Jornada Paz 1979-2003 1702

Las mujeres y la educación para la paz

1702
2. Educar para la paz significa abrir las mentes y los corazones para acoger los valores indicados por el Papa Juan XXIII en la Encíclica Pacem in terris como básicos para una sociedad pacífica: la verdad, la justicia, el amor, la libertad (2). Se trata de un proyecto educativo que abarca toda la vida y dura toda la vida. Hace de la persona un ser responsable de sí misma y de los demás, capaz de promover, con valentía e inteligencia, el bien de todo el hombre y de todos los hombres, como señaló también el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio (3). Esta formación para la paz será tanto más eficaz, cuanto más convergente sea la acción de quienes, por razones diversas, comparten responsabilidades educativas y sociales. El tiempo dedicado a la educación es el mejor empleado, porque es decisivo para el futuro de la persona y, por consiguiente, de la familia y de la sociedad entera.

En este sentido, deseo dirigir mi Mensaje para esta Jornada de la Paz especialmente a las mujeres, pidiéndoles que sean educadoras para la paz con todo su ser y en todas sus actuaciones: que sean testigos, mensajeras, maestras de paz en las relaciones entre las personas y las generaciones, en la familia, en la vida cultural, social y política de las naciones, de modo particular en las situaciones de conflicto y de guerra. ¡Que puedan continuar el camino hacia la paz ya emprendido antes de ellas por otras muchas mujeres valientes y clarividentes!


(2) Cf. ibid., 259-264.

(3) Cf. Pablo VI,
PP 14: AAS 59 (1967), 264.


En comunión de amor

1703
3. Esta llamada dirigida particularmente a la mujer para que sea educadora de paz se basa en la consideración de que "Dios le confía de modo especial el hombre, es decir, el ser humano" (4). Esto, sin embargo, no ha de entenderse en sentido exclusivo, sino más bien según la lógica de funciones complementarias en la común vocación al amor, que llama a los hombres y a las mujeres a aspirar concordemente a la paz y a construirla juntos. En efecto, desde las primeras páginas de la Biblia está expresado admirablemente el proyecto de Dios: El ha querido que entre el hombre y la mujer se estableciera una relación de profunda comunión, en la perfecta reciprocidad de conocimiento y de don (5). El hombre encuentra en la mujer una interlocutora con quien dialogar en total igualdad. Esta aspiración, no satisfecha por ningún otro ser viviente, explica el grito de admiración que salió espontáneamente de la boca del hombre cuando la mujer, según el sugestivo simbolismo bíblico, fue formada de una costilla suya. "Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne" (
Gn 2,23) ¡Es la primera exclamación de amor que resonó sobre la tierra!

Si el hombre y la mujer están hechos el uno para el otro, esto no quiere decir que Dios los haya creado incompletos. Dios "los ha creado para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser "ayuda" para el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas ("hueso de mis huesos...") y complementarios en cuanto masculino y femenino" (6). Reciprocidad y complementariedad son las dos características fundamentales de la pareja humana.


(4) Juan Pablo II, CEC 30: AAS 80 (1988), 1725.

(5) Cf. CEC 371.

(6) CEC 372.


1704
4. Lamentablemente, una larga historia de pecado ha perturbado y continúa perturbando el designio original de Dios sobre la pareja, sobre el "ser-hombre" y el "ser-mujer", impidiéndoles su plena realización. Es preciso volver a este designio, anunciándolo con fuerza, para que sobre todo las mujeres, que han sufrido más por esta realización frustrada, puedan finalmente mostrar en plenitud su feminidad y su dignidad.

Es verdad que las mujeres en nuestro tiempo han dado pasos importantes en esta dirección, logrando estar presentes en niveles relevantes de la vida cultural, social, económica, política y, obviamente, en la vida familiar. Ha sido un camino difícil y complicado y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente positivo, incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en varias partes de mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada y valorada en su peculiar dignidad (7). En efecto, la construcción de la paz no puede prescindir del reconocimiento y de la promoción de la dignidad personal de las mujeres, llamadas a desempeñar una misión verdaderamente insustituible en la educación para la paz. Por esto dirijo a todos una apremiante invitación a reflexionar sobre la importancia decisiva del papel de las mujeres en la familia y en la sociedad, y a escuchar las aspiraciones de paz que ellas expresan con palabras y gestos y, en los momentos más dramáticos, con la elocuencia callada de su dolor.


(7) Cf. Juan Pablo II,
MD 29: AAS 80 (1988), 1723.


Mujeres de paz

1705
5. Para educar a la paz, la mujer debe cultivarla ante todo en sí misma. La paz interior viene del saberse amados por Dios y de la voluntad de corresponder a su amor. La historia es rica en admirables ejemplos de mujeres que, conscientes de ello, han sabido afrontar con éxito difíciles situaciones de explotación, de discriminación, de violencia y de guerra.

Muchas mujeres, debido especialmente a condicionamientos sociales y culturales, no alcanzan una plena conciencia de su dignidad. Otras son víctimas de una mentalidad materialista y hedonista que las considera un puro instrumento de placer y no duda en organizar su explotación a través de un infame comercio, incluso a una edad muy temprana. A ellas se ha de prestar una atención especial sobre todo por parte de aquellas mujeres que, por educación y sensibilidad, son capaces de ayudarlas a descubrir la propia riqueza interior. Que las mujeres ayuden a las mujeres, sirviéndose de la preciosa y eficaz aportación que asociaciones, movimientos y grupos, muchos de ellos de inspiración religiosa, han sabido ofrecer para este fin.


1706
6. En la educación de los hijos la madre juega un papel de primerísimo rango. Por la especial relación que la une al niño sobre todo en los primeros años de vida, ella le ofrece aquel sentimiento de seguridad y confianza sin el cual le sería difícil desarrollar correctamente su propia identidad personal y, posteriormente, establecer relaciones positivas y fecundas con los demás. Esta relación originaria entre madre e hijo tiene además un valor educativo muy particular a nivel religioso, ya que permite orientar hacia Dios la mente y el corazón del niño mucho antes de que reciba una educación religiosa formal.

En esta tarea, decisiva y delicada, no se debe dejar sola a ninguna madre. Los hijos tienen necesidad de la presencia y del cuidado de ambos padres, quienes realizan su misión educativa principalmente a través del influjo de su comportamiento. La calidad de la relación que se establece entre los esposos influye profundamente sobre la psicología del hijo y condiciona no poco sus relaciones con el ambiente circundante, como también las que irá estableciendo a lo largo de su existencia.

Esta primera educación es de capital importancia. Si las relaciones con los padres y con los demás miembros de la familia están marcadas por un trato afectuoso y positivo, los niños aprenden por experiencia directa los valores que favorecen la paz: el amor por la verdad y la justicia, el sentido de una libertad responsable, la estima y respeto del otro. Al mismo tiempo, creciendo en un ambiente acogedor y cálido, tienen la posibilidad de percibir, reflejado en sus relaciones familiares, el amor mismo de Dios y esto les hace madurar en un clima espiritual capaz de orientarlos a la apertura hacia los demás y al don de sí mismos al prójimo. La educación para la paz, naturalmente, continúa en cada período del desarrollo y se debe cultivar particularmente en la difícil etapa de la adolescencia, en la que el paso de la infancia a la edad adulta no está exento de riesgos para los adolescentes, llamados a tomar decisiones definitivas para la vida.


1707
7. Frente al desafío de la educación, la familia se presenta como "la primera y fundamental escuela de socialidad" (8), la primera y fundamental escuela de paz. Por tanto, no es difícil intuir las dramáticas consecuencias que encuentran cuando la familia está marcada por crisis profundas que minan o incluso destruyen su equilibrio interno. Con frecuencia, en estas circunstancias, las mujeres son abandonadas. Es necesario que, justo entonces, sean ayudadas adecuadamente no sólo por la solidaridad concreta de otras familias, comunidades de carácter religioso, grupos de voluntariado, sino también por el Estado y las Organizaciones Internacionales mediante apropiadas estructuras de apoyo humano, social y económico que les permitan hacer frente a las necesidades de los hijos, sin ser forzadas a privarlos excesivamente de su presencia indispensable.


(8) Juan Pablo II,
FC 37: AAS 74 (1982), 127.


1708
8. Otro serio problema se produce allí donde perdura la intolerable costumbre de discriminar, desde los primeros años, niños y niñas. Si las niñas, ya en la más tierna edad, son marginadas o consideradas de menor valor, sufrirá un grave menoscabo la conciencia de su dignidad y se verá comprometido inevitablemente su desarrollo armónico. La discriminación inicial repercutirá en toda su existencia, impidiéndolas su plena inserción en la vida social.

¿Cómo no reconocer pues y alentar la obra inestimable de tantas mujeres, como también de tantas Congregaciones religiosas femeninas, que en los distintos continentes y en cada contexto cultural hacen de la educación de las niñas y de las mujeres el objetivo principal de su servicio? ¿Cómo no recordar además con agradecimiento a todas las mujeres que han trabajado y continúan trabajando en el campo de la salud, con frecuencia en circunstancias muy precarias, logrando a menudo asegurar la supervivencia misma de innumerables niñas?


Las mujeres, educadoras de paz social

1709
9. Cuando las mujeres tienen la posibilidad de transmitir plenamente sus dones a toda la comunidad, cambia positivamente el mismo modo de comprenderse y organizarse la sociedad, llegando a reflejar mejor la unidad sustancial de la familia humana. Esta es la premisa más valiosa para la consolidación de una paz auténtica. Supone, por tanto, un progreso beneficioso la creciente presencia de las mujeres en la vida social, económica y política a nivel local, nacional e internacional. Las mujeres tienen pleno derecho a insertarse activamente en todos los ámbitos públicos y su derecho debe ser afirmado y protegido incluso por medio de instrumentos legales donde se considere necesario.

Sin embargo, este reconocimiento del papel público de las mujeres no debe disminuir su función insustituible dentro de la familia: aquí su aportación al bien y al progreso social, aunque esté poco considerada, tiene un valor verdaderamente inestimable. A este respecto, nunca me cansaré de pedir que se den pasos decisivos hacia adelante de cara al reconocimiento y a la promoción de tan importante realidad.


1710
10. Asistimos hoy, atónitos y preocupados, al dramático "crecimiento" de todo tipo de violencia; no sólo individuos aislados, sino grupos enteros parecen haber perdido toda forma de respeto a la vida humana. Las mujeres e incluso los niños están, desgraciadamente, entre las víctimas más frecuentes de esta violencia ciega. Se trata de formas execrables de barbarie que repugnan profundamente a la conciencia humana.

A todos se nos pide que hagamos lo posible por alejar de la sociedad no sólo la tragedia de la guerra, sino también toda violación de los derechos humanos, a partir del derecho indiscutible a la vida, cuyo depositario es la persona desde su concepción. En la violación del derecho a la vida de los seres humanos está contenida también en germen la extrema violencia de la guerra. Pido por tanto a las mujeres que se unan todas y siempre en favor de la vida; y al mismo tiempo pido a todos que ayuden a las mujeres que sufren y, en particular, a los niños, especialmente a los marcados por el trauma doloroso de experiencias bélicas desgarradoras: sólo la atención amorosa y solícita podrá lograr que vuelvan a mirar el futuro con confianza y esperanza.


1711
11. Cuando mi amado predecesor, el Papa Juan XXIII, vio en la participación de las mujeres en la vida pública uno de los signos de nuestro tiempo, no dejó de anunciar que ellas, conscientes de su dignidad, no habrían ya tolerado ser tratadas de un modo instrumental (9).

Las mujeres tienen el derecho de exigir que se respete su dignidad. Al mismo tiempo, tienen el deber de trabajar por la promoción de la dignidad de todas las personas, tanto de los hombres como de las mujeres.

En este sentido, hago votos para que las numerosas iniciativas internacionales previstas para el año 1995 -algunas de las cuales se dedicarán específicamente a la mujer, como la Conferencia Mundial promovida por las Naciones Unidas en Pekín sobre el tema de la acción para la igualdad, el desarrollo y la paz- constituyan una ocasión importante para humanizar las relaciones interpersonales y sociales en el signo de la paz.


(9) Cf. Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris (11 abril 1963) , I: AAS 55 (1963), 267-268


María, modelo de paz

1712
12. María, Reina de la paz, con su maternidad, con el ejemplo de su disponibilidad a las necesidades de los demás, con el testimonio de su dolor está cercana a las mujeres de nuestro tiempo. Vivió con profundo sentido de responsabilidad el proyecto que Dios quería realizar en ella para la salvación de toda la humanidad. Consciente del prodigio que Dios había obrado en ella, haciéndola Madre de su Hijo hecho hombre, tuvo como primer pensamiento el de ir a visitar a su anciana prima Isabel para prestarle sus servicios. El encuentro le ofreció la ocasión de manifestar, con el admirable canto del Magnificat (
Lc 1,46-55), su gratitud a Dios que, con ella y a través de ella, había dado comienzo a una nueva creación, a una historia nueva.

Pido a la Virgen Santísima que proteja a los hombres y mujeres que, sirviendo a la vida, se esfuerzan por construir la paz. ¡Que con su ayuda puedan testimoniar a todos, especialmente a quienes viviendo en la oscuridad y en el sufrimiento tienen hambre y sed de justicia, la presencia amorosa del Dios de la paz!


Vaticano, 8 de diciembre de 1994.





1800

1996 DEMOS A LOS NIÑOS UN FUTURO DE PAZ

1801
1. Al final de 1994, Año internacional de la familia, dirigí a los niños de todo el mundo una carta, pidiéndoles que rezasen para que la humanidad llegue a ser cada vez más familia de Dios, capaz de vivir en concordia y paz. Además, no he dejado de expresar mi viva preocupación por los niños víctimas de los conflictos bélicos y de otras formas de violencia, llamando la atención de la opinión pública mundial sobre estas graves situaciones.

Al inicio del nuevo año, mi pensamiento se dirige una vez más a los niños y a sus legítimas aspiraciones de amor y serenidad. De entre ellos siento el deber de recordar particularmente a los marcados por el sufrimiento, quienes a menudo llegan a adultos sin haber experimentado nunca lo que es la paz. La mirada de los pequeños debería ser siempre alegre y confiada; sin embargo con frecuencia está llena de tristeza y miedo: ¡ya han visto y padecido demasiado en los pocos años de su vida!

¡Demos a los niños un futuro de paz! Ésta es la llamada que dirijo confiado a los hombres y mujeres de buena voluntad, invitando a cada uno a ayudar a los niños a crecer en un clima de auténtica paz. Es un derecho suyo y es un deber nuestro.


Niños víctimas de la guerra

1802
2. Tengo presente la gran cantidad de niños que he podido encontrar a lo largo de mi pontificado, especialmente en los viajes apostólicos a cada continente. Niños serenos y llenos de alegría. Pienso en ellos al inicio del nuevo año. Deseo a todos los niños del mundo que comiencen con gozo el año 1996 y que puedan transcurrir una niñez serena, ayudados en ello por el apoyo de adultos responsables.

Quisiera que en todas partes la relación armónica entre adultos y niños favoreciese un clima de paz y de auténtico bienestar. Lamentablemente, no son pocos en el mundo los niños víctimas inocentes de las guerras. En los últimos años han sido heridos y muertos a millones: una verdadera masacre.

La especial protección establecida para la infancia por las normas internacionales ha sido ampliamente inobservada y los conflictos regionales e interétnicos, multiplicados de un modo excesivo, hacen vana la tutela prevista por las normas humanitarias (cf. Convención de las Naciones Unidas del 20 de noviembre de 1989 sobre los derechos de los niños, en particular el art. 38; Convención de Ginebra del 12 de agosto de 1949 para la protección de las personas civiles en tiempo de guerra, art. 24; Protocolos I y II del 12 de diciembre de 1977, etc). Los niños han llegado incluso a ser blanco de los francotiradores, sus escuelas destruidas premeditadamente y bombardeados los hospitales donde son curados. Ante semejantes y monstruosas aberraciones, ¿cómo no levantar la voz para una condena unánime? La muerte deliberada de un niño constituye una de las manifestaciones más desconcertantes del eclipse de todo respeto por la vida humana (cf.
EV 3, 25 de marzo de 1995: AAS 87 (1995) 404).

Además de los niños asesinados, quiero también recordar a los mutilados durante los conflictos bélicos y a consecuencia de los mismos. Finalmente, mi pensamiento se dirige a los niños sistemáticamente perseguidos, violentados y eliminados durante las llamadas "limpiezas étnicas".


1803
3. No hay sólo niños que sufren la violencia de las guerras; no pocos de ellos son obligados a ser sus protagonistas. En algunos países del mundo se ha llegado a obligar a chicos y chicas, incluso muy jóvenes, a prestar servicio en las formaciones militares de las partes en lucha. Seducidos por la promesa de comida e instrucción escolar, son conducidos a campamentos aislados, donde padecen hambre y malos tratos, y donde son instigados a matar incluso a personas de sus propias poblaciones. A menudo son enviados como avanzada para limpiar los campos minados. ¡Evidentemente su vida vale muy poco para quien se sirve así de ellos!

El futuro de estos niños con armas está con frecuencia marcado. Después de años de servicio militar, algunos son simplemente licenciados y enviados a casa, y a menudo no logran reintegrarse en la vida civil. Otros, avergonzándose de haber sobrevivido a sus compañeros, acaban cayendo en la delincuencia o en la droga. ¡Quién sabe los fantasmas que continuarán turbando sus ánimos! ¿Podrán alguna vez desaparecer de su mente tantos recuerdos de violencia y de muerte?

Merecen un vivo reconocimiento aquellas organizaciones humanitarias y religiosas que se esfuerzan por aliviar sufrimientos tan inhumanos. También se debe agradecimiento a las personas de buena voluntad y a las familias que ofrecen acogida amorosa a los pequeños que han quedado huérfanos, prodigándose por sanar sus traumas y favorecer su reinserción en sus comunidades de origen.


1804
4. El recuerdo de millones de niños asesinados, los ojos tristes de tantos de sus coetáneos que sufren cruelmente nos invitan a emplear todas las vías posibles para salvaguardar o restablecer la paz, haciendo cesar los conflictos y las guerras.

Con anterioridad a la IV Conferencia mundial sobre la mujer, celebrada en Pekín el pasado mes de septiembre, invité a las instituciones caritativas y educativas católicas a adoptar una estrategia coordinada y prioritaria en relación con las niñas y las jóvenes, especialmente las más pobres (cf. Mensaje a la delegación de la Santa Sede para la IV Conferencia mundial sobre la mujer, 29 de agosto de 1995: L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 1 de septiembre de 1995, p. 2). Deseo ahora renovar esa llamada, extendiéndola de modo particular a las instituciones y organizaciones católicas que se dedican a los menores: ayudad a las niñas que han sufrido a causa de la guerra o de la violencia; enseñad a los chicos a reconocer y respetar la dignidad de la mujer; ayudad a la infancia a redescubrir la ternura del amor de Dios, que se hizo hombre y que, muriendo, dejó al mundo el don de su paz (cf.
Jn 14,27).

No me cansaré de repetir que, desde las más altas organizaciones internacionales a las asociaciones locales, desde los jefes de Estado hasta el ciudadano corriente, todos estamos llamados, tanto diariamente como en las grandes ocasiones de la vida, a dar nuestra contribución a la paz y a rechazar cualquier apoyo a la guerra.


Niños víctimas de varias formas de violencia

1805
5. Millones de niños sufren a causa de otras formas de violencia, presentes tanto en las sociedades afectadas por la miseria como en las desarrolladas. Son violencias con frecuencia menos manifiestas, pero no por ello menos terribles.

La Conferencia internacional para el desarrollo social, celebrada este año en Copenhague, ha señalado la relación entre pobreza y violencia (cf. Declaración de Copenhague, 16) y en esa ocasión los Estados se han comprometido a combatir de modo más firme la plaga de la miseria con iniciativas a nivel nacional a partir de 1996 (cf. Programa de acción, capítulo II). Éstas fueron también las orientaciones surgidas de la precedente Conferencia mundial de la ONU, dedicada a los niños (Nueva York, 1990). En realidad, la miseria está en el origen de condiciones de existencia y de trabajo inhumanas. En algunos países hay niños obligados a trabajar desde su infancia, maltratados, castigados violentamente, remunerados con una paga irrisoria: al no tener manera de hacerse respetar, son los más fáciles de chantajear y explotar.

Otras veces son objeto de compraventa (cf. Programa de acción, 39, e), para ser utilizados en la mendicidad o, peor aún, para ser introducidos en la prostitución, en el ámbito del llamado "turismo sexual", fenómeno absolutamente despreciable que degrada a quien lo practica y también a todos los que de algún modo lo favorecen. Existen, además, personas que no tienen escrúpulos en reclutar niños para actividades criminales, especialmente para el tráfico de drogas, con el riesgo, entre otras cosas, de quedar enganchados en el uso de tales sustancias.

No son pocos los niños que acaban por tener como único lugar de vida la calle: tras haber escapado de casa, o haber sido abandonados por la familia, o simplemente privados para siempre de un ambiente familiar, viven precariamente, en estado de total abandono, considerados por muchos como desechos de los que hay que desprenderse.


1806
6. La violencia sobre los niños lamentablemente no falta ni siquiera en familias que viven en condiciones de desahogo y bienestar. Afortunadamente se trata de episodios poco frecuentes, pero es importante de todos modos no ignorarlos. Sucede, a veces, que dentro de las mismas paredes del hogar, y precisamente por obra de las personas en las que parecería justo poner plena confianza, los pequeños sufren prevaricaciones y vejaciones con efectos perjudiciales para su desarrollo.

Además, son muchos los niños que deben soportar los traumas derivados de las tensiones entre los padres o de la misma ruptura de la familia. La preocupación por su bien no logra frenar medidas dictadas con frecuencia por el egoísmo y la hipocresía de los adultos. Detrás de una apariencia de normalidad y serenidad, más convincente aún por la abundancia de bienes materiales, los niños se ven a veces obligados a crecer en una triste soledad, sin una justa y amorosa guía y sin una adecuada formación moral. Abandonados a sí mismos, encuentran habitualmente su principal punto de referencia en la televisión, cuyos programas presentan a menudo modelos de vida irreales o corruptos, frente a los que su frágil discernimiento no es todavía capaz de reaccionar.

¿Cómo sorprenderse de que una violencia tan multiforme e insidiosa acabe por penetrar también en sus corazones jóvenes cambiando su natural entusiasmo en desencanto o cinismo, su espontánea bondad en indiferencia y egoísmo? De este modo, persiguiendo falaces ideales, la infancia corre el riesgo de encontrar amargura y humillación, hostilidad y odio, absorbiendo la insatisfacción y el vacío de los que está impregnado el ambiente circundante. Es bien sabido que las experiencias de la infancia tienen repercusiones profundas y a veces irremediables para el resto de la vida.

Es difícil esperar que los niños sepan un día construir un mundo mejor, cuando se ha faltado al deber preciso de su educación para la paz. Ellos tienen necesidad de "aprender la paz": es un derecho suyo que no puede ser desatendido.


Niños y esperanzas de paz

1807
7. He querido poner claramente de relieve las condiciones, con frecuencia dramáticas, en que viven muchos niños de hoy. Lo considero un deber: ellos serán los adultos del tercer milenio. Sin embargo, no pretendo ceder al pesimismo, ni ignorar los elementos que invitan a la esperanza. ¿Cómo no hablar, por ejemplo, de tantas familias en todo el mundo donde los niños crecen en un ambiente sereno? ¿Cómo no recordar los esfuerzos que tantas personas y organismos hacen para asegurar a los niños en dificultad un desarrollo armónico y gozoso? Son iniciativas de entidades públicas y privadas, de familias y de comunidades encomiables, cuyo único objetivo es hacer que los niños que se han visto envueltos en cualquier vicisitud traumática vuelvan a una vida normal. Son, en particular, propuestas concretas de procesos educativos encaminados a valorizar completamente cada potencialidad personal, para hacer de los muchachos y de los jóvenes auténticos artífices de paz.

Tampoco debe olvidarse la mayor conciencia de la comunidad internacional que en estos últimos años, a pesar de dificultades y titubeos, se esfuerza por afrontar con decisión y discernimiento los problemas de la infancia.

Los resultados alcanzados animan a proseguir este empeño tan loable. Si se les ayuda y ama convenientemente, los niños mismos saben hacerse protagonistas de paz, constructores de un mundo fraterno y solidario. Con su entusiasmo y con la naturalidad de su entrega, pueden llegar a ser "testigos" y "maestros" de esperanza y de paz en beneficio de los mismos adultos. Para no desperdiciar esta potencialidad, es preciso ofrecer a los niños, con el debido respeto a su personalidad, toda oportunidad favorable para una maduración equilibrada y abierta.

Una infancia serena permitirá a los niños mirar con confianza la vida y el mañana. ¡Ay de los que apagan en ellos el ímpetu gozoso de la esperanza!


Niños en escuela de paz

1808
8. Los pequeños aprenden muy pronto a conocer la vida. Observan e imitan el modo de actuar de los adultos. Aprenden rápidamente el amor y el respeto por los demás, pero asimilan también con prontitud los venenos de la violencia y del odio. La experiencia que han tenido en la familia condicionará fuertemente las actitudes que asumirán de adultos. Por tanto, si la familia es el primer lugar donde se abren al mundo, la familia debe ser para ellos la primera escuela de paz.

Los padres tienen una posibilidad extraordinaria de dar a conocer a sus hijos este valor: el testimonio de su amor recíproco. Al amarse, permiten al hijo, desde el comienzo de su existencia, crecer en un ambiente de paz, impregnado de aquellos elementos positivos que constituyen de por sí el verdadero patrimonio familiar: estima y acogida recíprocas, escucha, participación, gratuidad, perdón. Gracias a la reciprocidad que promueven, estos valores representan una auténtica educación para la paz y hacen al niño, desde su más tierna edad, constructor activo de ella.

Él comparte con sus padres y hermanos la experiencia de la vida y de la esperanza, viendo cómo se afrontan con humildad y valentía las inevitables dificultades, y respirando en cada circunstancia un clima de estima por los demás y de respeto de las opiniones diversas de las propias.

Es, sobre todo, en casa donde, antes incluso de cualquier palabra, los pequeños deben experimentar, en el amor que los rodea, el amor de Dios por ellos, y aprender que él quiere paz y comprensión recíproca entre todos los seres humanos llamados a formar una única y gran familia.


1809
9. Pero, además de la educación familiar fundamental, los niños tienen derecho a una específica formación para la paz en la escuela y en las demás estructuras educativas, las cuales tienen la misión de hacerles comprender gradualmente la naturaleza y las exigencias de la paz dentro de su mundo y de su cultura. Es necesario que los niños aprendan la historia de la paz y no sólo la de las guerras ganadas o perdidas.

¡Que se les ofrezca, por tanto, ejemplos de paz y no de violencia! Afortunadamente, se pueden encontrar numerosos de estos modelos positivos en cada cultura y en cada período de la historia. Es preciso crear iniciativas educativas adecuadas, promoviendo con creatividad vías nuevas, sobre todo donde más acuciante es la miseria cultural y moral. Todo debe estar dispuesto para que los pequeños lleguen a ser heraldos de paz.

Los niños no son una carga para la sociedad, ni son instrumentos de ganancia, ni simplemente personas sin derechos; son miembros valiosos de la familia humana, cuyas esperanzas, expectativas y potencialidades encarnan.


Jesús, camino para la paz

1810
10. La paz es don de Dios; pero depende de los hombres acogerlo para construir un mundo de paz. Ellos podrán hacerlo sólo si tienen la sencillez de corazón de los niños. Éste es uno de los aspectos más profundos y paradójicos del anuncio cristiano: hacerse pequeño, antes que ser una exigencia moral, es una dimensión del misterio de la Encarnación.

En efecto, el Hijo de Dios no vino en potencia y gloria, como sucederá al final de los tiempos, sino como niño necesitado y de condición pobre. Compartiendo enteramente nuestra condición humana, excepto en el pecado (cf.
He 4,15), asumió también la fragilidad y las expectativas de futuro propias de la infancia. Desde aquel momento decisivo para la historia de la humanidad, despreciar la infancia es al mismo tiempo despreciar a Aquel que ha querido manifestar la grandeza de un amor dispuesto a rebajarse y a renunciar a toda gloria para salvar al hombre.

Jesús se identificó con los pequeños, y cuando los Apóstoles discutían sobre quién era el más grande, "tomó a un niño, lo puso a su lado, y les dijo: "El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado"" (Lc 9,47-48). El Señor nos puso muy en guardia contra el riesgo de escandalizar a los niños: "Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar" (Mt 18,6).

Pidió a los discípulos que volvieran a ser "niños" y, cuando ellos intentaron alejar a los pequeños que le rodeaban, se enfadó: "Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él" (Mc 10,14-15). De este modo, Jesús invertía el modo común de pensar. Los adultos deben aprender de los niños los caminos de Dios: de su capacidad de confianza y de abandono pueden aprender a invocar con justa familiaridad "Abbá, Padre".


1811
11. Hacerse pequeños como los niños -confiados totalmente al Padre, revestidos de mansedumbre evangélica-, más que un imperativo ético, es un motivo de esperanza. Incluso allí donde fuesen tales las dificultades que desanimasen y tan poderosas las fuerzas del mal como para atemorizar, la persona que sabe encontrar la sencillez del niño puede volver a esperar: lo puede ante todo el creyente, consciente de que cuenta con un Dios que quiere la concordia de todos los hombres en la comunión pacífica de su Reino; pero lo puede también quien, aun sin participar del don de la fe, cree en los valores del perdón y de la solidaridad, y en ellos entrevé -no sin la acción secreta del Espíritu- la posibilidad de dar un rostro nuevo a la tierra.

Me dirijo, pues, con confianza a los hombres y mujeres de buena voluntad. ¡Unámonos todos para combatir cualquier forma de violencia y derrotar la guerra! ¡Creemos las condiciones para que los pequeños puedan recibir como herencia de nuestra generación un mundo más unido y solidario!

¡Demos a los niños un futuro de paz!

Vaticano, 8 de diciembre de 1995





1900


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