Discursos 1978 9


A LOS PERIODISTAS Y OPERADORES AUDIOVISUALES


Sábado 21 de octubre de 1978

: Señoras y Señores:

¡Sed bienvenidos! Os agradezco vivamente todo lo que habéis hecho y todo lo que haréis, para presentar al gran público, en la prensa, radio y televisión, los acontecimientos de la Iglesia católica, que os han reunido tantas veces en Roma en estos dos meses.

Ciertamente en vuestra vida profesional habéis vivido días agotadores, a la vez que emocionantes. El carácter repentino e imprevisible de los hechos que se han sucedido, os ha obligado a echar mano de un conjunto de conocimientos en materia de información religiosa que tal vez os eran poco familiares, y también a responder, en condiciones muchas veces febriles, a una exigencia que lleva consigo la enfermedad de nuestro siglo: la prisa. ¡Para vosotros, esperar la "fumata" blanca no ha sido una hora de completo reposo!

Gracias ante todo por haber dado tan amplio eco, con respeto unánime, a la labor considerable y verdaderamente histórica del gran Papa Pablo VI. Gracias por haber hecho tan familiar el rostro sonriente y la actitud evangélica de mi predecesor inmediato, Juan Pablo I. Gracias también por el relieve favorable que habéis dado al reciente Cónclave, a mi elección y a los primeros pasos que yo he dado con la carga pesada del pontificado. En todo caso habéis tenido la ocasión, no solamente de hablar de las personas —que pasan—, sino de la Sede de Roma, de la Iglesia, de sus tradiciones y de sus ritos, de su fe, de sus problemas y de sus esperanzas, de San Pedro y de la misión del Papa, de los grandes desafíos espirituales de hoy, en síntesis, del misterio de la Iglesia. Permitid que yo me detenga un poco en este aspecto: es difícil presentar bien el verdadero rostro de la Iglesia.

Sí, los acontecimientos son siempre difíciles de comprender y de hacerlos comprender. Desde luego, son casi siempre complejos. Basta que se olvide un elemento por inadvertencia, se omita voluntariamente, se minimice o por el contrario se acentúe exageradamente, para falsear la visión presente y las previsiones del futuro. Los hechos de la Iglesia son, por lo demás, más difíciles de captar por los que los contemplan sin una visión de fe, lo digo con todo respeto a cada uno, y más todavía de expresar a un amplio público, que difícilmente capta su verdadero sentido. No obstante, se os exige suscitar el interés y la acogida de ese público, a la vez que vuestras agencias os piden frecuentemente, y sobre todo, lo sensacional. Algunos se sienten entonces tentados de caer en la anécdota; ésta es concreta y puede ser más aceptable, pero a condición de que la anécdota sea significativa y tenga relación real con la naturaleza del hecho religioso. Otros se entregan decididamente a un análisis demasiado detallado de los problemas y de los móviles de las personas de Iglesia, con el riesgo de referir de forma insuficiente sobre lo esencial. que, como sabéis, no es de orden político, sino espiritual. Finalmente, desde este punto de vista las cosas son a menudo más sencillas de lo que uno se imagina: ¡Me atrevería a referirme a mi elección misma!

Pero no es éste el momento de examinar detalladamente los riesgos y méritos de vuestra función de informadores religiosos. Notemos, por otra parte, que parece dibujarse un cierto progreso aquí y allá en la búsqueda de la verdad, en la comprensión y la presentación del hecho religioso. Os felicito por la parte que habéis tenido en ello.

Quizá os haya sorprendido y estimulado ver que en todos los países un público muy amplio, que algunos creían indiferente o alérgico a la institución eclesiástica y a las cosas espirituales, atribuía gran importancia al hecho religioso. Realmente la transmisión de la misión suprema confiada por Cristo a San Pedro para evangelizar a todos los pueblos y reunir en la unidad a todos los discípulos de Cristo, ha aparecido verdaderamente como una realidad que trasciende los acontecimientos habituales. Sí, la transmisión de este hecho tiene profundo eco en los espíritus y en los corazones que perciben cómo Dios está actuando en la historia. Era leal tomar nota de ello y adaptar al caso los medios de comunicación social de que vosotros disponéis a distintos niveles.

10 Precisamente lo que deseo es que los artífices de la información religiosa encuentren siempre en las instancias cualificadas de la Iglesia, la ayuda que necesitan. Aquéllas los deben acoger con respeto a sus convicciones y su profesión, proporcionarles documentación plenamente adecuada y absolutamente objetiva y, a la vez, ofrecerles una perspecti­va cristiana que sitúe los hechos en su significado auténtico para la Iglesia y la humanidad. De este modo podréis realizar estos reportajes religiosos con la competencia específica que requieren.

Vosotros sois muy sensibles a la libertad de información y de expresión, y tenéis razón.

Consideraos gozosos al beneficiaros de ella. Emplead bien esta libertad para discernir desde más cerca la verdad e introducir a vuestros lectores, oyentes o telespectadores a «cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso y de digno de alabanza», según las palabras de San Pablo (
Ph 4,8), a cuanto les ayude a vivir en justicia y fraternidad, a descubrir el sentido último de la vida, a abrirlos al misterio de Dios tan cercano a cada uno de nosotros. En estas condiciones vuestra profesión tan exigente y a veces tan agotadora, yo diría vuestra vocación tan actual y tan hermosa, elevará aún más el espíritu y el corazón de los hombres de buena voluntad y, al mismo tiempo, también la fe de los cristianos. Es un servicio que aprecian mucho la Iglesia y la humanidad.

Yo me atrevo a invitaros también a vosotros a un esfuerzo de comprensión, a una especie de pacto leal: cuando hagáis un reportaje sobre la vida y la actividad de la Iglesia, procurad captar, con la máxima intensidad, las motivaciones auténticas, profundas, espirituales del pensamiento y de la acción de la Iglesia. La Iglesia, por su parte, escucha el testimonio objetivo de los periodistas sobre las esperanzas y las exigencias de este mundo. Esto no quiere decir evidentemente que la Iglesia modele su mensaje según el mundo de su tiempo: es el Evan­gelio el que debe siempre inspirar su actitud.

Yo estoy contento de este primer contacto con vosotros. Os aseguro mi comprensión y me permito contar con la vuestra. Sé que además de vuestros problemas profesionales, sobre los que volveremos a hablar, tenéis cada uno vuestras preocupaciones personales y familiares. No temamos confiarlas a la Virgen María, que está siempre al lado de Cristo. En el nombre de Cristo, yo os bendigo de todo corazón.

Deseo saludar y bendecir no sólo a vosotros, sino a todos vuestros compañeros del mundo entero. Si bien representáis diferentes culturas, estáis todos unidos en el servicio a la verdad. Y el grupo que constituís aquí hoy es ya en sí mismo manifestación espléndida de unidad y solidaridad. Quisiera pediros que me hicierais presente ante vuestras familias y compatriotas de los países respectivos. Os ruego aceptéis cada uno la manifestación de mi respeto, estima y amor fraterno.








A LAS DELEGACIONES DE LAS IGLESIAS CRISTIANAS NO CATÓLICAS


Domingo 2 de octubre de 1978



Muy amados hermanos en Cristo:

En primer lugar querernos agradeceros desde lo hondo del corazón el haber venido aquí hoy. Pues, en efecto, vuestra presencia atestigua nuestra voluntad común de establecer entre nosotros lazos cada vez más estrechos y de superar las divisiones heredadas del pasado; estas divisiones son, lo hemos dicho ya, escándalo intolerable que obstaculiza la proclamación de la Buena Nueva de la salvación dada en Jesucristo y el anuncio de esta gran esperanza de liberación que el mundo de hoy tanto necesita.

En este primer encuentro queremos manifestaros nuestra voluntad firme de avanzar por el camino de la unidad con el espíritu del Concilio Vaticano II y siguiendo el ejemplo de nuestros predecesores. Una buena etapa se ha recorrido ya, pero no debemos detenernos antes de llegar a término. antes de haber llevado a cabo esta unidad que Cristo quiere para su Iglesia y por la que El ha orado.

La voluntad de Cristo, el testimonio que hemos de dar a Cristo, he aquí el motivo que nos mueve a todos y a cada uno a no cansarnos ni desalentarnos en esta empresa. Tenemos confianza de que El, que ha comenzado esta obra entre nosotros. nos dará fuerzas abundantes para perseverar y llevarla a cumplimiento pleno.

11 Tened la bondad de decir a aquellos que representáis y a todos, que el empeño de la Iglesia católica por el movimiento ecuménico tal como ha sido expresado solemnemente en el Concilio Vaticano II, es irreversible.

Nos llenan de alegría vuestras relaciones de confianza fraterna y de colaboración con nuestro Secretariado para la Unidad. Sabernos que con él buscáis pacientemente la solución de las diferencias que nos separan aún y los medios de avanzar juntos con fidelidad cada vez más integral a todos los aspectos de la verdad revelada en Jesucristo. Os aseguro que haremos todo lo posible por ayudaros.

Que el Espíritu de amor y de verdad nos conceda encontrarnos con frecuencia y cada vez más cercanos unos a otros, y cada vez más en comunión profunda en el misterio de Cristo, nuestro único Salvador y nuestro único Señor. Que la Virgen María sea para nosotros ejemplo de esta docilidad al Espíritu Santo que es el centro más profundo de la actitud ecuménica; que nuestra respuesta sea siempre como la suya: soy tu servidor, hágase en mí según tu palabra (cf. Lc
Lc 1,19).










A LOS JEFES DE ESTADO


Y A LAS DELEGACIONES DE LAS MISIONES ESPECIALES


Lunes 23 de octubre de 1978



Excelencias, señoras, señores:

Hace pocas semanas solamente, mi predecesor Juan Pablo I acogía a los miembros de Misiones semejantes, con la sonrisa y la sencillez que le conquistaron todos los corazones. Con este recuerdo inolvidable, deseo manifestaros yo también mi gratitud cordial por haber tomado parte en la ceremonia de apertura de mi pontificado. Mi gratitud va en primer lugar a quienes presidís los destinos de las naciones: me ha impresionado que hayáis venido personalmente. Gracias asimismo a quienes han sido designados por su Gobierno y que asumen muchas veces partes importantes en la gestión de la cosa pública. Gracias a los pueblos y Organizaciones Internacionales que representáis. Sí, vuestra presencia ha sido para mí un gozo y un honor apreciados hondamente. Y sobre todo, me ha parecido expresión del homenaje rendido a la Iglesia católica y a la Santa Sede por su actividad al servicio del Evangelio y de la humanidad.

Está claro que los hombres de Estado y sus colaboradores cualificados tienen en primer lugar la responsabilidad de su propia nación y del bien de sus compatriotas. Pero cada vez resulta más claro, y sois vosotros los primeros convencidos, de que no puede existir auténtico progreso humano ni paz durable sin la búsqueda valiente, leal y desinteresada de una mayor cooperación y unidad entre los pueblos. Por esto, la Iglesia estimula todas las iniciativas que se tomen y todos los pasos que se den a nivel bilateral o multilateral. ¿No es acaso éste el único medio de comenzar a desentrañar problemas aparentemente insolubles? Por otra parte, las Organizaciones Internacionales, cuyos representantes se encuentran aquí junto a los de los Estados, tienen un papel muy importante que yo deseo sea cada vez más eficaz. Me complazco en subrayar su aportación precisamente en vísperas de la "Jornada mundial de las Naciones Unidas".

Sí, en coyuntura a veces tan difícil. tenéis responsabilidades enormes que exigen de vosotros mucha lucidez, tenacidad, apertura, siempre dentro del respeto de las exigencias fundamentales del hombre. ¿Cómo no apreciar tales esfuerzos en la marcha a tientas de la humanidad hacia el progreso y la unidad? Ciertamente son merecedores de estima y aliento.

Los cristianos son especialmente sensibles a esta vocación de los hombres a la cooperación y la unidad, que les revela en el plan de salvación el mensaje evangélico de que Jesús de Nazaret «ha muerto para reunir en uno todos los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11 Jn 52). No hay duda de que este texto había impresionado al célebre obispo de Hipona, San Agustín, que presenta a la humanidad creada a imagen de Dios como hecha añicos en cierta manera por el pecado y llenando de sus añicos a todo el universo: «Pero la misericordia divina reunió los fragmentos esparcidos por todos los sitios, los ha fundido con el fuego de su caridad y ha rehecho su unidad rota» (Enarr. in Psal. 95, 15; PL 37, 1236).

La Iglesia, por su parte, persiguiendo su fin específico de guiar a los hombres por el camino de la salvación, está persuadida de que puede contribuir asimismo eficazmente, gracias al amor evangélico, a esta obra de reconstrucción de la unidad y a la humanización cada vez más profunda de la familia humana y de su historia (cf. Gaudium et spes GS 40). Por esto, precisamente, la Santa Sede establece relaciones con cada uno de vuestros Gobiernos y toma parte en las actividades de las Organizaciones Internacionales. Me alegra constatar con cuánta esti­ma y confianza comprende y acoge la Comunidad internacional una acti­vidad que no tiene otro objetivo sino estar a su servicio.

Excelencias, señoras, señores: ¿Hay necesidad de añadir que los principios que guiaron a mis prede­cesores y, en particular, al llorado Papa Pablo VI. seguirán inspirando la acción de la Santa Sede?

12 Elegido Obispo de Roma y heredero del Apóstol Pedro en el ejercicio de su misión, la preocupación por el bien de toda la Iglesia y la preocupación por la familia humana inseparablemente guiarán mis es­fuerzos.

Ya desde ahora agradezco a los países e instituciones a quienes representáis, la comprensión cada vez mayor —me atrevo a esperar— de que darán testimonio de modo efec­tivo hacia las necesidades espiritua­les del hombre; y el modo con que acogerán la acción de la Santa Sede a este respecto.

Más allá de vuestras personas, sa­ludo con cordialidad a cada uno de los pueblos y naciones a que pertenecéis, y a cada una de las Orga­nizaciones Internacionales en que trabajáis. Que el Señor las bendiga e inspire su actividad. Y que conceda a vosotros y a vuestras familias los dones de su gracia y de su paz.








A LA FEDERACIÓN INTERNACIONAL DE HOMBRES CATÓLICOS «UNUM OMNES»


Sábado 28 de octubre de 1978



Queridos amigos:

La Federación Internacional de Hombres Católicos (Unum omnes), que agrupa a las Asociaciones nacionales de más de treinta países de los diversos continentes, celebra este año el XXX aniversario de su fundación.

En los comienzos de mi pontificado me da gran alegría dirigirme por vez primera a una de las Organizaciones Internacionales Católicas llamadas a prestar una contribución importante a la misión de la Iglesia, o sea, a la evangelización y animación cristiana del mundo. Alegría de ponerme en contacto particularmente con vuestra Federación que ha desarrollado siempre sus actividades con gran fidelidad a la Iglesia, en estrecha comunión con la jerarquía y atenta continuamente a las aspiraciones y problemas actuales. Hoy deseo sólo subrayar algunas características de las Organizaciones nacionales miembros de la Federación, y características también de la Federación en sí, con perspectivas de profundización y renovación.

Vuestra Federación es una Organización internacional de hombres adultos. Al poner de relieve ante todo este aspecto, no se trata de dar menos valor a la participación tan importante de las mujeres, los jóvenes, e incluso los niños, en la misión de la Iglesia, en muchos sectores de la vida social y eclesial.

Se trata sólo de insistir en la necesidad de la presencia activa en el mundo, de hombres católicos adultos, y en la necesidad de su testimonio cristiano y su acción apostólica, para que la Iglesia penetre realmente como levadura en la sociedad humana, con todas las estructuras que tiene, e influenciada como está por tantas ideologías extrañas al espíritu del Evangelio. Pero, ¿cómo llegar a todos estos hombres tan inmersos y absortos en sus responsabilidades y preocupaciones terrenas, hasta el punto de que no hacen caso e incluso olvidan la dimensión religiosa de su vida? ¿Verdad que esto se puede conseguir gracias a otros hombres semejantes a ellos, comprometidos como ellos, pero que a la vez buscan y adoran a Dios sin cesar, y siguen y sirven al Señor Jesucristo?

¿Cómo no aspirar a que haya en todo el mundo hombres católicos de cualquier condición social, con responsabilidades temporales a todos los niveles, que se enrolen en asociaciones apostólicas bien ensambladas en las parroquias y ciudades, a fin de encontrar en ellas la formación cristiana sólida que necesitan, ayudarse mutuamente y prepararse a dar verdadero testimonio apostólico adaptado a las necesidades actuales y animado por el espíritu de amor, servicio y renovación según el Evangelio? Esta inserción local reclama, es evidente, cambios y coordinación a nivel diocesano, nacional e internacional.

Vuestra Federación y las Organizaciones miembros de ésta son católicas. Es una de las características esenciales de estas asociaciones de Acción Católica, que puso bien en claro el reciente Concilio: Perseguir,«manteniendo unión muy estrecha con la jerarquía, fines propiamente apostólicos..., evangelizar y santificar a los hombres y formar cristianamente su conciencia, de suerte que puedan imbuir de espíritu evangélico las diversas comunidades y los diversos ambientes» (Apostalicam actuositatem, 20).

13 La Santa Sede valora grandemente este hondo sentido eclesial de la Federación y os exhorta con fuerza a mantenerlo en todos los niveles. Es trascendental asimismo que vuestra Federación persevere en el afán de dar a sus miembros la formación adecuada para que puedan asumir totalmente su responsabilidad de laicos, ya que en un mundo amenazado de secularización, éstos deben llevar a cabo una acción secular cristiana, buscando el reino de Dios a través de la gestión de las cosas temporales (cf. Lumen gentium LG 31).

El tema estudiado en esta asamblea, «Los derechos del hombre», da prueba de vuestro deseo de estar muy presentes en las realidades sociales de nuestro tiempo. Dicho estudio, realizado a la luz del Evangelio, se propone dos objetivos concretos: el compromiso personal y la acción conjunta de los cristianos con miras a promover, defender y hacer que se respeten esos derechos en la sociedad humana. Por este medio contribuirá a extender la irradiación de la Iglesia a través de la acción de sus miembros laicos.

Os deseo que los trabajos de vuestra asamblea sean muy provechosos. Gracias por la tarea desempeñada en estos treinta años al servicio de la Iglesia; perseverad en ella con fe, esperanza y caridad. Pido al Señor que os guíe; y os bendigo de todo corazón, a vosotros aquí presentes y a vuestros consiliarios, así como a todos los miembros de la Federación y a sus familias.

Permitidme que añada unas palabras en inglés, para insistir en mi alegría de hoy por encontrarme con vosotros que formáis el Consejo Internacional de Hombres Católicos

Deseo manifestaros mi admiración por vuestra entrega a la causa del Señor Jesús. Por el bautismo y la confirmación El os llamó a tomar parte en la misión de su Iglesia, en su propia misión de salvación. Y el Papa está profundamente agradecido a todos vosotros por cuanto estáis haciendo para que avance el reino de Dios, reino de verdad y vida, de amor y de paz. Le emociona sentir cerca vuestra compañía al difundir el Evangelio de Cristo.

Encomiendo vuestras actividades a María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, pidiéndole os mantenga constantes en la fe en su Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, para que el mundo, «viendo vuestras buenas obras, glorifique a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Con mi bendición apostólica.







PEREGRINACIÓN AL SANTUARIO MARIANO DE LA MENTORELLA

Domingo 29 de octubre de 1978



Desde la inauguración del Concilio Vaticano II he tenido posibilidad de residir en Roma varias veces, sea por los trabajos conciliares, sea por otras tareas qua me encomendaba el Papa Pablo VI.

En estas ocasiones de mi estancia en Roma he visitado con frecuencia el santuario de la Virgen de la Mentorella. Este lugar escondido entre los montes me atraía de modo especial. Desde él se puede abarcar y admirar la vista magnífica del paisaje italiano. Incluso unos días antes del último Cónclave estuve aquí. Y si hoy he deseado volver otra vez es por varias razones que ahora explicaré.

Antes quiero pedir disculpas a mis colaboradores, a las autoridades locales y a quienes se han ocupado de organizar y realizar este vuelo, porque mi venida les ha ocasionado una molestia más. Al mismo tiempo saludo cordialmente a los habitantes del vecino pueblo de Guadagnolo y a cuantos han acudido aquí de otras localidades cercanas. Saludo a los custodios de este santuario, los padres polacos de la Resurrección. y también al clero del contorno, con su obispo mons. Guglielmo Giaquinta.

En el Evangelio de San Lucas leemos que María, después de la anunciación, fue a la montaña para visitar a su parienta Isabel. Al llegar a Ain-Karim puso toda su alma en las palabras del cántico que la Iglesia recuerda cada día en Vísperas: «Magnificat anima mea Dominum, Mi alma glorifica al Señor». He deseado venir aquí, a estas montañas, a cantar el Magnificat siguiendo las huellas de María

14 Este es un lugar donde el hombre se abre a Dios de forma especial. Un lugar donde —lejos de todo y al mismo tiempo cerca de la naturaleza— se habla confidencialmente con Dios mismo. Se siente en lo más hondo algo que es la llamada personal del hombre. Y el hombre debe dar gloria a Dios Creador y Redentor; en cierto modo debe convertirse en voz de toda la creación para decir en su nombre Magnificat. Debe anunciar las magnalia Dei, las grandes obras de Dios y, a la vez, expresarse a sí mismo en esta relación sublime con Dios, porque en el mundo visible sólo él puede hacerlo.

En las temporadas de mi estancia en Roma, este lugar me ha ayudado mucho a orar. Y por esto he querido venir también hoy. La oración, que es expresión en distintos modos de la relación del hombre con el Dios vivo, es también la primera tarea y como el primer anuncio del Papa, del mismo modo que es el primer requisito de su servicio a la Iglesia y al mundo.

En los pocos días transcurridos desde el 16 de octubre, he tenido la suerte de oír de labios de personas autorizadas, palabras que confirman el despertar espiritual del hombre moderno. Estas palabras —y ello es significativo— las han pronunciado sobre todo seglares que desempeñan altos cargos en la vida política de varias naciones y pueblos. Han hablado muchas veces de las necesidades del espíritu humano, que no son inferiores a las del cuerpo. Y al mismo tiempo han señalado en primer lugar a la Iglesia como capaz de satisfacer esas ansias.

Lo que ahora digo sea una primera respuesta, humilde, a todo lo que he oído: la Iglesia ora, la Iglesia quiere orar, desea estar al servicio del don más sencillo y, a la vez, más espléndido del espíritu humano, que se realiza en la oración. En efecto, la oración es la expresión principal de la verdad interior del hombre, la primera condición de la auténtica libertad del espíritu.

La Iglesia ora y quiere orar para escuchar la voz interior del Espíritu divino, a fin de que El mismo pueda hablar en nosotros y con nosotros, con los mismos gemidos inenarrables de toda la creación.

La Iglesia ora y quiere orar para responder a las necesidades que nacen de lo más profundo del hombre, que a veces está sumamente agobiado y acosado por las condiciones contingentes de la vida diaria, por todo lo que es temporal, la debilidad, el pecado, el abatimiento, y una vida que parece no tener sentido. La oración da sentido a toda la vida en cada momento y en cualquier circunstancia.

Por ello el Papa, en cuanto Vicario de Cristo en la tierra, desea antes que nada unirse a cuantos tienden a la unión con Cristo en la oración, en cualquier sitio en que estén o se encuentren: como el beduino en la estepa, las carmelitas o los cistercienses en la clausura profunda, o el enfermo en la cama de un hospital en medio de los sufrimientos de la agonía, o un hombre en actividad, en la plenitud de la vida, o las personas oprimidas y humilladas... en todos los sitios.

La Madre de Cristo fue a la montaña a decir su Magnificat. Que el Padre. el Hijo y el Espíritu Santo acojan la oración del Papa en este santuario y conceda los dones del Espíritu a todos los que oran.










AL III CONGRESO INTERNACIONAL DE LA FAMILIA


ORGANIZADO POR EL INSTITUTO DE COOPERACIÓN UNIVERSITARIA


Lunes 30 de octubre de 1978



Es siempre una alegría para el Papa encontrarse con padres y madres de familia, muy conscientes de sus responsabilidades de educadores cristianos. Y es una gracia ver que surgen hoy en la Iglesia abundantes iniciativas de apoyo a la familia.

Ante vosotros no tengo necesidad de insistir en el papel primordial de la familia en la educación humana y cristiana. En varios textos, el reciente Concilio ha puesto de relieve afortunadamente la misión de los padres, "primeros y principales educadores" difícilmente reemplazables (Gravissimum educationis GE 3). Es para ellos un deber natural, puesto que han dado la vida a sus hijos; es también el mejor modo de garantizar a éstos una educación armónica por razón del carácter absolutamente singular de la relación padres-hijos y de la atmósfera de afecto y seguridad que pueden crear los padres con la irradiación de su propio amor (cf. Gaudium et spes GS 52). La mayoría de las sociedades civiles han tenido que llegar a reconocer el papel especial y necesario de los padres en la primera educación. A nivel internacional la "Declaración de los derechos del niño", que por lo menos es signo de consenso muy amplio, ha admitido que el niño "en lo posible debe crecer bajo la tutela y responsabilidad de los padres" (principio 6). Deseamos que este compromiso se vaya traduciendo cada vez más en hechos, sobre todo en el Año Internacional del Niño, que está a punto de comenzar.

15 Pero no basta afirmar y defender este principio del derecho de los padres. Sobre todo hay que procurar ayudarles a desempeñar bien esta difícil tarea de la educación en nuestros tiempos modernos. En este campo, la buena voluntad, el amor mismo, no bastan. Es un aprendizaje que los padres deben adquirir, con la gracia de Dios, en primer lugar, fortificando las propias convicciones morales y religiosas, dando ejemplo, reflexionando asimismo sobre sus experiencias, entre sí, con otros padres, con educadores expertos y con sacerdotes. Se trata de ayudar a los niños y a los adolescentes "a apreciar con recta conciencia los valores morales y a prestarles su adhesión personal, y también a conocer y amar a Dios más perfectamente (Gravissimum educationis GE 1).

Esta educación de su capacidad de juzgar, de su voluntad y de su fe es todo un arte; la atmósfera familiar debe estar impregnada de confianza, diálogo, firmeza, respeto bien entendido de la libertad incipiente; es decir, de todo lo que lleva a la iniciación gradual en el encuentro con el Señor y en las costumbres que honran ya al niño de hoy y preparan el hombre de mañana.

Ojalá que vuestros hijos puedan adquirir en vuestras familias "la primera experiencia de una saludable sociedad humana y de la Iglesia" (cf. Gravissimum educationis GE 3). Os tocará también introducirlos poco a poco en comunidades educativas más amplias que la familia. Entonces ésta debe acompañar a los adolescentes con amor paciente y esperanza, colaborando con los otros educadores sin abdicar de su misión. De este modo, fundamentados en su identidad cristiana para afrontar como se debe un mundo pluralista, a menudo indiferente, e incluso hostil a sus convicciones, estos jóvenes llegarán a ser fuertes en la fe, a servir a la sociedad y a tomar parte activa en la vida de la Iglesia, en comunión con sus Pastores y poniendo por obra las orientaciones del Concilio Vaticano II.

Que el ejemplo y la oración de la Virgen María os ayuden en vuestra magnífica misión. Me gozo en bendecir a vuestras familias y animar, a través de vuestras personas, a todos los padres y asociaciones de padres deseosos de educar cristianamente.







                                                                                  Noviembre de 1978



DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


AL SAGRADO COLEGIO EN SU FIESTA ONOMÁSTICA


Sábado 4 de noviembre de 1978



Deseo agradecer de todo corazón las expresiones de benevolencia hacia mi persona. El día del santo siempre hace converger la atención y cariño de los más cercanos, de la familia, hacia la persona que lleva un nombre determinado. Este nombre nos recuerda el amor de nuestros padres que al imponerlo querían en cierto modo precisar el puesto de su hijo en la comunidad de amor que es la familia. Ellos han sido los primeros que le han llamado con ese nombre y con ellos, los hermanos y hermanas, los parientes, los amigos y los compañeros. Y así el nombre ha trazado el camino del hombre entre los hombres; entre los hombres más cercanos y más queridos.

Pero el misterio del nombre va más lejos. Los padres, que impusieron el nombre al niño en el bautismo, querían indicar su puesto en la gran asamblea de amor que es la Familia de Dios. La Iglesia sobre la tierra propende incesantemente hacia las dimensiones de esta familia en el misterio de la Comunión de los Santos. Al imponer el nombre al propio hijo, los padres quieren introducirlo en la continuidad de este misterio.

Mis padres queridísimos me dieron el nombre de Karol (Carlos), que era también el nombre de mi padre. Ciertamente, jamás pudieron prever ellos (los dos murieron jóvenes) que este nombre iba a abrir a su niño el camino entre los grandes acontecimientos de la Iglesia de hoy.

¡San Carlos! Cuántas veces me he arrodillado ante sus reliquias en la catedral de Milán. Cuántas veces he meditado en su vida, contemplando en mi mente la figura gigantesca de este hombre de Dios y siervo de la Iglesia, Carlos Borromeo, cardenal, obispo de Milán y hombre del Concilio. Es él uno de los grandes protagonistas de la reforma profunda de la Iglesia del siglo XVI, realizada por el Concilio de Trento, que quedará siempre vinculada a su nombre; también es él uno de los artífices de la institución de los seminarios eclesiásticos, confirmada en toda su esencia por el Concilio Vaticano II. El fue asimismo siervo de las almas, que no se dejaba nunca amedrentar; siervo de los que sufrían, de los enfermos, de los condenados a muerte.

¡Mi Patrono! En su nombre mis padres, mi parroquia y mi patria se proponían prepararme desde el principio a un singular servicio a la Iglesia, en el contexto del actual Concilio, con tantas tareas inherentes a su puesta en práctica, y también en el conjunto de las experiencias y sufrimientos del hombre de hoy.

16 Que Dios os pague, venerados hermanos, cardenales de la Santa Iglesia Romana, el haber querido venerar conmigo hoy a San Carlos en mi indigna persona. Dios premie a todos cuantos lo hacen junto con vosotros.

¡Ojalá llegue a ser imitador suyo, al menos en parte!

Confío en que vuestras oraciones y las oraciones de todos los hombres buenos, nobles, benévolos, hermanos y hermanas míos, me ayudarán en ello.

Y ahora, antes de terminar este discurso, séame permitido dirigirme de modo particular a usted, venerado y querido Decano del Sacro Colegio, portador del mismo nombre de Carlos. Tenemos el mismo Patrono y celebramos el santo el mismo día. De mi parte, le deseo también todo lo mejor. Y lo hago desde lo hondo del corazón, con profundísima gratitud. El Decano del Sacro Colegio ha tenido conmigo gran benevolencia en estos primeros días de mi pontificado. Cada vez que habla, sus palabras rebosan amor y entrega; y yo recibo las expresiones que hoy me ha dirigido como señal de apoyo singular en mis primeros pasos al comenzar mi nueva misión. Se lo agradezco de corazón. Y pido a San Carlos, nuestro Patrono común, que bendiga su persona a lo largo de toda la vida, por todos los días llenos de amor a la Iglesia y caracterizados por un espíritu de entrega y servicio que a todos nos edifica.

Con mi bendición apostólica especial.








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