Juan Avila - Audi FIlia 90

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CAPITULO 90: Que el conceder en los justos perfecta limpieza de pecados por los merecimientos de Jesucristo, no sólo no disminuye su honra, antes la manifiesta mucho más.



No tenga nadie temor de atribuir la alteza de honra espiritual, y grandeza de espirituales riquezas, y perfecta limpieza de los pecados, a los que el celestial Padre justifica por merecimientos de Jesucristo nuestro Señor. Ni piense nadie que el ser ellos tales perjudica a la honra del mismo Señor. Porque como todo lo que ellos tienen les viene por Él, no sólo no disminuye la honra de Él ser ellos tan valerosos, mas aun la manifiestan y engrandecen; pues es claro que cuanto ellos más justos y más hermosos están, tanto más se manifiesta ser de gran valor los merecimientos de Aquel, que tanto bien alcanzó a los que de sí ni lo tenían ni lo merecían. La Escritura dice (Pr 14,4): Si el pesebre está lleno, manifiéstase la fortaleza del buey; y es la razón, porque con su trabajo lo hinchió de mantenimiento. Y San Pablo dice a unos hombres, a los cuales había aprovechado con su doctrina y trabajos, que ellos son [su] honra y corona delante el Señor (1Th 2,20). Pues ¿cuánto más lo serán de Jesucristo nuestro Señor los que por Él son traídos a honra de hijos, y a riquezas de bienes; y tanto mayor cuanto los bienes fueren mayores?

No es el Señor como algunos, que les pesa o les place poco con la honra o virtud de sus criados, pareciéndoles que perjudica a la suya; o como las vanas mujeres, que huyen de acompañarse de criadas hermosas porque no obscurezcan la hermosura de ellas. Caridad tiene, cierto, Jesucristo nuestro Señor, y que excede a todo nuestro conocimiento, como dice San Pablo (Ep 3,19), para tener nuestro bien por suyo; y porque tuviésemos muchos bienes, perdió Él su dignísima vida en la cruz. Hijo natural es de Dios, y nosotros hijos adoptivos por Él; y siendo Él único Hijo, nos tomó por hermanos, dándonos su Dios por Dios, y su Padre por Padre, como Él lo dijo (Jn 20,17): Subo al Padre mío, y Padre vuestro; Dios mió, y Dios vuestro. Y así como dice San Juan (Jn 1,14), hablando del mismo Señor: Vimos la honra de Él, como honra de Hijo unigénito; y dice de Él, que es Heno de gracia y de verdad, así la honra y espirituales riquezas de los hijos adoptivos ha de ser como de hijos de un Padre, que es Dios.

Y si la gracia y verdad fue hecha por Jesucristo, como dice San Juan (Jn 1,17), no fue para que en Él solo se quedasen, mas para que se derivasen en nosotros, y tomásemos del cumplimiento (plenitud, colmo) de Él, y en tanta abundancia, que le llama San Pablo (2Co 9,15), don que no se puede contar a lo que de presente tenemos. Y para conocer las riquezas de la heredad que en compañía de Él esperamos gozar, ruega San Pablo a Dios (Ep 1,17), que nos dé espíritu de sabiduría y de revelación; porque aquel bien, mayor es de lo que nuestra razón puede alcanzar.

Gloria y gracia sean a Ti, Señor, para siempre, que así nos honraste y enriqueciste con los dones presentes, y nos consolaste con la esperanza de ser herederos de Dios, juntamente contigo; y que tuviste tanto amor con nosotros, que te movió, muy mejor que a Job (Jb 31,17), a que no comieses tu bocado de pan a solas, sino que comiese el huérfano de él. Y así como el amor del Padre estuvo en Ti, y no estéril, mas lleno de muchos bienes, así Tú, Señor, queriéndonos hacer compañeros tuyos en esto, rogaste al Padre diciendo (Jn 17,26): Que el amor con que me amaste esté en ellos; y con este amor, tales bienes, cuales uno (Is 61,10), por sí y por los que habían de gozar de estos bienes, dijo de esta manera:

Gozando me gozaré en el Señor, v regocijarse ha mi ánima en Dios; porque me vistió con vestiduras de salud, y me rodeó con vestidura de justicia; como a esposo hermoseado con corona, y esposa ataviada con sus atavíos. La cual confesión, con otras semejantes que en la Escritura divina hay, de los bienes que por Jesucristo nos vienen, da ciertamente más honra a Jesucristo, que decir que ni la virtud de su sangre, ni de su gracia, ni sacramentos, ni infundirse el Espíritu Santo en un hombre, ni incorporarlo consigo, no son bastantes a quitar el pecado de un hombre, sino a hacer que no sea condenado por él. ¿Qué es esto, sino sentir mal de Dios Padre, que prometiendo enviar con su único Hijo remedio entero contra el pecado, y que en su tiempo había de recibir fin el pecado (Da 9,24), no cumple lo prometido, pues el Hijo venido, el pecado se queda aún en quien participa del Hijo? ¿Cómo se puede cumplir la palabra que dice (Ez 36,25). Derramare sobre vosotros agua limpia, y seréis limpios de todas vuestras suciedades; si de verdad no me limpian en mi, sino échanme un manto limpio encima, diciéndome que se imputa por mía la justicia y limpieza de Jesucristo nuestro Señor? Lo cual, más es cubrir mi suciedad, que quitarla. Y quien esto dice, por el mismo caso niega ser el Mesías prometido en la Ley Jesucristo nuestro Señor ; y debe esperar otro, que libre, no sólo de la condenación del pecado, mas del mismo pecado; pues es claro que el que de entrambas cosas librase, sería mejor Salvador que quien de la una.

A estos tales despeñaderos sube la ciega soberbia a quien la recibe.



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CAPITULO 91: Cómo se han de entender algunos lugares de la Escritura en que se dice que Jesucristo es nuestra justicia, o cosas semejantes, para mayor declaración de los capítulos precedentes.



La manera que la divina Escritura tiene en decir (1Co 1,30) que Cristo nos es hecho sabiduría, justicia, santificación y redención, no debe ser ocasión a nadie para pensar que los justos no tienen en sí propia justicia. Porque si por eso somos justos, porque Cristo es justo, y no por justicia que tengamos, también se dirá que no hay sabiduría en nosotros con que seamos sabios, ni santificación, ni redención. San Juan dice (1Jn 2, 20, 27), que la unción del Espíritu Santo, que enseña de todas las cosas, está en los justos. San Pablo dice (1Co 6,11): Lavados estáis, santificados estáis. Y San Pedro (1P 1,18): Redimidos estáis de vuestra vana conversación. Pues como Cristo no fue redimido, pues no tuvo pecado, de [ahí] que esta redención ha de estar en nosotros, por la cual somos llamados redimidos, no obstante que la Escritura diga que Cristo nos es hecho redención. Porque en esto, y en las otras tres palabras, lo que quiere decir es que por su merecimiento nos son dadas acuestas cosas.

El Apóstol dice (Col 3,4) que Cristo es nuestra vida; mas por esto no se sigue que los justos no viven, pues que dice el Señor (Jn 6,58): El que come a Mí, vive por Mí. Y no tendría razón de hombre quien, por oír decir que Dios es hermosura de la rosa, o fortaleza del león, o cosas de esta manera, negase tener estas criaturas hermosura y fortaleza distintas de las de Dios. La Escritura dice (Dt 30,20): Dios es vida tuya, y longuera de tus días; el cual modo de hablar quiere decir que Dios es causa eficiente de estas cosas, y el que nos las da.

Ni tampoco debe ser tomada ocasión para el dicho error, de que la Escritura dice (2Co 5,21) que somos hechos justicia de Dios en Jesucristo, y que (Ep 1,6) el Padre nos hizo agradables en su amado hijo, y cosas de esta manera. Porque este modo de hablar es para dar a entender, como arriba se dijo, el misterio de ser Cristo cabeza, y de ser los justos sus miembros vivos; los cuales están arrimados a Él, para que se conserve y acreciente el bien que han recibido. Porque si por este modo de hablar se hubiese de entender que los justos no tenían estos bienes en sí mismos, sino porque los tiene Jesucristo, ¿qué se podría responder a lo que dice San Pablo (Rm 3,24): Que son justificados los justos por la redención que esta en Jesucristo, pues que, no habiendo en Él cautiverio, no hubo redención; y por esto ha de estar en los justificados, aunque ganada por el Señor.

El mismo Apóstol dice (Rm 8,35): ¿Quién nos apartará del amor de Dios, que está en Jesucristo? Mas por esto no se sigue que no está en nosotros, y muy dentro de nosotros; pues dice en otra parte (Rm 5,5), que el amor de Dios está derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es dado. Este mismo modo de hablar tiene, cuando dice (Ac 17,28), aun de los bienes naturales, que en Dios vivimos, y nos movemos y somos. Mas no habrá quien diga que no tenemos ser, y vida, y operaciones distintas de las de Dios.

Tiene la Escritura este modo de hablar, para dar a entender que ni tenemos el bien de nosotros, ni le podemos conservar en nosotros; y algunas veces dice que los tales bienes no son nuestros, ni los obramos nosotros; así como donde dice el Señor a sus discípulos (Jn 15,16): No me elegisteis vosotros, mas Yo os elegí. Y en otra parte (Mt 10,20): No sois vosotros los que habláis, mas el Espíritu de vuestro Padre habla en vosotros. Y porque no entendiese nadie que por esto el hombre no obraba bien y con libertad, dice en otras partes que hace el hombre aquel tal bien, sin hacer mención de que lo hace Dios. Yo os daré corazón nuevo, dice Dios en Ezequiel (Ez 36,25), y dice a los hombres en el mismo Profeta (Ez 18,31): Haced para vosotros corazón nuevo. San Pablo dice (Rm 9,16), que no es del que quiere, ni es del que corre; y en otra parte (Rm 7,15) dice: Yo quiero el bien: y (1Co 9,26) yo corro, y no como a cosa incierta. Y así en otras muchas partes, para dar a entender que el bien que tienen, lo tienen de Dios, y que en la buena obra concurren Dios y el hombre; mas que la gloria del uno y del otro se debe a Dios, pues todo el bien viene de Él. Y por esta manera de hablar dijo nuestro Señor (Jn 7,16): Mi doctrina no es mía, mas de Aquel que me envió. Y así pudiera decir: Mis obras no son mías, mi justicia no es mía, mas de Aquel que me envió. Y quien por esta manera de hablar entendiese que el Señor no tenía en Si mismo sabiduría y doctrina y los otros bienes, claramente se ve cuan gravemente se engañaría. Mi doctrina no es mía, quiere decir: No la tengo de Mí mismo, sino de mi Padre. Y así por semejantes palabras no se había de sacar que los justos no tienen en sí propia justicia, sino que no la tienen de sí.

Y de esta manera se concuerda lo que el Concilio Tridentino dice (Sess., 6, De justifícatione, cap.7, y Can. 11), que la justicia es nuestra, porque por ella, suyectada en nosotros, somos justificados; y lo que el Señor aquí dice, y en otra parte (Jn 14,24): La palabra que oísteis no es mía. Porque aunque esté en nosotros, no la tenemos de nosotros, sino dada de la mano de Dios; y por eso se dice ser justicia de Dios.



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CAPITULO 92: Que debemos grandemente huir la soberbia que se suele levantar de las buenas obras, viendo lo mucho que por ellas se merece;

y de una doctrina de Cristo de que nos debemos aprovechar contra esta tentación.



Mucha diferencia va de saber una verdad a saber usar de ella como se debe usar. Porque lo primero sin lo segundo, no sólo no aprovecha, mas aun daña; pues como dice San Pablo (1Co 8,2), el que piensa que sabe algo, no ha sabido como debe saber. Y dícelo, porque algunos cristianos sabían que lo sacrificado a ídolos se podía comer como lo que no era sacrificado; y usaron mal de acuesta ciencia, pues comían delante de aquellos que se escandalizaban de verlo comer.

Y heos dicho esto, porque no os contentéis con saber esta verdad, que los que están en gracia del Señor son justos y agradables, con propia gracia y justicia; y que el valor de sus buenas obras es tan alto, que merece que les crezca la gracia y se les dé la gloria; mas procuréis de poner esta verdad en su lugar, pues que hay gentes que usan mal de ella, o por más, o por menos. Los primeros corren peligro de soberbia, y los segundos de pereza y pusilanimidad. Muchos he visto que, por la gracia de Dios, en breve tiempo son libres de grandes males en que mucho tiempo estuvieron, y no son libres en muchos años de los peligros que por las buenas obras que hacen se les ofrecen. Acordaos que dice Santo Rey y Profeta David (Ps 139,6), que le pusieron lazo los malos cerca de su camino, y que también (Ps 141,4) lo pusieron en el mismo camino. Porque no sólo pretenden nuestros enemigos sacarnos del buen camino, incitándonos a que hagamos mal, mas también lo ponen en el mismo camino de las buenas obras, incitándonos a que no usemos del bien como debemos, para que se verifique en nosotros lo que dice el Sabio (Ecd, 5, 12): Vi otro mal debajo del sol, riquezas allegadas para mal de su dueño; porque a quien usa mal de la cosa, mejor sería no la tener.

Acaece a éstos, que mirando las buenas obras que hacen, y oyendo decir lo mucho que por ellas se merece, se les anda la cabeza alrededor con vanidad y altivo complacimiento, sin mirar las muchas faltas que en ellas hacen, y sin tenerlas por merced de Dios, como lo son, y sin procurar de pasar adelante, como gente de pequeño y liviano corazón, que con pocas cosas se satisface, siendo razón, como dice San Bernardo, «que, no estemos descuidados mirando lo que tenemos de las cosas de Dios, mas cuidadosos por alcanzar lo mucho que nos falta». Y hay algunos tan ciegos con ignorante soberbia, que aunque su lengua diga otra cosa, mas su corazón siente muy de verdad que por sus merecimientos, sin mirar que son gracia de Dios, está obligado a darles lo que piden y lo que esperan, por tan pura justicia, que si algo les niega, se quejan en su corazón teniéndose por agraviados, y que sirviendo tan bien, no se les hace justicia, negándoles algo.

No os mueva esta mala soberbia; que días ha que se queja Dios de ella en Isaías (Is 58,2) diciendo: Pídenme juicios de justicia, y quiérense llegar a Dios y dicen: ¿Por qué ayunamos y no lo miraste, y humillamos nuestras ánimas y no lo aprobaste? Y porque esta ponzoña tan peligrosa no entre en vuestra ánima, con otras que de ella se siguen, debéis de tomar aquella excelente doctrina que Jesucristo nuestro Señor dijo en San Lucas (Lc 17,7) de esta manera: ¿Quién de vosotros tiene un siervo que ara o apacienta bueyes, que viniendo del campo, le diga: Luego vete a descansar; y no le diga: Aparéjame lo que he de cenar, y cíñete, y sírveme hasta que yo haya comido y bebido, y después comerás tú y beberás? ¿Por ventura agradece aquel señor a su siervo que hizo las cosas que le había mandado? Pienso que no. Pues así vosotros, cuando hubiéredes hecho todas las cosas que os son mandadas, decid: Siervos desaprovechados somos; lo que éramos obligados a hacer, hicimos. De las cuales palabras debéis sacar cuan provechoso sentimiento es para el cristiano tenerse por esclavo de Dios; pues el Señor nos mandó que así nos llamemos; y esto no con el corazón con que suele servir el esclavo, que es temor y no amor; porque de éste dice San Pablo (Rm 8,15): No recibisteis el espíritu de servidumbre otra vez en temor, mas recibisteis el espíritu de adopción de hijos de Dios, en el cual clamamos, diciendo a Dios: Padre, Padre. Porque como San Agustín dice: La diferencia, en breve de la Ley vieja al Evangelio, es la que hay de temor a amor.

Y así, dejando aparte este espíritu de servidumbre, porque no es de hijos de Dios, y el espíritu del temor, por imperfecto—aunque no malo, pues es don de Dios temerle, aun por las penas—, entended por nombre de siervo a un hombre que se tiene por sujeto a Dios por más fuertes y justas obligaciones que ningún esclavo lo es de otro hombre, por muy caro que le haya costado. Y mirando a esto, todo lo que dentro de sí o fuera de sí hace de bien, todo lo hace para gloria y contentamiento de Dios, como un esclavo leal, que todo lo que gana lo da a su señor. Item, no es flojo ni descuidado en servir hoy, por haber servido muchos años pasados; ni se tiene por desobligado de hacer un servicio, porque ha hecho otro, como dice el Santo Evangelio; mas tiene de continuo una hambre y sed de justicia (Mt 5,6), que todo lo hecho tiene por poco, mirando lo mucho que ha recibido, y lo mucho que merece el Señor a quien sirve. Y así cumple lo que dice San Pablo (Ph 3,13), que olvidando las cosas pasadas, se esfuerza a servir de nuevo en lo porvenir. Y también entiende, que de lo que hace, por mucho que sea, ni le viene provecho a Dios, ni es Dios obligado a le agradecer a él lo que hace, mirando a las obras como a nacidas de solas nuestras fuerzas y natural, pues no le puede pagar aun lo que le debe. Y por esto dice el Santo Evangelio: Cuando hubiéredes hecho todas las cosas que os fueren mandadas, decid: Siervos somos sin provecho; lo que debíamos hacer hicimos, sin provecho digo, para Dios; que para sí ganan la vida eterna, como se dirá en el capítulo siguiente.

Y de esta manera entendido el nombre de esclavo, veréis que es nombre de humildad, obediencia, diligencia y amor. El cual sentimiento tuvo la sagrada Virgen María cuando, enseñada por el Espíritu Santo, respondió (Lc 1,39): He aquí la esclava del Señor; sea hecho en Mí según tu palabra. Su propia bajeza confiesa; su servicio y amor liberalmente ofrece, sin atribuirse a Sí misma otra honra ni otro interés, mas de tener cuenta de servir como esclava en lo que el Señor le mandase para gloria de Él, todo lo cual sintió y dijo en llamarse nombre de esclava. De este mismo nombre se precia y se nombra San Pablo, cuando dice (Rm 1,1): Pablo, siervo de Jesucristo. Y, finalmente, así lo han de sentir todos los que sirven a Dios, altos o bajos, si quieren que no se les torne en daño el servicio.

Aprovechaos, pues, vos, de esta verdad, y hallaréis gran remedio contra los peligros que de las buenas obras suelen nacer, no por naturaleza de ellas, sino por la imperfección de quien las hace. Y usad a decir con la boca y el corazón muchas veces: Esclava soy de Dios, por ser Dios quien es, y por mil cuentos de beneficios que de su mano he recibido; y por mucho que haga por Él, no le pagaré un paso que por mí dio hecho hombre, ni el menor de los tormentos que por mí pasó, ni un pecado que me ha perdonado, ni otro de que me haya librado, ni un propósito bueno que me ha dado para le servir, ni un día del cielo que espero alcanzar. Y menor soy, como dijo Jacob (Gn 32,10), que cualquiera de las misericordias de Dios. Y sí dice el Señor que los que hacen iodo lo que les es mandado se deben humillar y decir: Siervos somos sin provecho; lo que debíamos hacer hicimos, ¿cuánto más me debo yo humillar, pues en tantas faltas caigo por ignorancia, o flaqueza o malicia? Esclava soy, y mala esclava, y no sirvo a Dios como puedo ni debo; y si a lo que yo merezco hubiese mirado, ya ha días que me hubiera enviado al infierno por los pecados que he hecho, y por otros muchos en que justamente me pudiera haber dejado caer.

Este, pues, sea el sentimiento que de vos tengáis, y éste sea el lugar donde os pongáis, pues de vuestra parte así lo merecéis. Y vuestro cuidado sea servir al Señor lo mejor que pudiéredes, sin echar de ver en ello, y sin pensar que por ello os debe Dios agradecimiento, ni que podéis responder a lo que debéis, ni uno por mil, como dice Job (Jb 9,3). Y cuando oyéredes decir lo mucho que merecen las buenas obras, no alivianéis vuestro corazón, sino decid: «Merced tuya es, Señor; gracias sean dadas a Ti, que tal valor das a nuestros indignos servicios.» De manera, que siempre os quedéis en vuestro lugar de negligente e indigna esclava.



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CAPITULO 93: Que allanado el hombre y humillado con lo ya dicho en el capítulo pasado,

puede gozar de la grandeza que el Señor se dignó dar a las obras de los justos, con seguridad y hacimiento de gracias.



Asegurada, pues, vuestra ánima de los peligros ya dichos con este sentimiento que el Señor nos enseña, podréis gozar con seguridad de la grandeza y valor que el Señor da a los suyos; y lo bendeciréis, porque a los que son esclavos de naturaleza, les infunde Él su gracia, con la cual son hechos hijos adoptivos de Dios; y sí hijos, herederos juntamente con Cristo, como dice San Pablo (Rm 8,16). Y porque los recibidos por hijos de Dios es razón que vivan y obren conforme a la condición de su Padre, dales el Señor el Espíritu Santo, y muchas virtudes y dones con que le puedan servir y cumplir su Ley y tenerle contento. Y aquellos cuyos servicios, por grandes que fuesen, mirados en sí, no subían de los tejados arriba, han ya bebido del agua de la gracia, que es tan poderosa, que se les ha hecho una fuente en sus entrañas, que salta hasta la vida eterna (Jn 4,14); con el valor de la cual, las buenas obras, por pequeñas que sean, suben hasta la vida eterna, porque la merecen por las causas ya dichas.

Mirad lo que va de vos, mirándoos en vos, a vos mirándoos en Dios y en su gracia. De vos, sois una gran suma de deudas, y por mucho que hagáis, no sólo no podréis merecer la vida eterna, mas ni aun pagar lo que debéis. Mas en Dios y su gracia, el mismo servicio que sois obligada a hacer, os he recibido por merecimiento de la vida eterna. Y no siendo el Señor obligado a vos para agradeceros ni pagaros lo que por Él hiciéredes, ordena las cosas de tal arte, que las buenas obras de los suyos sean galardonadas con poseerlo a Él en el cielo. Y aunque para hacerlo así no debe Dios nada a nadie por quien Él es, mas débelo a Si mismo, cuya ordenación es muy justo y debido que se cumpla, y muy por entero. Glorificad, pues, a Dios por estas mercedes; y entended, que si Dios no hubiera sido misericordioso Padre a San Pablo en darle una vida llena de buenos merecimientos, no osara él decir (2Tm 4,8), ya que estaba cerca de su muerte, que le había de dar corona de justicia el justo Juez. Coronóle Dios por justicia, mas Él le dio primero los merecimientos de la gracia. Y así todo redunda en gloria de Dios: o de justo galardonador del bien hecho, o de misericordioso y primero dador del bien que hicimos. Lo cual ninguno debe negar, sino el que quiere privar a Dios de su honra.

Poneos, pues, en vuestro propio lugar, y teneos por digna de infierno y de todos los males, y por indigna del menor de los bienes. Y no desmayéis por aquella bajeza; mas hollada toda pusilanimidad, esperad en la misericordia de Dios, que pues os ha puesto en su camino, os esforzará en él para que lo llevéis adelante, hasta que cojáis en la vida eterna el fruto de las buenas obras que aquí por su gracia hicisteis.



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CAPITULO 94: Que del amor que tenemos a nosotros mismos habemos de sacar el amor que debemos tener a los prójimos.



Pues ya habéis oído con qué ojos habéis de mirar a vos misma y a Cristo, resta—para cumplimiento de las palabras del Profeta, que os dice que veáis—, con qué ojos debéis de mirar a los prójimos; para que así de todas partes tengáis luz, y ningunas tinieblas os hallen (Jn 12,25).

Y para esto habéis de notar que aquél mira bien a sus prójimos, que los mira con ojos que pasan por sí mismo, y que pasan por Cristo. Quiero decir, tiene un hombre trabajos cuanto a su cuerpo, o tristezas o ignorancias y flaquezas cuanto a su ánima. Claro es, que siente pena con el calor y frío, y le duele la enfermedad, y desea no ser desechado ni despreciado por sus flaquezas, mas sufrido y remediado y apiadado. Pues de esto que pasa en él, así en sentir los trabajos, como en desear el remedio de ellos, aprenda y conozca lo que el prójimo siente, pues es de la misma flaca naturaleza de él; y con aquella compasión le mire y remedie y le sufra, con que mira a si mismo y desea ser remediado. Y así cumplirá lo que la Escritura dice (EccH, 31, 18): De ti mismo entiende las cosas que son de tu prójimo. Porque de otra manera, ¿qué cosa puede ser más abominable, que querer misericordia en sus yerros, y venganza contra los ajenos? ¿Querer que todos le sufran con mucha paciencia, pareciéndole sus yerros pequeños, y no querer él sufrir a nadie, haciendo de la pequeña mota del ajeno defecto una gran viga? Hombre que quiere que todos miren por él y le consuelen, y él ser desabrido y descuidado para con los otros, no merece llamarse hombre, pues no mira a los hombres con ojos humanos, que deben ser piadosos. La Escritura dice (Pr 20,10): Tener peso y peso, y medida y medida, abominación es delante de Dios; para dar a entender, que quien tiene una medida grande para recibir, y otra pequeña para dar, que es desagradable delante sus ojos. Y su castigo será, que pues él no mide a su prójimo con la misericordia que quiere que midan a él, que le mida Dios a él con la crueldad y estrecha medida con que él midió a su prójimo. Porque escrito está (Mi 7,2): Con la medida que midiéredes seréis medidos; y (Jc 2,13): Juicio sin misericordia será hecho al que no hiciere misericordia.

Pues, doncella, en cualquier cosa que en vuestro prójimo viéredes, mirad qué es lo que vos sentís, o querríades que otros sintiesen de vos, si aquello os acaeciese; y con aquellos ojos que pasan por vos compadeceos de él, y remediadlo en cuánto pudiéredes; y seréis medida de Dios con esta piadosa medida que vos midiéredes, según su palabra (Mt 5,7): Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Y así habréis sacado conocimiento del prójimo de vuestro propio conocimiento, y seréis piadosa para con todos.



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CAPITULO 95: Que del conocimiento del amor que Cristo nos tuvo habemos de sacar el amor que debemos tener a los prójimos.



Ahora mirad cómo lo habéis de sacar del conocimiento de Cristo.

Pensad con cuánta misericordia se hizo el Hijo de Dios hombre por amor de los hombres, y con cuánto cuidado procuró en toda su vida el bien de ellos; y con cuan excesivo amor y dolor ofreció en la cruz su vida por ellos. Y así como, mirándoos a vos, mirasteis a los prójimos con ojos humanos, así mirando a Cristo, lo miraréis con ojos cristianos; quiero, decir, con los ojos que Él los miró. Porque si Cristo en vos mora, sentiréis de las cosas como Él sintió, y veréis con cuánta razón sois obligada a sufrir y amar a los prójimos; a los cuales Él amó y estimó como la cabeza ama a su cuerpo, y el esposo a su esposa, y como hermano a hermanos, y como amoroso padre a sus hijos. Suplicad al Señor que os abra los ojos con que veáis el encendido fuego de amor que en su Corazón ardía cuando subió en la cruz por el bien de todos, chicos y grandes, buenos y malos, pasados, presentes y por venir, y por los mismos que le estaban crucificando. Y pensad que este amor no se le ha resfriado; mas si la primera muerte no bastara para nuestro remedie, con aquel amor muriera ahora, que entonces murió. Y como una sola vez se ofreció al Padre en la cruz corporalmente por nuestro remedio, así muchas veces se ofrece en la voluntad con el mismo amor.

Pues decidme, ¿quién podrá ser cruel a los que Cristo fue tan piadoso? ¿Cómo hallará puerta para codiciar mal al que Dios le desea todo bien y salvación? No se puede decir ni escribir, el entrañable amor que se engendra en el corazón del cristiano que mira a sus prójimos, no según lo de fuera, así como riquezas o linaje, o cosas semejantes, mas como a unos entrañables pedazos del cuerpo de Jesucristo, y como cosa conjuntísima a Cristo con toda manera de parentesco y de amistad. Porque, según dice el refrán: Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can, ¿qué tanto os parece que querrá un amador de Cristo a sus prójimos, viéndoles que son cuerpo místico de Él, y que ha dicho el mismo Señor por su boca (Mt 25, 40, 45), que el bien o el mal que al prójimo se hiciere, el Señor io recibe como hecho a Sí mismo? Y de considerar profundamente acuestas palabras viene el buen cristiano a conversar con sus prójimos con una reverencia profunda y amor entrañable, y mansedumbre blanda para lo[s] sufrir, y vigilante cuidado de no les enojar ni dañar, antes aprovechar y alegrar; que le parece que con el mismo Cristo conversa, pues a Él mira en ellos; de los cuales se tiene en su corazón por más esclavo y más obligado a los aprovechar, que si por gran suma de dineros fuera comprado. Porque mirado el precioso precio que Jesucristo dio por un hombre, cuando con su preciosa sangre lo compró en la cruz, ¿qué debe hacer este tal, sino ofrecerse todo a servicio de Cristo, deseando que se ofrezcan cosas en que enseñe su agradecimiento y su amor? Y como oye de la boca de Dios: Si me amas, apacienta mis ovejas (Jn 21,17). Y (Mr., 9, 36): Quien a un chiquito de éstos recibe, a Mi me recibe. Y (Mt 25,39): Quien Hace obras de misericordia a uno de éstos, a Mí las hace, tiene por señalada merced que tenga tan cerca de sí tan buen aparejo en que mostrar y ejercitar el amor que él tiene a Jesucristo; pareciéndole el trabajo que por el prójimo pasa, pequeño, y los años breves, por la grandeza del amor que a Cristo tiene por Sí, y a ellos por Él y en Él (Gn 29,20). Y trae a la continua en su corazón lo que el Señor amoroso tan estrechamente mandó cuando dijo: Mi mandamiento es acueste: que os améis unos a otros como Yo os amé (Jn 15,12).



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CAPITULO 96: De otra consideración que nos enseña mucho el cómo nos habernos de haber con los prójimos.



Y añadid a esto otra consideración con que habéis de mirar a los prójimos; y es, que aunque, por una parte, sea gran verdad que de los bienes que el Señor hace a uno no busca, ni quiere retorno; mas mirándolo por otra parte, ninguna cosa da, de la cual no lo quiere: no para Sí—pues Él es riquísimo, sin poder crecer en riquezas; y lo que da, por amor puro lo da—; mas el retorno que quiere es para los prójimos, que tienen necesidad de ser estimados, amados y socorridos; así como si un hombre hubiese prestado a otro muchos dineros, y hecho otras muchas buenas obras, y le dijese: «De todo esto que por vos he hecho, yo no tengo necesidad de vuestra paga; mas todo el derecho que contra vos tenía, lo cedo y traspaso en la persona de fulano, que es necesitada, o es mi pariente o criado; pagadle a él lo que a mí me debéis, y con ello me doy por pagado.»

De este arte entre el cristiano en cuenta con Dios, y mire lo que de Él ha recibido, así en los trabajos y muerte que el Hijo de Dios pasó por él, como en las misericordias particulares que después de criado le ha hecho, no castigándole por sus pecados, no desechándole por sus flaquezas, esperándole a penitencia y perdonándole cuantas veces ha pedido perdón; dándole bienes en lugar de males, con otras innumerables mercedes que no se pueden contar. Y piense que esta amorosa contratación de Dios con él, le ha de ser un dechado y regla para la conversación que él ha de tener con su prójimo; y que el intento con que Dios ha obrado en él tantas mercedes es para darle a entender, que aunque el prójimo no merezca por sí ser sufrido ni amado ni remediado, quiere Dios que el bien que el otro por sí no merece, le sea concedido por lo que él debe a Dios, y se conozca por obligado y esclavo de los otros, mirando a Dios, el que mirando a ellos se hallaba no deber nada a nadie, y que el título con que el necesitado le pida remedio, sea éste: «Haced esto conmigo, pues Dios así lo ha hecho con vos.»



Y tema mucho el tal hombre no sea cruel o desamorado con quien lo ha menester, porque Dios no lo sea para con él, quitándole los bienes que le había dado, y castigándole como a desagradecido al perdón de los males pasados; como lo hizo con aquel mal siervo (Mt 18,24)…, que habiendo recibido de su señor perdón de diez mil talentos, fue cruel para con su prójimo, encarcelándole porque le debía cien maravedís, sin le querer dar suelta ni espera. Y aquel señor, que por haberle destruido su siervo hacienda de diez mil talentos, no se lee haberse enojado con él, antes usado de tanta misericordia, que pidiéndole su esclavo espera, le dio suelta y perdón de la deuda, está ahora tan enojado por la crueldad que con su prójimo hizo, que reprendiéndole ásperamente, le dijo: Siervo malo, te perdoné yo todo lo que me debías, porque me rogaste; pues ¿no fuera razón que hubieras tú misericordia de tu prójimo, como yo la hube de ti? Y con este enojo lo entregó a los atormentadores hasta que pagase toda la deuda, que ya le había soltado. No porque Dios castigue los pecados ya una vez perdonados, mas castiga la ingratitud del perdonado, la cual es mayor, cuanto el perdón fue de más y mayores pecados. Y aunque es de creer que este tal siervo llamase a su señor, mas responderíale lo que está escrito (Pr 21,13): El que cierra su oreja al clamor del pobre, dará voces él y no será oído.

Entended, pues, doncella, que mirándoos a vos, y mirando a Cristo quién es, y los bienes que de su mano habéis recibido, es razón que se engendre en vuestro corazón una estima y amor con el prójimo, que ninguna cosa sea parte para os la quitar. Y cuando vuestra carne os dijere: ¿Qué le debo yo a aquél para hacerle bien? ¿y cómo le amaré, habiéndome él hecho mal a mí?, responded que quizá la oyérades, si la causa de vuestro amor fuera el prójimo; mas pues es Cristo, el cual recibe el bien al prójimo hecho, y el perdón al prójimo dado, como si a Él mismo se diera, ¿qué parte puede ser para estorbar el amor y buenas obras el ser el prójimo quien fuere, o hacerme el mal que quisiere, pues yo no tengo cuenta con él sino con Cristo? Y de esta manera arderá en vuestro corazón la caridad de tal arte, que (Ct 8,7) las aguas muchas de malas obras que nos sean hechas no la podrán apagar, mas saldrá vencedora, y subirá hacia arriba como viva llama, y conversaréis con vuestros prójimos, sin que tropecéis ni perdáis vuestra virtud, porque ellos la pierdan. Y así dice Santo Rey y Profeta David (Ps 118,165): Mucha paz tienen. Señor, los que aman tu Ley, y no tienen tropiezo. La cual Ley, la de la caridad es, con que se suma y cumple toda la Ley, como dice San Pablo (Rm 13,8): Quien al prójimo ama, la Ley ha cumplido.

 Y esta estima del prójimo, con que le honramos como a hijo de Dios adoptivo, y como a hermano de Jesucristo nuestro Señor, y este amor que como a cosa tan suya le tenemos, es lo que San Pablo encomienda a los Filipenses (Ph 2,4) y a nosotros en ellos, diciendo: Teneos con la humildad unos a otros por mayores; y no tengáis cuenta con vuestro interés, mas con lo que cumple a los otros; y esto sentid a ejemplo de Jesucristo, que teniendo forma de Dios, se humilló a tomar forma de siervo; lo cual fue para aprovecharnos. Y estas dos mismas cosas, humildad y amor con los prójimos, nos enseñó, y encomendó el mismo Señor en aquel admirable hecho que cercano a la muerte quiso hacer, lavando los pies a sus discípulos; en lo cual se denota humildad por ser oficio tan bajo, y caridad por ser provecho del prójimo. Las cuales dos cosas, quiere que de Él aprendamos, siendo pequeños siervos y discípulos suyos, pues el Señor y Maestro lo quiso hacer.

Confortada, pues, con este ejemplo, y con lo ya dicho, pesad a los prójimos con peso de que son adoptados de Dios, y se dio por ellos Jesucristo en la cruz; y preciad y honrad vos a quien Dios tanto honró, y amad a los que son conjuntos con Él como esposa muy amada, y miembros de su cabeza. Y así tendréis el amor fundado y fuerte; porque el que de estas fuentes no nace, muy flaco es, y luego se cansa y se seca, y como casa edificada sobre movediza arena, a cualquier combate y ocasión que se le ofrezca da consigo en el suelo.




Juan Avila - Audi FIlia 90