Jornada Paz 1979-2003 1502

La opción inhumana de la guerra

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2. Actualmente existe otra situación que es fuente de pobreza y miseria: la que deriva de la guerra entre naciones y de conflictos dentro de un mismo país. Frente a los trágicos hechos que han ensangrentado y siguen ensangrentando, sobre todo por motivos étnicos, varias regiones del mundo, es necesario recordar lo que dije en el mensaje para la Jornada de la paz de 1981, que tenía como tema: "Para servir a la paz, respeta la libertad". Subrayaba entonces que el presupuesto indispensable para la edificación de una verdadera paz es el respeto de las libertades y los derechos de los demás individuos y colectividades. La paz se obtiene promoviendo unos pueblos libres en un mundo de libertad. Conserva, por tanto, toda su actualidad el llamamiento que hice entonces: "El respeto a la libertad de los pueblos y de las naciones es una parte integrante de la paz. Las guerras no han cesado de estallar y la destrucción ha golpeado pueblos y culturas enteras porque la soberanía de un pueblo o de una nación no había sido respetada. Todos los continentes han sido testigos y víctimas de guerras y de luchas fratricidas, provocadas por la tentativa de una nación de limitar la autonomía de otra" (n. 8).

Y añadía además: "Sin la voluntad de respetar la libertad de cada pueblo, de toda nación o cultura, y sin un consenso global a este respecto, será difícil crear condiciones de paz... Por parte de cada nación y de sus gobernantes, esto supone un empeño consciente y público a renunciar a las reivindicaciones y a los designios que causan daño a las demás naciones; dicho de otro modo, esto supone el rechazo a seguir toda doctrina de supremacía nacional o cultural" (ibid., n. 9).

Son fácilmente imaginables las consecuencias que de semejante compromiso se derivan también para las relaciones económicas entre los Estados. Rechazar toda tentación de predominio económico sobre las otras naciones significa renunciar a una política inspirada en el criterio prevaleciente de la ganancia, para plantear en cambio una política movida por la solidaridad con todos y especialmente con los más pobres.


Pobreza como fuente de conflictos

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3. El número de personas que hoy viven en condiciones de pobreza extrema es vastísimo. Pienso, entre otras, en las situaciones dramáticas que se dan en algunos países africanos, asiáticos y latinoamericanos. Son amplios sectores, frecuentemente zonas enteras de población que, en sus mismos países, se encuentran al margen de la vida civilizada; entre ellos se encuentra un número creciente de niños que para sobrevivir no pueden contar con más ayuda que con la propia. Semejante situación no constituye solamente una ofensa a la dignidad humana, sino que representa también una indudable amenaza para la paz. Un Estado -cualquiera que sea su organización política y su sistema económico- es por sí mismo frágil e inestable si no dedica una continua atención a sus miembros más débiles y no hace todo lo posible para satisfacer al menos sus exigencias primarias.

El derecho al desarrollo de los países más pobres exige a los países desarrollados el preciso deber de intervenir en su ayuda. A este respecto dice el concilio Vaticano II: "el derecho a poseer una parte de bienes suficiente para sí mismos y para sus familias es un derecho que corresponde a todos... Los hombres están obligados a ayudar a los pobres, y ciertamente no sólo con los bienes superfluos" (
GS 69). La exhortación de la Iglesia, eco fiel de la voz de Cristo, es muy clara: los bienes de la tierra están destinados a toda la familia humana y no pueden ser monopolio exclusivo de unos pocos (cf. CA 31 CA 37).

En favor de la persona, y por tanto de la paz, es urgente aportar a los mecanismos económicos los correctivos necesarios que les permitan garantizar una distribución más justa y equitativa de los bienes. Para esto, no basta sólo el funcionamiento del mercado; es necesario que la sociedad asuma sus responsabilidades (cf. CA 48), multiplicando los esfuerzos, a menudo ya considerables, para eliminar las causas de la pobreza con sus trágicas consecuencias. Ningún país aisladamente puede llevar a cabo semejante medida. Precisamente por esto es necesario trabajar juntos, con la solidaridad exigida por un mundo que es cada vez más interdependiente. Consintiendo que perduren situaciones de extrema pobreza se dan las premisas de convivencias sociales cada vez más expuestas a la amenaza de violencias y conflictos.

Todo individuo y todo grupo social tiene derecho a poder proveer a las necesidades personales y familiares y a participar en la vida y en el progreso de su propia comunidad. Cuando este derecho no es reconocido, sucede frecuentemente que los interesados, sintiéndose víctimas de una estructura que no los acoge, reaccionan duramente. Esto lo vemos particularmente en los jóvenes que, privados de una adecuada instrucción y de la posibilidad de un trabajo, están más expuestos al riesgo de la marginación y de la explotación. Es bien conocido por todos el problema del desempleo, especialmente de los jóvenes, en el mundo entero, con el consiguiente empobrecimiento de un número cada vez mayor de individuos y de familias. El desempleo, además, es frecuentemente el resultado trágico de la destrucción de las infraestructuras económicas en un país azotado por la guerra o por conflictos internos.

Quisiera recordar aquí brevemente algunos problemas particularmente inquietantes, que afectan a los pobres y, como consecuencia, amenazan la paz.

Ante todo, el problema de la deuda externa que, para algunos países y, en ellos, para los sectores sociales menos pudientes, sigue siendo un peso insoportable, a pesar de los esfuerzos realizados por la comunidad internacional, los gobiernos y las instituciones económicas para reducirlo. ¿No son quizás los sectores más pobres de dichos países los que tienen que sostener frecuentemente la carga mayor de la devolución? Semejante situación de injusticia puede abrir el camino a crecientes rencores, a sentimientos de frustración y hasta de desesperación. En muchos casos los mismos gobiernos comparten el malestar generalizado de sus pueblos y esto repercute en las relaciones con los demás Estados. Ha llegado quizás el momento de examinar nuevamente el problema de la deuda externa, dándole la debida prioridad. Las condiciones de devolución total o parcial deben ser revisadas, buscando soluciones definitivas que permitan afrontar plenamente las graves consecuencias sociales de los programas de ajuste. Además, será necesario actuar sobre las causas del endeudamiento, condicionando las concesiones de las ayudas a que los Gobiernos asuman el compromiso concreto de reducir gastos excesivos o inútiles -se piensa particularmente en los gastos para armamentos- y garantizar que las subvenciones lleguen efectivamente a las poblaciones necesitadas.

Un segundo problema candente es el de la droga: su relación con la violencia y el crimen es conocida triste y trágicamente por todos. Es sabido que, en algunas regiones del mundo, bajo la presión de los traficantes de drogas, son precisamente las poblaciones más pobres las que cultivan plantas para la producción de estupefacientes. Las cuantiosas ganancias prometidas -que por otro lado representan sólo una mínima parte de los beneficios derivados de tales cultivos- son una tentación a la que difícilmente consiguen resistir quienes obtienen un rédito tan insuficiente de los cultivos tradicionales. Por esto, lo primero que hay que hacer para ayudar a los cultivadores a superar esa situación es ofrecerles medios adecuados para salir de su pobreza.

Un problema ulterior nace de las situaciones de grave dificultad económica que hay en algunos países, las cuales favorecen corrientes migratorias masivas hacia países más afortunados en los que, como contrapeso, se producen después tensiones que perturban la convivencia social. Para afrontar semejantes reacciones de violencia xenófoba, antes que recurrir a medidas provisionales de emergencia, es mejor atacar más bien las causas, promoviendo, mediante nuevas formas de solidaridad entre las naciones, el progreso y el desarrollo en los países de origen de esas corrientes migratorias.

Amenaza subrepticia pero real para la paz es, pues, la miseria: la cual, socavando la dignidad del hombre, constituye un serio atentado al valor de la vida y perjudica gravemente el desarrollo pacífico de la sociedad.


Pobreza como resultado del conflicto

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4. En años recientes hemos asistido en casi todos los continentes a guerras locales y a conflictos internos de despiadada intensidad. La violencia étnica, tribal y racial ha destruido vidas humanas, ha dividido comunidades que en el pasado convivían serenamente, ha provocado muertes y sentimientos de odio. En efecto, el recurso a la violencia exaspera las tensiones existentes y crea otras nuevas. Nada se resuelve con la guerra; es más, todo queda seriamente comprometido por la guerra. Frutos de este flagelo son el sufrimiento y la muerte de innumerables personas, el resquebrajamiento de las relaciones humanas y la pérdida irreparable de ingentes patrimonios artísticos y ambientales. La guerra agrava los sufrimientos de los pobres; es más, crea nuevos pobres, destruyendo sus medios de sustento, casas, propiedades y deteriorando el entorno mismo del ambiente vital. Los jóvenes ven cómo se derrumban sus esperanzas para el futuro y, muy a menudo, de víctimas pasan a ser protagonistas irresponsables de conflictos. Las mujeres, los niños, los ancianos, los enfermos, los heridos se ven obligados a huir y se convierten en refugiados que sólo poseen lo que llevan consigo. Inermes, indefensos, buscan asilo en otros países o regiones, con frecuencia pobres y turbulentos como los suyos.

Aun reconociendo que las organizaciones internacionales y humanitarias están haciendo mucho por remediar el trágico destino de las víctimas de la violencia, siento el deber de exhortar a todas las personas de buena voluntad a que intensifiquen sus esfuerzos. En efecto, en algunos casos la suerte de los refugiados depende únicamente de la generosidad de las poblaciones que los acogen, poblaciones igualmente pobres, o incluso más pobres que ellas. Solamente mediante el interés y la colaboración de la comunidad internacional se podrán encontrar soluciones satisfactorias.

Después de tantas e inútiles mortandades, es ciertamente muy importante reconocer, de una vez por todas, que la guerra jamás favorece el bien de la comunidad humana, que la violencia destruye y jamás construye, que las heridas producidas por ella quedan sangrando mucho tiempo y, finalmente, que con los conflictos empeoran las ya tristes condiciones de los pobres y se producen nuevas formas de pobreza. Está a la vista de la opinión pública mundial el espectáculo desolador de la miseria causada por las guerras. Que las imágenes estremecedoras, difundidas incluso recientemente por los medios de comunicación social, sean al menos una advertencia eficaz para todos -individuos, sociedad, Estados- y recuerden a cada uno que el dinero no debe utilizarse para la guerra, ni ser empleado para destruir y matar, sino para defender la dignidad del hombre, mejorar su vida y construir una sociedad auténticamente abierta, libre y solidaria.


Espíritu de pobreza como fuente de paz

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5. En los países industrializados la gente está dominada hoy por el ansia frenética de poseer bienes materiales. La sociedad de consumo pone todavía más de relieve la distancia que separa a ricos y pobres, y la afanosa búsqueda de bienestar impide ver las necesidades de los demás. Para promover el bienestar social, cultural, espiritual e incluso económico de cada miembro de la sociedad, es, pues, indispensable frenar el consumo inmoderado de bienes materiales y contener la avalancha de las necesidades artificiales. La moderación y la sencillez deben llegar a ser los criterios de nuestra vida cotidiana. La cantidad de bienes consumidos por una reducidísima parte de la población mundial produce una demanda excesiva respecto a los recursos disponibles. La reducción de la demanda constituye un primer paso para aliviar la pobreza, si esto va acompañado de esfuerzos eficaces que aseguren una justa distribución de la riqueza mundial.

A este respecto, el Evangelio invita a los creyentes a no acumular bienes de este mundo perecedero: "No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo" (
Mt 6,19-20). Este es un deber inherente a la vocación cristiana, igual que el de trabajar para vencer la pobreza; y es también un medio muy eficaz para alcanzar tal objetivo.

La pobreza evangélica es muy distinta de la económica y social. Mientras ésta tiene características penosas y a menudo dramáticas cuando se sufre como una violencia, la pobreza evangélica es buscada libremente por la persona que trata de corresponder así a la exhortación de Cristo: "Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,33).

Esta pobreza evangélica se presenta como fuente de paz, porque gracias a ella la persona puede establecer una justa relación con Dios, con los demás y con la creación. La vida de quien actúa con esta perspectiva es, así, un testimonio de que la humanidad depende absolutamente de Dios, que ama a todas las criaturas, y los bienes materiales son considerados por lo que son: un don de Dios para el bien de todos.

La pobreza evangélica es algo que transforma a quienes la viven. Éstos no pueden permanecer indiferentes ante el sufrimiento de los que están en la miseria; es más, se sienten empujados a compartir activamente con Dios el amor preferencial por ellos (cf. SRS 42). Los pobres, según el espíritu del Evangelio, están dispuestos a sacrificar sus bienes y a sí mismos para que otros puedan vivir. Su único deseo es vivir en paz con todos, ofreciendo a los demás el don de la paz de Jesús (cf. Jn 14,27).

El divino Maestro nos enseñó con su vida y sus palabras las exigencias características de esta pobreza que dispone a la verdadera libertad. Él, "siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo" (Ph 2,6-7). Nació en la pobreza; de niño se vio obligado al exilio con su familia para huir de la crueldad de Herodes; vivió como uno que "no tiene donde reclinar la cabeza" (Mt 8,20). Fue denigrado como "un comilón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores" (Mt 11,19) y sufrió la muerte reservada a los criminales. Llamó bienaventurados a los pobres y aseguró que es para ellos el reino de Dios (cf. Lc 6,20). Recordó a los ricos que el engaño de la riqueza sofoca la Palabra (cf. Mt 13,22), y que para ellos es difícil entrar en el reino de Dios (cf. Mc 10,25).

El ejemplo de Cristo, así como su palabra, es norma para los cristianos. Sabemos que todos, sin distinción, en el día del juicio universal, seremos juzgados sobre nuestro amor concreto a los hermanos. Es más, será en el amor manifestado concretamente como muchos, aquel día, descubrirán que encontraron a Cristo, aun no habiéndolo conocido de manera explícita (cf. Mt 25,35-37).

"¡Si quieres la paz, sal al encuentro del pobre!". ¡Que los ricos y los pobres puedan reconocerse como hermanos y hermanas, compartiendo entre sí todo lo que poseen, como hijos de un único Dios que ama a todos, que quiere el bien de todos, que ofrece a todos el don de la paz!

Vaticano, 8 de diciembre de 1992.





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1994 DE LA FAMILIA NACE LA PAZ DE LA FAMILIA HUMANA

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1. El mundo anhela la paz, tiene urgente necesidad de paz. Y sin embargo, guerras, conflictos, violencia en aumento, situaciones de inestabilidad social y de pobreza endémica continúan cosechando víctimas inocentes y generando divisiones entre los individuos y los pueblos. ¡La paz parece, a veces, una meta verdaderamente inalcanzable! En un clima gélido a causa de la indiferencia y envenenado a veces por el odio, ¿cómo esperar que venga una era de paz, que sólo los sentimientos de solidaridad y amor pueden hacer posible?

No obstante, no debemos resignarnos. Sabemos que, a pesar de todo, la paz es posible porque está inscrita en el proyecto divino originario.

Dios quiere que la humanidad viva en armonía y paz, cuyo fundamento está en la naturaleza misma del ser humano, creado "a su imagen". Esta imagen divina se realiza no solamente en el individuo, sino también en aquella singular comunión de personas que se establece entre un hombre y una mujer, unidos hasta tal punto en el amor, que vienen a ser "una sola carne" (
Gn 2,24). En efecto, está escrito: "A imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó" (Gn 1,27). A esta específica comunidad de personas el Señor ha confiado la misión de dar la vida y cuidarla, formando una familia y contribuyendo así de modo decisivo a la tarea de administrar la creación y de proveer al futuro mismo de la humanidad.

La armonía inicial fue rota por el pecado, pero el plan originario de Dios continúa vigente. La familia sigue siendo, por ello, el verdadero fundamento de la sociedad (1) y constituye -como se afirma en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre- "el núcleo natural y fundamental" (2).

La contribución que ella puede ofrecer también para la salvaguardia y promoción de la paz es de tal manera determinante, que deseo aprovechar la ocasión que me ofrece el Año Internacional de la Familia para dedicar este Mensaje, en la Jornada Mundial de la Paz, a reflexionar sobre la estrecha relación que existe entre la familia y la paz. Hago votos para que dicho Año constituya para cuantos desean contribuir a la búsqueda de la verdadera paz -Iglesias, Organismos religiosos, Asociaciones, Gobiernos, Instancias internacionales- una ocasión propicia para estudiar juntos cómo ayudar a la familia a fin de que realice en plenitud su función insustituible de constructora de paz.

(1) Cf. Vaticano II, GS 52.

(2) Artículo 16,3.


La familia: comunidad de vida y de amor.

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2. La familia, como comunidad educadora fundamental e insustituible, es el vehículo privilegiado para la transmisión de aquellos valores religiosos y culturales que ayudan a la persona a adquirir la propia identidad. Fundada en el amor y abierta al don de la vida, la familia lleva consigo el porvenir mismo de la sociedad; su papel especialísimo es el de contribuir eficazmente a un futuro de paz.

Esto lo podrá conseguir la familia, en primer lugar, mediante el recíproco amor de los cónyuges, llamados a una comunión de vida total y plena por el significado natural del matrimonio y más aún, si son cristianos, por su elevación a sacramento; lo podrá conseguir además mediante el adecuado cumplimiento de la tarea educativa, que obliga a los padres a formar a los hijos en el respeto de la dignidad de cada persona y en los valores de la paz. Tales valores, más que "enseñados", han de ser testimoniados en un ambiente familiar en el que se viva aquel amor oblativo que es capaz de acoger al otro en su diversidad, sintiendo como propias las necesidades y exigencias, y haciéndolo partícipe de los propios bienes. Las virtudes domésticas, basadas en el respeto profundo de la vida y de la dignidad del ser humano, y concretadas en la comprensión, la paciencia, el mutuo estímulo y el perdón recíproco, dan a la comunidad familiar la posibilidad de vivir la primera y fundamental experiencia de paz. Fuera de este contexto de relaciones de afecto y de solidaridad recíproca y activa, el ser humano "permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio" (3). Tal amor, por lo demás, no es una emoción pasajera sino una fuerza moral intensa y duradera que busca el bien del otro, incluso a costa del propio sacrificio. Además, el verdadero amor va acompañado siempre de la justicia, tan necesaria para la paz. El amor se proyecta hacia quienes se encuentran en dificultad: aquellos que no tienen familia, los niños privados de protección y afecto, las personas solas y marginadas.

La familia que vive este amor, aunque sea de modo imperfecto, al abrirse generosamente al resto de la sociedad, se convierte en el agente primario de un futuro de paz. Una civilización de paz no es posible si falta el amor.


(3)
RH 10


La familia: víctima de la ausencia de paz

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3. En contraste con su vocación originaria de paz, la familia resulta, por desgracia y no raramente, lugar de tensiones y de prepotencias, o bien víctima indefensa de las numerosas formas de violencia que marcan a nuestra sociedad.

A veces, se detectan tensiones en sus relaciones internas. Estas se deben con frecuencia a la dificultad de compaginar la vida familiar cuando los cónyuges están lejos uno de otro, por necesidades del trabajo, o cuando la escasez o falta de trabajo los somete al agobio de la supervivencia o a la pesadilla de un porvenir inseguro. No faltan tampoco tensiones producidas por modelos de comportamiento inspirados en el hedonismo y el consumismo, los cuales empujan a los miembros de la familia a satisfacer sus apetencias personales más que a una serena y fructífera vida en común. Riñas frecuentes entre los esposos, exclusión de la prole, abandono y malos tratos de menores, son tristes síntomas de una paz familiar seriamente comprometida, la cual no puede ser subsanada ciertamente con la dolorosa solución de la separación de los cónyuges, y mucho menos recurriendo al divorcio, verdadera "plaga" de la sociedad actual (4).

Además, en muchas partes del mundo, naciones enteras se hallan envueltas en la espiral de conflictos cruentos, de los que a menudo las familias son las primeras víctimas: o son privadas del principal -si no único- miembro que la mantiene, o son obligadas a abandonar casa, tierra y bienes para huir hacia lo desconocido; o bien se ven sometidas a penosos desplazamientos que carecen de toda seguridad. A este propósito, ¿cómo no recordar el sangriento conflicto entre grupos étnicos que todavía perdura en Bosnia-Herzegovina? Y esto, por citar sólo uno de tantos conflictos bélicos que hay en el mundo.

Ante realidades tan dolorosas, la sociedad se ve frecuentemente incapaz de ofrecer una ayuda válida, o incluso se muestra culpablemente indiferente Las necesidades espirituales y psicológicas de quienes han sufrido los efectos de un conflicto armado son urgentes y graves por la falta de alimentos o de cobijo. Serían necesarias unas estructuras específicas, predispuestas para realizar una labor de apoyo a las familias afectadas por inesperadas y graves adversidades, a fin de que, frente a todo ello, no se dejen llevar por la tentación de la desesperación y la venganza, sino que sean capaces de inspirar sus comportamientos hacia el perdón y la reconciliación. ¡Con cuánta frecuencia de todo esto no se ve, por desgracia, indicio alguno!


(4) Cf.
GS 47.


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4. Tampoco se debe olvidar que la guerra y la violencia constituyen no solamente fuerzas disgregadoras que debilitan y destruyen las estructuras familiares, sino que ejercen también un influjo nefasto sobre el ánimo de las personas, llegando a proponer y casi a imponer modelos de comportamiento diametralmente opuestos a la paz. A este propósito, hay que denunciar un hecho muy triste: desgraciadamente muchachos y muchachas, e incluso niños, forman hoy parte activa, en número cada vez mayor, en conflictos armados. Son obligados a enrolarse en las milicias armadas y les hacen combatir por unas causas que no siempre comprenden. En otros casos, son implicados en una verdadera cultura de la violencia, según la cual la vida cuenta muy poco y matar no parece inmoral. Toda la sociedad debe interesarse para que estos jóvenes renuncien a la violencia y se encaminen por el sendero de la paz; pero esto presupone una paciente educación llevada a cabo por personas que crean sinceramente en la paz.

A este respecto, no puedo dejar de mencionar otro grave obstáculo para el desarrollo de la paz en nuestra sociedad: muchos, demasiados niños están privados del calor de una familia. A veces ésta falta de hecho: los padres, movidos por otros intereses, abandonan a los hijos. Otras veces, la familia ni siquiera existe: hay millares de niños que no tienen más casa que la calle y no pueden contar con ningún otro recurso fuera de sí mismos. Algunos de estos niños de la calle encuentran la muerte de modo trágico. Otros son inducidos al consumo y al tráfico de drogas, a la prostitución, y a menudo terminan en las organizaciones del crimen. ¡No es posible ignorar situaciones tan escandalosas y difundidas! Está en juego el futuro mismo de la sociedad. Una comunidad que rechaza a los niños, los margina, o los reduce a situaciones sin esperanza, nunca podrá conocer la paz.

Para poder lograr un futuro de paz es necesario que cada pequeño ser humano experimente el calor de un afecto cercano y constante, no la traición o la explotación. Y aunque el Estado puede hacer mucho facilitando medios y estructuras de ayuda, sigue siendo insustituible la contribución de la familia, que garantice aquel clima de seguridad y confianza que tanta importancia tiene para que los pequeños miren serenamente hacia el futuro y les prepare para que, cuando sean mayores, participen responsablemente en la construcción de una sociedad de auténtico progreso y de paz. Los niños son el futuro ya presente en medio de nosotros; es, pues, necesario que puedan experimentar lo que significa la paz, para que sean capaces de crear un futuro de paz.


La familia: protagonista de la paz.

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5. Una situación duradera de paz necesita instituciones que expresen y consoliden los valores de la paz. La institución más inmediata a la naturaleza del ser humano es la familia. Solamente ella asegura la continuidad y el futuro de la sociedad. Por tanto, la familia está llamada a ser protagonista activa de la paz gracias a los valores que encierra y transmite hacia dentro, y mediante la participación de cada uno de sus miembros en la vida de la sociedad.

Como núcleo originario de la sociedad, la familia tiene derecho a todo el apoyo del Estado para realizar plenamente su peculiar misión. Por tanto, las leyes estatales deben estar orientadas a promover su bienestar, ayudándola a realizar los cometidos que la competen. Frente a la tendencia cada vez más difundida a legitimar, como sucedáneos de la unión conyugal, formas de unión que por su naturaleza intrínseca o por su intención transitoria no pueden expresar de ningún modo el significado de la familia y garantizar su bien, es deber del Estado reforzar y proteger la genuina institución familiar, respetando su configuración natural y sus derechos innatos e inalienables. (5) Entre éstos, es fundamental el derecho de los padres a decidir libre y responsablemente -en base a sus convicciones morales y religiosas y a su conciencia adecuadamente formada- cuándo dar vida a un hijo, para después educarlo en conformidad con tales convicciones.

El Estado tiene también el importante cometido de crear unas condiciones mediante las cuales las familias puedan satisfacer sus necesidades primarias de acuerdo con la dignidad humana. La pobreza, más aún la miseria -que es una amenaza constante para la estabilidad social, el desarrollo de los pueblos y la paz- afecta hoy a muchas familias. A veces sucede que, por falta de medios, las parejas jóvenes tardan en formar una familia o incluso se ven impedidas de hacerlo; por otra parte, las familias, que se encuentran en necesidad, no pueden participar plenamente en la vida social o se ven sometidas a condiciones de total marginación.

Sin embargo, los deberes del Estado no eximen a cada ciudadano de sus propias obligaciones; en efecto, la verdadera respuesta a las necesidades más apremiantes de toda sociedad viene de la solidaridad concorde de todos. Efectivamente, nadie pude sentirse tranquilo mientras el problema de la pobreza, que afecta a familias e individuos, no haya encontrado una solución adecuada. La indigencia es siempre una amenaza para la estabilidad social, para el desarrollo económico y, en último término, para la paz. La paz estará siempre en peligro mientras haya personas y familias que se vean obligadas a luchar por su misma supervivencia.


(5) Cf. al respecto la "Carta de los Derechos de la Familia presentada por la Santa Sede a todas las personas, instituciones y autoridades interesadas en la misión de la familia en el mundo contemporáneo" (22 de octubre de 1983).


La familia al servicio de la paz.

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6. Ahora quisiera dirigirme directamente a las familias; en particular, a las cristianas.

"Familia, ¡"sé" lo que "eres"!", he escrito en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio (6). Es decir, ¡sé "una íntima comunidad de vida y amor conyugal", (7) llamada a dar amor y a transmitir la vida!

Familia, tú tienes una misión de importancia primordial: contribuir a la construcción de la paz, que es un bien indispensable para el respeto y el desarrollo de la misma vida humana. (8) Consciente de que la paz no se obtiene de una vez para siempre, (9) ¡nunca debes cansarte de buscarla! Jesús, con su muerte en la cruz, ha dejado su paz a la humanidad, asegurando su presencia perenne. (10) ¡Exige esta paz, reza por esta paz, trabaja por ella!

Vosotros, padres, tenéis la responsabilidad de formar y educar a los hijos para que sean personas de paz: para ello, sed vosotros los primeros constructores de paz.

Vosotros, hijos, abiertos hacia el futuro con el ardor de vuestra juventud, llena de proyectos e ilusiones, apreciad el don de la familia, preparaos para la responsabilidad de construirla o promoverla, según las respectivas vocaciones que Dios os conceda. Fomentad el bien y pensamientos de paz.

Vosotros, abuelos, que con los demás parientes representáis en la familia unos vínculos insustituibles y preciosos entre las generaciones, aportad generosamente vuestra experiencia y el testimonio para unir el pasado con el futuro en un presente de paz.


(6)
FC 17.

(7) GS 48.

(8) Cf. CEC 2304.

(9) Cf. GS 78.

(10) Cf. Jn 14,27 Jn 20,19-21 Mt 28,20.


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7. Familia, ¡vive de manera concorde y plena tu misión!

Y, finalmente, ¿cómo olvidar a tantas personas que, por varios motivos, se sienten sin familia? A ellas quiero decir que tienen también una familia: La Iglesia es casa y familia para todos. (11) La misma Iglesia abre de par en par las puertas y acoge a cuantos están solos o abandonados; en ellos ve a los hijos predilectos de Dios, cualquiera que sea su edad, cualesquiera que sean sus aspiraciones, dificultades y esperanzas.

¡Que la familia pueda vivir en paz, de tal manera que de ella brote la paz para toda la familia humana!

Esta es la súplica que por intercesión de María, Madre de Cristo y de la Iglesia, elevo a Aquel "de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra" (Ep 3,15), en el alba del Año Internacional del Familia.


(11) Cf. FC 85.


Vaticano, 8 de diciembre de 1993.





1700

1995 LA MUJER: EDUCADORA PARA LA PAZ


1701
1. Al comienzo de 1995, con la mirada puesta en el nuevo milenio ya cercano, dirijo una vez más a todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad, mi llamada angustiada por la paz en el mundo.

La violencia que tantas personas y pueblos continúan sufriendo, las guerras que todavía ensangrientan numerosas partes del mundo, la injusticia que pesa sobre la vida de continentes enteros no pueden ser toleradas por más tiempo.

Es hora de pasar de las palabras a los hechos: los ciudadanos y las familias, los creyentes y las Iglesias, los Estados y los Organismos Internacionales, ¡todos se sientan llamados a colaborar con renovado empeño en la promoción de la paz!

Sabemos bien cuán difícil es esta tarea. En efecto, para que sea eficaz y duradera, no puede limitarse a los aspectos exteriores de la convivencia, sino que debe incidir sobre todo en los ánimos y fomentar una nueva conciencia de la dignidad humana. Es necesario reafirmarlo con fuerza: una verdadera paz no es posible si no se promueve, a todos los niveles, el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, ofreciendo a cada individuo la posibilidad de vivir de acuerdo con esta dignidad. "En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que establecer como fundamento el principio de que todo ser humano es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto" (1).

Esta verdad sobre el hombre es la clave para la solución de todos los problemas que se refieren a la promoción de la paz. Educar en esta verdad es uno de los caminos más fecundos y duraderos para consolidar el valor de la paz.


(1) Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris, (11 abril 1963), I: AAS 55 (1963), 259.



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