Jornada Paz 1979-2003 1200

1990 PAZ CON DIOS CREADOR, PAZ CON TODA LA CREACIÓN


Introducción


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1. En nuestros días aumenta cada vez más la convicción de que la paz mundial está amenazada, además de la carrera armamentista, por los conflictos regionales y las injusticias aún existentes en los pueblos y entre las naciones, así como por la falta del debido respeto a la naturaleza, la explotación desordenada de sus recursos y el deterioro progresivo de la calidad de la vida. Esta situación provoca una sensación de inestabilidad e inseguridad que a su vez favorece formas de egoísmo colectivo, acaparamiento y prevaricación.

Ante el extendido deterioro ambiental la humanidad se da cuenta de que no se puede seguir usando los bienes de la tierra como en el pasado. La opinión pública y los responsables políticos están preocupados por ello, y los estudiosos de las más variadas disciplinas examinan sus causas. Se está formando así una conciencia ecológica, que no debe ser obstaculizada, sino más bien favorecida, de manera que se desarrolle y madure encontrando una adecuada expresión en programas e iniciativas concretas.


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2. No pocos valores éticos, de importancia fundamental para el desarrollo de una sociedad pacífica, tienen una relación directa con la cuestión ambiental. La interdependencia de los muchos desafíos, que el mundo actual debe afrontar, confirma la necesidad de soluciones coordinadas, basadas en una coherente visión moral del mundo.

Para el cristiano tal visión se basa en las convicciones religiosas sacadas de la Revelación. Por eso, al comienzo de este Mensaje, deseo recordar la narración bíblica de la creación, confiando que aquellos que no comparten nuestras convicciones religiosas puedan encontrar igualmente elementos útiles para una línea común de reflexión y de acción.


I. "Y vio Dios que era bueno"


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3. En las páginas del Génesis, en las cuales se recoge la autorrevelación de Dios a la humanidad (
Gn 1-3), se repiten como un estribillo las palabras: "Y vio Dios que era bueno". Pero cuando Dios, una vez creado el cielo y el mar, la tierra y todo lo que ella contiene, crea al hombre y a la mujer, la expresión cambia notablemente: "Vio Dios cuanto había hecho, y todo era muy bueno" (Gn 1,31). Dios confió al hombre y a la mujer todo el resto de la creación, y entonces -como leemos- pudo descansar "de toda la obra creadora" (Gn 2,3).

La llamada a Adán y Eva, para participar en la ejecución del plan de Dios sobre la creación, avivaba aquellas capacidades y aquellos dones que distinguen a la persona humana de cualquier otra criatura y, al mismo tiempo, establecía una relación ordenada entre los hombres y la creación entera. Creados a imagen y semejanza de Dios, Adán y Eva debían ejercer su dominio sobre la tierra (Gn 1,28) con sabiduría y amor. Ellos, en cambio, con su pecado destruyeron la armonía existente, poniéndose deliberadamente contra el designio del Creador. Esto llevó no sólo a la alienación del hombre mismo, a la muerte y al fratricidio, sino también a una especie de rebelión de la tierra contra él (cf. Gn 3,17-19 Gn 4,12). Toda la creación se vio sometida a la caducidad, y desde entonces espera, de modo misterioso, ser liberada para entrar en la libertad gloriosa con todos los hijos de Dios (cf. Rm 8,20-21).


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4. Los cristianos profesan que en la muerte y resurrección de Cristo se ha realizado la obra de reconciliación de la humanidad con el Padre, a quien plugo "reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos" (
Col 1,20). Así la creación ha sido renovada (cf. Ap 21,5), y sobre ella, sometida antes a la "servidumbre" de la muerte y de la corrupción (cf. Rm 8,21), se ha derramado una nueva vida, mientras nosotros "esperamos.. nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia" (2P 3,13). De este modo el Padre nos ha dado a "conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza" (Ep 1,9-10).


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5. Estas reflexiones bíblicas iluminan mejor la relación entre la actuación humana y la integridad de la creación. El hombre, cuando se aleja del designio de Dios creador, provoca un desorden que repercute inevitablemente en el resto de la creación. Si el hombre no está en paz con Dios la tierra misma tampoco está en paz: "Por eso, la tierra está en duelo, y se marchita cuanto en ella habita, con las bestias del campo y las aves del cielo: y hasta los peces del mar desaparecen" (
Os 4,3).

La experiencia de este "sufrimiento" de la tierra es común también a aquellos que no comparten nuestra fe en Dios. En efecto, a la vista de todos están las crecientes devastaciones causadas en la naturaleza por el comportamiento de hombres indiferentes a las exigencias recónditas -y sin embargo claramente perceptibles- del orden y de la armonía que la sostienen.

Y así, se pregunta con ansia si aún puede ponerse remedio a los daños provocados. Es evidente que una solución adecuada no puede consistir simplemente en una gestión mejor o en un uso menos irracional de los recursos de la tierra. Aun reconociendo la utilidad práctica de tales medios, parece necesario remontarse hasta los orígenes y afrontar en su conjunto la profunda crisis moral, de la que el deterioro ambiental es uno de los aspectos más preocupantes.


II. La crisis ecológica: un problema moral

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6. Algunos elementos de la presente crisis ecológica revelan de modo evidente su carácter moral. Entre ellos hay que incluir, en primer lugar, la aplicación indiscriminada de los adelantos científicos y tecnológicos. Muchos descubrimientos recientes han producido innegables beneficios a la humanidad; es más, ellos manifiestan cuán noble es la vocación del hombre a participar responsablemente en la acción creadora de Dios en el mundo. Sin embargo, se ha constatado que la aplicación de algunos descubrimientos en el campo industrial y agrícola produce, a largo plazo, efectos negativos. Todo esto ha demostrado crudamente cómo toda intervención en un área del ecosistema debe considerar sus consecuencias en otras áreas y, en general, en el bienestar de las generaciones futuras.

La disminución gradual de la capa de ozono y el consecuente "efecto invernadero" han alcanzado ya dimensiones críticas debido a la creciente difusión de las industrias, de las grandes concentraciones urbanas y del consumo energético. Los residuos industriales, los gases producidos por la combustión de carburantes fósiles, la deforestación incontrolada, el uso de algunos tipos de herbicidas, de refrigerantes y propulsores; todo esto, como es bien sabido, deteriora la atmósfera y el medio ambiente. De ello se han seguido múltiples cambios meteorológicos y atmosféricos cuyos efectos van desde los daños a la salud hasta el posible sumergimiento futuro de las tierras bajas.

Mientras en algunos casos el daño es ya quizás irreversible, en otros muchos aún puede detenerse. Por consiguiente, es un deber que toda la comunidad humana -individuos, Estados y Organizaciones internacionales- asuma seriamente sus responsabilidades.


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7. Pero el signo más profundo y grave de las implicaciones morales, inherentes a la cuestión ecológica, es la falta de respeto a la vida, como se ve en muchos comportamientos contaminantes.

Las razones de la producción prevalecen a menudo sobre la dignidad del trabajador, y los intereses económicos se anteponen al bien de cada persona, o incluso al de poblaciones enteras. En estos casos, la contaminación o la destrucción del ambiente son fruto de una visión reductiva y antinatural, que configura a veces un verdadero y propio desprecio del hombre. Asimismo, los delicados equilibrios ecológicos son alterados por una destrucción incontrolada de las especies animales y vegetales o por una incauta explotación de los recursos; y todo esto -conviene recordarlo- aunque se haga en nombre del progreso y del bienestar, no redunda ciertamente en provecho de la humanidad.

Finalmente, se han de mirar con profunda inquietud las incalculables posibilidades de la investigación biológica. Tal vez no se ha llegado aún a calcular las alteraciones provocadas en la naturaleza por una indiscriminada manipulación genética y por el desarrollo irreflexivo de nuevas especies de plantas y formas de vida animal, por no hablar de inaceptables intervenciones sobre los orígenes de la misma vida humana. A nadie escapa cómo, en un sector tan delicado, la indiferencia o el rechazo de las normas éticas fundamentales lleven al hombre al borde mismo de la autodestrucción.

Es el respeto a la vida y, en primer lugar, a la dignidad de la persona humana la norma fundamental inspiradora de un sano progreso económico, industrial y científico.

Es evidente a todos la complejidad del problema ecológico. Sin embargo, hay algunos principios básicos que, respetando la legítima autonomía y la competencia específica de cuantos están comprometidos en ello, pueden orientar la investigación hacia soluciones idóneas y duraderas. Se trata de principios esenciales para construir una sociedad pacífica, la cual no puede ignorar el respeto a la vida, ni el sentido de la integridad de la creación.


III. En busca de una solución

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8. La teología, la filosofía y la ciencia concuerdan en la visión de un universo armónico, o sea, un verdadero "cosmos", dotado de una integridad propia y de un equilibrio interno y dinámico. Este orden debe ser respetado: la humanidad está llamada a explorarlo y a descubrirlo con prudente cautela, así como a hacer uso de él salvaguardando su integridad.

Por otra parte, la tierra es esencialmente una herencia común, cuyos frutos deben ser para beneficio de todos. "Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todo el género humano", ha afirmado el Concilio Vaticano II (
GS 69). Esto tiene implicaciones directas para nuestro problema. Es injusto que pocos privilegiados sigan acumulando bienes superfluos, despilfarrando los recursos disponibles, cuando una gran multitud de personas vive en condiciones de miseria, en el más bajo nivel de supervivencia. Y es la misma dimensión dramática del desequilibrio ecológico la que nos enseña ahora cómo la avidez y el egoísmo, individual y colectivo, son contrarios al orden de la creación, que implica también la mutua interdependencia.


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9. Los conceptos de orden del universo y de herencia común ponen de relieve la necesidad de un sistema de gestión de los recursos de la tierra, mejor coordinado a nivel internacional. Las dimensiones de los problemas ambientales sobrepasan en muchos casos las fronteras de cada Estado. Su solución, pues, no puede hallarse sólo a nivel nacional. Recientemente se han dado algunos pasos prometedores hacia esta deseada acción internacional, pero los instrumentos y los organismos existentes son todavía inadecuados para el desarrollo de un plan coordinado de intervención. Obstáculos políticos, formas de nacionalismo exagerado e intereses económicos -por mencionar sólo algunos factores- frenan o incluso impiden la cooperación internacional y la adopción de iniciativas eficaces a largo plazo.

La mencionada necesidad de una acción concertada a nivel internacional no comporta ciertamente una disminución de la responsabilidad de cada Estado. Estos, en efecto, no sólo deben aplicar las normas aprobadas junto con las autoridades de otros Estados, sino favorecer también internamente un adecuado orden socio-económico, atendiendo particularmente a los sectores más vulnerables de la sociedad. Corresponde a cada Estado, en el ámbito del propio territorio, la función de prevenir el deterioro de la atmósfera y de la biosfera, controlando atentamente, entre otras cosas, los efectos de los nuevos descubrimientos tecnológicos o científicos, y ofreciendo a los propios ciudadanos la garantía de no verse expuestos a agentes contaminantes o a residuos tóxicos. Hoy se habla cada vez con mayor insistencia del derecho a un ambiente seguro, como un derecho que debería incluirse en la Carta de derechos del hombre puesta al día.


IV. Urgencia de una nueva solidaridad

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10. La crisis ecológica pone en evidencia la urgente necesidad moral de una nueva solidaridad, especialmente en las relaciones entre los Países en vías de desarrollo y los Países altamente industrializados. Los Estados deben mostrarse cada vez más solidarios y complementarios entre sí en promover el desarrollo de un ambiente natural y social pacífico y saludable. No se puede pedir, por ejemplo, a los Países recientemente industrializados que apliquen a sus incipientes industrias ciertas normas ambientales restrictivas si los Estados industrializados no se las aplican primero a sí mismos. Por su parte, los Países en vías de industrialización no pueden moralmente repetir los errores cometidos por otros Países en el pasado, continuando el deterioro del ambiente con productos contaminantes, deforestación excesiva o explotación ilimitada de los recursos que se agotan. En este mismo contexto es urgente encontrar una solución al problema del tratamiento y eliminación de los residuos tóxicos.

Sin embargo, ningún plan, ninguna organización podrá llevar a cabo los cambios apuntados si los responsables de las Naciones de todo el mundo no se convencen firmemente de la absoluta necesidad de esta nueva solidaridad que la crisis ecológica requiere y que es esencial para la paz. Esta exigencia ofrecerá ocasiones propicias para consolidar las relaciones pacíficas entre los Estados.


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11. Es preciso añadir también que no se logrará el justo equilibrio ecológico si no se afrontan directamente las formas estructurales de pobreza existentes en el mundo. Por ejemplo, en muchos Países la pobreza rural y la distribución de la tierra han llevado a una agricultura de mera subsistencia así como al empobrecimiento de los terrenos. Cuandó la tierra ya no produce muchos campesinos se mudan a otras zonas -incrementando con frecuencia el proceso de deforestación incontrolada- o bien se establecen en centros urbanos que carecen de estructuras y servicios. Además, algunos Países con una fuerte deuda están destruyendo su patrimonio natural ocasionando irremediables desequilibrios ecológicos, con tal de obtener nuevos productos de exportación. No obstante, frente a tales situaciones sería un modo inaceptable de valorar la responsabilidad acusar solamente a los pobres por las consecuencias ambientales negativas provocadas por ellos. Es necesario más bien ayudar a los pobres -a quienes la tierra ha sido confiada como a todos los demás- a superar su pobreza, y esto exige una decidida reforma de las estructuras y nuevos esquemas en las relaciones entre los Estados y los pueblos.


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12. Pero existe otro peligro que nos amenaza: la guerra. La ciencia moderna tiene ya, por desgracia, la capacidad de modificar el ambiente con fines hostiles, y esta manipulación podría tener a largo plazo efectos imprevisibles y más graves aún. A pesar de que determinados acuerdos internacionales prohíban la guerra química, bacteriológica y biológica, de hecho en los laboratorios se sigue investigando para el desarrollo de nuevas armas ofensivas, capaces de alterar los equilibrios naturales.

Hoy cualquier forma de guerra a escala mundial causaría daños ecológicos incalculables. Pero incluso las guerras locales o regionales, por limitadas que sean, no sólo destruyen las vidas humanas y las estructuras de la sociedad, sino que dañan la tierra, destruyendo las cosechas y la vegetación, envenenando los terrenos y las aguas. Los supervivientes de estas guerras se encuentran obligados a iniciar una nueva vida en condiciones naturales muy difíciles, lo cual crea a su vez situaciones de grave malestar social, con consecuencias negativas incluso a nivel ambiental.


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13. La sociedad actual no hallará una solución al problema ecológico si no revisa seriamente su estilo de vida. En muchas partes del mundo esta misma sociedad se inclina al hedonismo y al consumismo, pero permanece indiferente a los daños que éstos causan. Como ya he señalado, la gravedad de la situación ecológica demuestra cuan profunda es la crisis moral del hombre. Si falta el sentido del valor de la persona y de la vida humana, aumenta el desinterés por los demás y por la tierra. La austeridad, la templanza, la autodisciplina y el espíritu de sacrificio deben conformar la vida de cada día a fin de que la mayoría no tenga que sufrir las consecuencias negativas de la negligencia de unos pocos.

Hay pues una urgente necesidad de educar en la responsabilidad ecológica: responsabilidad con nosotros mismos y con los demás, responsabilidad con el ambiente. Es una educación que no puede basarse simplemente en el sentimiento o en una veleidad indefinida. Su fin no debe ser ideológico ni político, y su planteamiento no puede fundamentarse en el rechazo del mundo moderno o en el deseo vago de un retorno al "paraíso perdido". La verdadera educación de la responsabilidad conlleva una conversión auténtica en la manera de pensar y en el comportamiento. A este respecto, las Iglesias y las demás Instituciones religiosas, los Organismos gubernamentales, más aún, todos los miembros de la sociedad tienen un cometido preciso a desarrollar. La primera educadora, de todos modos, es la familia, en la que el niño aprende a respetar al prójimo y amar la naturaleza.


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14. No se debe descuidar tampoco el valor estético de la creación. El contacto con la naturaleza es de por sí profundamente regenerador, así como la contemplación de su esplendor da paz y serenidad. La Biblia habla a menudo de la bondad y de la belleza de la creación, llamada a dar gloria a Dios (cf., por ejemplo,
Gn 1,4 ss.; Ps 8,2 Ps 104,1 ss.; Sg 13,3-5 Si 39,16.33; Si 43,19). Quizás más difícil, pero no menos intensa, puede ser la contemplación de las obras del ingenio humano. También las ciudades pueden tener una belleza particular, que debe impulsar a las personas a tutelar el ambiente de su alrededor. Una buena planificación urbana es un aspecto importante de la protección ambiental, y el respeto por las características morfológicas de la tierra es un requisito indispensable para cada instalación ecológicamente correcta. Por último, no debe descuidarse la relación que hay entre una adecuada educación estética y la preservación de un ambiente sano.


V. La cuestión ecológica: una responsabilidad de todos


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15. Hoy la cuestión ecológica ha tomado tales dimensiones que implica la responsabilidad de todos. Los verdaderos aspectos de la misma, que he ilustrado, indican la necesidad de esfuerzos concordados, a fin de establecer los respectivos deberes y los compromisos de cada uno: de los pueblos, de los Estados y de la Comunidad internacional. Esto no sólo coincide con los esfuerzos por construir la verdadera paz, sino que objetivamente los confirma y los afianza. Incluyendo la cuestión ecológica en el más amplio contexto de la causa de la paz en la sociedad humana, uno se da cuenta mejor de cuán importante es prestar atención a lo que nos revelan la tierra y la atmósfera: en el universo existe un orden que debe respetarse; la persona humana, dotada de la posibilidad de libre elección, tiene una grave responsabilidad en la conservación de este orden, incluso con miras al bienestar de las futuras generaciones. La crisis ecológica -repito una vez más- es un problema moral.

Incluso los hombres y las mujeres que no tienen particulares convicciones religiosas, por el sentido de sus propias responsabilidades ante el bien común, reconocen su deber de contribuir al saneamiento del ambiente. Con mayor razón aún, los que creen en Dios creador, y, por tanto, están convencidos de que en el mundo existe un orden bien definido y orientado a un fin, deben sentirse llamados a interesarse por este problema. Los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador forman parte de su fe. Ellos, por tanto, son conscientes del amplio campo de cooperación ecuménica e interreligiosa que se abre a sus ojos.


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16. Al final de este Mensaje deseo dirigirme directamente a mis hermanos y hermanas de la Iglesia católica para recordarles la importante obligación de cuidar toda la creación. El compromiso del creyente por un ambiente sano nace directamente de su fe en Dios creador, de la valoración de los efectos del pecado original y de los pecados personales, así como de la certeza de haber sido redimido por Cristo. El respeto por la vida y por la dignidad de la persona humana incluye también el respeto y el cuidado de la creación, que está llamada a unirse al hombre para glorificar a Dios (cf.
Ps 148 Ps 96).

San Francisco de Asís, al que he proclamado Patrono celestial de los ecologistas en 1979 (cf. Cart. Apost. Inter sanctos: AAS 71 (1979), 1509 s.), ofrece a los cristianos el ejemplo de un respeto auténtico y pleno por la integridad de la creación. Amigo de los pobres, amado por las criaturas de Dios, invitó a todos -animales, plantas, fuerzas naturales, incluso al hermano Sol y a la hermana Luna- a honrar y alabar al Señor. El pobre de Asís nos da testimonio de que estando en paz con Dios podemos dedicarnos mejor a construir la paz con toda la creación, la cual es inseparable de la paz entre los pueblos.

Deseo que su inspiración nos ayude a conservar siempre vivo el sentido de la "fraternidad" con todas las cosas -creadas buenas y bellas por Dios Todopoderoso- y nos recuerde el grave deber de respetarlas y custodiarlas con particular cuidado, en el ámbito de la más amplia y más alta fraternidad humana.

Vaticano, 8 de diciembre de 1989.





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1991 SI QUIERES LA PAZ, RESPETA LA CONCIENCIA DE CADEA PERSONA


Los pueblos que forman la única familia humana buscan hoy, cada vez con mayor frecuencia, el reconocimiento efectivo y la tutela jurídica de la libertad de conciencia, la cual es esencial para la libertad de todo ser humano. Con anterioridad he dedicado a diversos aspectos de esta libertad -que es fundamental para la paz en el mundo- dos mensajes con ocasión de la Jornada mundial de la Paz.

En el de 1988 invité a reflexionar sobre la libertad religiosa, pues la garantía del derecho a expresar públicamente y en todos los ámbitos de la vida civil las propias convicciones religiosas constituye un elemento indispensable de la convivencia pacífica entre los hombres. "La paz -escribí en aquella ocasión- hunde las propias raíces en la libertad y en la apertura de las conciencias a la verdad" (1). Al año siguiente continué dicha reflexión proponiendo algunos pensamientos sobre la necesidad de respetar los derechos de las minorías civiles y religiosas, "una de las cuestiones más delicadas de la sociedad contemporánea..., porque afecta tanto a la organización de la vida social y civil dentro de cada país, como a la vida de la comunidad internacional" (2). Este año deseo considerar específicamente la importancia del respeto de la conciencia de cada persona, como fundamento necesario para la paz en el mundo.


(1) Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1988. Introducción.

(2) Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1989, 1.


I. Libertad de conciencia y paz

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Los acontecimientos del pasado año, en efecto, han dado una nueva urgencia a la necesidad de emprender pasos concretos con el fin de asegurar el pleno respeto de la libertad de conciencia, tanto en el plano jurídico como en el de las relaciones humanas. Tales cambios rápidos atestiguan de modo muy claro que la persona no puede ser tratada como si fuera un objeto, que es movido exclusivamente por fuerzas ajenas a su control. Por el contrario, ésta, a pesar de su fragilidad, es capaz de buscar y de conocer libremente el bien, de detectar y rechazar el mal, de escoger la verdad y de oponerse al error. En efecto, Dios, creando la persona humana, ha inscrito en su corazón una ley que cada uno puede descubrir (cf.
Rm 2,15), y la conciencia es precisamente la capacidad de discernir y obrar según esta ley, en cuya obediencia consiste la dignidad humana (3).

Ninguna autoridad humana tiene el derecho de intervenir en la conciencia de ningún hombre. Esta es también testigo de la transcendencia de la persona frente a la sociedad, y, en cuanto tal, es inviolable. Sin embargo, no es algo absoluto, situado por encima de la verdad y el error; es más, su naturaleza íntima implica una relación con la verdad objetiva, universal e igual para todos, la cual todos pueden y deben buscar. En esta relación con la verdad objetiva la libertad de conciencia encuentra su justificación, como condición necesaria para la búsqueda de la verdad digna del hombre y para la adhesión a la misma, cuando ha sido adecuadamente conocida. Esto implica, a su vez, que todos deben respetar la conciencia de cada uno y no tratar de imponer a nadie la propia "verdad", respetando el derecho de profesarla, y sin despreciar por ello a quien piensa de modo diverso. La verdad no se impone sino en virtud de sí misma.

Negar a una persona la plena libertad de conciencia y, en particular, la libertad de buscar la verdad o intentar imponer un modo particular de comprenderla, va contra el derecho más íntimo. Además, esto provoca un agravarse de la animosidad y de las tensiones, que corren el riesgo de desembocar o en relaciones difíciles y hostiles dentro de la sociedad o incluso en conflicto abierto. Es, finalmente, a nivel de conciencia como se presenta y puede afrontarse más eficazmente el problema de asegurar una paz sólida y duradera.


(3) Cf. GS 16.


II. La verdad absoluta se encuentra sólo en Dios

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La garantía de la existencia de la verdad objetiva está en Dios, Verdad absoluta, y la búsqueda de la verdad se identifica, en el plano objetivo, con la búsqueda de Dios. Bastaría esto para demostrar la estrecha relación existente entre libertad de conciencia y libertad religiosa. Por otra parte, de este modo se explica por qué la negación sistemática de Dios y la institución de un régimen del que esta negación es un elemento constitutivo, son diametralmente contrarias a la libertad de conciencia, como también a la libertad de religión. Quien, por el contrario, reconoce la relación entre la verdad última y Dios mismo, reconocerá también a los no creyentes el derecho -además del deber-, de la búsqueda de la verdad, que podrá conducirlos al descubrimiento del misterio divino y a su humilde aceptación.


III. Formación de la conciencia

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Todo individuo tiene el grave deber de formar la propia conciencia a la luz de la verdad objetiva, cuyo conocimiento no es negado a nadie, ni puede ser impedido por nadie. Reivindicar para sí mismos el derecho de obrar según la propia conciencia, sin reconocer, al mismo tiempo, el deber de tratar de conformarla a la verdad y a la ley inscrita en nuestros corazones por Dios mismo, quiere decir, en realidad, hacer prevalecer la propia opinión limitada, lo cual está muy lejos de constituir una contribución válida a la causa de la paz en el mundo. Por el contrario, la verdad hay que perseguirla apasionadamente y vivirla al máximo de la propia capacidad. Esta búsqueda sincera de la verdad lleva no sólo a respetar la búsqueda de los demás, sino también al deseo de buscarla juntos.

En la importante tarea de la formación de la conciencia, la familia juega un papel prioritario. Es un grave deber de los padres ayudar a los propios hijos, desde la más tierna edad, a buscar la verdad y a vivir en conformidad con la misma, a buscar el bien y a fomentarlo.

Además, es fundamental para la formación de la conciencia la escuela, en la que el niño y el joven entran en contacto con un mundo más vasto y, con frecuencia, diverso del ambiente familiar. La educación, en efecto, nunca es moralmente indiferente, incluso cuando intenta proclamar su "neutralidad" ética y religiosa. El modo en que los niños y los jóvenes son formados y educados refleja necesariamente algunos valores, que influyen sobre el modo con que ellos se inclinan a comprender a los demás y a la sociedad entera. Por consiguiente, en sintonía con la naturaleza y la dignidad de la persona humana y con la ley de Dios, los jóvenes, en su itinerario escolar, deben ser ayudados a discernir y a buscar la verdad, a aceptar las exigencias y los límites de la verdadera libertad, y a aceptar el correspondiente derecho de los demás.

La formación de la conciencia queda comprometida si falta una profunda educación religiosa. ¿Cómo podrá un joven comprender plenamente las exigencias de la dignidad humana sin hacer referencia a la fuente de esta dignidad, a Dios creador? A este respecto, el papel de la familia, de la Iglesia católica, de las comunidades cristianas y de las otras instituciones religiosas continúa siendo primordial; y el Estado, conforme a las normas y declaraciones internacionales (4) debe asegurar y facilitar sus derechos en este campo. A su vez, la familia y las comunidades religiosas deben valorar y profundizar cada vez más su preocupación por la persona humana y sus valores objetivos.

Entre las otras muchas instituciones y organismos que desempeñan un papel específico en la formación de la conciencia, hay que recordar también los medios de comunicación social. En un mundo de comunicaciones rápidas como el actual, estos medios pueden desempeñar un papel muy importante, y hasta esencial, en el promover la búsqueda de la verdad, evitando presentar únicamente los intereses limitados de esta o aquella persona, de este o aquel grupo o ideología. Tales medios constituyen con frecuencia la única fuente de información para un número cada vez mayor de personas. Por tanto ¡cómo deben ser usados de modo responsable al servicio de la verdad!


(4) Cf. Declaración de la Organización de las Naciones Unidas del 1981 sobre la eliminación de toda forma de intolerancia y de discriminación basada en la religión o en la convicción, art. 1.


IV. La intolerancia, una seria amenaza para la paz

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Una seria amenaza para la paz la representa la intolerancia, que se manifiesta en el rechazo de la libertad de conciencia de los demás. Por las vicisitudes históricas sabemos dolorosamente los excesos a que puede conducir esta intolerancia.

La intolerancia puede insinuarse en cada aspecto de la vida social, manifestándose en la marginación u opresión de las personas o minorías, que tratan de seguir la propia conciencia en lo que se refiere a sus legítimos modos de vivir. La intolerancia en la vida pública no deja espacio a la pluralidad de las opciones políticas o sociales, imponiendo de esta manera a todos una visión uniforme de la organización civil y cultural.

Por lo que se refiere a la intolerancia religiosa, no se puede negar que, a pesar de la enseñanza constante de la Iglesia católica, según la cual nadie debe ser obligado a creer (5), en el curso de los siglos han surgido no pocas dificultades y conflictos entre los cristianos y los miembros de otras religiones (6). El Concilio Vaticano II lo ha reconocido formalmente afirmando que "en la vida del pueblo de Dios, peregrino a través de los avatares de la historia humana, se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico" (7).

Todavía hoy queda mucho por hacer para superar la intolerancia religiosa, la cual, en diversas partes del mundo, va estrechamente ligada a la opresión de las minorías. Por desgracia, hemos asistido a intentos de imponer una particular convicción religiosa, bien directamente mediante un proselitismo que recurre a medios de coacción verdadera y propia, bien indirectamente mediante la negación de ciertos derechos civiles o políticos. Son bastante delicadas las situaciones en las que una norma específicamente religiosa viene a ser, o trata de serlo, ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción entre las competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso limitar o negar otros derechos humanos inalienables. A este respecto, deseo repetir lo que afirmé en el mensaje para la Jornada de la Paz de 1988: "Aun en el caso de que un Estado atribuya una especial posición jurídica a una determinada religión, es justo que se reconozca legalmente y se respete efectivamente el derecho de libertad de conciencia de todos los ciudadanos, así como el de los extranjeros que residen en él, aunque sea temporalmente, por motivos de trabajo o de otra índole" (8). Esto vale también para los derechos civiles y políticos de las minorías y para aquellas situaciones en que un laicismo exasperado, en nombre del respeto de la conciencia, impide de hecho a los creyentes profesar públicamente la propia fe.

La intolerancia puede ser también fruto de un cierto fundamentalismo, que constituye una tentación frecuente. Esto puede conducir fácilmente a graves abusos, como la supresión radical de toda pública manifestación de diferencia o, incluso, el rechazo de la libertad de expresión en cuanto tal. El fundamentalismo puede llevar también a la exclusión del otro en la vida civil; y, en el campo religioso, a medidas coercitivas de "conversión". Por mucha estima que se tenga a la verdad de la propia religión, esto no da a ninguna persona o grupo el derecho de intentar reprimir la libertad de conciencia de quienes tienen otras convicciones religiosas o de inducirlos a falsear su conciencia ofreciendo o negando determinados privilegios y derechos sociales si cambian la propia religión. En otros casos se llega a impedir a las personas, incluso con la aplicación de severas medidas penales, el poder escoger libremente una religión diversa de aquella a la que pertenecen. Tales manifestaciones de intolerancia evidentemente no promueven la paz en el mundo.

Para eliminar los efectos de la intolerancia no basta "proteger" las minorías étnicas o religiosas, reduciéndolas así a la categoría de menores civiles o de individuos bajo la tutela del Estado. Esto podría traducirse en una forma de discriminación que obstaculiza, es más, que impide el desarrollo de una sociedad armónica y pacífica. Por el contrario, ha de ser reconocido y garantizado el derecho insoslayable de seguir la propia conciencia y de profesar y practicar, solos o comunitariamente, la propia fe, con tal de que no sean violadas las exigencias del orden público.

Paradójicamente, quienes con anterioridad han sido víctimas de diversas formas de intolerancia pueden correr el riesgo de crear, a su vez, nuevas situaciones de intolerancia. El final de largos períodos de represión en algunas partes del mundo, durante los cuales no ha sido respetada la conciencia de cada uno y ha sido sofocado lo más precioso de la persona, no puede ser ocasión para nuevas formas de intolerancia, por muy difícil que se presente la reconciliación con el antiguo opresor.

La libertad de conciencia, rectamente entendida, por su misma naturaleza está siempre ordenada a la verdad. Por consiguiente, ella conduce no a la intolerancia, sino a la tolerancia y a la reconciliación. Esta tolerancia no es una virtud pasiva, pues tiene sus raíces en un amor operante y tiende a transformarse y convertirse en un esfuerzo positivo para asegurar la libertad y la paz a todos.


(5) Cf.
DH 12.

(6. Cf. NAE 3.

(7. DH 12.

(8) N. 1.




Jornada Paz 1979-2003 1200