Jornada Paz 1979-2003 902

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2. …para reflexionar sobre la solidaridad …

El presente Mensaje para la XX Jornada Mundial de la Paz está en estrecha relación con el Mensaje que dirigí al mundo el año pasado sobre el tema "Norte-Sur, Este-Oeste: una sola paz". En dicho Mensaje decía:"... la unidad de la familia humana tiene unas repercusiones muy reales para nuestra vida y para nuestro compromiso por la paz... Significa que nosotros nos comprometemos en favor de una nueva solidaridad: la solidaridad de la familia humana... un nuevo tipo de relación: la solidaridad social de todos" (n. 4).

Reconocer la solidaridad social de la familia humana comporta la responsabilidad de construir sobre aquello que nos une. Esto significa promover eficazmente y sin excepción alguna la igual dignidad de todos los seres humanos dotados de determinados derechos fundamentales e inalienables. Esto afecta a todos los aspectos de nuestra vida individual así como a nuestra vida en la familia, en la comunidad en que vivimos y en el mundo. Una vez aceptado el hecho de que todos somos hermanos y hermanas en el seno de la humanidad, podremos consiguientemente modelar nuestras actitudes en la vida en la perspectiva de la solidaridad que a todos nos hace una sola cosa. Esto es verdad de modo especial en lo que se refiere al proyecto básico y fundamental de construir la paz.

Durante el transcurso de nuestra vida ha habido momentos y acontecimientos que nos han aunado haciéndonos reconocer la unidad de la familia humana. Desde que se hizo posible el tomar fotografías de nuestro mundo desde el espacio, ha tenido lugar un cambio imperceptible en la comprensión de nuestro planeta y de su inmensa belleza y fragilidad. Ayudados por los logros alcanzados en las exploraciones espaciales, hemos descubierto que la frase "herencia común del género humano" ha adquirido un significado nuevo desde entonces. Cuanto más compartimos las riquezas artísticas y culturales de los demás, más descubrimos nuestra humanidad común. Muchos jóvenes han profundizado su sentido de unidad participando en competiciones deportivas regionales o mundiales y en otras actividades similares, reforzando así sus lazos de hermandad como hombres y mujeres.


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3. …en cuanto puesta en práctica…

Al mismo tiempo, con cuánta frecuencia durante los años recientes hemos tenido ocasión de ponernos en contacto, como hermanos y hermanas, para ayudar a aquellas personas que fueron afectadas por catástrofes naturales o que se vieron afligidos por la guerra o el hambre. Asistimos a un creciente deseo colectivo -por encima de separaciones políticas, geográficas o ideológicas- de ayudar a los miembros menos favorecidos de la familia humana. El sufrimiento, tan trágico y prolongado, de nuestros hermanos y hermanas del África subsahariana está suscitando manifestaciones concretas de aquella solidaridad entre los seres humanos. Dos razones por las que quise conferir en 1986 el Premio Internacional de la Paz Juan XXIII a la Oficina Católica para las ayudas de emergencia y para los refugiados de Tailandia, fueron, la primera, para llamar la atención del mundo hacia la difícil situación en que se encuentran las personas que se ven forzadas a abandonar su tierra; la segunda, para poner de relieve el espíritu de cooperación y colaboración que tantos grupos, católicos o no, han mostrado saliendo al paso de las necesidades de aquellas personas tan duramente probadas por haber tenido que abandonar su hogar. Sí, el espíritu humano puede y debe responder con gran generosidad a los sufrimientos del prójimo. En esta respuesta podemos descubrir una creciente puesta en práctica de la solidaridad social que, de palabra y de hecho, proclama que todos somos una sola cosa, que debemos reconocernos como tales y que esto es un elemento esencial para el bien común de los individuos y de las naciones.

Estos ejemplos muestran que podemos y que, de hecho, cooperamos de muchas maneras; que podemos y debemos trabajar juntos para hacer progresar el bien común. Pero tenemos que hacer aún más. Necesitamos adoptar una actitud de fondo de cara a la humanidad y con respecto a los lazos que nos conectan con cada persona y con cada grupo en el mundo. De esta manera podremos comenzar a ver cómo el compromiso de solidaridad con toda la familia humana es una clave para la paz. Los proyectos que potencian el bien de la humanidad o la buena voluntad entre los pueblos constituyen un paso adelante en la puesta en práctica de dicha solidaridad. Los lazos de simpatía y de caridad que nos impulsan a ayudar a cuantos sufren nos llevan, por un camino diverso, a lo anterior. Pero el urgente desafío que se nos presenta lo constituye la necesidad de adoptar una actitud de solidaridad social con toda la familia humana y con tal actitud enfrentarnos a todas las situaciones sociales y políticas.

Y así, por ejemplo, la Organización de las Naciones Unidas ha designado el 1987 como Año Internacional de la vivienda para las personas sin hogar; con esto, se quiere llamar la atención sobre una materia que es motivo de gran preocupación, a la vez que adoptar una actitud de solidaridad -humana, política y económica- hacia millones de familias que se ven privadas del entorno esencial para una vida familiar decorosa.


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4. …y en cuanto obstaculizada

Por desgracia, abundan los ejemplos de obstáculos a la solidaridad debido a posiciones políticas e ideológicas que, en la práctica, impiden o limitan que se hagan realidad la solidaridad. Son éstas, actitudes y políticas que ignoran o niegan la igualdad fundamental y la dignidad de la persona humana. Entre ellas, pueden mencionarse en concreto:

- la xenofobia, que hace que determinadas naciones se cierren en sí mismas o que determinados gobiernos instauren leyes discriminatorias contra grupos humanos dentro del mismo país;

- el cierre arbitrario e injustificado de fronteras, lo cual origina que muchas personas se vean privadas, en la práctica, de la posibilidad de moverse y de mejorar su suerte, o de poder reunirse con sus seres queridos, o simplemente de poder visitar a sus familiares o ponerse en contacto con otras personas para ocuparse de ellas;

- las ideologías que predican el odio o la desconfianza, los sistemas que levantan barreras artificiales. El odio racial, la intolerancia religiosa y las divisiones de clases se hallan, por desgracia, muy presentes en muchas sociedades, de modo abierto o solapado. Cuando los líderes políticos erigen tales divisiones en sistemas internos o en programas políticos que afectan las relaciones con las demás naciones, dichos prejuicios hieren a la dignidad humana en lo más íntimo y vienen a ser una poderosa fuente de reacciones que ahonda las divisiones, las enemistades, la represión y las luchas. Otro mal, que durante el año que acaba de terminar ocasionó tantos sufrimientos a muchas personas y tanta destrucción a la sociedad, es el terrorismo.

Una solidaridad efectiva representa un antídoto a todo lo anterior. En efecto, si la cualidad esencial de la solidaridad es la igualdad radical entre todos los seres humanos, toda política que esté en contradicción con la dignidad fundamental y con los derechos humanos de la persona o de un grupo de personas ha de ser rechazada. Por el contrario, han de ser potenciadas las políticas y los programas que instauran relaciones abiertas y honestas entre los pueblos, que forjan alianzas justas, que unen a las naciones con honorables lazos de cooperación. Tales iniciativas no ignoran las diferencias reales linguísticas, raciales, religiosas, sociales y culturales; tampoco ignoran las grandes dificultades que existen para superar inveteradas divisiones e injusticias. Pero ponen en primer plano los elementos que unen, por pequeños que puedan parecer.

Este espíritu de solidaridad es un espíritu abierto al diálogo; que hunde sus raíces en la verdad y que tiene necesidad de la misma para desarrollarse. Es un espíritu que busca construir y no destruir, unir y no dividir. Dado que la solidaridad es una aspiración universal, ella puede adoptar muchas formas. Acuerdos regionales para promover el bien común y alentar negociaciones bilaterales pueden servir para hacer disminuir las tensiones. El intercambio de tecnologías y de información para prevenir desastres, o para mejorar la calidad de vida en un área determinada, contribuirá a la solidaridad y facilitará medidas a un más amplio nivel.


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5. Para que se refleje en el desarrollo…

Acaso en ningún sector de la actividad humana exista mayor necesidad de solidaridad social que en el área del desarrollo. Muchas de las afirmaciones contenidas en la Encíclica publicada hace veinte años por el Papa Pablo VI, y que estamos recordando, se pueden aplicar de modo especial a nuestros días. El vio con gran claridad que la cuestión social había adquirido dimensiones mundiales (cf. PP 3). El se halla entre las primeras personas que llamaron la atención sobre el hecho de que el progreso económico en sí mismo es insuficiente y que requiere el progreso social (cf PP 35). Mas, sobre todo, insistió en que el desarrollo debe ser integral, es decir, desarrollo de cada persona y de toda la persona (cf. PP 14-21). En esto consistía, para él, el humanismo pleno: el desarrollo total de la persona en todas sus dimensiones y abierta al Absoluto que "da a la vida humana su verdadero significado " (PP 42). Dicho humanismo es la meta común que debe ser perseguida por todos. "El desarrollo integral del hombre -nos decía- no puede darse sin el desarrollo solidario de la humanidad" (PP 43).

Ahora, a veinte años de distancia, deseo rendir homenaje a estas enseñanzas del Papa Pablo VI. Su visión profunda, en lo que se refiere a la importancia del espíritu de solidaridad para el desarrollo, es aún válida, incluso en las cambiantes circunstancias de nuestros días, y arrojan una gran luz a los retos del presente.


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6. …y en sus aplicaciones actuales

Cuando reflexionamos sobre el compromiso de solidaridad en el campo del desarrollo, la verdad primordial y básica es que en el desarrollo los protagonistas son las personas. Las personas son los sujetos del verdadero desarrollo; ellas son el objetivo del auténtico desarrollo. El desarrollo integral de las personas es la meta y la medida de todo proyecto de desarrollo. El hecho de que las personas constituyan el centro del desarrollo es una consecuencia de la unidad de la familia humana, lo cual es independiente de cualquier descubrimiento tecnológico o científico que el futuro nos pueda reservar. Las personas, hombres y mujeres, han de ser el punto de referencia de todo lo que se hace para mejorar las condiciones de vida. Las personas deben ser agentes activos, y no sólo receptores pasivos, de cualquier verdadero proceso de desarrollo.

Otro principio del desarrollo con relación a la solidaridad es la necesidad de promover valores que beneficien verdaderamente a los individuos y a la sociedad. No basta con ponerse en contacto y ayudar a quienes padecen necesidad. Hemos de ayudarles a descubrir los valores que les permitan construir una nueva vida y ocupar con dignidad y justicia su puesto en la sociedad. Todos tienen derecho a aspirar y a lograr lo que es bueno y verdadero. Todos tienen derecho a elegir aquellos bienes que mejoran la vida; y la vida en la sociedad no es en modo alguno algo moralmente neutro. Las opciones sociales implican consecuencias que pueden promover o degradar el verdadero bien de la persona en la sociedad.

En el campo del desarrollo, y especialmente en el desarrollo asistencial, se ofrecen programas que vienen presentados como "sin connotación de valores", pero que en realidad son contravalores respecto a la vida. Ante programas de gobiernos o formas de ayuda que virtualmente coaccionan a comunidades o países a aceptar programas de contracepción o prácticas abortivas como precio para su crecimiento económico, hay que decir claramente y con fuerza que tales ofertas violan la solidaridad de la familia humana, porque niegan los valores de la dignidad y libertad de la persona.

Lo que decimos ser verdad para el desarrollo del individuo mediante la elección de valores que mejoran la vida, es verdad también para el desarrollo de la sociedad. Todo lo que es impedimento para la verdadera libertad va contra el desarrollo de la sociedad v de las instituciones sociales. Explotación, amenazas, sumisión forzada, negación de oportunidades por parte de un sector de la sociedad respecto a otro, son cosas inaceptables que contradicen la noción misma de solidaridad humana. Tales actividades, ya sea en el seno de una sociedad o entre naciones, pueden por desgracia parecer, por algún tiempo, un éxito. Sin embargo, cuanto más se prolonguen dichas condiciones, tanto más vienen a ser causa de ulteriores represiones y de creciente violencia. Las semillas de la destrucción han sido sembradas en la injusticia institucionalizada. Negar los medios para el pleno desarrollo de un sector de una sociedad o nación determinada, sólo puede conducir a la inseguridad y a la agitación social; además de que fomenta el odio, la división y destruye toda esperanza de paz.

La solidaridad que favorece el desarrollo integral es la que protege y defiende la legítima libertad de las personas y la justa seguridad de las naciones. Sin esta libertad y seguridad faltan las condiciones mismas para el desarrollo. No solamente los individuos, sino también las naciones deben tener la posibilidad de tomar parte en las opciones que les afectan. La libertad de la que deben poder gozar las naciones para asegurar su propio crecimiento y su desarrollo como miembros de pleno derecho de la familia humana, depende de su respeto recíproco. Buscar una superioridad económica, militar o política a costa de los derechos de otras naciones, pone en peligro cualquier perspectiva de verdadero desarrollo y de paz verdadera.


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7. Solidaridad y desarrollo: dos claves para la paz

Por las razones anteriormente expuestas, propongo para este año reflexionar sobre la solidaridad y el desarrollo como claves para la paz. Cada una de estas realidades tiene su significado específico. Ambas son necesarias para conseguir las metas que nos proponemos. La solidaridad, por su misma naturaleza, es una realidad ética ya que conlleva una afirmación de valor sobre la humanidad. Por esta razón, sus implicaciones para la vida humana en nuestro planeta y para las relaciones internacionales son igualmente éticas; en efecto, nuestros lazos comunes de humanidad nos exigen vivir en armonía y promover todo aquello que es bueno para unos y para otros. Estas aplicaciones éticas constituyen la razón por las que la solidaridad es una clave básica para la paz.

A la luz de esto el desarrollo adquiere su significación plena. No se trata de mejorar determinadas situaciones o condiciones económicas. El desarrollo viene a ser, en última instancia una cuestión de paz por el hecho de que ayuda a realizar lo que es bueno para los demás y para la comunidad humana en su totalidad.

En el contexto de una verdadera solidaridad no existe peligro de explotación o de mal uso de los programas de desarrollo en beneficio de unos pocos Por el contrario, el desarrollo viene a ser, de esta manera, un proceso que compromete a los diversos miembros de la familia humana, enriqueciéndoles a todos. Dado que la solidaridad nos da la base ética para actuar adecuadamente, el desarrollo se convierte en una oferta que el hermano hace al hermano, de tal manera que ambos puedan vivir más plenamente dentro de aquella diversidad y complementariedad que son señal de garantía de una civilización humana. De esta dinámica proviene aquella armoniosa "tranquilidad del orden" que constituye la verdadera paz. Sí, la solidaridad y el desarrollo son dos claves para la paz.


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8. Algunos problemas modernos…

Muchos de los problemas con los que el mundo se enfrenta al comenzar el año 1987 son realmente complejos y parecen casi insolubles. No obstante, si creemos en la unidad de la familia humana, si insistimos en que la paz es posible, nuestra reflexión común sobre la solidaridad y el desarrollo como claves para la paz puede arrojar mucha luz sobre los temas que nos ocupan.

En efecto, el persistente problema de la deuda externa de muchas naciones en vías de desarrollo podría ser visto con nuevos ojos si todas las partes interesadas incluyeran, de modo responsable, estas consideraciones éticas en la valoración de los hechos y en las propuestas de solución. Muchos aspectos de este problema -como el proteccionismo, los precios de las materias primas, las prioridades en las inversiones, el respeto de las obligaciones contraídas, así como el tener en cuenta la situación interna de las naciones en deuda- se beneficiarían de la búsqueda solidaria de aquellas soluciones que promueven un desarrollo estable.

En relación a la ciencia y a la tecnología, surgen nuevas y marcadas divisiones entre quienes disponen de tecnología y quiénes no. Tales desigualdades no promueven la paz y el desarrollo armónico, sino que hacen perdurar situaciones de desigualdad ya existentes. Si las personas son el sujeto del desarrollo y su meta, es un imperativo ético de solidaridad la participación más amplia de las naciones menos avanzadas en las aplicaciones de la tecnología, así como el rechazo a hacer de tales países áreas de ensayo para experimentos dudosos o lugares de depósito de determinados productos. En este campo, están siendo llevados a cabo grandes esfuerzos por parte de Organismos Internacionales y de algunos Estados, lo cual representa una importante contribución para la paz.

Aportaciones recientes sobre las relaciones entre desarme y desarrollo -dos de los problemas más cruciales con que se enfrenta el mundo de hoy- apuntan al hecho de que las actuales tensiones entre Este y Oeste, y las desigualdades entre Norte y Sur, representan serias amenazas para la paz del mundo. Cada vez resulta más claro que un mundo en paz, en el que se garantice la seguridad de los pueblos y de los Estados, convoca a una solidaridad activa en los esfuerzos en favor del desarrollo y del desarme. A todos los Estados afecta la pobreza de otros Estados. Todos los Estados sufren las consecuencias de la falta de resultados positivos en las negociaciones para el desarme. No podemos tampoco olvidar las así llamadas "guerras locales", que pagan costosos tributos en vidas humanas. Todos los Estados tienen responsabilidad en la paz del mundo y esta paz no podrá ser asegurada mientras la seguridad basada en las armas no sea reemplazada gradualmente por la seguridad basada en la solidaridad de la familia humana. Una vez más, lanzo un llamamiento para que se intensifiquen los esfuerzos por reducir las armas al mínimo necesario para la legítima defensa, y para que se incrementen las medidas orientadas a ayudar a los países en vías de desarrollo a valerse por sí mismos. Solamente así la comunidad de los Estados podrá vivir en verdadera solidaridad.

Existe además otra amenaza para la paz; una amenaza que, a lo largo y ancho del mundo, mina las raíces mismas de la sociedad: la quiebra de la familia. La familia es la célula básica de la sociedad. La familia es el primer sitio donde el desarrollo tiene lugar o no lo tiene. Si la familia es saludable y lozana, las posibilidades de un desarrollo integral de la sociedad son grandes. Sin embargo, con demasiada frecuencia esto no es así.

En muchas sociedades la familia ha venido a ser un elemento secundario. Se la relativiza mediante interferencias de diverso género y, con frecuencia, no halla en el Estado aquella tutela y apoyo que necesita. No pocas veces se la priva de los justos medios a que tiene derecho, para que pueda crezcer y crear una atmósfera en la que sus miembros puedan florecer. Los fenómenos actuales de familias divididas, de miembros de familias forzados a separarse para poder sobrevivir, o imposibilitados incluso para encontrar un techo bajo el que iniciar una familia o para vivir como familias ya existentes, son signos de subdesarrollo moral y de una sociedad que ha trastocado sus valores. Una medida básica de la salud de un pueblo o de una nación es la importancia que se da a las condiciones para el desarrollo de las familias. Las condiciones que benefician a la familia promueven la armonía de la sociedad y de la nación y esto, a su vez, favorece la paz en los hogares y en el mundo.

En nuestros días asistimos al terrible espectro de niños que son abandonados o forzados al mercado del trabajo. Vemos niños y jóvenes en barrios miseria o en grandes ciudades despersonalizadas en donde ellos encuentran escaso apoyo y poca o ninguna esperanza de futuro. La quiebra de la estructura familiar, la dispersión de sus miembros -en particular de los más jóvenes- con los consiguientes males que caen sobre ellos -abuso de drogas, alcoholismo, relaciones sexuales pasajeras y sin significado, explotación por parte de otros- son signos contrarios al deseado desarrollo de la persona que la solidaridad social de la familia humana promueve. Mirar a los ojos a otra persona y ver en ellos las esperanzas y ansiedades del hermano o de la hermana, es descubrir el significado de la solidaridad.


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9. …que a todos nos reta

La paz está en juego: la paz civil en las naciones y la paz mundial entre los Estados (cf. PP 55). El Papa Pablo VI vio esto claramente hace veinte años. Vio la conexión intrínseca que existe entre las demandas de justicia en el mundo y las posibilidades de paz para este mundo. No es mera coincidencia el hecho de que el mismo año en que fue publicada la Populorum Progressio, fuera también instituida la Jornada Mundial de la Paz; iniciativa que con gran satisfacción he deseado continuar.

Pablo VI expresó con estas palabras el punto central de la reflexión de este año sobre la solidaridad y el desarrollo como claves para la paz: "La paz no se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de la fuerza. La paz se construye cada día en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres" (PP 76).


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10. El compromiso de los creyentes y, en especial, de los cristianos

Todos cuantos creemos en Dios estamos convencidos de que el orden armonioso al que todos los pueblos aspiran ardientemente no puede realizarse sólo con los esfuerzos humanos, si bien sean indispensables. La paz -paz para sí y paz para los demás- ha de ser buscada, al mismo tiempo, en la meditación y en la plegaria. Al afirmar esto, tengo ante los ojos y dentro de mi corazón la profunda experiencia de la Jornada Mundial de Oración por la Paz celebrada recientemente en Asís. Líderes religiosos y representantes de Iglesias cristianas, de Comunidades eclesiales y de Religiones del mundo hicieron patente su solidaridad en la meditación y en la oración por la paz. Fue aquél un compromiso visible por parte de todos los participantes -y de otras muchas personas que, en espíritu, se unieron a nosotros- en la búsqueda de la paz, en ser constructores de paz, en hacer todo lo posible - en profunda solidaridad de espíritu- en favor de una sociedad en la que florezca la justicia y abunde la paz (cf. Ps 72,27).

El justo Juez que nos describe el Salmista obra la justicia en favor del pobre y del que sufre. "El se apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres; él vengará sus vidas de la violencia..." (Ibid., vv. 13-14). Estas palabras están hoy en nuestra mente mientras oramos para que el anhelo de paz que marcó el encuentro en Asís, sea un potente estímulo para todos los creyentes y, de modo especial, para los cristianos.

En efecto, los cristianos podemos descubrir en las palabras inspiradas del Salmista la figura de Nuestro Señor Jesucristo, que trajo la paz al mundo, que curó a los heridos y consoló a los afligidos "anunciando a los pobres la Buena Nueva,... la libertad a los oprimidos" (Lc 2,14). Jesucristo, a quien nosotros llamamos "nuestra paz", "derribó el muro de separación, la enemistad" (Ep 2,14) para instaurar la paz. Sí, precisamente este deseo de construir la paz, manifestado en el encuentro de Asís, nos anima a reflexionar sobre el modo de celebrar en el futuro esta Jornada Mundial de la Paz.

Nosotros estamos llamados a ser semejantes a Cristo, esto es, a ser operadores de paz mediante la reconciliación; a cooperar con él en el esfuerzo por traer la paz a esta tierra, promoviendo la causa de la justicia en favor de todos los pueblos y de todas las naciones. No debemos olvidar nunca aquellas palabras suyas que compendian la expresión perfecta de toda solidaridad humana: "Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos" (Mt 7,12). Cada vez que este mandamiento sea violado los cristianos deben ser conscientes de que son causa de división y de que cometen un pecado. Dicho pecado tiene graves repercusiones en la comunidad de los creyentes y en toda la sociedad. Con él, se ofende a Dios mismo, que es el creador de la vida y que mantiene al ser en la existencia.

La gracia y la sabiduría que Jesús muestra ya desde su vida oculta en Nazaret con María y José (cf. Lc 2,51 ss.) son modelo para nuestras relaciones recíprocas en la familia, en las naciones y en el mundo. El servicio a los demás, de palabra y de obra, que es el signo distintivo de la vida pública de Jesús, nos recuerdan que la solidaridad de la familia humana ha adquirido una profundidad radical y que esta actitud de servicio tiene un fin transcendente que ennoblece todos los esfuerzos humanos en favor de la justicia y de la paz. Por último, el acto más definitivo de solidaridad que el mundo ha conocido, esto es, la muerte de Jesús en la cruz por todos nosotros, abre a los cristianos la vía que hemos de seguir. Si queremos que nuestra obra de paz sea plenamente eficaz, es necesario que participe del poder transformador de Cristo, cuya muerte da la vida a todo hombre que viene a este mundo, y cuyo triunfo sobre la muerte es la garantía definitiva de que la justicia -que presupone solidaridad y desarrollo- nos conducirá a una paz duradera.

Que el reconocimiento de Jesucristo como Salvador y Señor dirija todos los esfuerzos de los cristianos en favor de la paz, y que sus oraciones les sostengan en su compromiso por la causa de la paz mediante el desarrollo de los pueblos en espíritu de solidaridad social.


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11. Llamamiento final

Juntos nos disponemos a iniciar un nuevo año. Ojalá que el 1987 sea un año en el que la humanidad abandone las divisiones del pasado y en el que todos busquen la paz de todo corazón. Abrigo la esperanza de que este Mensaje sea ocasión para que cada uno profundice en su compromiso por la unidad de la familia humana en la solidaridad; que sea un acicate que estimule a todos a buscar el verdadero bien de nuestros hermanos y hermanas en un desarrollo integral que favorezca todos los valores de la persona humana en la sociedad.

Al comienzo de este Mensaje hice presente que la causa de la solidaridad me empujaba a dirigirme a todos los hombres y mujeres del mundo. Repito ahora mi llamado a cada uno, pero de modo especial deseo hacerlo:

- a todos vosotros, hombres de Estado y a cuantos tenéis responsabilidad en las Organizaciones Internacionales: si queréis reforzar la paz, redoblad vuestros esfuerzos en favor del desarrollo de los individuos y de las naciones;

- a todos cuantos, bien en persona o unidos en el espíritu, habéis participado en la Jornada Mundial de oración por la Paz, en Asís: os aliento a dar testimonio de la paz en el mundo;

- a cuantos viajáis o participáis en actividades de intercambio cultural: sed instrumentos conscientes de una mayor comprensión, respeto y estima;

- a vosotros, hermanos y hermanas más jóvenes, la juventud del mundo: os exhorto a serviros de aquellos medios que os permitan forjar nuevos lazos de paz en solidaridad fraterna con todos los jóvenes del mundo.

¿Puedo esperar ser escuchado por quienes practican la violencia y el terrorismo? Como ya he hecho en el pasado, de nuevo os pido al menos a los que queráis escuchar mi voz que abandonéis los medios violentos para lograr vuestras metas, incluso si tales metas son justas. Os pido que cesen las muertes y los ataques a inocentes. Os pido que cesen las amenazas a la sociedad. Los caminos de la violencia no pueden conducir a la verdadera justicia ni para vosotros ni para los demás. Todavía podéis cambiar si lo queréis. Podéis profesar vuestros sentimientos de humanidad y reconocer la solidaridad humana.

A todos dirijo mi llamamiento: dondequiera que os halléis y sea cual fuere vuestra actividad, sabed descubrir en todo ser humano el rostro de un hermano o de una hermana. Lo que nos une es mucho más de lo que nos separa; es nuestra humanidad compartida.

La paz es siempre un don de Dios, pero ella depende también de nosotros. Y las claves para la paz están en nuestras manos. Depende de nosotros el saber usarlas y poder abrir con ellas todas las puertas.

Vaticano, 8 de diciembre de 1986.





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1988 LA LIBERTAD RELIGIOSA CONDICIÓN PARA LA PACÍFICA CONVIVENCIA


En el día de Año Nuevo, me complace ser fiel a una cita mantenida durante veinte años con los Responsables de las Naciones y de los Organismos internacionales, así como con todos los hermanos y hermanas del mundo, que trabajan por la causa de la paz. Pues estoy profundamente convencido de que reflexionar juntos sobre el valor inestimable de la paz significa ya, de alguna manera, empezar a construirla.

El tema que este año deseo presentar a la atención común -La libertad religiosa, condición para la pacífica convivencia- nace de una triple consideración.

Ante todo, la libertad religiosa, exigencia ineludible de la dignidad de cada hombre, es una piedra angular del edificio de los derechos humanos y, por tanto, es un factor insustituible del bien de las personas y de toda la sociedad, así como de la realización personal de cada uno. De ello se deriva que la libertad de los individuos y de las comunidades, de profesar y practicar la propia religión, es un elemento esencial de la pacífica convivencia de los hombres. La paz, que se construye y consolida a todos los niveles de la convivencia humana, tiene sus propias raíces en la libertad y en la apertura de las conciencias a la verdad.

Perjudican además, y de manera muy grave, a la causa de la paz todas las formas -manifiestas o solapadas-de violación de la libertad religiosa, al igual que las violaciones que afectan a los demás derechos fundamentales de la persona. A cuarenta años de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, cuya conmemoración tendrá lugar en diciembre del año próximo, debemos constatar que, en diversas partes del mundo, millones de personas sufren todavía a causa de sus convicciones religiosas, siendo víctimas de legislaciones represivas y opresoras, estando sometidas a veces a una persecución abierta o, más a menudo, a una sutil acción discriminadora de los creyentes y de sus comunidades. Este estado de cosas, de por sí intolerable, constituye también una hipoteca negativa para la paz.

Por último, quisiera recordar y aprovechar la rica experiencia del Encuentro de oración, tenido en Asís el 27 de octubre de 1986. Aquel gran encuentro de hermanos, unidos en la invocación de la paz, fue un signo para el mundo. Sin confusiones ni sincretismos, los representantes de las principales Comunidades religiosas esparcidas por el mundo quisieron expresar juntos el convencimiento de que la paz es un don de lo Alto y realizar un laborioso esfuerzo para implorarlo, acogerlo y hacerlo fructificar mediante opciones concretas de respeto, solidaridad y fraternidad.


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1. Dignidad y libertad de la persona humana

La paz no es solamente ausencia de contrastes y de guerras, sino que es "fruto del orden implantado en la sociedad humana por su divino Fundador" (Vaticano II, GS 78). La paz es obra de la justicia, y por tanto requiere el respeto de los derechos y el cumplimiento de los deberes propios de cada hombre. Existe un vínculo intrínseco entre las exigencias de la justicia, de la verdad y de la paz (cf. Enc. Pacem in terris , p. I y III).

Según este orden querido por el Creador, la sociedad está llamada a organizarse y a desarrollar su cometido al servicio del hombre y del bien común. Las líneas maestras de este orden son escrutables por la razón y reconocibles en la experiencia histórica. El desarrollo actual de las ciencias sociales ha enriquecido la conciencia que la humanidad tiene de ello, a pesar de todas las desviaciones ideológicas y de los conflictos que a veces parecen ofuscarla.

Por esto la Iglesia católica, mientras quiere realizar con fidelidad su misión de anunciar la salvación que viene solamente de Cristo (cf. Ac 4,12), se dirige a cada hombre sin distinción y lo invita a reconocer las leyes del orden natural, que gobiernan la convivencia humana y determinan las condiciones de la paz.

Fundamento y fin del orden social es la persona humana, como sujeto de derechos inalienables, que no recibe desde fuera sino que brotan de su misma naturaleza; nada ni nadie puede destruirlos; ninguna constricción externa puede anularlos, porque tienen su raíz en lo que es más profundamente humano. De modo análogo, la persona no se agota en los condicionamientos sociales, culturales e históricos, pues es propio del hombre, que tiene un alma espiritual, tender hacia un fin que trasciende las condiciones mudables de su existencia. Ninguna potestad humana puede oponerse a la realización del hombre como persona.

Del principio primero y fundamental del orden social, por el que la sociedad se orienta hacia la persona, deriva la exigencia de que cada sociedad esté organizada de manera tal que permita al hombre realizar su vocación en plena libertad e incluso de ayudarlo en ello.

La libertad es la prerrogativa más noble del hombre. Desde las opciones más íntimas cada persona debe poder expresarse en un acto de determinación consciente, inspirado por su propia conciencia. Sin libertad, los actos humanos quedan vacíos de contenido y desprovistos de valor.

La libertad de la que el hombre fue dotado por el Creador es la capacidad que recibe permanentemente de buscar la verdad con la inteligencia y de seguir con el corazón el bien al que naturalmente aspira, sin ser sometido a ningún tipo de presiones, constricciones y violencias. Pertenece a la dignidad de la persona poder corresponder al imperativo moral de la propia conciencia en la búsqueda de la verdad. Y la verdad -como ha subrayado el Concilio Ecuménico Vaticano II- porque "debe buscarse de modo apropiado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social" (DH 3), "no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad" (DH 1).

La libertad del hombre en la búsqueda de la verdad y en la profesión de las propias convicciones religiosas que está relacionada con ella, para ser mantenida inmune de cualquier coacción de individuos, de grupos sociales y de cualquier potestad humana, debe encontrar una garantía precisa en el ordenamiento jurídico de la sociedad, es decir, debe ser reconocida y ratificada por la ley civil como derecho inalienable de la persona (cf. DH 2).

Está claro que la libertad de conciencia y de religión no significa una relativización de la verdad objetiva que cada ser humano, por un deber moral, está obligado a buscar. En la sociedad organizada, esta libertad es solamente la plasmación institucional de aquel orden en el cual Dios ha dispuesto que sus creaturas puedan conocer, acoger y corresponder a su propuesta eterna de alianza, como personas libres y responsables.

El derecho civil y social a la libertad religiosa, en la medida en que alcanza el ámbito más íntimo del espíritu, se revela un punto de referencia y, en cierto modo, llega a ser parámetro de los demás derechos fundamentales. En efecto, se trata de respetar el ámbito más reservado de autonomía de la persona, permitiéndole que pueda actuar según el dictado de su conciencia, tanto en las opciones privadas como en la vida social. El Estado no puede reivindicar una competencia, directa o indirecta, sobre las convicciones íntimas de las personas. No puede arrogarse el derecho de imponer o impedir la profesión y la práctica pública de la religión de una persona o de una comunidad. En esta materia es un deber de las Autoridades civiles asegurar que los derechos de los individuos y de las comunidades sean igualmente respetados y, al mismo tiempo, que se salvaguarde el justo orden público.

Aun en el caso de que el Estado atribuya una especial posición jurídica a una determinada religión, es justo que se reconozca legalmente y se respete efectivamente el derecho de libertad de conciencia de todos los ciudadanos, así como el de los extranjeros que residen en él, aunque sea temporalmente, por motivos de trabajo o de otra índole.

En ningún caso la organización estatal puede suplantar la conciencia de los ciudadanos, ni quitar espacios vitales o tomar el lugar de sus asociaciones religiosas. El recto orden social exige que todos -individual y colectivamente- puedan profesar la propia convicción religiosa respetando a los demás.

El primero de septiembre de 1980, dirigiéndome a los Jefes de Estado firmantes del "Acta Final" de Helsinki, quise subrayar, entre otras cosas, cómo la auténtica libertad religiosa exige que se garanticen también los derechos que derivan de la dimensión social y pública de la profesión de fe y de la pertenencia a una comunidad religiosa organizada.

A este respecto, hablando a la Asamblea General de las Naciones Unidas, expresaba la convicción de que "el mismo respeto de la dignidad de la persona humana parece pedir que cuando sea discutido o establecido, a la vista de las leyes nacionales o de convenciones internacionales, el justo modo del ejercicio de la libertad religiosa, sean consultadas también las instituciones, que por su naturaleza sirven a la vida religiosa" (Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1979, 4 b, 649).



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