado sus sacratísimos pies, llorando pecados, se levanten a besarle las manos por los beneficios recibidos, y caminen entre temor y esperanza, que es camino seguro.

Y concluyo con esto, con avisaros que, porque haya habido algunos que por ignorancia y soberbia han errado el camino de la oración, no toméis vos ocasión de la dejar: pues la ajena caída no nos debe apartar del bien, mas entender con mayor cautela en nuestro negocio. Y más os debe esforzar para lo seguir el saber que Jesucristo nuestro Señor y sus Santos han caminado por él para nuestro ejemplo, que no desmayaros los pocos que lo han errado; pues por maravilla hay cosa buena, de la cual algunos no hayan usado mal.



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CAPITULO 82: De cuan atentamente nos oye y piadosamente nos mira el señor, si le sabemos manifestar nuestras Hagas con el dolor que se debe;

y cuan pronto es a las sanar, y hacer otras muchas mercedes.



Tiene esto la gran bondad del Señor, que para que sus mandamientos y leyes sean de nosotros guardados, hácelos fáciles en sí, y más fáciles en querer Él mismo pasar por ellos. Hanos mandado, según hemos oído, que le oigamos y miremos, y le indinemos nuestra oreja. Lo cual todo es muy justo y ligero; porque a tal Maestro, ¿quién no le oirá? A luz tan deleitable, ¿quién no se deleitará en mirar? A Sabiduría infinita, ¿quién no le inclinará su oreja?

Mas para que lo ligero sea más ligero, quiso Él pasar por esta ley que a nosotros pone, y la cumple con gran diligencia. Él nos oye, Él nos ve, y nos indina su oreja, para que no digamos: No tengo quien mire por mí, ni quiera escuchar mis trabajos: Gran consuelo es para un desconsolado tener una persona que, a cualquier rato del día y de la noche, esté desocupada y de buena gana para oírle sus penas, y que esté siempre, sin faltar un momento, mirando a sus miserias y llagas, sin decir: ¡Cansado estoy de ver miserias, y asco me dan vuestras llagas! Y aunque esta tal persona fuese de muy duro corazón, querríamos que siempre nos oyese y nos viese; porque creeríamos que, dando siempre en su corazón la gotera de nuestros trabajos, que como por canal entra a él por las orejas y ojos, algún día cavaría en él y sacaría compasión; pues por duro que fuese, no sería tanto como piedra, la cual es cavada de la blanda gotera, aunque algún rato cese de dar. Y aunque supiésemos que esta tal persona ningún remedio nos podía dar para nuestros trabajos, nos consolaríamos mucho con sola la compasión que de nos tuviese. Pues si a esta tal persona debíamos mucho agradecimiento, ¿qué debemos a Dios nuestro Señor? Y ¿cuan alegres debemos de estar por tener sus orejas y ojos puestos en nuestros trabajos, que ni un solo rato los aparta de nos? Y esto, no con dureza de corazón, mas con entrañable misericordia; y no con misericordia de corazón solamente, mas con entero poder para remediar nuestras penas. Bendito seas, Señor, para siempre, que no eres sordo ni ciego a nuestros trabajos, pues siempre los oyes y ves; ni cruel, pues se dice de Ti (Ps 102,8): Hacedor de misericordias, y misericordioso de corazón es el Señor, esperador y muy misericordioso. Ni tampoco eres flaco, pues todos los males del mundo son flacos y pocos, comparados a tu infinito poder, que no tiene fin ni medida.

Leemos que en tiempos pasados concedió Dios una maravillosa victoria de sus enemigos al rey Ezequías (2R 19,35), el cual, según dicen algunos, no hizo al Señor, que le dio la victoria, aquellas gracias y cantares que se le debían y solían en semejantes mercedes hacer; por lo cual Dios le hizo enfermar, y tan gravemente, que ningún remedio por naturaleza tenía. Y porque con falsa esperanza de vivir no se olvidase de poner cobro a su ánima, fue a él el Profeta Isaías (Is 38,1) y díjole, por mandado de Dios: Esto dice el Señor: Ordena tu casa, porque sábete que morirás y no vivirás. Con las cuales palabras atemorizado el rey Ezequías, vuelve su cara a la pared, y lloró con gran lloro, pidiendo al Señor misericordia. Consideraba cuan justamente merecía la muerte, pues no fue agradecido al que le había dado la vida; y miraba la sentencia de Dios ya contra él dada, que decía: No vivirás. No hallaba otro superior que Aquel que la dio, para pedir que se revocase; y aunque lo hubiera, no tuviera buen pleito, pues al desagradecido justamente se le quita lo que misericordiosamente, se le había dado. Veíase en mitad de sus días, y acabarse en él la generación real de David, porque moría sin hijos. Y allende de todo esto, era combatido de todos los pecados de su vida pasada, cuyo temor más suele penar a la hora postrera. Y con estas cosas estaba su corazón quebrantado con dolor, y turbado así como mar; y adondequiera que miraba; hallaba muchas causas de temor y tristeza. Mas entre tantos males, halló el buen rey remedio, y fue pedir medicina al que le habla llagado, seguridad a quien le habla amedrentado, convertirse por arrepentimiento y esperanza, al mismo de quien por ensoberbecerse huyó. Y al mismo Juez pide que le sea abogado, y halla camino como apelar de Dios, no para otro más alto, mas apela del justo para el misericordioso. Y las razones que alega son acusarse, y la retórica son sollozos y lágrimas. Y puede tanto con estas armas en la audiencia de la misericordia divina, que antes que el Santo Profeta Isaías, pregonero de la sentencia de muerte, saliese de la mitad de la sala del rey, le dijo el Señor: Torna, y di al rey Ezequias, capitán de mi pueblo: Oí tu oración, y vi tus lágrimas; yo te concedo salud, y te añado otros quince años de vida, y libraré esta ciudad de mano de tus enemigos.

—Señor, ¿qué es acuesto? ¿Tan presto metes tu espada en la vaina, y tornas la ira en misericordia? ¿Unas pocas de lágrimas, derramadas, no en templo, mas en el rincón de la cama, y no de ojos que miran al cielo, mas a una pared, así te hacen tan presto revocar la sentencia que tu Majestad había dado y mandado notificar al culpado? ¿Qué es del sacar del proceso? ¿Qué es de las costas? ¿Qué es de los términos? ¿ Qué es del presentar unos y otros testigos? ¿Qué es de tenerse por afrentado el juez, si le revocan la sentencia que dio?

Todo lo disimulas con el amor que nos tienes, por estar atento a nos hacer mercedes, y dices: Oí tu oración, y vi tus lágrimas. Todo término se te hace breve para librar al culpado. Porque ninguno deseó tanto alcanzar su perdón, cuanto Tú deseas darlo: y más descansas Tú con haber perdonado a los que deseas que vivan, que no el pecador con haber escapado de muerte. No guardas leyes ni dilaciones; mas las leyes serán que los que hubieren quebrantado todas tus leyes, quebranten su corazón con dolor de lo pasado, y propongan la enmienda de lo por venir, y tomen las saludables medicinas de tus Sacramentos, que en tu Iglesia dejaste, o tengan intento de las tomar. Y las dilaciones, que en cualquier hora que el pecador gimiere sus pecados, no te acuerdes más de ellos (Ez 18,22). Y porque los pecadores cobrasen ánimo para te pedir perdón de sus yerros, quisiste conceder a este rey más mercedes que él te pedía: quince años de vida, y librar su ciudad, y tornarse el sol diez horas atrás, en señal que al tercero día subiría el rey sano al templo, y con otras secretas mercedes que le hiciste Tú, benigno, que no dejarías venirnos males, sino para sacar de ellos mayores bienes, enseñando tu misericordia en nuestra miseria, tu bondad y perdón en nuestra maldad, y tu poder en nuestras flaquezas.

Tú, pues, pecador, quienquiera que seas, que estás amenazado por aquella sentencia de Dios que dice (Ez 18,20): El ánima que pecare, aquélla morirá, no desmayes debajo la carga de tus grandes pecados, y del incomportable peso de la ira de Dios. Mas cobrando ánimo en las misericordias de Aquel que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33,11), humíllate, llorando, a Aquel que despreciaste pecando; y recibe el perdón de mano de aquel piadoso Padre, que tanta gana tiene de dártelo ; y aun de te hacer mayores mercedes que antes, como hizo a este rey, al cual levantó sano del cuerpo y sano del ánima, como él da gracias, diciendo: Tú, Señor, libraste mi ánima que no se perdiese, y arrojaste mis pecados tras tus espaldas (Is 38,17).



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CAPITULO 83: De dos amenazas de que suele Dios usar, una absoluta y otra condicional; y de dos géneros de promesas, semejantes a las amenazas; y cómo nos habremos cuando sucedieren.



No os debéis turbar de que la palabra dicha a este rey: Morirás y no vivirás, no se cumplió. Habéis de saber, que algunas veces manda el Señor decir lo que Él tiene en su alto consejo y eterna voluntad determinado que sea; y aquello vendrá como se dice, sin falta ninguna. De esta manera mandó decir al rey Saúl (1S 15,23) que le había de desechar, y escoger en su lugar otro mejor. Y también amenazó al sacerdote Helí, y así lo cumplió (1S 3,13). Y de la misma manera amenazó al rey David que le había de matar el hijo que hubo del adulterio de Bersabé (2S 12,14); y por mucho que el rey pidió la vida para el niño con oraciones, ayunos y cilicio, no le fue concedido, porque tenia Dios determinado que el niño muriese.

Mas otras veces manda decir, no lo que Él tiene determinado de hacer, mas lo que hará, si no se enmienda el tal hombre. Y de esta manera envió a decir a la ciudad de Nlnive que de ahí en cuarenta días seria destruida (Jon 3,4), y después por la penitencia de ellos revocó esta sentencia: porque Él no tenía determinado de los destruir, pues no lo hizo; mas envióles a decir lo que sus pecados merecían, y lo que les viniera por ellos, si no se enmendaran.

 Y aunque de fuera parece mudanza decir: Será destruida, y no destruirla, mas en la alta voluntad de Dios no lo es, pues nunca la quiso determinadamente destruir. Que, como dice San Agustín: «Muda Dios la sentencia; mas no muda el consejo», el cual era de no destruirla, mediante la penitencia, a la cual les quería incitar con el temor de la amenaza. Y esto es lo que Él mismo dice por Jeremías (Jr 18,7): Súbitamente hablaré contra gentes y reinos que los he de destruir y arrancar; mas si aquella gente hiciere, penitencia de su maldad, haré Yo también penitencia del mal que les pensaba hacer. Y también hablaré súbitamente de gentes y reinos que los he de edificar y plantar; mas si hicieren maldad en mis ojos, no oyendo mi voz, haré Yo también penitencia del bien que dije que les había de hacer.

De lo cual se saca, que porque no sabemos cuándo lo que Dios nos envía a amenazar es determinación ultimada, o es sola amenaza, no debemos desesperar, ni dejar de pedir a su misericordia que revoque la sentencia que contra nos tiene dada, como hizo a este rey y a la ciudad de Nínive, y alcanzaron lo que pidieron. Y aunque David no lo alcanzó, no por eso pecó en orar al Señor revocase la sentencia dada; porque no le constaba si era determinación o amenaza. Y de la misma manera, si Dios nos prometiere de hacer alguna merced, no nos hemos de descuidar en servirle, con decir: Cédula tengo de palabra de Dios que a nadie engaña. Porque dice el Señor, Que si nos apartáremos de hacer lo que Él quiere. Él hará penitencia del bien que nos prometió. No porque en Dios caiga arrepentimiento, pues no puede en Él caer mudanza; mas quiere decir, que así como uno que se arrepiente, torna a deshacer lo que había hecho, así Él deshará la sentencia del castigo que contra el hombre había dado, si él hace penitencia; y deshará el bien que tenía prometido, si el hombre se aparta de Dios.



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CAPITULO 84 De lo que es el hombre de su cosecha, y de los gran­des bienes, que tenemos por Jesucristo nuestro Señor.



Tornando, pues, al propósito, bien claro parece cuan bien cumple Dios esta ley: Oye y ve, pues tan presto oyó la oración y vio las lágrimas de este rey, y lo consoló. Y no sólo a él, mas lo mismo hace con otros, como dice David (Ps 32,16): Los ojos del Señor están sobre los justos, y sus orejas en los ruegos de ellos; para librar sus ánimas de la muerte, y para mantenerlos en tiempo de hambre.

Bien creo yo que os parece bien acuesta palabra; y también creo que os pone temor la condición con que se dice. Bienaventurada cosa es estar los ojos y orejas de Dios en nosotros; mas diréis: ¿Qué haré, que dice a los justos, y yo tengo pecados?

Así es, y así lo conoced por verdad. Porque si hombres hubiera que no tuvieran pecados, ¿quién era más razón que lo fueran, que los santos Apóstoles de Jesucristo nuestro Señor? Los cuales, así como fueron los más cercanos a Él en la conversación corporal, así también lo fueron en la santidad, sin que nadie se igualase con ellos, si no es la bendita Madre de Dios, que iguala y excede a ellos y a Ángeles. Y aunque dice San Pablo (Rm 8,23), en su persona y en la de los Apóstoles, que recibieron las primicias del Espíritu Santo, que quiere decir, mayor gracia y dones que otros hombres; mas con todo esto les mandó el Señor rezar la oración del Pater noster, en la cual decimos: Perdónanos nuestras deudas y culpas. Y como es oración de cada día, claro es que somos por ella amonestados que tenemos culpas, y que cada día cometemos alguna. Y por esto dijo San Juan (1Jn 1,8): Si dijéremos que no tenemos pecado, nosotros nos engañamos, y la verdad no está en nosotros. Pues si todos los hombres—sacando al que es Dios y Hombre y a la que es verdadera Madre de Él— tienen pecados, ¿para quién se dijeron las dichas palabras: Los ojos del Señor sobre los justos, y sus orejas en los ruegos de ellos?

Respondo, que no es Dios achacoso (quisquilloso), ni cumplidor con solas palabras, pues vemos que, como lo dice, así lo cumplió con el rey Ezequías, y con otros innumerables, a los cuales ha mirado y oído. Mas sabed, que aquel es justo, que no está en pecado mortal, pues está en gracia y amigo con Dios. De los cuales hay muchos, aunque tengan pecados veniales; de los cuales se entiende, que no hay quien con verdad pueda decir que está sin pecado.

Y para que agradezcáis la gracia y justicia a aquel Señor, por cuyos merecimientos se dan a los que para ello se aparejan, habéis de saber que los justos dos maneras tienen de bienes, unos de naturaleza y otros de gracia, aunque pese a Pelagio (Pelagio: hereje que negó la necesidad de la gracia. Sus secuaces se llaman pe/agianos), el cual dijo que el hombre es justo por las buenas obras que hace de su propia naturaleza, sin ser menester la gracia y virtud que nos son infundidas por Dios. El cual error está condenado por la Iglesia católica, que nos manda creer que de nuestra naturaleza somos pecadores por el pecado original, y por otros que de nuestra voluntad hacemos; y que en las buenas obras morales, que con solas fuerzas de naturaleza hacemos, no consiste la verdadera justicia. Por lo cual dice San Pablo (Rm 3,10), que ninguno es justo, quiere decir, de sí mismo; porque de esta manera todos son pecadores de sí. Dada nos ha de ser la justicia, no la tenemos da nuestra cosecha; que el tenerla así, privilegio es de sólo Cristo, el cual no por otro, sino por Si, es verdadero justo, y en cuyas obras y muerte hay verdadera justicia. Porque si en nuestras propias obras de nuestra naturaleza consistiera la verdadera justicia, o por ellas mereciéramos que se nos diera, en balde hubiera muerto Jesucristo, como dice San Pablo (Ga 2,21), pues pudiéramos alcanzar sin su muerte lo que con ella El nos ganó. El mismo Apóstol dice (1Co 1,30) que Cristo nos es hecho justicia; y dicelo, porque en sus obras y muerte está el merecimiento de nuestra justicia. El cual merecimiento se nos comunica por la fe, y amor que es vida de ella, y por los Sacramentos de la Iglesia, según declaramos arriba (Cap. 44). Y así somos incorporados en Jesucristo, y se nos da el Espíritu Santo y su gracia, que infundida en nuestra ánima, somos por ella hechos hijos adoptivos de Dios y agradables a Él. Y también recibimos virtudes y dones para que podamos obrar conforme al alto ser de la gracia que nos fue dada. Con todo lo cual somos hechos verdaderamente justos delante los ojos de Dios, con propia justicia que en nosotros mora y está, distinta de aquella por la cual Cristo es justo.

Y de aquí viene, que aunque las buenas obras que antes hacíamos eran bajas y de imperfecta bondad, que ni consistía en ellas la verdadera justicia, ni tampoco la merecían alcanzar, por ser de nuestra propia cosecha; mas las que ya hacemos estando en estado de gracia, son de tan alto valor, que son obras verdaderamente Justas, y que merecen acrecentamiento de la propia justicia, como dice San Juan (Ap 22,11): El que es justo, sea hecho más justo; y son dignas de alcanzar el reino de Dios, según está dicho por San Pablo (2Tm 4,8), que le estaba guardada corona de justicia.

Esta inefable merced, a Jesucristo nuestro Señor la debemos; mas no es ésta sola. Porque así como es ordenación divinal que ninguno alcance la gracia y justicia sino por merecimiento de este Señor, así lo es que ninguno de los que las tienen las pueda conservar ni acrecentar, si no estuviere arrimado a este Señor, como vivo miembro a su cabeza, y sarmiento con fruto a su vid, y edificio a su fundamento. Porque aunque, ganándoles gracia y justicia, les ganó derecho para merecer el reino de Dios, según se ha dicho, y también para alcanzar con la oración lo que bien pidieren, mas si de esto han de gozar y bien usar, no ha de ser como gente apartada, que hace bando o cabeza por sí, o como hombre que se tiene en sus propios pies, y que puede andar sin ayuda de nadie; arrimado ha de estar a esta bendita Cabeza, para que se le conserve la gracia, y le venga de ella una espiritual virtud, que preceda, y acompañe, y siga a las buenas obras que hiciere; sin la cual las tales buenas obras no podrán ser meritorias, como el Concilio Tridentino lo dice (Sess. 6, c. 4 y 5).

Y por esta manera, las oraciones que este tal justo hiciere serán dignas de las orejas de Dios, y de alcanzar lo que pide. Salomón pidió a Dios (2Ch 6,20) que quien orase en el templo que él había hecho en la tierra, fuese desde el cielo oído de Dios, concediéndole lo que pidiese. Y el verdadero y más excelente templo de Dios, Jesucristo nuestro Señor, en cuanto hombre, es; en el cual, como dice San Pablo (Col 2,9), mora corporalmente el cumplimiento de la Divinidad. Quiere decir, que no mora solamente en Él por vía de gracia, como en los santos —hombres y ángeles—, mas por otra manera de mayor tomo y valor, que es por vía de la unión personal, por la cual la sacra Humanidad es levantada a tener dignidad de ser personada (tener personalidad, subsistir) en el Verbo de Dios, que es Persona divina. Este es el templo, por el cual dice Santo Rey y Profeta David (Ps 17,6) Dios oyó mi voz desde su santo templo. Y quien en éste diere voces de oración, movidas por el Espíritu de Él, arrimado a Él como miembro vivo, que pide socorro por los merecimientos de su cabeza, que es Jesucristo, este tal será oído justamente de Dios, como lo fue David, y todos los justos que han sido oídos. Mas la oración hecha fuera de este templo, sea hecha por quienquiera que sea, ronca es y profana, no digna de las orejas de Dios, pues que no siendo inspirada por Jesucristo, no lleva el sello real para ser conocida y tenida por justa, para alcanzar lo que pide. Y para que Cristo en el cielo despache, como abogado nuestro, nuestras peticiones, es menester que en la tierra seamos sus miembros vivos, movidos a orar por Él. Porque aunque su misericordia es tanta, que muchas veces hace ser oídas las peticiones de sus miembros muertos, que son los que tienen la fe de su Iglesia, y no están en caridad, mas aquí hablamos de aquellas que tienen dignidad y merecimiento hechas en Cristo para alcanzar lo que piden.

Y conociendo nuestra madre la santa Iglesia esta necesidad, que de Cristo en nuestras oraciones tenemos, suele decir en fin de las suyas al celestial Padre; Concédenos esto «por Jesucristo nuestro Señor». La cual aprendió de su Esposo y Maestro, que dijo (Jn 16,23): Cualquier cosa que pidtéredes al Padre en mi nombre, dárosla ha.

Gracias, Señor, se den a tu nombre, pues por Él somos oídos. Que no te contentas con ser nuestro medianero para merecernos la gracia que por Ti recibimos, ni con ser nuestra Cabeza, que nos enseña y mueve a orar por tu Espíritu, como conviene, mas también quieres ser Pontífice nuestro en el cielo, para que representando a tu Padre la Humanidad sacra que tienes, y la Pasión que recibiste, alcances el efecto de lo que en la tierra pedimos, invocando tu nombre.

De manera, que así como dice el santo Evangelio (Mt 3,16), que siendo el Señor bautizado, se abrieron los cielos a Él; porque, aunque muchos han entrado allá después de Él, a ninguno se le abren sino por causa de ÉI; así podemos decir que las entrañas de su Eterno Padre, que se abren para conceder nuestros ruegos, a Cristo se abren; y Él es el oído del Padre, pues que la gracia y favores con que somos oídos, por Él los tenemos. Que quitado esto aparte, como ninguno hay justo de sí, ninguno sería oído de si. Y así como, por el grande amor que el Señor nos tuvo, tomó nuestros males por suyos, y los pagó con su vida y su muerte; y con el mismo amor que nos tiene, aunque ya está en el cielo, si un chiquito suyo está desnudo o vestido, harto o hambriento, dice que Él mismo lo está (Mt 25,145 así cuando nosotros oramos, Él ora en nosotros, como dice San Agustín; y cuando nosotros somos oídos de Dios, dice que Él es oído, por aquella inefable unión que hay entre Él y los suyos, significada por nombre de Esposo con su Esposa, y de Cabeza con su propio Cuerpo; al cual amó tanto, que aunque ordinariamente vemos que pone uno su brazo para recibir el golpe por salvar la cabeza, mas este bendito Señor, siendo Cabeza, se puso delante del golpe de la Justicia divina, y murió en la cruz por dar vida a su Cuerpo, que somos nosotros. Y después de habernos vivificado, mediante la penitencia y los Sacramentos, nos regala, defiende y mantiene como a cosa tan suya, que no se contenta con llamarnos siervos, amigos, hermanos o hijos, sino para enseñar más su amor y darnos más honra, nos pone su nombre. Porque por esta inefable unión de Cristo, cabeza, con la Iglesia, su cuerpo, Él y nosotros somos llamados un Cristo. Y este misterio dulcísimo, lleno de todo consuelo, nos da San Pablo entender en las palabras que dijo , Que el celestial Padre nos hizo agradables en su amada Hijo, y que fuimos criados en buenas obras en Jesucristo. Y a los de Corinto dijo: Vosotros estáis en Jesucristo. El cual modo de hablar, por esta palabra , en, nos entender esta unión Cristo y su Iglesia. Y así lo dice el Señor por San , Quien está en Mi y Yo en él, éste lleva mucho fruto; porque sin Mí ninguna cosa podéis hacer.

Gracias, Señor, a tu amor y bondad, que con tu muerte nos diste la vida. Y también gracias a Ti, porque en tu vida guardas la nuestra, y nos tienes juntos contigo en este destierro, que si perseveramos en tu servicio nos llevarás contigo, y nos tendrás para siempre en el cielo, donde Tú estás, según Tú lo dijiste (Jn 12,26): Donde Yo estoy, estará mi sirviente.




Juan Avila - Audi FIlia 80