Las Fundaciones 1

LAS FUNDACIONES






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1 Por experiencia he visto, dejando lo que en muchas partes he leído, el gran bien que es para un alma no salir de la obediencia. En esto entiendo estar el irse adelantando en la virtud y en ir cobrando la de la humildad; en esto está la seguridad de la sospecha que los mortales es bien que tengamos, mientras se vive en esta vida, de errar el camino del cielo. Aquí se halla la quietud que tan preciada es en las almas que desean contentar a Dios. Porque si de veras se han resignado en esta santa obediencia y rendido el entendimiento a ella, no queriendo tener otro parecer del de su confesor, y si son religiosos el de su prelado, el demonio cesa de acometer con sus continuas inquietudes, como tiene visto que antes sale con pérdida que con ganancia; y también nuestros bulliciosos movimientos -amigos de hacer su voluntad y aun de sujetar la razón en cosas de nuestro contento- cesan, acordándose que determinadamente pusieron su voluntad en la de Dios, tomando por medio sujetarse a quien en su lugar toman.
Habiéndome su Majestad, por su bondad, dado luz de conocer el gran tesoro que está encerrado en esta preciosa virtud, he procurado, aunque flaca e imperfectamente, tenerla; aunque muchas veces repugna la poca virtud que veo en mí, porque para algunas cosas que me mandan, entiendo que no llega. La divina Majestad provea lo que falta para esta obra presente.

2 Estando en san José de Avila, año de mil y quinientos y sesenta y dos -que fue el mismo que se fundó este monasterio mismo-, fui mandada del padre Fray García de Toledo, dominico, que al presente era mi confesor, que escribiese la fundación de aquel monasterio, con otras muchas cosas, que quien lo viere, si sale a luz, verá. Ahora, estando en Salamanca, año de mil y quinientos y setenta y tres, que son once años después, confesándome con un padre, rector de la Compañía, llamado el Maestro Ripalda, habiendo visto este libro de la primera fundación, le pareció sería servicio de nuestro Señor que escribiese de otros siete monasterios que, después acá, por la bondad de nuestro Señor, se han fundado, junto con el principio de los monasterios de los padres descalzos de esta primera Orden, y así me lo ha mandado. Pareciéndome a mí ser imposible (a causa de los muchos negocios, así de cartas como de otras ocupaciones forzosas, por ser en cosas mandadas por los prelados), me estaba encomendando a Dios, y algo apretada, por ser yo para tan poco y con tan mala salud, que aún sin esto, muchas veces, me parecía no se poder sufrir el trabajo conforme a mi bajo natural, me dijo el Señor: «Hija, la obediencia da fuerzas».

3 Plega a su Majestad que sea así, y dé gracia para que acierte yo a decir para gloria suya las mercedes que en estas fundaciones ha hecho a esta Orden. Puédese tener por cierto que se dirá con toda verdad sin ningún encarecimiento, a cuanto yo entendiere, sino conforme a lo que ha pasado. Porque en cosa muy poco importante yo no trataría mentira por ninguna de la tierra; en esto -que se escribe para que nuestro Señor sea alabado- haríaseme gran conciencia, y creería no sólo era perder tiempo, sino engañar con las cosas de Dios, y en lugar de ser alabado por ellas, ser ofendido. Sería una gran traición. No plega a su Majestad me deje de su mano para que yo la haga.
Irá señalada cada fundación, y procuraré abreviar, si supiere, porque mi estilo es tan pesado, que, aunque quiera, temo que no dejaré de cansar y cansarme. Mas con el amor que mis hijas me tienen, a quien ha de quedar esto después de mis días, se podrá tolerar.

4 Plega a nuestro Señor, que, pues en ninguna cosa yo procuro provecho mío, ni tengo por qué, sino su alabanza y gloria (pues se verán muchas cosas para que se le den), esté muy lejos de quien lo leyere atribuirme a mí ninguna, pues sería contra la verdad, sino que pidan a su Majestad que me perdone lo mal que me he aprovechado de todas estas mercedes. Mucho más hay de qué se quejar de mí mis hijas por esto, que por qué me dar gracias de lo que en ello está hecho. Démoslas todas, hijas mías, a la divina bondad por tantas mercedes como nos ha hecho. Una avemaría pido por su amor a quien esto leyere, para que sea ayuda a salir del purgatorio y llegar a ver a Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por siempre jamás, amén.

5 Por tener yo poca memoria, creo que se dejarán de decir muchas cosas muy importantes y otras, que se pudieran excusar, se dirán; en fin, conforme a mi poco ingenio y grosería y también al poco sosiego que para esto hay. También me mandan, si se ofreciere ocasión, trate algunas cosas de oración y del engaño que podría haber para no ir más adelante las que las tienen.
[6]En todo me sujeto a lo que tiene la madre santa Iglesia Romana, y con determinación que antes que venga a vuestras manos, hermanas e hijas mías, lo verán letrados y personas espirituales, comienzo en nombre del Señor, tomando por ayuda a su gloriosa Madre, cuyo hábito tengo, aunque indigna de él, y a mi glorioso padre y señor san José, en cuya casa estoy, que así es la vocación de este monasterio de descalzas, por cuyas oraciones he sido ayudada contino.

6 [7]Año de 1573, día de san Luis, rey de Francia, que son veinticuatro días de agosto.
Sea Dios alabado.





Comienza la fundación de san José del Carmen

de Medina del Campo




Capítulo 1


De los medios por donde se comenzó a tratar de esta fundación y de las demás.




1 Cinco años después de la fundación de san José de Avila estuve en él, que, a lo que ahora entiendo, me parece serán los más descansados de mi vida, cuyo sosiego y quietud echa harto menos muchas veces mi alma. En este tiempo entraron algunas doncellas religiosas de poca edad, a quien el mundo, a lo que parece, tenía ya para sí, según las muestras de su gala y curiosidad. Sacándolas el Señor bien apresuradamente de aquellas vanidades, las trajo a su casa dotándolas de tanta perfección, que eran harta confusión mía, llegando al número de trece, que es el que estaba determinado para no pasar más adelante.

2 Yo me estaba deleitando entre almas tan santas y limpias, adonde sólo era su cuidado de servir y alabar a nuestro Señor. Su Majestad nos enviaba allí lo necesario sin pedirlo, y cuando nos faltaba, que fue harto pocas veces, era mayor su regocijo. Alababa a nuestro Señor de ver tantas virtudes encumbradas, en especial el descuido que tenían de todo mas de servirle. Yo, que estaba allí por mayor, nunca me acuerdo ocupar el pensamiento en ello. Tenía muy creído que no había de faltar el Señor a las que no traían otro cuidado sino en cómo contentarle. Y si alguna vez no había para todas en el mantenimiento, diciendo yo fuese para las más necesitadas, cada una le parecía no ser ella, y así se quedaba hasta que Dios enviaba para todas.

3 En la virtud de la obediencia (de quien yo soy muy devota, aunque no sabía tenerla hasta que estas siervas de Dios me enseñaron para no lo ignorar, si yo tuviera virtud) pudiera decir muchas cosas que allí en ella vi. Una se me ofrece ahora, y es que, estando un día en refectorio, diéronnos raciones de cogombro; a mí cupo una muy delgada y por de dentro podrida. Llamé con disimulación a una hermana de las de mejor entendimiento y talentos que allí había, para probar su obediencia, y díjele que fuese a sembrar aquel cogombro a un huertecillo que teníamos. Ella me preguntó si le había de poner alto o tendido. Yo le dije que tendido. Ella fue y púsole, sin venir a su pensamiento que era imposible dejarse de secar, sino que el ser por obediencia le cegó la razón natural para creer era muy acertado.

4 Acaecíame encomendar a una seis o siete oficios contrarios, y, callando tomarlos, pareciéndole posible hacerlos todos. Tenían un pozo, a dicho de los que le probaron de harto mal agua, y parecía imposible correr por estar muy hondo. Llamando yo oficiales para procurarlo, reíanse de mí, de que quería echar dineros en balde. Yo dije a las hermanas que qué les parecía. Dijo una: «que se procure; nuestro Señor nos ha de dar quien nos traiga agua y para darles de comer, pues más barato sale a su Majestad dárnoslo en casa, y así no lo dejará de hacer». Mirando yo con la gran fe y determinación con que lo decía, túvelo por cierto, y contra voluntad del que entendía en las fuentes, que conocía de agua, lo hice; y fue el Señor servido que sacamos un caño de ello bien bastante para nosotras, y de beber, como ahora le tienen.

5 No lo cuento por milagro, que otras cosas pudiera decir, sino por la fe que tenían estas hermanas, puesto que pasa ansí como lo digo, y porque no es mi primer intento loar las monjas de estos monasterios, que, por la bondad del Señor, todas hasta ahora van así. Y de estas cosas y otras muchas sería escribir muy largo, aunque no sin provecho, porque a las veces se animan las que vienen a imitarlas. Mas si el Señor fuere servido que esto se entienda, podrán los prelados mandar a las prioras que lo escriban.

6 Pues estando esta miserable entre estas almas de ángeles (que a mí no me parecían otra cosa, porque ninguna falta, aunque fuese interior, me encubrían, y las mercedes y grandes deseos y desasimiento que el Señor les daba eran grandísimas; su consuelo era su soledad, y así me certificaban que jamás de estar solas se hartaban, y así tenían por tormento que las viniesen a ver, aunque fuesen hermanos; la que más lugar tenía de estarse en una ermita, se tenía por más dichosa), considerando yo el gran valor de estas almas y el ánimo que Dios las daba para padecer y servirle, no cierto de mujeres, muchas veces me parecía que era para algún gran fin las riquezas que el Señor ponía en ellas. No porque me pasase por pensamiento lo que después ha sido, porque entonces parecía cosa imposible, por no haber principio para poderse imaginar, puesto que mis deseos, mientras más el tiempo iba adelante, eran muy más crecidos de ser alguna parte para bien de algún alma, y muchas veces me parecía, como quien tiene un gran tesoro guardado y desea que todos gocen de él y le atan las manos para distribuirle. Así me parecía estaba atada mi alma, porque las mercedes que el Señor en aquellos años la hacía eran muy grandes y todo me parecía mal empleado en mí. Servía al Señor con mis pobres oraciones; siempre procuraba con las hermanas hiciesen lo mismo y se aficionasen al bien de las almas y al aumento de su Iglesia; y a quien trataba con ellas siempre se edificaban, y esto embebía mis grandes deseos.

7 A los cuatro años, me parece era algo más, acertó a venirme a ver un fraile francisco, llamado fray Alonso Maldonado, harto siervo de Dios y con los mismos deseos del bien de las almas que yo, y podíalos poner por obra, que le tuve yo harta envidia. Este venía de las Indias poco había. Comenzóme a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática animándonos a la penitencia, y fuese. Yo quedé tan lastimada de la perdición de tantas almas, que no cabía en mí. Fuíme a una ermita con hartas lágrimas; clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio, pues tantas llevaba el demonio, y que pudiese mi oración algo, ya que yo no era para más. Había gran envidia a los que podían por amor de nuestro Señor emplearse en esto, aunque pasasen mil muertes. Y así me acaece que cuando en las vidas de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia, que todos los martirios que padecen (por ser ésta la inclinación que nuestro Señor me ha dado), pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer.

8 Pues andando yo con esta pena tan grande, una noche, estando en oración, representóseme nuestro Señor de la manera que suele, y mostrándome mucho amor, a manera de quererme consolar, me dijo: «Espera un poco, hija, y verás grandes cosas.» Quedaron tan fijadas en mi corazón estas palabras, que no las podía quitar de mí. Y aunque no podía atinar, por mucho que pensaba en ello, qué podría ser, ni veía camino para poderlo imaginar, quedé muy consolada y con gran certidumbre que serían verdaderas estas palabras; mas el medio cómo, nunca vino a mi imaginación. Así se pasó, a mi parecer, otro medio año, y después de éste sucedió lo que ahora diré.



Capítulo 2


Cómo nuestro padre general vino a Avila, y lo que de su venida sucedió.



1 Siempre nuestros generales residen en Roma, y jamás ninguno vino a España, y así parecía cosa imposible venir ahora. Mas como para lo que nuestro Señor quiere no hay cosa que lo sea, ordenó su Majestad que lo que nunca había sido, fuese ahora. Yo cuando lo supe, paréceme que me pesó; porque, como ya se dijo en la fundación de san José, no estaba aquella casa sujeta a los frailes por la causa dicha. Temí dos cosas: la una, que se había de enojar conmigo y, no sabiendo las cosas cómo pasaban, tenía razón; la otra, si me había de mandar tornar al monasterio de la Encarnación, que es de la regla mitigada, que para mí fuera desconsuelo, por muchas causas que no hay para qué decir. Una bastaba, que era no poder yo allá guardar el rigor de la regla primera y ser de más de ciento y cincuenta el número, y todavía adonde hay pocas, hay más conformidad y quietud. Mejor lo hizo nuestro Señor que yo pensaba; porque el general es tan siervo suyo y tan discreto y letrado, que miró ser buena la obra, y por lo demás ningún desabrimiento me mostró. Llámase fray Juan Bautista Rubeo de Ravena, persona muy señalada en la Orden, y con mucha razón.

2 Pues, llegado a Avila, yo procuré fuese a san José, y el obispo tuvo por bien se le hiciese toda la cabida que a su misma persona. Yo le di cuenta con toda verdad y llaneza, porque es mi inclinación tratar así con los prelados, suceda lo que sucediere, pues están en lugar de Dios, y con los confesores lo mismo; y si esto no hiciese, no me parecería tenía seguridad mi alma. Y así le di cuenta de ella y casi de toda mi vida, aunque es harto ruin. El me consoló mucho y aseguró que no me mandaría salir de allí.

3 Alegróse de ver la manera de vivir y un retrato, aunque imperfecto, del principio de nuestra Orden, y cómo la regla primera se guardaba en todo rigor, porque en toda la Orden no se guardaba en ningún monasterio, sino la mitigada. Y con la voluntad que tenía de que fuese muy adelante este principio, dióme muy cumplidas patentes para que se hiciesen más monasterios, con censuras para que ningún provincial me pudiese ir a la mano. Estas yo no se las pedí, puesto que entendió de mi manera de proceder en la oración que eran los deseos grandes de ser parte para que algún alma se llegase más a Dios.

4 Estos medios yo no los procuraba, antes me parecía desatino, porque una mujercilla tan sin poder como yo bien entendía que no podía hacer nada; mas cuando al alma vienen estos deseos, no es en su mano desecharlos. El amor de contentar a Dios y la fe hacen posible lo que por razón natural no lo es. Y así, en viendo yo la gran voluntad de nuestro reverendísimo general para que hiciese más monasterios, me pareció los veía hechos. Acordándome de las palabras que nuestro Señor me había dicho, veía yo algún principio de lo que antes no podía entender.
Sentí muy mucho cuando vi tornar a nuestro padre general a Roma; habíale cobrado gran amor y parecíame quedar con gran desamparo. El me le mostraba grandísimo y mucho favor, y las veces que se podía desocupar, se iba allá a tratar cosas espirituales, como a quien el Señor debe hacer grandes mercedes; en este caso nos era consuelo oírle. Aun antes que se fuese, el obispo -que es don Alvaro de Mendoza-,muy aficionado a favorecer a los que ve pretenden servir a Dios con más perfección, y así procuró que le dejase licencia para que en su obispado se hiciesen algunos monasterios de frailes descalzos de la primera regla. También otras personas se lo pidieron. El lo quisiera hacer, mas halló contradicción en la Orden; y así, por no alterar la provincia, lo dejó por entonces.

5 Pasados algunos días, considerando yo cuán necesario era, si se hacían monasterios de monjas, que hubiese frailes de la misma regla, y viendo ya tan pocos en esta provincia, que aun me parecía se iban a acabar, encomendándolo mucho a nuestro Señor, escribí a nuestro padre general una carta suplicándoselo lo mejor que yo supe, dando las causas por donde sería gran servicio de Dios, y los inconvenientes que podía haber no eran bastantes para dejar tan buena obra, y poniéndole delante el servicio que haría a nuestra Señora, de quien era muy devoto. Ella debía ser la que lo negoció; porque esta carta llegó a su poder estando en Valencia, y desde allí me envió licencia para que se fundasen dos monasterios, como quien deseaba la mayor religión de la Orden. Porque no hubiese contradicción, remitiólo al provincial que era entonces y al pasado, que era harto dificultoso de alcanzar. Mas como vi lo principal, tuve esperanza el Señor haría lo demás. Y así fue, que por el favor del obispo, que tomaba este negocio muy por suyo, entrambos vinieron en ello.

6 Pues estando yo ya consolada con las licencias, creció más mi cuidado, por no haber fraile en la provincia, que yo entendiese, para ponerlo por obra, ni seglar que quisiese hacer tal comienzo. Yo no hacía sino suplicar a nuestro Señor, que siquiera una persona despertase. Tampoco tenía casa ni cómo la tener. Hela aquí una pobre monja descalza, sin ayuda de ninguna parte, sino del Señor, cargada de patentes y buenos deseos, y sin ninguna posibilidad para ponerlo por obra. El ánimo no desfallecía ni la esperanza, que, pues el Señor había dado lo uno, daría lo otro. Ya todo me parecía muy posible, y así lo comencé a poner por obra.

7 ¡Oh grandeza de Dios! ¡Y cómo mostráis vuestro poder en dar osadía a una hormiga! ¡Y cómo, Señor mío, no queda por Vos el no hacer grandes obras los que os aman, sino por nuestra cobardía y pusilanimidad! Como nunca nos determinamos, sino llenos de mil temores y prudencias humanas, así, Dios mío, no obráis Vos vuestras maravillas y grandezas. ¿Quién más amigo de dar, si tuviese a quién, ni de recibir servicios a su costa? Plega a vuestra Majestad que os haya yo hecho alguno y no tenga más cuenta que dar de lo mucho que he recibido, amén.



Capítulo 3


Por qué medios se comenzó a tratar de hacer el monasterio de san Jose en Medina del Campo.




1 Pues estando yo con todos estos cuidados, acordé de ayudarme de los padres de la Compañía, que estaban muy aceptos en aquel lugar, en Medina, con quien, como ya tengo escrito en la primera fundación, traté mi alma muchos años, y por el gran bien que la hicieron, siempre les tengo particular devoción. Escribí lo que nuestro padre general me había mandado al rector de allí, que acertó a ser el que me confesó muchos años, como queda dicho, aunque no el nombre: llamábase Baltasar Alvarez, que al presente es provincial. El y los demás dijeron que harían lo que pudiesen en el caso, y así hicieron mucho para recaudar la licencia de los del pueblo y del prelado, que por ser monasterio de pobreza en todas partes es dificultoso; y así se tardó algunos días en negociar.

2 A esto fue un clérigo muy siervo de Dios y bien desasido de todas las cosas del mundo y de mucha oración. Era capellán en el monasterio adonde yo estaba, al cual le daba el Señor los mismos deseos que a mí, y así me ha ayudado mucho, como se verá adelante. Llámase Julian de Avila.
Pues ya que tenía la licencia, no tenía casa ni blanca para comprarla. Pues crédito para fiarme en nada, si el Señor no le diera, ¿cómo le había de tener una romera como yo? Proveyó el Señor que una doncella muy virtuosa, para quien no había habido lugar en san José que entrase, sabiendo se hacía otra casa, me vino a rogar la tomase en ella. Esta tenía unas blanquillas, harto poco, que no era para comprar casa, sino para alquilarla (y así procuramos una de alquiler) y para ayuda al camino. Sin más arrimo que éste, salimos de Avila dos monjas de san José y yo, y cuatro de la Encarnación (que es el monasterio de la regla mitigada, adonde yo estaba antes que se fundase san José), con nuestro padre capellán, Julián de Avila.

3 Cuando en la ciudad se supo, hubo mucha murmuración: unos decían que yo estaba loca; otros esperaban el fin de aquel desatino. Al obispo, según después me ha dicho, le parecía muy grande, aunque entonces no me lo dio a entender ni quiso estorbarme, porque me tenía mucho amor y no me dar pena. Mis amigos harto me habían dicho, mas yo hacía poco caso de ello; porque me parecía tan fácil lo que ellos tenían por dudoso, que no podía persuadirme a que había de dejar de suceder bien.
Ya cuando salimos de Avila, había yo escrito a un padre de nuestra Orden, llamado fray Antonio de Heredia, que me comprase una casa, que era entonces prior del monasterio de frailes que allí hay de nuestra Orden, llamado santa Ana, para que me comprase una casa. El lo trató con una señora que le tenía devoción, que tenía una que se le había caído toda, salvo un cuarto, y era muy buen puesto. Fue tan buena, que prometió de vendérsela, y así la concertaron sin pedirle fianzas ni más fuerza de su palabra; porque, a pedirlas, no tuviéramos remedio. Todo lo iba disponiendo el Señor. Esta casa estaba tan sin paredes, que a esta causa alquilamos esta otra, mientras que aquélla se aderezaba, que había harto que hacer.

4 Pues llegando la primera jornada, noche y cansadas por el mal aparejo que llevábamos, yendo a entrar por Arévalo, salió un clérigo nuestro amigo que nos tenía una posada en casa de unas devotas mujeres, y díjome en secreto cómo no teníamos casa; porque estaba cerca de un monasterio de agustinos, y que ellos resistían que no entrásemos ahí, y que forzado había de haber pleito. ¡Oh, válgame Dios! Cuando Vos, Señor, queréis dar ánimo, ¡qué poco hacen todas las contradicciones! Antes parece me animó, pareciéndome, pues ya se comenzaba a alborotar el demonio, que se había de servir el Señor de aquel monasterio. Con todo, le dije que callase, por no alborotar a las compañeras, en especial a las dos de la Encarnación, que las demás por cualquier trabajo pasaran por mí. La una de estas dos era supriora entonces de allí, y defendiéronle mucho la salida; entrambas de buenos deudos, y venían contra su voluntad, porque a todos les parecía disparate, y después vi yo que les sobraba la razón, que, cuando el Señor es servido yo funde una casa de éstas, paréceme que ninguna admite mi pensamiento, que me parezca bastante para dejarlo de poner por obra, hasta después de hecho. Entonces se me ponen juntas las dificultades, como después se verá.

5 Llegando a la posada, supe que estaba en el lugar un fraile dominico, muy gran siervo de Dios, con quien yo me había confesado el tiempo que había estado en san José. Porque en aquella fundación traté mucho de su virtud, aquí no diré más del nombre, que es el maestro fray Domingo Báñes. Tiene muchas letras y discreción, por cuyo parecer yo me gobernaba, y al suyo no era tan dificultoso, como en todos, lo que iba a hacer; porque quien más conoce a Dios, más fácil se le hacen sus obras, y de algunas mercedes que sabía su Majestad me hacía, y por lo que había visto en la fundación de san José, todo le parecía muy posible. Dióme gran consuelo cuando le ví porque, con su parecer, todo me parecía iría acertado. Pues, venido allí, díjele muy en secreto lo que pasaba. A él le pareció que presto podríamos concluir el negocio de los agustinos; mas a mí hacíaseme recia cosa cualquier tardanza, por no saber qué hacer de tantas monjas, y así pasamos todas con cuidado aquella noche, que luego lo dijeron en la posada a todas.

6 Luego, de mañana, llegó allí el prior de nuestra Orden, fray Antonio, y dijo que la casa que tenía concertado de comprar era bastante y tenía un portal adonde se podía hacer una iglesia pequeña, aderezándolo con algunos paños. En esto nos determinamos. Al menos a mí parecióme muy bien, porque la más brevedad era lo que mejor nos convenía, por estar fuera de nuestros monasterios y también porque temía alguna contradicción, como estaba escarmentada de la fundación primera. Y así quería que antes que se entendiese, estuviese ya tomada la posesión, y así nos determinamos a que luego se hiciese. En esto mismo vino el padre maestro fray Domingo.

7 Llegamos a Medina del Campo, víspera de nuestra Señora de Agosto, a las doce de la noche. Apeámonos en el monasterio de santa Ana por no hacer ruido, y a pie nos fuimos a la casa. Fue harta misericordia del Señor, que a aquella hora encerraban toros para correr otro día, no nos topar alguno. Con el embebecimiento que llevábamos, no había acuerdo de nada; mas el Señor que siempre le tiene de los que desean su servicio, nos libró, que cierto allí no se pretendía otra cosa.

8 Llegadas a la casa, entramos en un patio. Las paredes harto caídas me parecieron, mas no tanto como cuando fue de día se pareció. Parece que el Señor había querido se cegase aquel bendito padre para ver que no convenía poner allí Santísimo Sacramento. Visto el portal, había bien que quitar tierra de él, a teja vana, las paredes sin embarrar, la noche era corta y no traíamos sino unos reposteros, creo eran tres; para toda la largura que tenía el portal era nada. Yo no sabía qué hace, porque vi no convenía poner allí altar. Plugo al Señor, que quería luego se hiciese, que el mayordomo de aquella señora tenía muchos tapices de ella en casa y una cama de damasco azul, y había dicho nos diese lo que quisiésemos, que era muy buena.

9 Yo, cuando vi tan buen aparejo, alabé al Señor, y así harían las demás, aunque no sabíamos qué hacer de clavos, ni era hora de comprarlos. Comenzáronse a buscar de las paredes; en fin, con trabajo, se halló recaudo. Unos a entapizar, nosotras a limpiar el suelo, nos dimos tan buena prisa, que cuando amanecía, estaba puesto el altar, y la campanilla en un corredor, y luego se dijo la misa. Esto bastaba para tomar la posesión. No se cayó en ello, sino que pusimos el Santísimo Sacramento, y desde unas resquicias de una puerta que estaba frontero, veíamos misa, que no había otra parte.

10 Yo estaba hasta esto muy contenta, porque para mí es grandísimo consuelo ver una iglesia más adonde haya Santísimo Sacramento; mas poco me duró. Porque, como se acabó la misa, llegué por un poquito de una ventana a mirar el patio y vi todas las paredes por algunas partes en el suelo, que para remediarlo era menester muchos días. ¡Oh, válgame Dios! Cuando yo vi a su Majestad puesto en la calle, en tiempo tan peligroso como ahora estamos por estos luteranos, ¡qué fue la congoja que vino a mi corazón!

11 Con esto se juntaron todas las dificultades que podían poner los que mucho lo habían murmurado, y entendí claro que tenían razón. Parecíame imposible ir adelante con lo que había comenzado; porque así como antes todo me parecía fácil mirando a que se hacía por Dios, así ahora la tentación estrechaba de manera su poder, que no parecía haber recibido ninguna merced suya; sólo mi bajeza y poco poder tenía presente. Pues arrimada a cosa tan miserable, ¿qué buen suceso podía esperar? Y a ser sola, paréceme lo pasara mejor; mas pensar habían de tornar las compañeras a su casa, con la contradicción que habían salido, hacíaseme recio. También me parecía que, errado este principio, no había lugar todo lo que yo tenía entendido había de hacer el Señor adelante. Luego se añadía el temor si era ilusión lo que en la oración había entendido, que no era la menor pena, sino la mayor; porque me daba grandísimo temor si me había de engañar el demonio.
¡Oh, Dios mío, qué cosa es ver un alma que Vos queréis dejar que pene! Por cierto, cuando se me acuerda esta aflicción y otras algunas que he tenido en estas fundaciones, no me parece hay que hacer caso de los trabajos corporales, aunque han sido hartos, en esta comparación.

12 Con toda esta fatiga que me tenía bien apretada, no daba a entender ninguna cosa a las compañeras, porque no las quería fatigar más de lo que estaban. Pasé con este trabajo hasta tarde, que envió el rector de la Compañía a verme con un padre, que me animó y consoló mucho. Yo no le dije todas las penas que tenía, sino sólo la que me daba vernos en la calle. Comencé a tratar de que se nos buscase casa alquilada, costase lo que costase, para pasarnos a ella mientras aquello se remediaba, y comencéme a consolar de ver la mucha gente que venía, y ninguno cayó en nuestro desatino, que fue misericordia de Dios; porque fuera muy acertado quitarnos el Santísimo Sacramento. Ahora considero yo mi bobería y el poco advertir de todos en no consumirle; sino que me parecía, si esto se hiciera, era todo deshecho.

13 Por mucho que se procuraba, no se halló casa alquilada en todo el lugar, que yo pasaba harto penosas noches y días. Porque, aunque siempre dejaba hombres que velasen el Santísimo Sacramento, estaba con cuidado si se dormían; y así me levantaba a mirarlo de noche por una ventana, que hacía muy clara luna y podíalo bien ver. Todos estos días era mucha la gente que venía, y no sólo les parecía mal, sino poníales devoción de ver a nuestro Señor otra vez en el portal. Y su Majestad, como quien nunca se cansa de humillarse por nosotros, no parece quería salir de él.

14 Ya después de ocho días, viendo un mercader la necesidad (que posaba en una muy buena casa), díjonos fuésemos a lo alto de ella, que podíamos estar como en casa propia. Tenía una sala muy grande y dorada, que nos dio para iglesia, y una señora que vivía junto a la casa que compramos, llamada doña Elena de Quiroga, gran sierva de Dios, dijo que me ayudaría para que luego se comenzase a hacer una capilla, para donde estuviese el Santísimo Sacramento y también para acomodarnos cómo estuviésemos encerradas. Otras personas nos daban harta limosna para comer; mas esta señora fue la que más me socorrió.

15 Ya con esto comencé a tener sosiego, porque adonde nos fuimos estábamos con todo encerramiento, y comenzamos a decir las horas, y en la casa se daba el buen prior mucha prisa, que pasó harto trabajo. Con todo tardaría dos meses. Mas púsose de manera, que pudimos estar algunos años razonablemente. Después lo ha ido nuestro Señor mejorando.

16 Estando aquí yo, todavía tenía cuidado de los monasterios de los frailes. Y como no tenía ninguno, como he dicho, no sabía qué hacer. Y así me determiné muy en secreto a tratarlo con el prior de allí para ver qué me aconsejaba, y así lo hice. El se alegró mucho cuando lo supo y me prometió que sería el primero. Yo lo tuve por cosa de burla y así se lo dije; porque, aunque siempre fue buen fraile y recogido y muy estudioso y amigo de su celda, que era letrado, para principio semejante no me pareció sería, ni tendría espíritu, ni llevaría adelante el rigor que era menester, por ser delicado y no mostrado a ello. El me aseguraba mucho y certificó que había muchos días que el Señor le llamaba para vida más estrecha, y así tenía ya determinado de irse a los cartujos, y le tenían ya dicho le recibirían. Con todo esto, no estaba muy satisfecha, aunque me alegraba de oírle, y roguéle que nos detuviésemos algún tiempo y él se ejercitase en las cosas que había de protemer. Y así se hizo, que se pasó un año, y en éste le sucedieron tantos trabajos y persecuciones de muchos testimonios, que parece el Señor le quería probar. Y él lo llevaba todo tan bien, y se iba aprovechando tanto, que yo alababa a nuestro Señor y me parecía le iba su Majestad disponiendo para esto.

17 Poco después acertó a venir allí un padre de poca edad, que estaba estudiando en Salamanca, y él fue con otro por compañero el cual me dijo grandes cosas de la vida que este padre hacía. Llámase fray Juan de la Cruz. Yo alabé a nuestro Señor, y hablándole, contentóme mucho, y supe de él cómo se quería también ir a los cartujos. Yo le dije lo que pretendía y le rogué mucho esperase hasta que el Señor nos diese monasterio, y el gran bien que sería, si había de mejorarse, ser en su misma Orden, y cuánto más serviría al Señor. El me dio la palabra de hacerlo, con que no se tardase mucho. Cuando yo vi ya que tenía dos frailes para comenzar, parecióme estaba hecho el negocio, aunque todavía no estaba tan satisfecha del prior, y así aguardaba algún tiempo, y también por tener adonde comenzar.

18 Las monjas iban ganando crédito en el pueblo y tomando con ellas mucha devoción, y, a mi parecer, con razón; porque no entendían sino en cómo pudiese cada una más servir a nuestro Señor. En todo iban con la manera de proceder que en san José de Avila, por ser una misma la regla y constituciones.
Comenzó el Señor a llamar a algunas para tomar el hábito; y eran tantas las mercedes que les hacía, que yo estaba espantada. Sea por siempre bendito, amén; que no parece aguarda más de a ser querido para querer.




Las Fundaciones 1