Discursos 1978 16


EN LA BASÍLICA DE SAN FRANCISCO DE ASÍS


Asís, Italia

Domingo 5 de noviembre de 1978



Heme aquí en Asís este día que he querido dedicar de manera particular a los Santos Patronos de esta tierra: Italia; tierra a la que Dios me ha llamado para que pueda realizar mi servicio como Sucesor de San Pedro. Dado que no nací en este suelo, siento más que nunca la necesidad de un "nacimiento" espiritual en él. Por eso vengo este domingo como peregrino a Asís, a los pies del Santo "Poverello" Francisco, que escribió con caracteres incisivos el Evangelio de Cristo en el corazón de los hombres de su tiempo, No podemos extrañarnos de que sus conciudadanos hayan querido ver en él al Patrono de Italia.

El Papa, que por razón de su misión debe tener ante los ojos a toda la Iglesia universal, Esposa de Cristo, en las varias partes del globo, tiene necesidad, de manera particular en su sede de Roma, de la ayuda del Santo Patrono de Italia, tiene necesidad de la intercesión de San Francisco de Asís.

Por esto llega hoy aquí.

Viene para visitar esta ciudad, testimonio siempre de la maravillosa aventura divina, que se desarrolló a caballo entre los siglos XII y XIII. Testimonio de aquella santidad sorprendente que pasó por aquí como un gran soplo del Espíritu. Soplo del que participó San Francisco de Asís, su hermana espiritual Santa Clara, y tantos otros santos nacidos de su espiritualidad evangélica. El mensaje franciscano se extendió lejos, más allá de las fronteras de Italia, y muy pronto llegó también al suelo polaco, de donde yo provengo. Y sigue produciendo allí frutos copiosos, como también en otros países del mundo y en otros continentes.

17 Os diré que siendo arzobispo de Cracovia, vivía cerca de una antiquísima iglesia franciscana y que de vez en cuando iba allí a rezar, a hacer el Vía Crucis, a visitar la capilla de la Virgen Dolorosa. ¡Momentos inolvidables para mí! No se puede por menos de recordar aquí que precisamente de este magnífico tronco de la espiritualidad franciscana brotó el Beato Maximiliano Kolbe, Patrono particular de nuestros tiempos difíciles. Y no puedo dejar de recordar que precisamente aquí en Asís, en esta basílica, el año 1253, el Papa Inocencio IV proclamó Santo al obispo de Cracovia, el mártir Estanislao, ahora Patrono de Polonia, del que yo era hasta hace poco indigno sucesor.

Por eso hoy, al poner pie aquí por primera vez ya como Papa, en el manantial de este gran soplo del Espíritu, de este maravilloso renacimiento de la Iglesia y de la cristiandad en el siglo XIII que va unido a la figura de San Francisco, mi corazón se abre hacia nuestro Patrón y grita:

Tú, que acercaste tanto a Cristo a tu época, ayúdanos a acercar a Cristo a la nuestra, a nuestros tiempos difíciles y críticos.

¡Ayúdanos!

Estos tiempos esperan a Cristo con gran ansia, por más que muchos hombres de nuestra época no se den cuenta.

Nos acercamos al año 2000 después de Cristo. ¿No serán tiempos que nos preparen a un renacimiento de Cristo, a un nuevo Adviento?

Nosotros manifestamos cada día en la plegaria eucarística nuestra esperanza, dirigida a El solo, Redentor y Salvador nuestro, a El que es cumplimiento de la historia del hombre y del mundo.

Ayúdanos, San Francisco de Asís, a acercar Cristo a la Iglesia y al mundo de hoy.

Tú, que has llevado en tu corazón las vicisitudes de tus contemporáneos, ayúdanos, con el corazón cercano al corazón del Redentor, a abrazar las vicisitudes de los hombres de nuestra época: los difíciles problemas sociales, económicos, políticos, los problemas de la cultura y de la civilización contemporánea, todos los sufrimientos del hombre de hoy, sus dudas, sus negaciones, sus desbandadas, sus tensiones, sus complejos, sus inquietudes...

Ayúdanos a traducir todo esto a un lenguaje evangélico sencillo y provechoso.

Ayúdanos a resolver todo en clave evangélica, para que Cristo mismo pueda ser "Camino-Verdad-Vida" para el hombre de nuestro tiempo.

18 Así te lo pide a Ti, hijo santo de la Iglesia, hijo de la tierra italiana, el Papa Juan Pablo II, hijo de la tierra polaca. Espera que no se lo niegues, que le ayudarás. Has sido siempre bueno y te has apresurado siempre a ayudar a cuantos a Ti se han dirigido.

Doy las gracias encarecidamente al Eminentísimo cardenal Silvio Oddi, Delegado Pontificio para la Basílica de San Francisco de Asís; al Excelentísimo obispo de Asís, mons. Dino Tomassini; y a todos los arzobispos y obispos de la región pastoral umbra, así como a los sacerdotes de las distintas diócesis.

Un saludo y un gracias especial a los ministros generales de las cuatro familias franciscanas, a la comunidad de la basílica de San Francisco, a todos los franciscanos, a las familias religiosas —religiosos y religiosas— que se inspiran en la regla y estilo de vida de San Francisco de Asís. Os digo lo que siento en lo hondo del corazón: el Papa está agradecido a vuestra fidelidad a la vocación franciscana. El Papa os está agradecido por vuestra labor apostólica y misión evangélica. El Papa os está agradecido de las oraciones por él y según sus intenciones. El Papa os promete recordaros en la oración. Servid al Señor con alegría. Sed siervos gozosos de su pueblo, porque San Francisco os ha querido siervos alegres de la humanidad; capaces de encender en todas partes la lámpara de la esperanza, confianza y optimismo que tienen su fuente en el Señor mismo. Os sirva de ejemplo hoy y siempre vuestro, nuestro Patrono común, San Francisco de Asís.

Un saludo cordialísimo y deferente a las autoridades civiles aquí presentes: el señor alcalde de Asís, los miembros de la junta municipal y del consejo, las autoridades civiles de la región umbria y de la provincia de Perugia, y los parlamentarios de la zona. Gracias por su presencia, gracias por haber querido unirse a la oración de todos ante la tumba de San Francisco. A los sentimientos de profunda gratitud añado deseos fervientes de bien, prosperidad y progreso para sus personas y para toda la queridísima población de Umbría. Y después, desde Asís, desde este lugar sagrado tan querido de todos los italianos, un saludo emocionado y una bendición particular a toda Italia, a todos los italianos presentes espiritualmente en este encuentro nuestro de oración, y a todo el pueblo italiano.

Deseo enviar un saludo afectuoso y un recuerdo cordial a los emigrantes italianos, a los italianos esparcidos por todos los continentes del globo. Yo sé que en sus casas, tan lejanas muchas veces de Asís y de Italia, hay siempre un recuerdo llevado de Italia y vinculado a Asís, una imagen de San Francisco; y en el corazón. una devoción sincera v vivida al Pobrecillo de Asís.

Un saludo, además, a todos los que se honran de llevar el nombre de Francisco y encuentran en nuestro Santo Patrono ejemplo de vida, protector celestial, guía espiritual e inspiración interior.

Por todos, una oración particular del Papa en Asís. Y a todos, desde Asís, una bendición apostólica especial.








EN LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA SOBRE MINERVA DE ROMA


Domingo 5 de noviembre de 1978



Está ya para acabarse este día que he querido consagrar de manera particular a los Santos Patronos de Italia.

Elegido por el Sacro Colegio Cardenalicio Sucesor de Pedro, con profunda trepidación he aceptado este servicio considerándolo voluntad de nuestro Señor Jesucristo. Cuando he pensado que no soy nativo de esta tierra, sino un extranjero en ella, me ha venido a la mente la figura de San Pedro, también extranjero en Roma. Y así, con espíritu de fe y por obediencia, he aceptado esta elección por la que he llegado a ser Sucesor de San Pedro y Obispo de Roma.

Siento fuertemente la necesidad de inserirme en esta nueva tierra que Pedro escogió viniendo de Jerusalén a Roma. a través de Antioquía. Y la escogió para fundar en ella su cátedra apostólica.

19 Esta tierra me ha resultado siempre cercana: ahora debe convertirse en mi segunda patria, y por ello he pensado expresar hoy de modo especial mi unión con esta tierra, con Italia. Deseo formar parte de ella con toda su riqueza histórica y, al mismo tiempo, con toda su realidad actual.

Un testimonio particular de toda patria terrena de los hombres lo constituyen los santos propios, entre ellos estos dos: Santa Catalina de Siena y San Francisco de Asís, que han sido proclamados Patronos de Italia.

Aquí, ante las reliquias de Santa Catalina, debo dar gracias una vez más a la divina Sabiduría porque ha querido servirse de este corazón de mujer, sencillo y al mismo tiempo profundo, para mostrar, en un periodo de incertidumbre, el camino a la Iglesia y especialmente a los Sucesores de Pedro. ¡Cuánto amor y qué coraje! ¡Qué maravillosa sencillez y a la vez qué maravillosa profundidad de alma! Alma abierta a todas las inspiraciones del Espíritu. consciente de su misión.

Deseo de corazón que en nuestra época Santa Catalina, Doctora de la Iglesia. siga siendo nuestra Patrona para que todos sepamos hacernos cargo de lo que es la vocación cristiana de todos. Esta conciencia de la vocación cristiana debe madurar y hacerse más profunda para que la Iglesia pueda cumplir la misión que le confió Cristo, y pueda cumplirla según las necesidades de nuestros tiempos.

En Santa Catalina de Siena veo un signo visible de la misión de la mujer en la Iglesia. Quisiera decir muchas cosas sobre el tema, pero el breve espacio de tiempo de este día no me lo consiente.

La Iglesia de Jesucristo y de los Apóstoles, es al mismo tiempo Iglesia-Madre e Iglesia-Esposa. Tales expresiones bíblicas revelan con claridad cuán profundamente está inscrita en el misterio de la Iglesia la misión de la mujer.

Ojalá descubramos juntos el multiforme significado de esta misión, caminando de la mano con el mundo femenino de hoy, basándonos en las riquezas que desde el principio puso el Creador en el corazón de la mujer, y en la sabiduría admirable de este corazón que Dios quiso revelar, hace tantos siglos, en Santa Catalina de Siena.

Al igual que fue en aquellos tiempos maestra y guía de los Papas que estaban lejos de Roma, sea hoy inspiradora del Papa venido a Roma y acerque a él no sólo la propia patria, sino también todas las tierras del mundo en un único abrazo de la Iglesia universal.

Con estos deseos os bendigo a todos de corazón.

Además quisiera manifestar mi gratitud al Emmo. cardenal Ciappi, de la Orden de Santo Domingo; al maestro general de los dominicos y a todos sus hermanos (a la vez, hermanos de Santa Catalina de Siena); así como a los obispos aquí presentes; un saludo especial al Excmo. arzobispo de Siena, mons. Castellano, y a todos los miembros de la peregrinación venida de Siena. Debo pedir disculpas por no haber podido ir a vuestra bellísima ciudad, pero espero encontrar otra ocasión para visitarla.

Saludo a todos, me encomiendo a todos, y a todos bendigo de corazón.







ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


CON MILES DE JÓVENES EN la BASÍLICA DE SAN PEDRO


20

Miércoles 8 de noviembre de 1978



Antes de pronunciar su alocución, las ovaciones fortísimas hicieron exclamar al Papa:

Gracias a Dios el edificio de la basílica de San Pedro es bastante fuerte para poder resistir todas estas explosiones...



Bienvenidos seáis, queridos chicos y chicas, y queridísimos jóvenes:

Os saludo de todo corazón y os digo que es muy grande la alegría que me proporcionáis hoy con vuestra presencia nutrida y afectuosa. Siempre se está bien con los jóvenes.

El Papa quiere a todos, a cada hombre y a todos los hombres; pero tiene preferencia por los jóvenes, porque éstos tenían lugar de preferencia en el corazón de Cristo que deseaba estar con los niños (Mc 10,14 Lc 18,16) y departir con los jóvenes; a los jóvenes dirigía en especial su llamamiento (cf. Mt Mt 19,21) y a Juan, el Apóstol más joven, lo había hecho su predilecto.

Os agradezco vivamente; por tanto, el haber venido a visitarme, trayéndome el don precioso de vuestra juventud, de vuestros ojos llenos de alegría y de vida, de vuestros rostros resplandecientes de ideales.

Además de la intensidad de mis sentimientos de afecto, en este primer encuentro deseo expresaros mi esperanza; sí, mi esperanza porque sois la promesa del mañana. Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y de la sociedad.

Al contemplaros pienso con estremecimiento y confianza en lo que os espera en la vida y en lo que seréis en el mundo de mañana; y deseo dejaros tres ideas como viático para vuestra vida:

— buscad a Jesús,

— amad a Jesús,

21 — dad testimonio de Jesús.

1. Lo primero de todo, "buscad a Jesús".

Hoy menos que nunca nos podemos quedar en una fe cristiana superficial o de tipo sociológico; los tiempos han cambiado, bien lo sabéis. El aumento de la cultura, la influencia incesante de los mass-media, el conocer las vicisitudes humanas pasadas y presentes, el aumento de la sensibilidad y de la exigencia de certeza y claridad sobre las verdades fundamentales, la presencia masiva de concepciones ateas, agnósticas e incluso anticristianas en la sociedad y en la cultura, reclaman fe personal, es decir, buscada con ansia de verdad para vivirla luego integralmente.

Es necesario pues llegar a la convicción clara y cierta de la verdad de la propia fe cristiana, es decir, en primer lugar de la historicidad y divinidad de Cristo, y de la misión de la Iglesia que El quiso y fundó.

Cuando se está verdaderamente convencido de que Jesús es el Verbo Encarnado y está siempre presente en la Iglesia, entonces se acepta plenamente su "palabra" porque es palabra divina que no engaña ni se contradice, y nos da el sentido único y verdadero de la vida y de la eternidad. En efecto, ¡El solo tiene palabras de vida eterna! ¡El solo es el camino, la verdad y la vida!

Os lo repito, pues: Buscad a Jesús leyendo y estudiando el Evangelio; leyendo algún libro bueno. Buscad a Jesús sobre todo aprovechando las clases de religión del colegio, las clases de la catequesis, los encuentros en vuestra parroquia.

Buscar a Jesús personalmente con el ansia y el gozo de descubrir la verdad, da honda satisfacción interior y gran fuerza espiritual para poner en práctica después lo que El exige, aunque cueste sacrificio

2. En segundo lugar os digo ¡amad a Jesús!

Jesús no es una idea ni un sentimiento ni un recuerdo. Jesús es una "persona" viva siempre y presente entre nosotros.

Amad a Jesús presente en la Eucaristía. Está presente de modo sacrificial en la Santa Misa que renueva el Sacrificio de la cruz. Ir a Misa significa ir al Calvario para encontrarnos con El, nuestro Redentor.

Viene a nosotros en la santa comunión y queda presente en el sagrario de nuestras iglesias, porque El es nuestro amigo, amigo de todos, y desea ser especialmente amigo y fortaleza en el camino de vuestra vida de muchachos y jóvenes que tenéis tanta necesidad de confianza y amistad.

22 Amad a Jesús presente en la Iglesia a través de los sacerdotes; presente en la familia por medio de vuestros padres y de vuestros seres queridos.

Amad a Jesús presente especialmente en los que sufren del modo que sea: físicamente, moralmente, espiritualmente. Sea vuestro empeño y programa amar al prójimo descubriendo en él el rostro de Cristo.

3. Y finalmente os digo: Dad testimonio de Jesús con vuestra fe valiente y vuestra inocencia.

Es inútil lamentarse de que los tiempos son malos. Como ya escribía San Pablo, hay que vencer el mal haciendo bien (cf. Rom
Rm 12,21). El mundo estima y respeta la valentía de las ideas y la fuerza de la virtud. No tengáis miedo de rechazar palabras, gestos y actitudes no conformes con los ideales cristianos. Sed valientes para oponeros a todo lo que destruye vuestra inocencia o desflora la lozanía de vuestro amor a Cristo.

Buscar a Jesús, amarle, dar testimonio de El.

Sea éste vuestro afán; ésta es la consigna que os dejo.

Actuando así no sólo conservaréis en vuestra vida el gozo verdadero, sino que también reportaréis beneficio a la sociedad entera, que tiene necesidad de coherencia con el mensaje evangélico antes que nada.

Esto es cuanto os deseo de todo corazón al bendeciros a vosotros, a vuestros seres queridos y a cuantos se dedican a vuestra formación.
* * *


Os agradezco este momento que hemos dedicado juntos a estas tres ideas: buscar a Cristo, amarle y dar testimonio de El. Yo os he ido hablando y vosotros habéis dado rienda suelta al entusiasmo para manifestarme vuestra respuesta








A LOS OBISPOS DE LA V Y VII REGIÓN PASTORAL


DE ESTADOS UNIDOS EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Jueves 9 de noviembre de 1978



23 Queridos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

Uno de los consuelos más grandes del nuevo Papa es saber que cuenta con el amor y el apoyo de todo el Pueblo de Dios. Al igual que el Apóstol Pedro en los Hechos de los Apóstoles, el Papa está fuertemente sostenido por las oraciones fervientes de los fieles.

Así, resulta un gozo especial para mí hallarme hoy entre vosotros, hermanos míos en el Episcopado, Pastores de Iglesias locales de Estados Unidos de América. Sé que traéis con vosotros la fe profunda de vuestro pueblo, su hondo respeto por el misterio de la función de Pedro en el designio de Dios sobre su Iglesia universal, y su amor a Cristo y a los hermanos. Por providencia de Dios he podido visitar vuestra tierra y conocer personalmente algunos sectores de vuestro pueblo. Este encontrarnos juntos es en sí una celebración de la unidad de la Iglesia. Es también testimonio de que aceptamos a Jesucristo en la totalidad de su misterio de salvación.

Como Siervo y Pastor y Padre de la Iglesia universal, en este momento deseo manifestaros mi amor a todos cuantos estáis llamados especialmente a trabajar por el Evangelio y a cuantos colaboran directamente con vosotros en vuestras diócesis para la construcción del reino de Dios.

Como vosotros, siendo obispo aprendí a comprender directa y personalmente el ministerio de los sacerdotes, los problemas que gravan sobre su vida, los esfuerzos espléndidos que hacen y sus sacrificios, que constituyen parte integral de su servicio al Pueblo de Dios.

Como vosotros, estoy plenamente convencido de lo mucho que Cristo cuenta con sus sacerdotes para realizar en el tiempo su misión de redención. Y al igual que vosotros he trabajado también con los religiosos dándoles muestras de la estima que tiene la Iglesia hacia ellos por su vocación de amor consagrado; y urgiéndoles a prestar colaboración generosa en la vida corporativa de la comunidad eclesial. Todos hemos presenciado abundantes ejemplos de auténtica evangelica testificatio.

Ahora os ruego a todos que os hagáis portadores de mi felicitación al clero y a los religiosos, presentándoles la seguridad de mi comprensión, solidaridad y amor en Jesucristo y en la Iglesia.

Sé también que mis obligaciones pastorales se extienden a toda la comunidad de fieles.

En esta audiencia me gustaría ofreceros algunas reflexiones básicas de cuya importancia para cada Iglesia local en su totalidad, tengo plena convicción.

Al señalar prioridades, mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo I eligieron temas de importancia suma; yo reitero con pleno conocimiento y convicción personal todas sus exhortaciones y directrices a los obispos americanos.

En la última visita ad Limina realizada por obispos de los Estados Unidos, mi predecesor inmediato dedicó su discurso al tema de la familia cristiana. Ya en las primeras semanas de mi pontificado, yo también he tenido ocasión de hablar de este tema y subrayar su trascendencia. Sí, que sepan todas las maravillosas familias cristianas de la Iglesia de Dios que el Papa está con ellas, unido en la oración, en la esperanza y en la confianza. El Papa les confirma en la misión dada por el mismo Cristo, proclama su dignidad y bendice sus esfuerzos.

24 Estoy plenamente convencido de que las familias de todos los sitios y la gran familia de la Iglesia católica recibirían un gran servicio —se les rendiría un servicio pastoral auténtico— si se insistiera de nuevo sobre el papel de la doctrina en la vida de la Iglesia.

En el plan de Dios un pontificado nuevo es siempre un comenzar de nuevo, que trae esperanzas frescas y ofrece oportunidades nuevas para reflexionar, convertirse, orar y hacer propósitos.

Bajo el cuidado de María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, deseo dedicar mi pontificado a proseguir la aplicación auténtica del Concilio Vaticano II, bajo la acción del Espíritu Santo. Y a este respecto, nada es más iluminador que recordar las palabras exactas que Juan XXIII pronunció el día de la apertura para señalar la orientación de este gran acontecimiento eclesial: «Lo que principalmente atañe al Concilio Ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz».

Esta visión del futuro dada por el Papa Juan es válida todavía. Era la única base sólida para un Concilio Ecuménico orientado a la renovación pastoral; es la única base sólida de nuestras tareas pastorales de obispos de la Iglesia de Dios. Esta es, por tanto, mi esperanza más fuerte para los Pastores de la Iglesia de América y para los Pastores de la Iglesia universal: «Que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz».

El sagrado depósito de la Palabra de Dios que la Iglesia nos entrega, constituye el gozo y la fuerza de la vida de nuestro pueblo. Es la única solución pastoral de los muchos problemas de hoy día.

Presentar este sagrado depósito de la doctrina cristiana en toda su pureza e integridad, con todas sus exigencias y todo su poder, es una responsabilidad pastoral santa; es, además, el servicio más sublime que podemos prestar.

Y la segunda esperanza que quisiera confiaros hoy es la esperanza de que se salvaguarde la gran disciplina de la Iglesia, esperanza que formuló elocuentemente Juan Pablo I al día siguiente de su elección: «Queremos mantener intacta en la vida de los sacerdotes y de los fieles, aquella gran disciplina de la Iglesia que su misma historia, enriquecida con la experiencia, acreditó a lo largo de los siglos con ejemplos de santidad y perfección heroica, tamo en la práctica de las virtudes evangélicas, como en el servicio a los pobres, humildes e indefensos».

Estas dos esperanzas no agotan nuestras aspiraciones y nuestras oraciones, pero merecen esfuerzos pastorales intensos y laboriosidad apostólica.

Estos esfuerzos y esta laboriosidad de parte nuestra son a la vez expresión de amor real y de interés por la grey confiada a nuestro cuidado por Jesucristo, el Pastor Supremo, una carga pastoral que se ha de ejercer dentro de la unidad de la Iglesia universal y en el contexto de la colegialidad del Episcopado.

Estas esperanzas para la vida de la Iglesia —pureza de doctrina y disciplina cabal— dependen de cada nueva generación de sacerdotes que perpetúan con amor generoso la entrega de la Iglesia al Evangelio. Por esta razón demostró gran sabiduría Pablo VI al pedir a los obispos americanos: «que cumpláis con amorosa atención personal vuestra gran responsabilidad pastoral con los seminaristas, estad enterados del contenido de sus estudios, animadles a amar la Palabra de Dios y a que nunca se avergüencen de la aparente locura de la cruz» (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 3 de julio de 1977, pág. 9). Y es éste mi gran deseo hoy: que el acentuar la importancia de la doctrina y de la disciplina sea la aportación postconciliar de vuestros seminarios, de modo que «la Palabra del Señor sea difundida y sea El glorificado» (
2Th 3,1).

Y en todos vuestros afanes pastorales podéis tener la seguridad de que el Papa está unido a vosotros y cercano en el amor a Jesucristo.

25 Todos nosotros tenemos un sólo objetivo: mostrarnos fieles a la misión pastoral que se nos ha encomendado, que es guiar al Pueblo de Dios «por las rectas sendas, por amor de su nombre» (Ps 23,3), de forma que podamos decir con responsabilidad pastoral con Jesús al Padre: «Mientras yo estaba con ellos, yo conservaba en tu nombre a éstos que me has dado, y los guardé y ninguno de ellos pereció...» (Jn 17,12).

En el nombre del Señor paz a vosotros y a vuestra gente. Con mi bendición apostólica.








AL CLERO DE ROMA


Jueves 9 de noviembre de 1978



Señor cardenal:

1. De todo corazón deseo agradecer las palabras que me ha dirigido al comienzo de este encuentro. Con el cardenal Vicario, el vicegerente y los obispos auxiliares, está presente hoy aquí el clero de la diócesis de Roma, para encontrarse con el nuevo Obispo de Roma, que Cristo ha designado a través del voto de los cardenales en el Cónclave del 16 de octubre, después de la muerte repentina del Papa tan amado Juan Pablo I. Debo confesaros, queridos hermanos, que he deseado mucho este encuentro y lo he esperado mucho. Sin embargo, recogiendo la herencia de mis venerables predecesores —en efecto, apenas nos separan tres meses de la muerte del gran Papa Pablo VI—, he pensado que convenía actuar gradualmente; más todavía al ser tan insólitas las circunstancias.

Al cabo de 455 años, la sucesión de los Obispos de Roma cuenta con un Papa que viene de más allá de los confines de Italia. Por ello me ha parecido obligado que la toma de posesión de la diócesis de Roma, vinculada a la entrada solemne en la basílica de San Juan de Letrán, fuera precedida de un período de preparación. En este tiempo he querido inserirme en la magnífica corriente de la tradición cristiana de Italia, patente en la figura de sus dos Patronos, San Francisco de Asís y Santa Catalina de Siena. Después de esta preparación, deseo cumplir el deber fundamental de mi pontificado, es decir, tomar posesión de Roma como diócesis, como Iglesia de esta ciudad, asumir oficialmente la responsabilidad de esta comunidad, de esta tradición en cuyo origen está San Pedro Apóstol.

Soy plenamente consciente de haber llegado a ser Papa de la Iglesia universal por ser Obispo de Roma. El ministerio (munus) del Obispo de Roma, en cuanto Sucesor de Pedro, es la raíz de su universalidad.

Nuestro encuentro de hoy en la fiesta de la Dedicación de la Basílica Lateranense, es como la inauguración del acto solemne que tendrá lugar el domingo próximo. Saludo al cardenal Vicario, a mons. vicegerente, a los obispos y sacerdotes aquí reunidos, tanto diocesanos como religiosos. A todos doy mi más cordial bienvenida en nombre de Cristo Salvador.

2. Con gran atención he escuchado el discurso del cardenal Vicario. Añado que antes de nuestro encuentro de hoy, había tenido ya la bondad de informarme sobre varias cuestiones relativas a la diócesis de Roma y, en particular, sobre la actividad pastoral que pesa sobre vuestros hombros, queridos hermanos sacerdotes, en esta diócesis, la primera por dignidad entre las diócesis de la Iglesia.

Mientras escuchaba el discurso iba constatando con gozo que los problemas más esenciales me resultan familiares. Forman parte de toda mi experiencia precedente. Veinte años de servicio episcopal y casi quince de dirección pastoral de una de las diócesis más antiguas de Polonia, la archidiócesis de Cracovia, hacen que estos problemas vuelvan a tomar vida en mi recuerdo, obligándome a confrontarlos entre sí, sin dejar de tener en cuenta —como es obvio— la diferencia de situaciones. Sé muy bien lo que significa la evangelización y la actividad pastoral en una ciudad cuyo centro monumental abunda en iglesias casi despobladas, mientras van surgiendo al mismo tiempo barrios y suburbios nuevos a los que es necesario atender, luchando incluso por conseguir iglesias nuevas, parroquias nuevas y las demás condiciones fundamentales para la evangelización. Recuerdo a los sacerdotes dignos de admiración, celosos y con frecuencia heroicos, con quienes he compartido afanes y luchas. Por estos caminos la fe, alimentada por la tradición, cobra fuerzas nuevas. La laicización programada o también la que brota de costumbres y predisposiciones de los habitantes de una ciudad grande, se detiene cuando encuentra un testimonio vital de fe que sabe hacer patente también la dimensión social del Evangelio.

Conozco igualmente, queridos her­manos, el significado de cada una de las instituciones y estructuras de las que el cardenal Vicario ha tenido a bien darme noticia. O sea, la curia —en nuestro caso el Vicariato de Roma—, las prefecturas y el correspondiente consejo de párrocos prefectos, así como el consejo presbiteral. He aprendido a apreciar en su justo valor estas formas de trabajo en grupo. Todas ellas no son sólo estructuras administrativas, sino centros en los que se expresa y realiza nuestra comunión sacerdotal y también la unión dentro del servicio pastoral y de la evangelización. En mi anterior trabajo episcopal me ha prestado gran servicio el consejo presbiteral, en cuanto comunidad y como lugar de encuentro para compartir, junto con el obispo, la solicitud común hacia toda la vida del presbyterium, y para dar eficacia a su actividad pastoral.

26 Entre las instituciones que el cardenal Vicario ha enumerado en su discurso, en mi anterior servicio de obispo he seguido muy de cerca y he estimado mucho estas tres: el seminario, la universidad de ciencias teológicas y la parroquia.

¡Cómo quisiera contribuir a su desarrollo!

El seminario es de hecho "la pupila de los ojos" no sólo de los obispos, sino de toda la Iglesia local y universal.

A la universidad de ciencias teológicas —en este caso la Universidad Lateranense— estimaré tanto como amaba y sigo amando la facultad de teología de Cracovia, con sus distintos anejos.

¡Respecto de la parroquia, qué razón tan profunda encuentro para decir que el obispo se siente más a gusto "en la parroquia"! La visita a las parroquias —células fundamentales de la organización de la Iglesia y, a la vez, de la comunidad del Pueblo de Dios— ¡cuánto me gustaba! Espero poder continuarlas aquí para conocer vuestros problemas y los de las parroquias. Sobre este tema hemos tenido conversaciones preliminares con su Eminencia y sus obispos

3. Todo lo que digo se refiere a vosotros y os toca directamente, queridos hermanos sacerdotes romanos. Mientras me encuentro aquí con vosotros por vez primera y os saludo con afecto sincero, tengo todavía ante los ojos y en el corazón al presbyterium de la Iglesia de Cracovia: todos nuestros encuentros en ocasiones varias, las conversaciones frecuentes que comenzaban ya en los años de seminario, las reuniones de sacerdotes compañeros de ordenación de cada uno de los cursos del semi­nario, a las que siempre me invita­ban y en las que yo tomaba parte con gozo y provecho.

Está claro que no será posible trasplantar aquí todo aquello en estas condiciones nuevas de trabajo; pero debemos hacer todo lo posible para estar cerca, para formar el unum, la comunión sacerdotal constituida por todo el clero diocesano y religioso, y por los sacerdotes procedentes de distintas partes del mundo, que trabajan en la Curia Romana e igualmente se dedican con celo al ministerio pastoral.

Esta comunión de los sacerdotes entre sí y con el obispo, es la condición fundamental de la unión entre todo el Pueblo de Dios. Aquella construye su unidad en el pluralismo y en la solidaridad cristiana. La unión de los sacerdotes con el obispo debe convertirse en la fuente de la unión mutua entre los sacerdotes y los grupos de sacerdotes. Esta unión, en cuya base encontramos la conciencia de la grandeza de la propia misión, se expresa en el intercambio de servicios y experiencias, en la disponibilidad a colaborar, en la inserción en todas las actividades pastorales, sea en la parroquia o la catequesis o al dirigir la acción apostólica de los laicos.

Queridos hermanos: Debemos amar desde lo más profundo del alma nuestro sacerdocio, como gran "sacramento social". Debemos amarlo como la esencia de nuestra vida y nuestra vocación, como base de nuestra identidad cristiana y humana.

Ninguno de nosotros puede estar dividido en sí mismo.

El sacerdocio sacramental, el sacerdocio ministerial, exige una fe particular, un empeño especial de todas las fuerzas del alma y del cuerpo, exige un aprecio especial de la propia vocación en cuanto voca­ción excepcional. Cada uno de nosotros debe agradecer de rodillas a Cristo el don de esta vocación: «¿Qué podré yo dar a Yavé por todos los beneficios que me ha hecho? Tomaré el cáliz de la salvación e invocaré el nombre de Yavé» (
Ps 115).

27 Queridos hermanos: Debemos tomar el "cáliz de la salvación".

Somos necesarios a los hombres, somos inmensamente necesarios, y no a medio servicio ni a medio tiempo, como si fuéramos, unos "empleados".

Somos necesarios como el que da testimonio, y despertamos en los otros la necesidad de dar testimonio. Y si alguna vez puede parecer que no somos necesarios, quiere decir que debemos comenzar a dar un testimonio más claro, y entonces nos percataremos de lo mucho que el mundo de hoy necesita de nuestro testimonio sacerdotal, de nuestro servicio, de nuestro sacerdocio.

Debemos dar y ofrecer a los hombres de nuestro tiempo, a nuestros fieles, al pueblo de Roma, este testimonio con toda nuestra existencia humana, con todo nuestro ser.

El testimonio sacerdotal, el tuyo, queridísimo hermano sacerdote, y el mío, comprometen a toda nuestra persona. Sí, de hecho el Señor parece decirnos:

«Tengo necesidad de tus manos para seguir bendiciendo, / tengo necesidad de tus labios para seguir hablando, / tengo necesidad de tu cuerpo para seguir sufriendo. / Tengo necesidad de tu corazón para seguir amando, / tengo necesidad de ti para seguir salvando». (Michel Quoist, Plegarias).

No nos hagamos la ilusión de servir al Evangelio si tratamos de "diluir" nuestro carisma sacerdotal a través de un interés exagerado hacia el amplío campo de los problemas temporales, si deseamos "laicizar" nuestra manera de vivir y actuar, si cancelamos hasta los signos externos de nuestra vocación sacerdotal. Debemos mantener el significado de nuestra vocación singular, y tal "singularidad" se debe manifestar también en nuestra forma de vestir. ¡No nos avergoncemos de ello!

Sí, estamos en el mundo, ¡pero no somos del mundo!

El Concilio Vaticano II nos ha recordado la espléndida verdad sobre el "sacerdocio universal" de todo el Pueblo de Dios, que se deriva de la participación en el único sacerdocio de Jesucristo.

Nuestro sacerdocio "ministerial", radicado en el sacramento del orden, se diferencia esencialmente del sacerdocio universal de los fieles. Ha sido instituido a fin de iluminar más eficazmente a nuestros hermanos y hermanas que viven en el mundo —es decir, los laicos— acerca del hecho de que todos somos en Jesucristo "reino de sacerdotes" para el Padre.

El sacerdote alcanza este objetivo a través del ministerio que le es propio, el ministerio de la palabra y de los sacramentos, y sobre todo a través del sacrificio eucarístico para el cual sólo él está autorizado; todo ello el sacerdote lo lleva a cabo asimismo a través de un estilo de vida apropiado.

28 Por esto nuestro sacerdocio debe ser límpido y expresivo. Y si en la tradición de nuestra Iglesia está estrechamente vinculado al celibato, lo está precisamente por la limpidez y transparencia "evangélica" a que se refieren las palabras de Nuestro Señor sobre el celibato: "por amor del reino de los cielos" (cf. Mt Mt 19,12).

El Concilio Vaticano II y uno de los primeros Sínodos Episcopales, el de 1971, han prestado gran atención a estas cuestiones. Recordemos, además, que Pablo VI elevó a los altares al Beato Maximiliano Kolbe, sacerdote, durante dicho Sínodo. Hoy quiero referirme a todo cuanto se enunció entonces y también al testimonio sacerdotal. de mi compatriota.

Quisiera confiaros asimismo otro problema que llevo muy en el corazón: las vocaciones sacerdotales para esta querida ciudad y amada diócesis de Roma.

Estimados sacerdotes: Haceos solidarios de esta preocupación mía y de mi interés por ella.

Volved a vuestros recuerdos personales. ¿Acaso no se halla en los principios de vuestra vocación un sacerdote ejemplar que guió vuestros primeros pasos hacia el sacerdocio? ¿No es verdad que vuestro primer pensamiento, vuestro primer deseo de servir al Señor, están ligados a la persona concreta de un sacerdote-confesor, de un sacerdote-amigo? Vaya a este sacerdote vuestro recuerdo agradecido, vuestro corazón rebosante de gratitud.

Sí, el Señor tiene necesidad de intermediarios, de instrumentos para hacer oír su voz y su llamada. Queridos sacerdotes: Ofreceos al Señor para ser instrumentos suyos en la llamada a nuevos obreros para su viña. Jóvenes generosos no faltan.

Con gran humildad y amor suplico a Cristo, único y eterno Sacerdote, por intercesión de su Madre y Madre nuestra, tan venerada en la imagen conocida en todo el mundo como Salus Populi Romani, que nuestro servicio sacerdotal y pastoral común en esta diócesis, que es la diócesis más venerable de la Iglesia universal, sea bendecido y produzca frutos copiosos.

Tomando finalmente las palabras de la oración sacerdotal de Jesucristo, termino diciendo: «Padre Santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado, para que sean uno..., para que ninguno se pierda..., para que sean santificados en la verdad» (cf. Jn Jn 17,11 Jn Jn 17,19).

Discursos 1978 16