Jornada Paz 1979-2003 2505

El bien común universal

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5. En otro punto el magisterio de la Pacem in terris se mostró profético, anticipándose a la fase sucesiva de la evolución de las políticas mundiales. Ante un mundo que se hacía cada vez más interdependiente y global, el Papa Juan XXIII sugirió que el concepto de bien común debía formularse con una perspectiva mundial. Para ser correcto, debía referirse al concepto de " bien común universal " (Pacem in terris , IV: l. c., 292). Una de las consecuencias de esta evolución era la exigencia evidente de que hubiera una autoridad pública a nivel internacional, que pudiese disponer de capacidad efectiva para promover este bien común universal. Esta autoridad, añadía enseguida el Papa, no debería instituirse mediante la coacción, sino sólo a través del consenso de las naciones. Debería tratarse de un organismo que tuviese como " objetivo fundamental el reconocimiento, el respeto, la tutela y la promoción de los derechos de la persona " (ibid., IV: l. c., 294).

Por esto no sorprende que Juan XXIII mirara con gran esperanza hacia la Organización de las Naciones Unidas, constituida el 26 de junio de 1945. En ella veía un instrumento válido para mantener y reforzar la paz en el mundo. Justamente por esto expresó un particular aprecio por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, considerándola " un primer paso introductorio para el establecimiento de una constitución jurídica y política de todos los pueblos del mundo " (ibid., IV: l. c., 295). En efecto, en dicha Declaración se habían fijado los fundamentos morales sobre los que se habría podido basar la edificación de un mundo caracterizado por el orden en vez del desorden, por el diálogo en vez de la fuerza. Con esta perspectiva, el Papa dejaba entender que la defensa de los derechos humanos por parte de la Organización de las Naciones Unidas era el presupuesto indispensable para el desarrollo de la capacidad de la Organización misma para promover y defender la seguridad internacional.

La visión precursora del Papa, es decir, la propuesta de una autoridad pública internacional al servicio de los derechos humanos, de la libertad y de la paz, no sólo no se ha logrado aún completamente, sino que se debe constatar, por desgracia, la frecuente indecisión de la comunidad internacional sobre el deber de respetar y aplicar los derechos humanos. Este deber atañe a todos los derechos fundamentales y no permite decisiones arbitrarias que acabarían en formas de discriminación e injusticia. Al mismo tiempo, somos testigos del incremento de una preocupante divergencia entre una serie de nuevos " derechos " promovidos en las sociedades tecnológicamente avanzadas y derechos humanos elementales que todavía no son respetados en situaciones de subdesarrollo: pienso, por ejemplo, en el derecho a la alimentación, al agua potable, a la vivienda, a la autodeterminación y a la independencia. La paz exige que esta divergencia se reduzca urgentemente y que finalmente se supere.

Debe hacerse todavía una observación: la comunidad internacional, que desde 1948 posee una carta de los derechos de la persona humana, ha dejado además de insistir adecuadamente sobre los deberes que se derivan de la misma. En realidad, es el deber el que establece el ámbito dentro del cual los derechos tienen que regularse para no transformarse en el ejercicio de una arbitrariedad. Una mayor conciencia de los deberes humanos universales reportaría un gran beneficio para la causa de la paz, porque le daría la base moral del reconocimiento compartido de un orden de las cosas que no depende de la voluntad de un individuo o de un grupo.


Un nuevo orden moral internacional

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6. Es asimismo verdad que, a pesar de muchas dificultades y retrasos, en los cuarenta años transcurridos ha habido un notable progreso hacia la realización de la noble visión del Papa Juan XXIII. El hecho de que los Estados casi en todas las partes del mundo se sientan obligados a respetar la idea de los derechos humanos muestra cómo son eficaces los instrumentos de la convicción moral y de la entereza espiritual. Estas fuerzas fueron decisivas en aquella movilización de las conciencias que originó la revolución no violenta de 1989, acontecimiento que determinó la caída del comunismo europeo. Y aunque se den concepciones erróneas de libertad, entendida como desenfreno, que siguen amenazando la democracia y las sociedades libres, es sin duda significativo que, en los cuarenta años transcurridos desde la Pacem in terris, muchas poblaciones del mundo hayan llegado a ser más libres, se hayan consolidado estructuras de diálogo y cooperación entre las naciones y la amenaza de una guerra global nuclear, como la que se vislumbró drásticamente en tiempos del Papa Juan XXIII, haya sido controlada eficazmente.

A este respecto, con humilde valentía querría observar cómo la enseñanza plurisecular de la Iglesia sobre la paz entendida como "tranquillitas ordinis" - "tranquilidad del orden", según la definición de San Agustín, (De civitate Dei, 19,13) y a la luz también de las reflexiones de la Pacem in terris, se haya revelado particularmente significativa para el mundo actual, tanto para los Jefes de las naciones como para los simples ciudadanos. Que haya un gran desorden en la situación del mundo contemporáneo es una constatación compartida fácilmente por todos. Por tanto, la pregunta que se impone es la siguiente: ¿qué tipo de orden puede reemplazar este desorden, para dar a los hombres y mujeres la posibilidad de vivir en libertad, justicia y seguridad? Y ya que el mundo, incluso en su desorden, se está "organizando" en varios campos (económico, cultural y hasta político), surge otra pregunta igualmente apremiante: ¿bajo qué principios se están desarrollando estas nuevas formas de orden mundial?

Estas preguntas de vasta irradiación indican que el problema del orden en los asuntos mundiales, que es también el problema de la paz rectamente entendida, no puede prescindir de cuestiones relacionadas con los principios morales. Con otras palabras, desde esta perspectiva se toma también conciencia de que la cuestión de la paz no puede separarse de la cuestión de la dignidad y de los derechos humanos. Ésta es precisamente una de las verdades perennes enseñada por la Pacem in terris, y nosotros haríamos bien en recordarla y meditarla en este cuadragésimo aniversario.

¿No es éste quizás el tiempo en el que todos deben colaborar en la constitución de una nueva organización de toda la familia humana, para asegurar la paz y la armonía entre los pueblos, y promover juntos su progreso integral? Es importante evitar tergiversaciones: aquí no se quiere aludir a la constitución de un superestado global. Más bien se piensa subrayar la urgencia de acelerar los procesos ya en acto para responder a la casi universal pregunta sobre modos democráticos en el ejercicio de la autoridad política, sea nacional que internacional, como también a la exigencia de transparencia y credibilidad a cualquier nivel de la vida pública. Confiando en la bondad presente en el corazón de cada persona, el Papa Juan XXIII quiso valerse de la misma e invitó al mundo entero hacia una visión más noble de la vida pública y del ejercicio de la autoridad pública. Con audacia, animó al mundo a proyectarse más allá del propio estado de desorden actual y a imaginar nuevas formas de orden internacional que estuviesen de acuerdo con la dignidad humana.


Relación entre paz y verdad

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7. Contrastando la visión de quienes pensaban en la política como un ámbito desvinculado de la moral y sujeto al solo criterio del interés, Juan XXIII, a través de la Encíclica Pacem in terris, presentó una imagen más verdadera de la realidad humana e indicó el camino hacia un futuro mejor para todos. Precisamente porque las personas son creadas con la capacidad de tomar opciones morales, ninguna actividad humana está fuera del ámbito de los valores éticos. La política es una actividad humana; por tanto, está sometida también al juicio moral. Esto es también válido para la política internacional. El Papa escribió: "La misma ley natural que rige las relaciones de convivencia entre los ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas entre las comunidades políticas" (Pacem in terris , III: l. c., 279). Cuantos creen que la vida pública internacional se desarrolla de algún modo fuera del ámbito del juicio moral, no tienen más que reflexionar sobre el impacto de los movimientos por los derechos humanos en las políticas nacionales e internacionales del siglo XX, recientemente concluido. Estas perspectivas, que anticipó la enseñanza de la Encíclica, contrastan claramente con la pretensión de que las políticas internacionales se sitúen en una especie de "zona franca" en la que la ley moral no tendría ninguna fuerza.

Quizás no hay otro lugar en el que se vea con igual claridad la necesidad de un uso correcto de la autoridad política, como en la dramática situación de Oriente Medio y de Tierra Santa. Día tras día y año tras año, el efecto creciente de un rechazo recíproco exacerbado y de una cadena infinita de violencias y venganzas ha hecho fracasar hasta ahora todo intento de iniciar un diálogo serio sobre las cuestiones reales en litigio. La situación precaria se hace todavía más dramática por el contraste de intereses entre los miembros de la comunidad internacional. Hasta que quienes ocupan puestos de responsabilidad no acepten cuestionarse con valentía su modo de administrar el poder y de procurar el bienestar de sus pueblos, será difícil imaginar que se pueda progresar verdaderamente hacia la paz. La lucha fratricida, que cada día afecta a Tierra Santa contraponiendo entre sí las fuerzas que preparan el futuro inmediato de Oriente Medio, muestra la urgente exigencia de hombres y mujeres convencidos de la necesidad de una política basada en el respeto de la dignidad y de los derechos de la persona. Semejante política es para todos incomparablemente más ventajosa que continuar con las situaciones del conflicto actual. Hace falta partir de esta verdad. Ésta es siempre más liberadora que cualquier forma de propaganda, especialmente cuando dicha propaganda sirviera para disimular intenciones inconfesables.


Las premisas de una paz duradera

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8. Hay una relación inseparable entre el compromiso por la paz y el respeto de la verdad. La honestidad en dar informaciones, la imparcialidad de los sistemas jurídicos y la transparencia de los procedimientos democráticos dan a los ciudadanos el sentido de seguridad, la disponibilidad para resolver las controversias con medios pacíficos y la voluntad de acuerdo leal y constructivo que constituyen las verdaderas premisas de una paz duradera. Los encuentros políticos a nivel nacional e internacional sólo sirven a la causa de la paz si los compromisos tomados en común son respetados después por cada parte. En caso contrario, estos encuentros corren el riesgo de ser irrelevantes e inútiles, y su resultado es que la gente se siente tentada a creer cada vez menos en la utilidad del diálogo y, en cambio, a confiar en el uso de la fuerza como camino para solucionar las controversias. Las repercusiones negativas, que tienen los compromisos adquiridos y luego no respetados sobre el proceso de paz, deben inducir a los Jefes de Estado y de Gobierno a ponderar todas sus decisiones con gran sentido de responsabilidad.

Pacta sunt servanda, dice el antiguo adagio. Si han de respetarse todos los compromisos asumidos, debe ponerse especial atención en cumplir los compromisos asumidos para con los pobres. En efecto, sería particularmente frustrante para los mismos no cumplir las promesas consideradas por ellos como de interés vital. Con esta perspectiva, el no cumplir los compromisos con las naciones en vías de desarrollo constituye una seria cuestión moral y pone aún más de relieve la injusticia de las desigualdades existentes en el mundo. El sufrimiento causado por la pobreza se ve agudizado dramáticamente cuando falta la confianza. El resultado final es el desmoronamiento de toda esperanza. La existencia de confianza en las relaciones internacionales es un capital social de valor fundamental.


Una cultura de paz

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9. Si se examinan los problemas profundamente, se debe reconocer que la paz no es tanto cuestión de estructuras, como de personas. Estructuras y procedimientos de paz -jurídicos, políticos y económicos- son ciertamente necesarios y afortunadamente se dan a menudo. Sin embargo, no son sino el fruto de la sensatez y de la experiencia acumulada a lo largo de la historia a través de innumerables gestos de paz, llevados a cabo por hombres y mujeres que han sabido esperar sin desanimarse nunca. Gestos de paz se dan en la vida de personas que cultivan en su propio ánimo constantes actitudes de paz. Son obra de la mente y del corazón de quienes "trabajan por la paz" (
Mt 5,9). Gestos de paz son posibles cuando la gente aprecia plenamente la dimensión comunitaria de la vida, que les hace percibir el significado y las consecuencias que ciertos acontecimientos tienen sobre su propia comunidad y sobre el mundo en general. Gestos de paz crean una tradición y una cultura de paz.

La religión tiene un papel vital para suscitar gestos de paz y consolidar condiciones de paz. Este papel lo puede desempeñar tanto más eficazmente cuanto más decididamente se concentra en lo que la caracteriza: la apertura a Dios, la enseñanza de una fraternidad universal y la promoción de una cultura de solidaridad. La "Jornada de oración por la paz", que he promovido en Asís el 24 de enero de 2002, comprometiendo a los representantes de numerosas religiones, tenía justamente este objetivo. Quería expresar el deseo de educar para la paz mediante la difusión de una espiritualidad y de una cultura de paz.


La herencia de la "Pacem in terris"

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10. El beato Juan XXIII era una persona que no temía el futuro. Lo ayudaba en esta actitud de optimismo la confianza segura en Dios y en el hombre, aprendida en el profundo clima de fe en el que había crecido. Persuadido de este abandono en la Providencia, incluso en un contexto que parecía de permanente conflicto, no dudó en proponer a los líderes de su tiempo una nueva visión del mundo. Ésta es la herencia que nos ha dejado. Fijándonos en él, en esta Jornada Mundial de la Paz de 2003, nos sentimos invitados a comprometernos en sus mismos sentimientos: confianza en Dios misericordioso y compasivo, que nos llama a la fraternidad; confianza en los hombres y mujeres tanto de hoy como de cualquier otro tiempo, gracias a la imagen de Dios impresa igualmente en los espíritus de todos. A partir de estos sentimientos es como se puede esperar en la construcción un mundo de paz en la tierra.

Al inicio de un nuevo año en la historia de la humanidad, éste es el augurio que surge espontáneo de lo más profundo de mi corazón: que en el ánimo de todos brote un impulso de renovada adhesión a la noble misión que la Encíclica Pacem in terris propuso hace cuarenta años a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Esta tarea, que la Encíclica calificó como "inmensa", se concretaba en "establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo la enseñanza y el apoyo de la verdad, la justicia, el amor y la libertad". El Papa precisaba además que se refería a las "relaciones de convivencia en la sociedad humana..., primero, entre los individuos; en segundo lugar, entre los ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los Estados entre sí, y, finalmente, entre los individuos, familias, entidades intermedias y Estados particulares, de un lado, y, de otro, la comunidad mundial". Y concluía afirmando que el empeño de "consolidar la paz verdadera según el orden establecido por Dios" constituía una "tarea sin duda gloriosa" (Pacem in terris , V: l c., 301-302).

El cuadragésimo aniversario de la Pacem in terris es una ocasión muy oportuna para beneficiarse de la enseñanza profética del Papa Juan XXIII Las comunidades eclesiales estudiarán cómo celebrar este aniversario de modo apropiado durante el año, con iniciativas que pueden tener un carácter ecuménico e interreligioso, abriéndose a todos los que sienten un profundo anhelo de "echar por tierra las barreras que dividen a unos de otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado" (ibid., 304).

Acompaño estos augurios con la oración a Dios Omnipotente, fuente de todo nuestro bien. Que Él, que desde las condiciones de opresión y conflicto nos llama a la libertad y la cooperación para bien de todos, ayude a las personas en cada lugar de la tierra a construir un mundo de paz, basados siempre cada vez más firmemente en los cuatro pilares que el beato Juan XXIII indicó a todos en su histórica Encíclica: verdad, justicia, amor y libertad.

Vaticano, 8 de diciembre de 2002.





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2004 UN COMPROMISO SIEMPRE ACTUAL: EDUCAR A LA PAZ


Me dirijo a vosotros, Jefes de las Naciones, que tenéis el deber de promover la paz.

A vosotros, Juristas, dedicados a abrir caminos de entendimiento pacífico, preparando convenciones y tratados que refuerzan la legalidad internacional.

A vosotros, Educadores de la juventud, que en cada continente trabajáis incansablemente para formar las conciencias en el camino de la comprensión y del diálogo.

Y me dirijo también a vosotros, hombres y mujeres que sentís la tentación de recurrir al terrorismo como instrumento inaceptable, comprometiendo así, desde la raíz, la causa por la cual estáis combatiendo.

Escuchad todos el humilde llamamiento del sucesor de Pedro que grita: ¡Aún hoy, al inicio del nuevo año 2004, la paz es posible. Y, si es posible, la paz es también una necesidad apremiante.


Una iniciativa concreta

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1. El primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, al inicio de enero de 1979, se centraba en el lema: "Para lograr la paz, educar a la paz".

Con aquel Mensaje de Año Nuevo se continuaba el plan trazado por Pablo VI, el cual había querido para el 1 de enero de cada año la celebración de una Jornada Mundial de oración por la Paz. Recuerdo las palabras del mencionado Pontífice en el Año Nuevo de 1968: "Sería nuestro deseo que después, cada año, esta celebración se repitiese como presagio y como promesa, al principio del calendario que mide y describe el camino de la vida en el tiempo, de que sea la Paz con su justo y benéfico equilibrio la que domine el desarrollo de la historia futura". (1)

Haciendo mío el deseo expresado por mi venerado Predecesor en la Cátedra de Pedro, cada año he mantenido esta noble tradición dedicando el primer día del año civil a la reflexión y la oración por la paz en el mundo.

En los veinticinco años de Pontificado, que el Señor me ha concedido hasta ahora, no he dejado de levantar mi voz, ante la Iglesia y ante el mundo, para invitar a los creyentes, así como a todas las personas de buena voluntad, a hacer propia la causa de la paz, para contribuir a la realización de este bien primordial, asegurando así al mundo una era mejor, en serena convivencia y respeto recíproco.

Este año siento también el deber de invitar a los hombres y mujeres de cada continente a celebrar una nueva Jornada Mundial de la Paz. En efecto, la humanidad necesita más que nunca reencontrar la vía de la concordia, al estar estremecida por egoísmos y odios, por afán de poder y deseos de venganza.


(1) Insegnamenti, V (1967), 620.


La ciencia de la paz

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2. Los once Mensajes dirigidos al mundo por el Papa Pablo VI han trazado progresivamente las coordenadas del camino a recorrer para alcanzar el ideal de la paz. Poco a poco el gran Pontífice fue ilustrando los diversos capítulos de una verdadera y propia "ciencia de la paz". Puede ser útil recordar los temas de los Mensajes dejados por el Papa Montini para dicha ocasión. (2) Cada uno de ellos conserva aún hoy una gran actualidad. Incluso frente al drama de las guerras que, al comienzo del Tercer Milenio, todavía ensangrientan las regiones del mundo, sobre todo en Oriente Medio, estos escritos, en algunos de sus pasajes, tienen el valor de avisos proféticos.


(2) 1968: 1º de enero: Jornada Mundial de la Paz


Glosario de la paz

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3. Por mi parte, a lo largo de estos veinticinco años de Pontificado, he procurado avanzar por el camino iniciado por mi venerado Predecesor. Al comienzo de cada nuevo año, he exhortado a las personas de buena voluntad a reflexionar, a la luz de la razón y de la fe, sobre los diversos aspectos de una convivencia ordenada.

Ha surgido así una síntesis de doctrina sobre la paz, que es como un glosario sobre este argumento fundamental; un glosario fácil de entender para quien tiene el ánimo bien dispuesto, pero al mismo tiempo extremamente exigente para toda persona sensible al porvenir de la humanidad. (3)

Los distintos aspectos de la paz ya han sido ilustrados abundantemente. Ahora no queda más que actuar para que el ideal de la convivencia pacífica, con sus precisas exigencias, entre en la conciencia de los individuos y de los pueblos. Los cristianos sentimos, como característica propia de nuestra religión, el deber de formarnos a nosotros mismos y a los demás para la paz. En efecto, para el cristiano proclamar la paz es anunciar a Cristo que es "nuestra paz" (
Ep 2,14) y anunciar su Evangelio que es "el Evangelio de la paz" (Ep 6,15), exhortando a todos a la bienaventuranza de ser "constructores de la paz" (cf. Mt 5,9).


(3) Siguen los temas de las 25 sucesivas Jornadas Mundiales de la Paz:1969: La promoción de los derechos del hombre, camino hacia la paz
1970: Educarse para la paz a través de la reconciliación
1971: Todo hombre es mi hermano
1972: Si quieres la paz, trabaja por la justicia
1973: La paz es posible
1974: La paz depende también de ti
1975: La reconciliación, camino hacia la paz
1976: Las verdaderas armas de la paz
1977: Si quieres la paz, defiende la vida
1978: No a la violencia, sí a la paz
1979: Para lograr la paz, educar a la paz
1980: La verdad, fuerza de la paz
1981: Para servir a la paz, respeta la libertad
1982: La paz, don de Dios confiado a los hombres
1983: El diálogo por la paz, una urgencia para nuestro tiempo
1984: La paz nace de un corazón nuevo
1985: La paz y los jóvenes caminan juntos
1986: La paz es un valor sin fronteras. Norte-Sur, Este-Oeste: una sola paz
1987: Desarrollo y solidaridad: dos claves para la paz
1988: La libertad religiosa, una condición para la pacífica convivencia
1989: Para construir la paz, respeta las minorías
1990: Paz con Dios creador, paz con todas las criaturas
1991: Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada persona
1992: Creyentes unidos en la construcción de la paz
1993: Si quieres la paz, sal al encuentro del pobre
1994: De la familia nace la paz de la familia humana
1995: La mujer: educadora para la paz
1996: Demos a los niños un futuro de paz
1997: Ofrece el perdón, recibe la paz
1998: De la justicia de cada uno nace la paz para todos
1999: El secreto de la verdadera paz reside en el respeto de los derechos humanos
2000: Paz en la tierra a los hombres que Dios ama
2001: Diálogo entre culturas para una civilización del amor y la paz
2002: No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón
2003: "Pacem in terris": una tarea permanente


Educar a la paz

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4. En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del 1o de enero de 1979 dirigía ya este llamamiento: "Para lograr la paz, educar a la paz". Esto es hoy más urgente que nunca porque los hombres, ante las tragedias que siguen afligiendo a la humanidad, están tentados de abandonarse al fatalismo, como si la paz fuera un ideal inalcanzable.

La Iglesia, en cambio, ha enseñado siempre y sigue enseñando una evidencia muy sencilla: la paz es posible. Más aún, la Iglesia no se cansa de repetir: la paz es necesaria. Ésta se ha de construir sobre las cuatro bases indicadas por el Beato Juan XXIII en la Encíclica Pacem in terris: la verdad, la justicia, el amor y la libertad. Se impone, pues, un deber a todos los amantes de la paz: educar a las nuevas generaciones en estos ideales, para preparar una era mejor para toda la humanidad.


Educar a la legalidad

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5. En este cometido de educar a la paz, se ve la urgente necesidad de enseñar a los individuos y los pueblos a respetar el orden internacional y observar los compromisos asumidos por las Autoridades, que los representan legítimamente. La paz y el derecho internacional están íntimamente unidos entre sí: el derecho favorece la paz.

Desde los albores de la civilización, las agrupaciones humanas que se formaron establecieron acuerdos y pactos para evitar el uso arbitrario de la violencia y buscar una solución pacífica a las controversias que surgían. Además de los ordenamientos jurídicos de cada pueblo, se formó progresivamente otro conjunto de normas que fue calificado como jus gentium (derecho de gentes). Con el paso del tiempo, éste se fue difundiendo y precisando a la luz de las vicisitudes históricas de los pueblos.

Este proceso tuvo notable auge con el nacimiento de los Estados modernos. A partir del siglo XVI juristas, filósofos y teólogos se dedicaron a elaborar los diversos capítulos del derecho internacional, basándolo en postulados fundamentales del derecho natural. En este proceso tomaron forma, con mayor fuerza, unos principios universales que son anteriores y superiores al derecho interno de los Estados, y que tienen en cuenta la unidad y la común vocación de la familia humana.

Entre todos estos principios destaca ciertamente aquél según el cual pacta sunt servanda: los acuerdos firmados libremente deben ser cumplidos. Ésta es la base y el presupuesto inderogable de toda relación entre las partes contratantes responsables. Su violación llevaría a una situación de ilegalidad y de consiguientes roces y contraposiciones, que tendrían repercusiones negativas duraderas. Es oportuno recordar esta regla fundamental, sobre todo en los momentos en que se percibe la tentación de apelar al derecho de la fuerza más que a la fuerza del derecho.

Uno de estos momentos fue sin duda el drama que experimentó la humanidad durante la segunda guerra mundial: una espiral de violencia, destrucción y muerte, como nunca se había conocido hasta entonces.


La observancia del derecho

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6. Aquella guerra, con los horrores y las terribles violaciones de la dignidad humana que causó, llevó a una renovación profunda del ordenamiento jurídico internacional. La defensa y promoción de la paz fueron el centro de un sistema normativo e institucional actualizado ampliamente. Para proteger la paz y la seguridad global, y fomentar los esfuerzos de los Estados para mantener y garantizar estos bienes fundamentales de la humanidad, los Gobiernos crearon una organización específica al respecto -la Organización de las Naciones Unidas- con un Consejo de Seguridad dotado de amplios poderes de acción. Como eje del sistema se puso la prohibición del recurso a la fuerza. Una prohibición que, según el conocido Cap. VII de la Carta de las Naciones Unidas, prevé únicamente dos excepciones. Una confirma el derecho natural a la legítima defensa, que se ha de ejercer según las modalidades previstas en el ámbito de las Naciones Unidas; por consiguiente, dentro también de los tradicionales límites de la necesidad y de la proporcionalidad.

La otra excepción es el sistema de seguridad colectiva, que atribuye al Consejo de Seguridad la competencia y responsabilidad para el mantenimiento de la paz, con poder de decisión y amplia discrecionalidad.

El sistema elaborado con la Carta de las Naciones Unidas debía haber preservado a "las futuras generaciones del azote de la guerra, que dos veces, en el arco de tiempo de una vida humana, ha infligido indecibles sufrimientos a la humanidad". (4) En los decenios sucesivos, sin embargo, la división de la comunidad internacional en bloques contrapuestos, la guerra fría en una parte del globo terrestre, así como los violentos conflictos surgidos en otras regiones y el fenómeno del terrorismo, han producido un alejamiento creciente de las previsiones y expectativas de la inmediata posguerra.


(4) Preámbulo.


Un nuevo ordenamiento internacional

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7. Sin embargo, es preciso reconocer que la Organización de las Naciones Unidas, incluso con límites y retrasos debidos en gran parte al incumplimiento por parte de sus miembros, ha contribuido a promover notablemente el respeto de la dignidad humana, la libertad de los pueblos y la exigencia del desarrollo, preparando el terreno cultural e institucional sobre el cual construir la paz.

La acción de los Gobiernos nacionales recibirá un gran impulso al constatar que los ideales de las Naciones Unidas están muy extendidos, especialmente a través de los gestos concretos de solidaridad y de paz de tantas personas que trabajan en las Organizaciones No Gubernativas y en los Movimientos en favor de los derechos humanos.

Se trata de un significativo estímulo para una reforma que capacite a la Organización de las Naciones Unidas para funcionar eficazmente en la consecución de sus propios objetivos estatutarios, todavía válidos: "la humanidad, enfrentada a una etapa nueva y más difícil de su auténtico desarrollo, necesita hoy un grado superior de ordenamiento internacional". (5) Los Estados deben considerar este objetivo como una precisa obligación moral y política, que requiere prudencia y determinación. Renuevo a este respecto el deseo formulado en 1995: "Es preciso que la Organización de las Naciones Unidas se eleve cada vez más de la fría condición de institución de tipo administrativo a la de ser centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una ‘familia de naciones’". (6)


(5)
SRS 43: AAS 80 (1988), 575.

(6) Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York (5 octubre 1995), 14: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (13 octubre 1995), p. 9.


La plaga funesta del terrorismo

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8. Hoy el derecho internacional tiene dificultades para ofrecer soluciones a las situaciones conflictivas derivadas de los cambios en el panorama del mundo contemporáneo. En efecto, estas mismas situaciones cuentan frecuentemente entre sus protagonistas con agentes que no son Estados, sino entes derivados de la disgregación de los Estados mismos, o vinculados a reivindicaciones independentistas, o bien relacionados con aguerridas organizaciones criminales. Un ordenamiento jurídico constituido por normas elaboradas a lo largo de los siglos para regular las relaciones entre Estados soberanos encuentra dificultades para hacer frente a conflictos en los que intervienen también entes no asimilables a las características tradicionales de un Estado. Esto vale, concretamente, para el caso de los grupos terroristas.

La plaga del terrorismo se ha hecho más virulenta en estos últimos años y ha producido masacres atroces que han obstaculizado cada vez más el proceso del diálogo y la negociación, exacerbando los ánimos y agravando los problemas, especialmente en Oriente Medio.

Sin embargo, para lograr su objetivo, la lucha contra el terrorismo no puede reducirse sólo a operaciones represivas y punitivas. Es esencial que incluso el recurso necesario a la fuerza vaya acompañado por un análisis lúcido y decidido de los motivos subyacentes a los ataques terroristas. Al mismo tiempo, la lucha contra el terrorismo debe realizarse también en el plano político y pedagógico: por un lado, evitando las causas que originan las situaciones de injusticia de las cuales surgen a menudo los móviles de los actos más desesperados y sanguinarios; por otro, insistiendo en una educación inspirada en el respeto de la vida humana en todas las circunstancias. En efecto, la unidad del género humano es una realidad más fuerte que las divisiones contingentes que separan a los hombres y los pueblos.

En la necesaria lucha contra el terrorismo, el derecho internacional ha de elaborar ahora instrumentos jurídicos dotados de mecanismos eficientes de prevención, control y represión de los delitos. En todo caso, los Gobiernos democráticos saben bien que el uso de la fuerza contra los terroristas no puede justificar la renuncia a los principios de un Estado de derecho. Serían opciones políticas inaceptables las que buscasen el éxito sin tener en cuenta los derechos humanos fundamentales, dado que !el fin nunca justifica los medios¡



Jornada Paz 1979-2003 2505