Discursos 1978 28


DISCURSO DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II

A LAS RELIGIOSAS DE ROMA

Viernes 10 de noviembre de 1978


: Queridas hermanas:

1. Ayer, festividad de la Dedicación de la basílica del Santísimo Salvador de Letrán, di comienzo a la preparación del gran acto de toma de posesión de dicha basílica —cátedra del Obispo de Roma—, que tendrá lugar el domingo próximo. Por ello, me he encontrado ayer con el clero de la diócesis de Roma, sobre todo con los sacerdotes dedicados a la pastoral diocesana. Hoy me reúno con vosotras, religiosas. He querido que este encuentro siguiese inmediatamente al de ayer. Así tengo oportunidad de acercarme como nuevo Obispo de Roma a quienes constituyen, en cierto modo, las principales reservas espirituales de esta diócesis, que es la primera entre todas las diócesis de la Iglesia, y tener al menos un primer contacto con ellas. Tengo gran interés en este contacto y en este conocimiento.

29 ¡Habéis venido en gran número! Seguramente ninguna cátedra episcopal del mundo puede contar con tantas. El cardenal Vicario de Roma me ha informado de que en el territorio de la diócesis hay casi veinte mil religiosas, unas doscientas casas generales y alrededor de quinientas casas provinciales de distintas órdenes y congregaciones femeninas. Estas casas están al servicio de vuestras familias religiosas en el ámbito de la Iglesia entera, o también de provincias que sobrepasan los límites de la ciudad de Roma. Durante los años de mi ministerio episcopal, me encontré muchas veces con órdenes femeninas (Cracovia es la más rica de Polonia en religiosas), y he podido darme cuenta de cómo desean todas las congregaciones tener una casa, y sobre todo la casa general precisamente, en Roma junto al Papa. Me alegro de ello y os lo agradezco, si bien soy del parecer que deberíais manteneros fieles siempre al lugar de origen, donde está la casa-madre, donde se encendió por vez primera la luz de la nueva comunidad, de una vocación nueva, de una misión nueva en la Iglesia.

2. Os doy la bienvenida a todas vosotras, religiosas que os habéis reunido hoy aquí. Deseo ante todo saludaros como nuevo Obispo de Roma y deseo deciros cuál es vuestro puesto en esta "Iglesia local", en esta diócesis concreta de la que me estoy preparando a tomar posesión solemnemente el domingo próximo. Basándome en la tradición viva y secular de la Iglesia, en la doctrina reciente del Concilio Vaticano II y también en mis experiencias anteriores de obispo, vengo aquí con la convicción honda de que el vuestro es "un puesto" especial.

Ello resulta de la visión del hombre y de su vocación que Cristo mismo nos ha manifestado. "Qui potest capere capiat: El que pueda entender, que entienda" (
Mt 19,12) así dijo Él a sus discípulos que le dirigían preguntas insistentes sobre la legislación del Antiguo Testamento y en particular, sobre la legislación referente al matrimonio. En tales preguntas, así como en la tradición del Antiguo Testamento, iba implícita una cierta limitación de esa libertad de los hijos de Dios que Cristo nos ha traído, y que después recalcó con tanta fuerza San Pablo.

La vocación religiosa es fruto precisamente de esta libertad de espíritu reavivada por Cristo, de la que brota la disponibilidad de la donación total a Dios mismo.

La vocación religiosa se sitúa en la aceptación de una disciplina severa que no dimana de un mandamiento, sino de un consejo evangélico: consejo de castidad, consejo de pobreza, consejo de obediencia. Y todo ello, abrazado conscientemente y radicado en el amor al Esposo divino, constituye de hecho la revelación especial de la profundidad que posee la libertad del Espíritu humano. Libertad de los hijos de Dios: hijos e hijas.

Dicha vocación procede de una fe viva y coherente hasta las últimas consecuencias, que abre al hombre la perspectiva final, o sea, la perspectiva del encuentro con Dios mismo, el único digno de un amor "sobre todas las cosas", amor exclusivo y esponsalicio.

Este amor consiste en la donación de todo nuestro ser humano, alma y cuerpo, a Aquel que se ha dado enteramente a nosotros los hombres mediante la Encarnación, la cruz y la humillación, mediante la pobreza, castidad y obediencia: se hizo pobre por nosotros... para que nosotros fuéramos ricos (cf. 2Co 8,9).

Así, pues, a partir de la riqueza de la fe viva, toma vida la vocación religiosa. Esta vocación es como la chispa que enciende en el alma una "llama de amor viva", como escribió San Juan de la Cruz. Una vez aceptada, una vez confirmada solemnemente por medio de los votos, esta vocación debe alimentarse continuamente con la riqueza de la fe, no sólo cuando trae consigo gozo interior, sino también cuando va unida a dificultades, aridez, sufrimiento interior, la llamada "noche" del alma.

Esta vocación es un tesoro peculiar de la Iglesia que no puede cesar de orar para que el Espíritu de Jesucristo suscite vocaciones religiosas en las almas.

En efecto, para la comunidad del Pueblo de Dios y para el "mundo" éstas son signo viviente del "siglo futuro", signo que al mismo tiempo se enraíza (también mediante vuestro hábito religioso) en la vida diaria de la Iglesia y de la sociedad, e impregna sus tejidos más delicados.

Las personas que han amado a Dios sin reservas tienen capacidad especial para amar al hombre y entregarse a él sin intereses personales y sin límites. ¿Acaso tenemos necesidad de pruebas? Las encontramos en todas las épocas de la vida de la Iglesia y las encontramos también en nuestros tiempos. En el tiempo de mi ministerio episcopal anterior, estos testimonios los encontraba a cada paso. Recuerdo los institutos y hospitales de enfermos gravísimos o de minusválidos. En todas partes donde ya nadie podía prestar servicio de buen samaritano, siempre se encontraba una religiosa.

30 3. Este, claro está, es sólo uno de los campos de acción y un ejemplo, por tanto. Dichos campos son en realidad y sin duda alguna, mucho más abundantes. Pues bien, al encontrarme hoy aquí con vosotras por vez primera, queridas religiosas, deseo deciros ante todo que vuestra presencia es indispensable en toda la Iglesia y especialmente aquí en Roma, en esta diócesis. Vuestra presencia debe ser para todos un signo visible del Evangelio. Debe ser asimismo fuente de apostolado especial.

Este apostolado es tan vario y rico que hasta me resulta difícil enumerar aquí todas sus formas, sus campos, sus orientaciones. Va unido al carisma específico de cada congregación, a su espíritu apostólico que la Iglesia y la Santa Sede aprueban con alegría, viendo en él la expresión de la vitalidad del mismo Cuerpo místico de Cristo. Generalmente dicho apostolado es discreto, escondido, cercano al ser humano; y por ello cuadra más al alma femenina, sensible al prójimo y, por lo mismo, llamada a la misión de hermana y madre. Es precisamente ésta la vocación que se encuentra en el "corazón" mismo de vuestro ser de religiosas.

Como Obispo de Roma os pido: sed madres y hermanas espiritualmente de todos los hombres de esta Iglesia que Jesús ha querido confiarme por gracia inefable suya y por su misericordia. Sedlo de todos sin excepción; pero sobre todo de los enfermos, los afligidos, los abandonados, los niños, los jóvenes, las familias en situación difícil... (Corred a su encuentro! ¡No esperéis que vengan ellos a vosotros! El amor nos impele a ello. ¡El amor debe buscar! "Caritas Christi urget nos: El amor de Cristo nos apremia" (
2Co 5,14).

Y ahora os confío un ruego en este comienzo de mi ministerio pastoral: Comprometeos generosamente a colaborar con la gracia de Dios, a fin de que muchas almas jóvenes acojan la llamada del Señor y fuerzas nuevas vengan a incrementar vuestras filas, para hacer frente a las exigencias crecientes que surgen en los amplios campos del apostolado moderno.

La primera forma de colaboración es ciertamente la invocación asidua al "Dueño de la mies" (cf. Mt Mt 9,38) a fin de que ilumine y oriente el corazón de muchas chicas que "están buscando", las cuales existen ciertamente también hoy en esta diócesis, así como en las demás partes del mundo. Ojalá comprendan que no hay ideal más grande al que consagrar la vida, que el de la entrega total de sí a Cristo para servicio del reino.

Pero hay otra manera no menos importante de favorecer la llamada de Dios, y es el testimonio que irradia de vuestra vida:

— testimonio, ante todo, de coherencia sincera con los valores evangélicos y con el carisma propio del instituto; todo lo que sea ceder al compromiso es una desilusión para quien os está cercano, ¡no lo olvidéis!;

— testimonio, luego, de una personalidad humanamente lograda y madura, que sabe entrar en relación con los demás sin prevenciones injustificadas ni imprudencias ingenuas, sino con apertura cordial y equilibrio sereno;

— testimonio, en fin, de vuestro gozo, un gozo que se pueda leer en los ojos y en la actitud, además de en las palabras; y que ponga de manifiesto claramente ante quien os ve vuestra seguridad de que poseéis el "tesoro escondido", "la piedra preciosa", cuya adquisición no admite lamentos por haber renunciado a todo, según el consejo evangélico (cf. Mt Mt 13,44-45).

Y ahora, antes de terminar, quiero dedicar una palabra especial a las queridas religiosas de clausura, a las aquí presentes en este encuentro y a las que se hallan en su clausura austera, escogida por amor especial al Esposo divino.

Os saludo a todas con particular intensidad de sentimientos y visito en espíritu vuestros conventos cerrados en apariencia, pero en realidad tan profundamente abiertos a la presencia de Dios vivo en nuestro mundo humano, y por ello tan necesarios al mundo.

31 Os encomiendo la Iglesia y Roma, os encomiendo los hombres y el mundo. A vosotras, a vuestra oración, a vuestro "holocausto" me encomiendo yo mismo, Obispo de Roma. Estad conmigo, cercanas a mí, vosotras que estáis "en el corazón de la Iglesia". Que en la vida de cada una se realice lo que fue un programa de la vida de Santa Teresa del Niño Jesús "in corde Ecclesiae amor ero: en el corazón de la Iglesia seré amor".

Termino así mi primer encuentro con las religiosas de Roma Santa. En vosotras se perpetúa la siembra singular del Evangelio, expresión peculiar de la llamada a la santidad que recordó últimamente el Concilio en la Constitución sobre la Iglesia. De vosotras espero mucho. En vosotras confío mucho. Y todo ello deseo encerrarlo y expresarlo en la bendición que os imparto de todo corazón.

Os encomiendo a María, Esposa del Espíritu Santo, Madre del Amor más hermoso.








A LA PONTIFICIO COMISIÓN «IUSTITIA ET PAX»


Sábado 11 de noviembre de 1978



Queridos amigos:

Cuento con vosotros, cuento con la Pontificia Comisión Iustitia et Pax para que me ayudéis y ayudéis a la Iglesia entera a dirigir de nuevo a los hombres de nuestro tiempo, con insistencia y urgencia, el llamamiento que les hice al comenzar mi ministerio romano y universal el domingo 22 de octubre: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid!, más todavía, ¡abrid de par en par las puertas a Cristo! ¡Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, la civilización y el desarrollo! ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo El lo conoce!».

Vivimos en unos tiempos en que todo debería impulsar y empujar a la "apertura": el sentir vivamente la solidaridad universal entre los hombres y los pueblos, la necesidad de salvaguardar el ambiente y el patrimonio común de la humanidad, la urgencia de reducir el volumen y la amenaza mortal de los armamentos, el deber de arrancar de la miseria a millones de hombres que, con los medios para llevar una vida decorosa, encontrarían la posibilidad de aportar energías nuevas al esfuerzo común. Ahora bien, ante la envergadura y dificultades de la tarea, se observa en todas partes algo de freno.

En el origen de ello está el miedo; miedo sobre todo al hombre y a su libertad responsable, un miedo que se agrava con frecuencia a causa del desencadenarse de violencias y represiones. Y en fin, se tiene miedo a Jesucristo, sea porque no se le conoce o también porque entre los mismos cristianos no se llega a hacer la experiencia, exigente pero a la vez vivificante, de una existencia inspirada en el Evangelio.

El primer servicio que debe prestar la Iglesia a la causa de la justicia y de la paz, es invitar a los hombres a abrirse a Jesucristo. En El volverán a captar su dignidad esencial de hijos de Dios, formados a la imagen de Dios, dotados de posibilidades insospechadas que los capacitan para afrontar las tareas del momento, ligados los unos a los otros a través de una fraternidad que tiene sus raíces en la paternidad de Dios. En El llegarán a ser libres para un servicio responsable. ¡Que no tengan miedo! Jesucristo no es ni un extraño ni un competidor. No hace sombra a nada au­ténticamente humano, ya sea la per­sona o sus varios logros científicos y sociales.

Tampoco la Iglesia es extraña o competidora. «La Iglesia —dice la Gaudium et spes—, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana» (Nb 76,2).

Al abrir al hombre hacia Dios, la Iglesia lo libra de encerrarse en el sistema ideológico que sea, lo abre hacia sí mismo y hacia los otros, y lo hace disponible a crear cosas nuevas según las exigencias presentes de la evolución de la humanidad.

32 Con el don central de Jesucristo, la Iglesia no aporta a la tarea común un modelo prefabricado, sino un patrimonio —doctrinal y práctico— dinámico y que se ha ido desarrollando al contacto con las situaciones cambiantes de este mundo, bajo el impulso del Evangelio, como fuente de renovación, con una voluntad desinteresada de servicio y una atención a los más pobres (cf. Octogesima adveniens, 42).

Toda la comunidad cristiana toma parte en este servicio. Pero con gran oportunidad deseó el Concilio, y Pablo VI lo llevó a la práctica con la Pontificia Comisión Iustitia et Pax, «la creación de un organismo de la Iglesia universal, que tenga como función estimular a la comunidad católica para promover el desarrollo de las regiones pobres y la justicia social internacional1» (Gaudium et spes
GS 90,3).

A este servicio universal habéis sido llamados al lado del Papa y bajo su dirección. Lo cumplís con espíritu de servicio y en diálogo —que convendrá ampliar— con las Conferencias Episcopales y los distintos organismos que se proponen el mismo objetivo en comunión con aquéllas. Lo lleváis a cabo con espíritu ecuménico, buscando incansablemente y adaptándolas las formas de cooperación capaces de hacer avanzar la unidad de los cristianos en el pensamiento y en la acción.

Sin detrimento de las muchas cuestiones que ocupan la atención de la Comisión, habéis consagrado esta asamblea general al tema del desarrollo de los pueblos.

La Iglesia ha estado presente desde el principio en este esfuerzo ingente y ha seguido sus esperanzas, dificultades y decepciones. La evaluación serena de los resultados positivos (si bien sean insuficientes) debe ayudar a superar las vacilaciones de ahora.

Habéis tenido interés en estudiar todo el conjunto de problemas que plantea la prosecución necesaria de la obra comenzada a nivel de comunidad internacional, en la vida interna de cada pueblo y a nivel de comunidades elementales, en el modo de concebir y llevar a la práctica nuevas maneras de vivir.

La Iglesia, para poder decir la palabra de esperanza que de ella se desea, y afianzar los valores espirituales y morales sin los que no puede haber desarrollo, debe escuchar con paciencia y simpatía a los hombres y a las instituciones que se ocupan de esa tarea a todos los niveles, y medir los obstáculos a su­perar. No se escamotea la realidad que se desea transformar.

La atención prioritaria a los que sufren pobreza radical y a los que padecen injusticias, constituyen sin duda alguna una preocupación fundamental de la Iglesia. En el afán por crear modelos de desarrollo, como a la hora de exigir sacrificios, hay que velar para que no queden mermadas las libertades y derechos personales y sociales esenciales, sin los cuales, por otra parte, dichos modelos quedarían condenados enseguida a un callejón sin salida. Y los cristianos han de procurar estar a la vanguardia en suscitar convicciones y modos de vida que rompan decisivamente el frenesí del consu­mo, agotador y falto de alegría.

Gracias, señor cardenal, por las palabras con las que me habéis atestado los sentimientos filiales y afectuosos de toda la Comisión. Vuestra presencia a la cabeza de este organismo es garantía de que los pueblos pobres, pero ricos en humanidad, estarán en el centro de sus preocupaciones. Gracias a los hermanos obispos, gracias a todos vosotros, queridos amigos, que aportáis a la Comisión y me prestáis a mí vuestra competencia y experiencia humana y apostólica. Mi agradecimiento a todos los miembros de la Curia aquí presentes: gracias a vosotros, la dimensión de la promoción humana y social puede penetrar mejor en la actividad de los otros dicasterios; a cambio de ello, la actividad de la Comisión Iustitia et Pax se inserirá cada vez mejor en la misión global dé la Iglesia.

Vosotros sabéis bien hasta qué punto llegó el interés del Concilio y de mis predecesores por encuadrar la acción de la Iglesia en favor de la justicia, de la paz, del desarrollo y de la liberación, dentro de su misión evangelizadora.

Frente a confusiones que renacen continuamente, conviene no reducir la evangelización a sus frutos en favor de la ciudad terrena: la Iglesia tiene el deber ante los hombres de hacerles llegar hasta la fuente, hasta Jesucristo.

33 La Constitución Dogmática Lumen gentium sigue siendo ciertamente la "carta magna" conciliar: a su luz todos los otros textos adquieren su plena dimensión. En ella la Constitución Pastoral Gaudium et spes, y todo lo que ésta aconseja, no está desvalorizado, sino corroborado.

En el nombre de Cristo os bendigo a vosotros y a vuestros colaboradores, a vuestros seres queridos y a vuestros países tan amados, sobre todo a los que sufren en la prueba. Volviendo al tema de la audiencia del miércoles pasado, diré que el Señor nos ayude y ayude a todos nuestros hermanos a comprometernos en los caminos de la justicia y de la paz.

DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

AL PROF. GIULIO CARLO ARGAN, ALCALDE DE ROMA

Domingo 12 de noviembre de 1978



Señor alcalde:

Le estoy sinceramente agradecido por las nobles palabras que usted me acaba de dirigir; y con usted estoy agradecido a todo el ayuntamiento, al cual me siento gozoso y honrado de dirigir mi saludo cordial.

Este primer encuentro con aquellos a quienes corresponde interpretar, tutelar y servir los intereses de una ciudad como Roma, cuyo glorioso y arcano destino se entrelaza tan íntimamente con las vicisitudes de la Iglesia de Cristo que tiene aquí, por disposición providencial, su centro visible, suscita en mí una avalancha difícilmente contenible de sentimientos, recuerdos y pensamientos solemnes y graves. A esta Ciudad que fue dominadora soberana de pueblos, maestra admirable de civilizaciones, creadora no superada de leyes sapientísimas, llegó un día el humilde pescador de Galilea, el Apóstol Pedro, humanamente desprovisto e inerme, pero sostenido interiormente por la fuerza del Espíritu que le constituía el portador intrépido de la Feliz Noticia, destinada a conquistar el mundo. A esta misma Ciudad ha llegado ahora un nuevo Sucesor de Pedro, también él marcado por muchas limitaciones humanas, pero confiado en la indefectible ayuda de la gracia; procedente además de un país al cual usted, señor alcalde, ha querido dedicar palabras de simpatía y cor­dialidad.

El nuevo Papa inicia hoy oficialmente su ministerio de Obispo de Roma y Pastor de una diócesis, que no tiene pareja en el mundo. Siento vivamente la responsabilidad que deriva de los complejos problemas que lleva consigo el cuidado pastoral de una comunidad crecida vertiginosamente en estos años. No puedo dejar de mirar con simpatía a quien, teniendo sobre sus espaldas el honor y el peso de la administración civil de la Ciudad, se prodiga por el mejoramiento de las condiciones ambientales, la superación de situaciones sociales inadecuadas, la elevación general del tenor de vida de la población.

Al desear que estos objetivos, a los cuales se dirige tan importante servicio a los ciudadanos, sean felizmente conseguidos, expreso también el deseo de que la administración, haciendo suya una visión del bien común que comprende en sí todo auténtico valor humano, sepa reservar una atención abierta y cordial también a las exigencias impuestas por la dimensión religiosa de la Urbe, que, por los incomparables valores cristianos que caracterizan su fisonomía, se constituye en centro de atracción de innumerables multitudes de peregrinos, provenientes de todas las nades del mundo.

Con estos sentimientos invoco la bendición de Dios sobre esta Ciudad, que siento ya mía, y auguro para usted, señor alcalde, para sus colaboradores y para oda la gran familia del pueblo romano, prosperidad serena y progreso civil en la concordia activa, en el respeto mutuo, en el deseo sincero de una convivencia pacífica, armoniosa y justa.









SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A LA MULTITUD CONGREGADA FUERA DE LA BASÍLICA


DE SAN JUAN DE LETRÁN


Domingo 12 de noviembre de 1978

Esta tarde quiero abrazar de modo particular a Roma, quiero hacerlo bajo la protección de San Juan. Doy las gracias a todos y me encomiendo a todos. Durante el sacrificio eucarístico quiero estar unido a todos los romanos. Quiero entrar en esta comunión cristiana y humana que en otro tiempo estableció aquí San Pedro Apóstol.









A LOS OBISPOS DE NUEVA ZELANDA


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


34

Lunes 13 de noviembre de 1978



Queridos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

Estaré eternamente agradecido al Señor por haberme dado la oportunidad de visitar Nueva Zelanda. Aunque mi estancia entre vosotros en 1973 fue breve, me proporcionó gran alegría. Os aseguro que los recuerdos de aquellos días siguen vivos todavía y constituyen una razón más para que haga cuanto pueda por ponerme al servicio de vuestro pueblo en el Evangelio de Cristo.

Con la gracia de Dios tengo la esperanza de cumplir hoy mi ministerio papal con vosotros, mis hermanos obispos; como Sucesor de Pedro quiero confirmaros en la profesión de fe del Apóstol, de modo que con vigor nuevo y nueva fuerza por vuestra parte podáis seguir predicando a Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, y ayudando a vuestro pueblo a comprender plenamente su dignidad cristiana y alcanzar su destino final.

El Concilio Vaticano II quiso evitar toda apariencia de triunfalismo en la Iglesia. A este respecto señaló que Cristo llama a su Iglesia «a esta perenne reforma de la que ella, en cuanto institución terrena y humana, necesita permanentemente» (Unitatis redintegratio UR 6).

Nunca tuvo el Concilio la mínima intención de afirmar que la Iglesia tiene siempre a su disposición soluciones fáciles para cada uno de los problemas (cf. Gaudium et spes GS 33); sin embargo, sí quiso poner de relieve positivamente la tarea de enseñar propia de la Iglesia y el hecho de que está asistida por la luz de Dios para aportar soluciones a problemas que afectan a la humanidad (cf. ib., 12).

El Concilio deseó que todo el pueblo fuera iluminado por la luz de Cristo que brilla en el rostro de la Iglesia, a través de la predicación del Evangelio (cf. Lumen gentium LG 1).

La Iglesia refleja verdaderamente la luz de Cristo, y de Cristo ha recibido un mensaje que responde a las aspiraciones fundamentales del corazón humano.

En la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo se nos recuerda que «los obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de Dios, prediquen juntamente con sus sacerdotes el mensaje de Cristo, de tal manera que toda la actividad temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio» (Gaudium et spes GS 43).

En cuanto obispos, estáis tratando continuamente de responder al deber del servicio pastoral que consiste en transmitir el tesoro de la Palabra de Dios para aplicarla con eficacia a la vida de cada miembro de la grey, a fin de llevar la luz de Cristo a la vida de los individuos y comunidades.

Deseo aseguraros hoy que soy muy consciente de los lazos que nos unen en la Iglesia y en su comunión jerárquica. Contáis con mis oraciones y ayuda en todos vuestros trabajos apostólicos.

35 De modo especial soy uno con nosotros en la misión de defender a vida humana en todos los estadios.

En vuestras empresas catequísticas y en vuestros afanes en favor de la educación católica, podéis contar ton la solidaridad de la Iglesia universal. ¡Qué labor más importante es proporcionar a los niños escuelas católicas, en las que puedan «crecer en caridad llegándonos a Aquel que es nuestra Cabeza, Cristo» (
Ep 4,15).

¡Qué gran reto es para un obispo a custodia del depósito de la doctrina cristiana, de modo que cada veneración nueva pueda recibir la plenitud de la fe apostólica!

¡Y a qué honda sensibilidad paterna y liderazgo espiritual está llamado el obispo, para unir con él eficazmente a toda la diócesis en el ejercicio de la vigilancia colectiva, necesaria para mantener la auténtica educación católica!

Por la palabra, el ejemplo y la oración, el obispo debe alentar a cada miembro de la familia cristiana a cumplir la tarea que le corresponde al hombre o a la mujer para que la luz de Cristo llegue a todo el pueblo, en cada uno de los aspectos vitales de la vida moderna.

A pesar de las dificultades y obstáculos, jamás debemos vacilar en la empresa de volver a establecer la unidad cristiana, siguiendo el deseo ardiente del corazón de Cristo.

La orientación del Concilio Ecuménico es decisiva, y su llamamiento a la conversión y santidad de vida es aún más apremiante hoy que hace catorce años cuando se hizo esta llamada: «Recuerden todos los fieles que tanto mejor promoverán e incluso realizarán la unión de los cristianos, cuanto mayor sea su esfuerzo por vivir una vida más pura según el Evangelio» (Unitatis redintegratio UR 7).

La gran herencia ecuménica del Concilio fue condensada sucintamente por Pablo VI en las palabras finales de su testamento, que propongo una vez más a vuestra meditación y a la de toda la Iglesia: «Continúese la tarea de acercamiento a los hermanos separados con mucha comprensión, mucha paciencia y gran amor; pero sin desviarse de la auténtica doctrina católica». Esta tarea delicada está por encima del poder humano; sólo el Espíritu Santo puede llevarla a cumplimiento. Con intensidad de amor debemos rogar al Padre: «Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad».

Con estas reflexiones reitero mi afecto en Cristo Jesús a todo el pueblo católico y a todos los ciudadanos de Nueva Zelanda. Mi amor especial va a los pobres, los enfermos, los afligidos. Envío un saludo particular al pueblo maorí, animándole a permanecer fuerte en la fe y ferviente en el amor.

Mi bendición apostólica «a todos vosotros los que estáis en Cristo» (1P 5,14).








A LOS JÓVENES PRESENTES EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Miércoles 15 de noviembre de 1978



36 Palabras improvisadas tras recorrer el pasillo de la basílica
y llegar por fin a la cátedra:

Me habían explicado muchas veces el significado de estas audiencias: un encuentro en que el Papa habla y todos escuchan. Pero veo que es algo completamente diferente: todos hablan y arman jaleo, y el Papa escucha. De modo que ahora sí he llegado a entender lo que es esta audiencia del miércoles
* * *


También hoy esta patriarcal Basílica Vaticana está rebosante de juventud bulliciosa que me presenta ante los ojos y sobre todo ante el corazón, un espectáculo grandioso y exaltante.

Queridos chicos y chicas y queridos jóvenes de los centros de enseñanza, parroquias y asociaciones católicas: Os agradezco el gozo y el consuelo que me proporcionáis con vuestra presencia tan nutrida que confirma lo vivamente que sentís en vosotros el problema religioso-moral, respuesta a hondas aspiraciones del espíritu.

Deseo aseguraros que sigo vuestros problemas y dificultades; tomo parte en vuestras expectativas; deseo acompañaros en vuestro camino.

Lo he repetido ya en varias ocasiones: vosotros los jóvenes sois la esperanza de la Iglesia y de la sociedad. Sin embargo, esta afirmación tan evidente a primera vista, quizá tenga necesidad de un momento de reflexión.

Ante todo, ¿los adultos, padres, educadores, hombres responsables de la Iglesia o de la sociedad civil, están de verdad convencidos de la esperanza que vosotros representáis? Los motivos de ansia que brotan de algunas manifestaciones de la vida de la juventud actual, podrían haber debilitado esta certeza y confianza, fuente de actuación inteligente y generosa con vistas a vuestra formación.

Y vosotros, jóvenes queridos, ¿os sentís de verdad y profundamente esperanza y promesa feliz del mañana? Es claro que no basta caer en la cuenta de que se comienza a tener oficialmente cierta edad para que se os infunda el sentido de esta confianza interior, la única que permite mirar al porvenir con la seguridad serena de que se es capaz de transformar las fuerzas que actúan en el mundo, a fin de construir una convivencia verdaderamente digna del hombre.

Ser jóvenes significa vivir en sí una incesante novedad de espíritu, fomentar la búsqueda continua del bien, dar suelta al impulso de transformarse siempre haciéndose mejor, poner en práctica una voluntad perseverante de entrega. ¿Quién nos permitirá todo esto? ¿Es que el hombre posee en sí mismo vigor para afrontar con las propias fuerzas las insidias del mal, del egoísmo y —digámoslo también con claridad— las insidias disgregadoras del "príncipe de este mundo" en actividad siempre para dar al hombre sentido falso de sus autonomías, en primer lugar, y a través del fracaso. llevarlo luego al abismo de la desesperación?

37 A Cristo, el eternamente joven; a Cristo vencedor de toda manifestación de muerte: a Cristo resucitado para siempre; a Cristo que en el Espíritu comunica la vida del Padre, continua y desbordante; a Cristo debemos recurrir todos, jóvenes y adultos, para fundamentar y asegurar la esperanza del mañana que vosotros construiréis, pero que se encuentra ya potencialmente presente en el hoy.

Cristo Jesús debe vencer; cada vez que su gracia derrota en nosotros a las fuerzas del mal, El renueva nuestra juventud, ensancha los horizontes de nuestra esperanza, fortifica las energías de nuestra confianza.

La victoria de Cristo en nuestro corazón exige el ejercicio de la virtud de la fortaleza, tercera virtud cardinal que constituye el tema elegido para la audiencia general de hoy.

Esta virtud que nos permite afrontar los peligros y soportar las adversidades —como afirma Santo Tomás de Aquino—, da fuerza al hombre para combatir con valentía, agere contra, por los ideales de justicia, honradez y paz, hacia los que os sentís profundamente atraídos. No se puede pensar en construir un mundo nuevo sin ser fuertes y valientes para superar las ideas falsas hoy de moda, los criterios de violencia del mundo, las sugestiones del mal. Todo ello exige que traspasemos la barrera del miedo para ser testigos de Cristo y, al mismo tiempo —las dos realidades se superponen—, presentar la imagen del hombre auténtico que se expresa únicamente en el amor, en el don de sí.

También a vosotros quiero señalar el ejemplo de fortaleza de un joven de 18 años, San Estanislao de Kostka, Patrono de la juventud; a pesar de ser de complexión frágil y de naturaleza sensible, para seguir la vocación al estado religioso afronta la oposición del ambiente, escapa de la persecución de los suyos y realiza el viaje de Viena a Roma a pie y de incógnito, para poder entrar en el noviciado de los jesuitas y corresponder así a la llamada del Señor. Su tumba, en la iglesia de San Andrés al Quirinale, es meta de piadosas visitas de muchos jóvenes, sobre todo en estos días.

Queridos jóvenes: Seguir a Cristo, construir al hombre en vosotros y ocuparse de que se construya en los demás, supone propósitos intrépidos y fuerza tenaz para ponerlos en práctica, sosteniéndoos mutuamente también con asociaciones que os lleven a unir los esfuerzos, profundizar unos con otros las convicciones y animaros con ayuda y amor recíprocos.

Confiad en la gracia del Señor que grita dentro de nosotros y para nosotros: ¡Animo!

La victoria sobre el mundo será de Cristo. ¿Queréis poneros de su parte y afrontar con El este combate de amor, animados de esperanza invencible y fortaleza llena de valentía?

No estaréis solos; todos estarán con vosotros; también el Papa, que os ama y bendice.








Discursos 1978 28