Jornada Paz 1979-2003 2320

El valor de la educación

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20. Para construir la civilización del amor, el diálogo entre las culturas debe tender a superar todo egoísmo etnocéntrico para conjugar la atención a la propia identidad con la comprensión de los demás y el respeto de la diversidad. Es fundamental, a este respecto, la responsabilidad de la educación. Ésta debe transmitir a los sujetos la conciencia de las propias raíces y ofrecerles puntos de referencia que les permitan encontrar su situación personal en el mundo. Al mismo tiempo debe esforzarse por enseñar el respeto a las otras culturas. Es necesario mirar más allá de la experiencia individual inmediata y aceptar las diferencias, descubriendo la riqueza de la historia de los demás y de sus valores.

El conocimiento de las otras culturas, llevado a cabo con el debido sentido crítico y con sólidos puntos de referencia ética, lleva a un mayor conocimiento de los valores y de los límites inherentes a la propia cultura y revela, a la vez, la existencia de una herencia común a todo el género humano. Precisamente por esta amplitud de miras, la educación tiene una función particular en la construcción de un mundo más solidario y pacífico. La educación puede contribuir a la consolidación del humanismo integral, abierto a la dimensión ética y religiosa, que atribuye la debida importancia al conocimiento y a la estima de las culturas y de los valores espirituales de las diversas civilizaciones.


El perdón y la reconciliación

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21. Durante el Gran Jubileo, dos mil años después del nacimiento de Jesús, la Iglesia ha vivido con particular intensidad la llamada exigente de la reconciliación. Es también una invitación significativa en el marco de la compleja temática del diálogo entre las culturas. En efecto, el diálogo es a menudo difícil, porque sobre él pesa la hipoteca de trágicas herencias de guerras, conflictos, violencias y odios, que la memoria sigue fomentando. Para superar las barreras de la incomunicabilidad, el camino a recorrer es el del perdón y la reconciliación. Muchos, en nombre de un realismo desengañado, consideran este camino utópico e ingenuo. En cambio, en la perspectiva cristiana, ésta es la única vía para alcanzar la meta de la paz.

La mirada de los creyentes se detiene a contemplar el icono del Crucificado. Poco antes de morir Jesús exclama: " Padre perdónales, porque no saben lo que hacen " (
Lc 23,34). El malhechor crucificado a su derecha, oyendo estas últimas palabras del Redentor moribundo, se abre a la gracia de la conversión, acoge el Evangelio del perdón y recibe la promesa de la felicidad eterna. El ejemplo de Cristo nos confirma que realmente se pueden derribar tantos muros que bloquean la comunicación y el diálogo entre los hombres. La mirada al Crucificado nos infunde la confianza de que el perdón y la reconciliación pueden ser una praxis normal de la vida cotidiana y de toda cultura y, por tanto, una oportunidad concreta para construir la paz y el futuro de la humanidad.

Recordando la significativa experiencia jubilar de la purificación de la memoria, deseo dirigir a los cristianos una invitación particular, a fin de que sean testigos y misioneros de perdón y reconciliación, apresurando, con la incesante invocación al Dios de la paz, la realización de la espléndida profecía de Isaías, que se puede extender a todos los pueblos de la tierra: " Aquel día habrá una calzada desde Egipto a Asiria Vendrá Asur a Egipto y Egipto a Asiria, y Egipto servirá a Asur. Aquel día será Israel tercero con Egipto y Asur, objeto de bendición en medio de la tierra, pues la bendecirá el Señor de los ejércitos diciendo: "Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y mi heredad Israel" " (Is 19,23-25).


Una llamada a los jóvenes

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22. Deseo concluir este Mensaje de paz con una invitación especial a vosotros, jóvenes de todo el mundo, que sois el futuro de la humanidad y las piedras vivas para construir la civilización del amor. Conservo en el corazón el recuerdo de los encuentros llenos de emoción y de esperanza que he tenido con vosotros durante la reciente Jornada Mundial de la Juventud en Roma. Vuestra adhesión ha sido gozosa, convencida y prometedora. En vuestra energía y vitalidad, y en vuestro amor a Cristo, he vislumbrado un porvenir más sereno y humano para el mundo.

Al sentiros cerca, percibía dentro de mí un sentimiento profundo de gratitud al Señor, que me concedía la gracia de contemplar, a través del variopinto mosaico de vuestras diversas lenguas, culturas, costumbres y mentalidades, el milagro de la universalidad de la Iglesia, de su catolicidad y de su unidad. Por medio de vosotros he admirado la maravillosa conjunción de la diversidad en la unidad de la misma fe, de la misma esperanza y de la misma caridad, como expresión elocuente de la espléndida realidad de la Iglesia, signo e instrumento de Cristo para la salvación del mundo y para la unidad del género humano. (10) El Evangelio os llama a reconstruir aquella originaria unidad de la familia humana, que tiene su fuente en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Queridos jóvenes de cualquier lengua y cultura, os espera una tarea ardua y apasionante: ser hombres y mujeres capaces de solidaridad, de paz y de amor a la vida, en el respeto de todos. ¡Sed artífices de una nueva humanidad, donde hermanos y hermanas, miembros todos de una misma familia, puedan vivir finalmente en la paz!


(10) Cf. Vaticano II,
LG 1.


Vaticano, 8 de diciembre de 2000.





2400

2002 NO HAY PAZ SIN JUSTICIA, NO HAY JUSTICIA SIN PERDÓN

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1. Este año, la Jornada Mundial de la Paz se celebra con el trasfondo de los dramáticos acontecimientos del pasado 11 de septiembre. Aquel día se cometió un crimen de terrible gravedad: en pocos minutos, millares de personas inocentes, de diverso origen étnico, fueron horrendamente asesinados. Desde entonces, todo el mundo ha tomado conciencia con nueva intensidad de la vulnerabilidad personal y ha comenzado a mirar el futuro con un sentimiento profundo de miedo, hasta ahora desconocido. Ante estos estados de ánimo, la Iglesia desea dar testimonio de su esperanza, fundada en la convicción de que el mal, el mysterium iniquitatis, no tiene la última palabra en los avatares humanos. La historia de la salvación descrita en la Sagrada Escritura proyecta una gran luz sobre toda la historia del mundo, mostrando que está siempre acompañada por la solicitud diligente y misericordiosa de Dios, que conoce el modo de llegar a los corazones más endurecidos y sacar también buenos frutos de un terreno árido y estéril.

La esperanza que sostiene a la Iglesia al comenzar el año 2002 es que el mundo, donde el poder del mal parece predominar todavía, se transforme realmente, con la gracia de Dios, en un mundo en el que puedan colmarse las aspiraciones más nobles del corazón humano; un mundo en el que prevalezca la verdadera paz.


La paz: obra de justicia y amor

2402
2. Lo que ha ocurrido recientemente, con los hechos sangrientos que acabamos de recordar, me ha impulsado a continuar una reflexión que brota a menudo de lo más hondo de mi corazón, al rememorar acontecimientos históricos que han marcado mi vida, especialmente en los años de mi juventud. Los indecibles sufrimientos de los pueblos y de las personas, entre ellas no pocos amigos y conocidos míos, causados por los totalitarismos nazi y comunista, siempre me han interpelado íntimamente y animado mi oración. Muchas veces me he detenido a pensar sobre esta pregunta: ¿cuál es el camino que conduce al pleno restablecimiento del orden moral y social, violado tan bárbaramente? La convicción a la que he llegado, razonando y confrontándome con la Revelación bíblica, es que no se restablece completamente el orden quebrantado, si no es conjugando entre sí la justicia el perdón. Los pilares de la paz verdadera son la justicia y esa forma particular del amor que es el perdón.


2403
3. Pero ¿cómo se puede hablar, en las circunstancias actuales, de justicia y, al mismo tiempo, de perdón como fuentes y condiciones de la paz? Mi respuesta es que se puede y se debe hablar de ello a pesar de la dificultad que comporta, entre otros motivos, porque se tiende a pensar en la justicia y en el perdón en términos alternativos. Pero el perdón se opone al rencor y a la venganza, no a la justicia. En realidad, la verdadera paz es " obra de la justicia " (
Is 32,17). Como ha afirmado el Concilio Vaticano II, la paz es " el fruto del orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador y que los hombres, siempre sedientos de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo " (GS 78). Desde hace más de quince siglos, resuena en la Iglesia católica la enseñanza de Agustín de Hipona, quien ha recordado que la paz, a la cual se debe tender con la aportación de todos, consiste en la tranquillitas ordinis, en la tranquilidad del orden (cf. De civitate Dei, 19,13).

La verdadera paz, pues, es fruto de la justicia, virtud moral y garantía legal que vela sobre el pleno respeto de derechos y deberes, y sobre la distribución ecuánime de beneficios y cargas. Pero, puesto que la justicia humana es siempre frágil e imperfecta, expuesta a las limitaciones y a los egoísmos personales y de grupo, debe ejercerse y en cierto modo completarse con el perdón, que cura las heridas y restablece en profundidad las relaciones humanas truncadas. Esto vale tanto para las tensiones que afectan a los individuos, como para las de alcance más general, e incluso internacional. El perdón en modo alguno se contrapone a la justicia, porque no consiste en inhibirse ante las legítimas exigencias de reparación del orden violado. El perdón tiende más bien a esa plenitud de la justicia que conduce a la tranquilidad del orden y que, siendo mucho más que un frágil y temporal cese de las hostilidades, pretende una profunda recuperación de las heridas abiertas. Para esta recuperación, son esenciales ambos, la justicia y el perdón.

Éstas son las dos dimensiones de la paz que deseo analizar en este mensaje. Este año, la Jornada Mundial ofrece a toda la humanidad, y especialmente a los Jefes de las Naciones, la oportunidad de reflexionar sobre las exigencias de la justicia y sobre el llamamiento al perdón ante los graves problemas que siguen afligiendo el mundo, entre los cuales se encuentra, y no en último lugar, el nuevo nivel de violencia introducido por el terrorismo organizado.


El fenómeno del terrorismo

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4. Es precisamente la paz fundada sobre la justicia y sobre el perdón la que es atacada actualmente por el terrorismo internacional. En estos últimos años, especialmente después de la guerra fría, el terrorismo se ha transformado en una sofisticada red de connivencias políticas, técnicas y económicas, que supera los confines nacionales y se expande hasta abarcar todo el mundo. Se trata de verdaderas organizaciones, dotadas a menudo de ingentes recursos financieros, que planifican estrategias a gran escala, agrediendo a personas inocentes y sin implicación alguna en las perspectivas pretendidas por los terroristas.

Empleando sus mismos secuaces como arma arrojadiza contra personas inermes y desprevenidas, estas organizaciones terroristas muestran de modo sobrecogedor el instinto de muerte que las mueve. El terrorismo nace del odio y engendra aislamiento, desconfianza y exclusión. La violencia se suma a la violencia, en una trágica espiral que contagia también a las nuevas generaciones, las cuales heredan así el odio que ha dividido a las anteriores El terrorismo se basa en el desprecio de la vida del hombre. Precisamente por eso, no sólo comete crímenes intolerables, sino que en sí mismo, en cuanto recurso al terror como estrategia política y económica, es un auténtico crimen contra la humanidad.


2405
5. Existe, por tanto, un derecho a defenderse del terrorismo. Es un derecho que, como cualquier otro, debe atenerse a reglas morales y jurídicas, tanto en la elección de los objetivos como de los medios. La identificación de los culpables ha de ser probada debidamente, porque la responsabilidad penal es siempre personal y, por tanto, no puede extenderse a las naciones, a las etnias o a las religiones a las que pertenecen los terroristas. La colaboración internacional en la lucha contra la actividad terrorista debe comportar también un compromiso especial en el ámbito político, diplomático y económico, con el fin de solucionar con valentía y determinación las eventuales situaciones de opresión y marginación que pudieran estar en el origen de los planes terroristas. En efecto, el reclutamiento de los terroristas resulta más fácil en los contextos sociales donde los derechos son conculcados y las injusticias se toleran durante demasiado tiempo.

No obstante, es preciso afirmar con claridad que las injusticias existentes en el mundo nunca pueden usarse como pretexto para justificar los atentados terroristas. Se ha de subrayar, además, que entre las víctimas de la destrucción radical del orden, como pretenden los terroristas, han de incluirse en primer lugar a los millones de hombres y mujeres menos preparados para resistir el colapso de la solidaridad internacional. Me refiero concretamente a los pueblos del mundo en vías de desarrollo, que viven ya con estrechos márgenes de supervivencia, y que serían los más dolorosamente perjudicados por el caos global, económico y político. La pretensión del terrorismo de actuar en nombre de los pobres es una falsedad patente.


¡No se mata en nombre de Dios!

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6. Quien mata con atentados terroristas cultiva sentimientos de desprecio hacia la humanidad, manifestando desesperación ante la vida y el futuro; desde esta perspectiva, se puede odiar y destruir todo. El terrorista piensa que la verdad en la que cree o el sufrimiento padecido son tan absolutos que lo legitiman a reaccionar destruyendo incluso vidas humanas inocentes. A veces, el terrorismo es hijo de un fundamentalismo fanático, que nace de la convicción de poder imponer a todos su propia visión de la verdad. La verdad, en cambio, aún cuando se la haya alcanzado -y eso ocurre siempre de manera limitada y perfectible-, jamás puede ser impuesta. El respeto de la conciencia de los demás, en la cual se refleja la imagen misma de Dios (cf.
Gn 1,26-27), permite sólo proponer la verdad al otro, al cual corresponde acogerla responsablemente. Pretender imponer a otros con la violencia lo que se considera como la verdad, significa violar la dignidad del ser humano y, en definitiva, ultrajar a Dios, del cual es imagen. Por eso, el fanatismo fundamentalista es una actitud radicalmente contraria a la fe en Dios. Si nos fijamos bien, el terrorismo no sólo instrumentaliza al hombre, sino también a Dios, haciendo de él un ídolo, del cual se sirve para sus propios objetivos.


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7. Por tanto, ningún responsable de las religiones puede ser indulgente con el terrorismo y, menos aún, predicarlo. Es una profanación de la religión proclamarse terroristas en nombre de Dios, hacer en su nombre violencia al hombre. La violencia terrorista es contraria a la fe en Dios Creador del hombre; en Dios que lo cuida y lo ama. En particular, es totalmente contraria a la fe en Cristo, el Señor, que enseñó a sus discípulos a rezar así: " Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden " (
Mt 6,12).

Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de Jesús, los cristianos están convencidos de que mostrar misericordia significa vivir plenamente la verdad de nuestra vida: podemos y tenemos que ser misericordiosos, porque nos ha sido manifestada la misericordia por un Dios que es Amor misericordioso (cf 1Jn 4,7-12). El Dios que nos redime mediante su entrada en la historia, y que mediante el drama del Viernes Santo prepara la victoria del día de Pascua, es un Dios de misericordia y de perdón (cf. Ps 103,3-4.10-13). A cuantos le objetaban que comía con los pecadores, Jesús les ha contestado: "Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores" (Mt 9,13). Los seguidores de Cristo, bautizados en su muerte y en su resurrección, deben ser siempre hombres y mujeres de misericordia y perdón.


Necesidad del perdón

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8. Pero, ¿qué significa concretamente perdonar? Y ¿por qué perdonar? Una reflexión sobre el perdón no puede eludir estas preguntas. Volviendo a una reflexión que tuve oportunidad de ofrecer para la Jornada de la Paz 1997 ("Ofrece el perdón, recibe la paz"), deseo recordar que el perdón, antes de ser un hecho social, nace en el corazón de cada uno. Sólo en la medida en que se afirma una ética y una cultura del perdón se puede esperar también en una "política del perdón", expresada con actitudes sociales e instrumentos jurídicos, en los cuales la justicia misma asuma un rostro más humano.

En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (
Lc 23,34).

Así pues, el perdón tiene una raíz y una dimensión divinas. No obstante, esto no excluye que su valor pueda entenderse también a la luz de consideraciones basadas en razones humanas. La primera entre todas, es la que se refiere a la experiencia vivida por el ser humano cuando comete el mal. Entonces se da cuenta de su fragilidad y desea que los otros sean indulgentes con él. Por tanto, ¿por qué no tratar a los demás como uno desea ser tratado? Todo ser humano abriga en sí la esperanza de poder reemprender un camino de vida y no quedar para siempre prisionero de sus propios errores y de sus propias culpas. Sueña con poder levantar de nuevo la mirada hacia el futuro, para descubrir aún una perspectiva de confianza y compromiso.


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9. En cuanto acto humano, el perdón es ante todo una iniciativa de cada individuo respecto a sus semejantes. La persona, sin embargo, tiene una dimensión esencialmente social, por la cual establece una red de relaciones sociales en las que se manifiesta a sí misma: no sólo en el bien sino, por desgracia, incluso en el mal. Consecuencia de ello es que el perdón es necesario también en el ámbito social. Las familias, los grupos, los Estados, la misma Comunidad internacional, necesitan abrirse al perdón para remediar las relaciones interrumpidas, para superar situaciones de estéril condena mutua, para vencer la tentación de excluir a los otros, sin concederles posibilidad alguna de apelación. La capacidad de perdón es básica en cualquier proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria.

Por el contrario, la falta de perdón, especialmente cuando favorece la prosecución de conflictos, tiene enormes costes para el desarrollo de los pueblos. Los recursos se emplean para mantener la carrera de armamentos, los gastos de las guerras, las consecuencias de las extorsiones económicas. De este modo, llegan a faltar las disponibilidades financieras necesarias para promover desarrollo, paz, justicia. ¡Cuánto sufre la humanidad por no saberse reconciliar, cuántos retrasos padece por no saber perdonar! La paz es la condición para el desarrollo, pero una verdadera paz es posible solamente por el perdón.


El perdón, vía maestra

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10. La propuesta del perdón no se comprende de inmediato ni se acepta fácilmente; es un mensaje en cierto modo paradójico. En efecto, el perdón comporta siempre a corto plazo una aparente pérdida, mientras que, a la larga, asegura un provecho real. La violencia es exactamente lo opuesto: opta por un beneficio sin demora, pero, a largo plazo, produce perjuicios reales y permanentes. El perdón podría parecer una debilidad; en realidad, tanto para concederlo como para aceptarlo, hace falta una gran fuerza espiritual y una valentía moral a toda prueba. Lejos de ser menoscabo para la persona, el perdón la lleva hacia una humanidad más plena y más rica, capaz de reflejar en sí misma un rayo del esplendor del Creador.

El ministerio que llevo a cabo al servicio del Evangelio me hace sentir profundamente el deber, y a la vez me da la fuerza, de insistir sobre la necesidad del perdón. Lo hago también hoy, sostenido por la esperanza de poder suscitar una reflexión serena y madura, de cara a una renovación general, tanto en los corazones de las personas como en las relaciones entre los pueblos de la tierra.


2411
11. Meditando sobre el tema del perdón, habría que recordar algunas situaciones trágicas de conflicto, que desde hace demasiado tiempo fomentan odios profundos y lacerantes, con la consiguiente espiral incontenible de tragedias personales y colectivas. Me refiero, en particular, a cuanto ocurre en Tierra Santa, lugar bendito y sagrado del encuentro de Dios con los hombres, lugar de la vida, muerte y resurrección de Jesús, el Príncipe de la paz.

La delicada situación internacional invita a subrayar con renovada fuerza la urgencia de una solución del conflicto árabe-israelí, que dura ya más de cincuenta años, con una alternancia de fases más o menos agudas. El continuo recurso a actos terroristas o de guerra, que agravan para todos la situación y obscurecen las perspectivas, tiene que dar paso finalmente a una negociación decisiva. Los derechos y exigencias de cada parte serán tenidos debidamente en cuenta, y regulados de manera ecuánime, si y cuando prevalezca en todos la voluntad de justicia y de reconciliación. A estos queridos pueblos dirijo de nuevo una invitación apremiante a esforzarse por llegar a una nueva era de respeto mutuo y de acuerdo constructivo.


Comprensión y cooperación interreligiosa

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12. En este gran esfuerzo, los líderes religiosos tienen una responsabilidad específica. Las confesiones cristianas y las grandes religiones de la humanidad han de colaborar entre sí para eliminar las causas sociales y culturales del terrorismo, enseñando la grandeza y la dignidad de la persona y difundiendo una mayor conciencia de la unidad del género humano. Se trata de un campo concreto del diálogo y de la colaboración ecuménica e interreligiosa, para prestar un servicio urgente de las religiones a la paz entre los pueblos.

En particular, estoy convencido de que los líderes religiosos judíos, cristianos y musulmanes, deben tomar la iniciativa, mediante la condena pública del terrorismo, negando a cuantos participan en él cualquier forma de legitimación religiosa o moral.


2413
13. Al dar testimonio común de la verdad moral, según la cual el asesinato deliberado del inocente es siempre un pecado grave, en cualquier sitio y sin excepciones, los líderes religiosos del mundo favorecerán la formación de una opinión pública moralmente correcta. Ésta es la condición necesaria para la edificación de una sociedad internacional capaz de alcanzar la tranquilidad del orden en la justicia y en la libertad.

Un compromiso de este tipo por parte de las religiones no puede dejar de adentrarse en la vía del perdón, que lleva a la comprensión recíproca, al respeto y a la confianza. El servicio que las religiones pueden ofrecer en favor de la paz y contra el terrorismo consiste precisamente en la pedagogía del perdón, porque el hombre que perdona o pide perdón comprende que hay una Verdad más grande que él y que, acogiéndola, puede transcenderse a sí mismo.


Oración por la paz

2414
14. Justamente por esta razón, la oración por la paz no es un elemento que " viene después " del compromiso por la paz. Al contrario, está en el corazón mismo del esfuerzo por la edificación de una paz en el orden, en la justicia y en la libertad. Orar por la paz significa abrir el corazón humano a la irrupción del poder renovador de Dios. Con la fuerza vivificante de su gracia, Dios puede abrir caminos a la paz allí donde parece que sólo hay obstáculos y obstrucciones; puede reforzar y ampliar la solidaridad de la familia humana, a pesar de prolongadas historias de divisiones y de luchas. Orar por la paz significa orar por la justicia, por un adecuado ordenamiento de las Naciones y en las relaciones entre ellas. Quiere decir también rogar por la libertad, especialmente por la libertad religiosa, que es un derecho fundamental humano y civil de todo individuo. Orar por la paz significa rogar para alcanzar el perdón de Dios y para crecer, al mismo tiempo, en la valentía que es necesaria en quien quiere, a su vez, perdonar las ofensas recibidas.

Por todos estos motivos, he invitado a los representantes de las religiones del mundo a acudir a Asís, la ciudad de san Francisco, el próximo 24 de enero, para orar por la paz. Queremos manifestar con ello que el genuino sentimiento religioso es una fuente inagotable de respeto mutuo y de armonía entre los pueblos; más aún, en él se encuentra el principal antídoto contra la violencia y los conflictos. En estos momentos de honda preocupación, la familia humana necesita que se le recuerden las razones seguras de nuestra esperanza. Justamente esto es lo que queremos proclamar en Asís, pidiendo a Dios Omnipotente - según la expresión atribuida al mismo san Francisco - que haga de nosotros instrumentos de su paz.


2415
15. No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: esto es lo que quiero anunciar en este Mensaje a creyentes y no creyentes, a los hombres y mujeres de buena voluntad, que se preocupan por el bien de la familia humana y por su futuro.

No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: esto es lo que quiero recordar a cuantos tienen en sus manos el destino de las comunidades humanas, para que se dejen guiar siempre en sus graves y difíciles decisiones por la luz del verdadero bien del hombre, en la perspectiva del bien común.

No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón: no me cansaré de repetir esta exhortación a cuantos, por una razón o por otra, alimentan en su interior odio, deseo de venganza o ansia de destrucción.

Que en esta Jornada de la Paz se eleve desde el corazón de cada creyente, de manera más intensa, la oración por todas las víctimas del terrorismo, por sus familias afectadas trágicamente y por todos los pueblos a los que el terrorismo y la guerra continúan agraviando e inquietando. Que no queden fuera de nuestra oración aquellos mismos que ofenden gravemente a Dios y al hombre con estos actos sin piedad: que se les conceda recapacitar sobre sus actos y darse cuenta del mal que ocasionan, de modo que se sientan impulsados a abandonar todo propósito de violencia y buscar el perdón. Que la humanidad, en estos tiempos azarosos, pueda encontrar paz verdadera y duradera, aquella paz que sólo puede nacer del encuentro de la justicia con la misericordia.


Vaticano, 8 de diciembre de 2001





2500

2003 PACEM IN TERRIS: UNA TAREA PERMANENTE


2501
1. Han transcurrido casi cuarenta años desde aquel 11 de abril de 1963, en que el Papa Juan XXIII publicó la histórica Carta encíclica Pacem in terris. Aquel día era Jueves Santo. Dirigiéndose " a todos los hombres de buena voluntad", mi venerado Predecesor, que moriría dos meses después, compendiaba su mensaje de paz al mundo en la primera afirmación de la Encíclica: " La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios " (Pacem in terris , Introd., AAS 55 (1963), 257).


Hablar de paz a un mundo dividido

2502
2. En realidad, el mundo al cual se dirigía Juan XXIII se encontraba en un profundo estado de desorden. El siglo XX se había iniciado con una gran expectativa de progreso. En cambio, la humanidad había asistido, en sesenta años de historia, al estallido de dos guerras mundiales, la consolidación de sistemas totalitarios demoledores, la acumulación de inmensos sufrimientos humanos y el desencadenamiento, contra la Iglesia, de la mayor persecución que la historia haya conocido jamás.

Sólo dos años antes de la Pacem in terris, en 1961, se erigió el " muro de Berlín " para dividir y oponer no solamente dos partes de aquella ciudad, sino también dos modos de comprender y de construir la ciudad terrena. De una parte y de otra del muro la vida tuvo un estilo diferente, inspirado en reglas a menudo contrapuestas, en un clima difuso de sospecha y desconfianza. Tanto como visión del mundo que como planteamiento concreto de la vida, aquel muro atravesó la humanidad en su conjunto y penetró en el corazón y mente de las personas, creando divisiones que parecían destinadas a durar siempre.

Además, justo seis meses antes de la publicación de la Encíclica, mientras en Roma se había inaugurado hacía pocos días el Concilio Vaticano II, el mundo, debido a la crisis de los misiles en Cuba, se encontró al borde de una guerra nuclear. Parecía bloqueado el camino hacia un mundo de paz, de justicia y de libertad. Muchos pensaban que la humanidad estaba condenada a vivir todavía durante largo tiempo en aquellas condiciones precarias de "guerra fría", sometida constantemente a la pesadilla de que una agresión o un percance cualquiera pudieran desencadenar de un día a otro la peor guerra de toda la historia humana. En efecto, el uso de armas atómicas, podía transformarla en un conflicto que habría puesto en peligro el futuro mismo de la humanidad.


Los cuatro pilares de la paz

2503
3. El Papa Juan XXIII no estaba de acuerdo con los que creían imposible la paz. Con la Encíclica logró que este valor fundamental -con toda su exigente verdad- empezara a hacerse sentir en ambas partes de aquel muro y de todos los muros. A muchos la Encíclica les hizo ver la común pertenencia a la familia humana y les encendió una luz respecto a la aspiración de la gente de todos los lugares de la tierra a vivir en seguridad, justicia y esperanza ante el futuro.

Con su espíritu clarividente, Juan XXIII indicó las condiciones esenciales para la paz en cuatro exigencias concretas del ánimo humano: la verdad, la justicia, el amor y la libertad (cf. ibid., I: l. c., 265-266). La verdad -dijo- será fundamento de la paz cuando cada individuo tome consciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes con los otros. La justicia edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás. El amor será fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu. Finalmente, la libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones.

Mirando al presente y al futuro con los ojos de la fe y de la razón, el beato Juan XXIII vislumbró e interpretó los dinamismos profundos que estaban actuando ya en la historia. Sabía que las cosas no son siempre como aparecen exteriormente. A pesar de las guerras y las amenazas de guerras, había algo nuevo que se percibía en las vicisitudes humanas, algo que el Papa consideró como el inicio prometedor de una revolución espiritual.


Una nueva consciencia de la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables

2504
4. La humanidad, escribió, ha emprendido una nueva etapa de su camino (cf. ibid., I: l. c., 267-269). El fin del colonialismo, el nacimiento de nuevos Estados independientes, la defensa más eficaz de los derechos de los trabajadores, la nueva y agradable presencia de las mujeres en la vida pública, le parecían como otros tantos signos de una humanidad que estaba entrando en una nueva fase de su historia, una fase caracterizada por la " convicción de que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí " (ibid., I: l. c., 268). Ciertamente, esta dignidad era vilipendiada aún en muchas partes del mundo. El Papa no lo ignoraba. Sin embargo estaba convencido de que, no obstante la situación fuese dramática bajo algunos aspectos, el mundo era cada día más consciente de algunos valores espirituales y cada vez estaba más abierto a la riqueza de contenido de aquellos " pilares de la paz " que eran la verdad, la justicia, el amor y la libertad (cf. ibid., I: l. c., 268-269). A través del esfuerzo por llevar estos valores a la vida social, tanto nacional como internacional, los hombres y las mujeres serían cada vez más conscientes de la importancia de su relación con Dios, fuente de todo bien, como sólido fundamento y criterio supremo de su vida, ya sea como individuos que como seres sociales (cf. ibid.). Esta sensibilidad espiritual más aguda -el Papa estaba convencido de ello- tendría también profundas consecuencias públicas y políticas.

Ante la creciente conciencia de los derechos humanos que iba aflorando a nivel nacional e internacional, Juan XXIII intuyó la fuerza interior de este fenómeno y su extraordinario poder de cambiar la historia. Lo que ocurrió pocos años después, sobre todo en Europa central y oriental, fue una excelente prueba de ello. El camino hacia la paz, enseñaba el Papa en su Encíclica, debía pasar por la defensa y promoción de los derechos humanos fundamentales. En efecto, cada persona humana goza de ellos, no como de un beneficio concedido por una cierta clase social o por el Estado, sino como de una prerrogativa propia por ser persona: " En toda convivencia humana bien ordenada y fecunda hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables, y no pueden renunciarse por ningún concepto " (ibid., I: l. c., 259).

No se trataba simplemente de ideas abstractas. Eran ideas de vastas consecuencias prácticas, como en seguida demostraría la historia. Basados en la convicción de que cada ser humano es igual en dignidad y que, por consiguiente, la sociedad tiene que adecuar sus estructuras a esta premisa, surgieron muy pronto los movimientos por los derechos humanos, que dieron expresión política concreta a una de las grandes dinámicas de la historia contemporánea. La promoción de la libertad fue reconocida como un elemento indispensable del empeño por la paz. Surgiendo prácticamente en todas las partes del mundo, estos movimientos contribuyeron al derrocamiento de formas de gobierno dictatoriales y ayudaron a cambiarlas con otras formas más democráticas y participativas. En la práctica, demostraron que la paz y el progreso pueden alcanzarse sólo a través del respeto de la ley moral universal, inscrita en el corazón del hombre (cf. Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea de las Naciones Unidas, 5 octubre 1995, 3).



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