Discursos 1978 37


A LOS ALUMNOS DE LA ESCUELA ANTI-INCENDIOS DE ROMA


Patio de San Dámaso

Miércoles 15 de noviembre de 1978



Queridos jóvenes:

38 Con sumo gusto he acogido el deseo de vuestros superiores de encontrarme con vosotros, alumnos de las Escuelas Anti-incendios de Roma, en este patio de San Dámaso, para deciros —si bien sea brevemente— una palabra de complacencia y alabanza por lo que "sois" y por lo que "hacéis":

— "Sois" jóvenes entusiastas y generosos que, como lo hicieron vuestros compañeros mayores en años pasados con mi venerado predecesor Pablo VI, deseáis testimoniar al nuevo Papa vuestra fe en Dios y vuestra confianza en la Iglesia. Os lo agradezco y os ofrezco toda mi simpatía y solidaridad.

— "Hacéis" ejercicio para adiestraros en la disciplina del cuerpo y del espíritu, a fin de rendir a la comunidad un servicio precioso en defensa y protección de los ciudadanos, a costa de grandes peligros incluso; pues bien, sabed unir al ejercicio de las virtudes humanas características de vuestra profesión, el ideal noble y ennoblecedor que os lleva a descubrir en el hermano en peligro o necesitado, al mismo Cristo (cf. Mt
Mt 25,31-46).

Asimismo os deseo que al volver a vuestras casas, cuando terminéis vuestra preparación, podáis llevar a cumplimiento todas estas buenas intenciones vuestras en la vida privada y en la pública: en la formación de una familia futura, con la que ya soñáis, e insertándoos en la sociedad como ciudadanos buenos y honrados, amantes del progreso, la justicia, la paz y el respeto mutuo.

Con estos votos saludo y doy las gracias nuevamente a los oficiales de la Compañía, al capellán jefe y a vosotros, jóvenes queridos que sois la esperanza de la Iglesia y de la sociedad; y a todos imparto mi bendición, que deseo se extienda a vuestros amigos y parientes, y a vuestros seres más queridos.

Hoy en la audiencia general hablaré de la virtud de la fortaleza. He aquí un ejemplo de la fortaleza bien patente







DISCURSO DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II


A LA UNIÓN INTERNACIONAL DE SUPERIORAS GENERALES


Jueves 16 de noviembre de 1978



Queridas hermanas:

Ecce quam bonum et iucundum habitare fratres in unum... Os gusta este Salmo y lo estáis viviendo en este momento. Se puede decir que han pasado los tiempos en que las congregaciones religiosas se reunían poco por motivos geográficos y tal vez por otros. Alabado sea Dios por ello. Y os felicito también a vosotras, hermanas mías, pues de distintas maneras dais testimonio de un único tesoro, confiado por Cristo mismo a su Iglesia, el tesoro incomparable de los consejos evangélicos.

Es cierto que vuestra Unión Internacional de Superioras Generales acaba de salir de la infancia. ¡Sólo tiene trece años! Pero ha producido ya frutos buenos. El nuevo Papa, al igual que su tan benemérito predecesor Pablo VI, que os acogió muchas veces, desearía que produjera aún más frutos. La célebre parábola de la viña y del viñador debe estar presente con frecuencia en mi ánimo y en el vuestro (cf. Jn Jn 15,1-8).

Vuestras reuniones han versado sobre el tema "Vida religiosa y humanidad nueva". Es un tema fundamental, muy antiguo y muy actual.

39 Si bien todo el Pueblo de Dios está llamado a ser humanidad nueva en Cristo y por Cristo (cf. Lumen gentium LG 5), los caminos que conducen a esta humanidad nueva o, dicho de otro modo, a la santidad, son diferentes y deben seguir siéndolo. Precisamente el capítulo sexto de la Lumen gentium proyecta siempre luz sobre vuestro camino, sin hacer discriminación alguna entre los miembros del Pueblo de Dios, la cual iría en contradicción con el proyecto redentor de Cristo Jesús, proyecto de santidad y unidad para el mundo.

A partir del Concilio, las congregaciones religiosas han prodigado tiempo y medios para profundizar en los valores religiosos esenciales. Los han situado bien en el surco de la consagración primera, ontológica e indeleble, que es el bautismo. Y todas las religiosas se han ido como transmitiendo esta consigna: "¡Seamos primero cristianas!", consigna a la que algunas preferían o añadían ésta: "¡Seamos primero mujeres!". Es evidente que la una no excluye a la otra. Estas fórmulas sorprendentes han hallado eco favorable en gran parte del Pueblo de Dios. Pero lo que encierra de positivo tal toma de conciencia no puede dispensar de una vigilancia continua y avisada.

El tesoro de los consejos evangélicos y el compromiso, maduro y para siempre, a hacer de ellos la "carta" de una existencia cristiana, no pueden ser relativizados por una opinión pública aunque sea eclesial.

La Iglesia y —digámoslo— también el mundo, tienen necesidad más que nunca de hombres y mujeres que lo sacrifiquen todo por seguir a Cristo como los Apóstoles. Y hasta tal punto, que el sacrificio del amor conyugal, de la posesión material y del ejercicio totalmente autónomo de la libertad, resultan incomprensibles sin el amor a Cristo.

Este radicalismo es necesario para anunciar proféticamente — si bien siempre humildemente — esta humanidad nueva según Cristo, totalmente disponible a Dios y totalmente disponible a los otros hombres.

Cada religiosa debe dar testimonio de la primacía de Dios y consagrar cada día un tiempo suficientemente largo a estar delante del Señor, para decirle su amor y, sobre todo, para dejarse amar por Él.

Toda religiosa debe transparentar cada día, en su modo de vivir, que ha elegido la sencillez y los medios pobres en todo lo que concierne a su vida personal y comunitaria.

Toda religiosa debe hacer cada día la voluntad de Dios y no la suya, para poner de manifiesto que los proyectos humanos, los suyos y los de la sociedad, no son los únicos planes de la historia, sino que existe un designio de Dios que reclama el sacrificio de la propia libertad.

Este verdadero profetismo de los consejos evangélicos, vivido día a día, y totalmente posible con la gracia de Dios, no es lección orgullosa que se da al pueblo cristiano, sino luz absolutamente indispensable en la vida de la Iglesia —tentada a veces a recurrir a los medios de poder—, e incluso indispensable a la humanidad que va errante por los caminos seductores y decepcionantes del materialismo y del ateísmo.

Y si de verdad vuestra consagración a Dios es una realidad así de profunda, no es algo sin importancia llevar de forma permanente el signo exterior que constituye un hábito religioso, sencillo y adaptado: es el medio para recordaros constantemente a vosotras mismas vuestro compromiso que contrasta con el espíritu del mundo; es un testimonio silencioso pero elocuente; es un signo que nuestro mundo secularizado necesita encontrar en su camino, y que lo desean también muchos cristianos. Os pido que reflexionéis con atención sobre ello.

He aquí hermanas, el precio de vuestra participación real en el anuncio y edificación de esta "humanidad nueva". Pues el hombre, por encima de los bienes terrenales necesarios para vivir, y por desgracia tan mal repartidos, no puede llenarse más que con el conocimiento y el amor de Dios, inseparables de la acogida y del amor a todos los hombres, sobre todo a los más pobres humana y moralmente.

40 Las búsquedas y todas las transformaciones de vuestras congregaciones deben efectuarse con esta óptica; ¡si no, trabajáis en vano!

Todo ello, hermanas mías, es el ideal al que tendéis personalmente y al que atraéis maternal y firmemente a vuestras compañeras de ruta evangélica.

En la práctica —vosotras lo sabéis mejor que otras— tropezáis de vez en cuando con contingencias inevitables: cambios sociales rápidos de un país, número reducido y envejecimiento de vuestro personal, vientos de búsquedas y experiencias interminables, inquietudes de las jóvenes, etc... Sed acogedoras ante todas estas realidades. Tomadlas en serio, pero jamás trágicamente. Buscad con calma soluciones progresivas, claras, valientes. Permaneciendo las mismas, buscad en unión con las otras.

Por encima de todo, sed hijas de la Iglesia no sólo de palabra, sino con las obras.

Con fidelidad siempre renovada al carisma de los fundadores, las congregaciones deben esforzarse efectivamente por corresponder a lo que de ellas espera la Iglesia, a las tareas que la Iglesia con sus Pastores considera más urgente hoy para hacer frente a una misión que tanto necesita de obreros cualificados.

Una garantía de vuestro amor ejemplar a la Iglesia —inseparable del amor a Cristo Jesús— es vuestro diálogo con los responsables de vuestras Iglesias locales, con una voluntad de fidelidad y de entrega a dichas Iglesias; y también vuestras relaciones confiadas con nuestra Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares.

Queridas hermanas: El capital de generosidad de vuestras congregaciones es inmenso. Utilizad estas fuerzas con pleno conocimiento de causa. No permitáis que se dispersen desconsideradamente.

Os ruego transmitáis a cada una de vuestras hermanas, cualquiera que sea su puesto en la congregación cuya responsabilidad lleváis, el afecto del Papa y también la esperanza que pone en ella para que se renueve la práctica exigente de los consejos evangélicos con miras al testimonio significativo de todas las comunidades religiosas, cuya fe ardiente, afán apostólico y, claro está, relaciones interpersonales, hagan decir a los que buscan caminos nuevos, en nuestra sociedad harta ya de materialismo, violencia y miedo: "Hemos encontrado un modelo al que imitar...".

Sí, hermanas, siguiendo las huellas de Santa Catalina de Siena y Santa Teresa de Ávila entre tantas y tantas otras, podéis hacer ver el puesto que corresponde a la mujer en la misma Iglesia.

Que el Espíritu Santo actúe potentemente en vosotras. Con María, que le fue completamente dócil, vivid a la escucha de la Palabra de Dios y ponedla en práctica, hasta la cruz.

Que vuestra entrega total a Cristo sea siempre fuente de gozo, dinamismo y paz.

41 A vosotras y a todas aquellas a quienes representáis, nuestra bendición apostólica.









DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


A UN GRUPO DE OBISPOS DE CANADÁ


EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Viernes 17 de noviembre de 1978



Queridos hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

Es una fuente copiosa de fuerza pastoral reunirnos en el nombre de Jesús y en la unidad de su Iglesia. Para mí personalmente es un verdadero gozo recibiros como hermanos en el Episcopado, compañeros en el Evangelio, Pastores de un gran sector del Pueblo de Dios en Canadá. Vuestras diócesis son inmensamente importantes para la Iglesia universal y para mí, a quien el designio inescrutable de Dios ha colocado ahora en la Sede de Pedro para ser siervo de todos.

Según el Concilio Vaticano II la noción verdadera de diócesis es: «Una porción del Pueblo de Dios que se confía al obispo para ser apacentada con la cooperación de su presbiterio, de suerte que adheri­da a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en que se encuentra y opera verdaderamente la Iglesia de Cristo» (Christus Dominus CD 11). Es el misterio del amor de Dios lo que estamos reflejando hoy: el obispo, Pastor de la Iglesia particular en la que reside la unidad católica.

Esta unidad se actúa y asegura en el Evangelio y la Eucaristía. El Concilio nos recuerda claramente: «Entre las principales funciones de los obispos se destaca la predicación del Evangelio» (Lumen gentium LG 25).

El obispo encuentra su identidad al evangelizar, al ser heraldo del Evangelio que San Pablo asegura ser «poder de Dios para la salud de todo el que cree» (Rm 1,16). En el nivel más alto de nuestro mi­nisterio de evangelización está la Eucaristía, que reconocemos fielmente con el Concilio: «fuente y culmina­ción de toda evangelización» (Presbyterorum ordinis PO 5).

De la Palabra de Dios y de su actuación suprema en la Eucaristía sacamos alegría y fuerza para ser padres y hermanos y amigos de nuestros sacerdotes, que tienen la misión vital de colaborar con nosotros en la comunicación del misterio de Cristo.

Ojalá que el gozo que produce el Evangelio contagie el ministerio de nuestros sacerdotes y les ayude a captar lo mucho que la Iglesia los necesita en su misión de salvación.

También nosotros estamos buscando humildemente gracias en la tumba de San Pedro para responder, con nueva fuerza y amor pastoral aún mayor, a nuestras responsabilidades ante toda la grey.

Con el poder del Evangelio de Cristo afrontarnos todas las situaciones pastorales y problemas inherentes a nuestro ministerio. Sólo sobre esta base podemos construir la Iglesia, que es el germen y principio del reino de Dios sobre la tierra y el fermento de toda la sociedad.

42 En el poder de la Palabra de Dios encontramos energía para promover la justicia, testimoniar el amor, defender la sacralidad de la vida y proclamar la dignidad de la persona humana y su destino trascendente.

En pocas palabras: caminamos hacia adelante serena y confiadamente para proclamar «la incalculable riqueza de Cristo» (
Ep 3,8).

Por razón de la centralidad de la Palabra de Dios estamos llamados a dar prioridad a la custodia y enseñanza cada vez más eficiente del depósito de la fe. A este respecto San Pablo nos exige constante vigilancia apostólica: «Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús que ha de juzgar a vivos y muertos, por su aparición y por su reino: predica la palabra, insiste a tiempo y destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina» (2Tm 4,3).

Al mismo tiempo, y como a obispos que somos, se nos urge a preocuparnos, con celo pastoral y con ahínco, de la sagrada disciplina común a toda la Iglesia (cf. Lumen gentium LG 23).

Esto trae consigo la necesidad de ser sensibles a la acción delicada y soberana del Espíritu Santo en la vida de nuestras gentes, y la per­suasión humilde de que esta acción se actúa de modo especial a través del ministerio de los obispos, a quienes unidos a todo el Colegio Episcopal y a Pedro, su Cabeza, se ha prometido la asistencia del Espíritu Santo, para que puedan guiar eficazmente a los fieles a la salvación.

En este momento de la vida de la Iglesia hay dos aspectos concretos de la disciplina sacramental que son dignos de particular atención por parte de la Iglesia universal, y deseo referirme a ellos ahora para ayudar a los obispos de todo el mundo.

Estas materias forman parte de la disciplina general sobre la que la Sede Apostólica tiene la primera responsabilidad, y en la que el Papa desea confirmar a sus hermanos en el Episcopado y ofrecerles una palabra de aliento y orientación pastoral, para el bien espiritual de los fieles.

Estos dos temas son la práctica de la primera confesión antes de la primera comunión, y la cuestión de la absolución general.

Después de que se habían llevado a cabo algunas experiencias iniciales, en 1973 Pablo VI corroboró la disciplina de la Iglesia latina referente a la primera confesión.

Con espíritu de fidelidad ejemplar muchos obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, maestros y catequistas se dedicaron a explicar la importancia de una disciplina que la autoridad suprema de la Iglesia había confirmado, y a aplicarla para provecho de los fieles.

Las comunidades eclesiales recibieron consuelo al saber que la Iglesia universal volvía a reafirmarles en una materia pastoral sujeta anteriormente a auténticas divergencias de opinión.

43 Os agradezco vuestra vigilancia a este respecto, y os pido que sigáis dando a conocer la solicitud de la Iglesia por mantener esta disciplina universal, tan rica en trasfondo doctrinal y confirmada por la experiencia de tantas Iglesias locales.

Con referencia a los niños que han alcanzado la edad de la razón, la Iglesia se complace en garantizar el valor pastoral de que aquéllos tengan la experiencia de la expresión sacramental de la conversión antes de ser iniciados en la participación eucarística del misterio pascual.

Como Supremo Pastor, Pablo VI manifestó interés profundo y semejante hacia la gran cuestión de la conversión en su aspecto sacramental de confesión individual.

En una visita ad Limina de este mismo año, se refirió con bastante amplitud a las Normas pastorales que regulan la celebración de la absolución general (discurso a obispos norteamericanos, 20 de abril de 1978; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 30 de abril de 1978, pág. 2), haciendo ver cómo estas normas están conectadas de hecho con las enseñanzas solemnes del Concilio de Trento referentes al precepto divino de la confesión individual. Una vez más afirmó el carácter totalmente excepcional de la absolución general. Al mismo tiempo pidió a los obispos que ayuden a los sacerdotes a «apreciar cada vez más este espléndido ministerio sacerdotal de la confesión... Pueden verse obligados a posponer o incluso a dejar otras actividades por falta de tiempo, pero nunca el confesonario».

Os doy las gracias por lo que habéis hecho y haréis por resaltar la importancia de la sabia disciplina de la Iglesia en un campo tan íntimamente vinculado a la obra de reconciliación.

En el nombre del Señor Jesús y en unión con toda la Iglesia, demos seguridad a todos nuestros sacerdotes acerca de la gran eficacia sobrenatural del ministerio perseverante que se ejerce a través de la confesión auricular, con fidelidad al mandato del Señor y a las enseñanzas de su Iglesia. Y una vez más demos seguridades a nuestro pueblo acerca de los grandes beneficios que se derivan de la confesión frecuente. Estoy plenamente convencido de las palabras de mi predecesor Pío XII: «Esta práctica fue introducida en la Iglesia no sin la inspiración del Espíritu Santo» (AAS 35, 1943, pág. 235).

Nuestro Señor Jesucristo mismo insistió sobre la indisolubilidad esencial de matrimonio.

No permita su Iglesia que ofusquen sus enseñanzas sobre esta materia.

La Iglesia sería desleal a su Maestro si no insistiera como El lo hizo, en que quien se divorcia de su esposo o esposa unidos en matrimonio y se casa con otro, comete adulterio (cf. Mc
Mc 10,11-12).

La unión indisoluble entre marido y mujer es un misterio grande o signo sacramental que se refiere a Cristo y su Iglesia. Manteniendo la nitidez de este signo manifestaremos mejor el amor que aquél significa, o sea, el amor sobrenatural que une a Cristo con su Iglesia y une entre sí al Salvador con aquellos a quienes éste salva.

Estad seguros de mi amor fraternal en todas vuestras actividades apostólicas.

44 Me uno con vosotros y vuestro clero —por el que rezo a diario— en el agradecimiento al Señor por las gracias abundantes que derrama sobre la gente de vuestra diócesis: su fuerte sensibilidad a la solidaridad colectiva en la misión de la Iglesia; los signos florecientes de un despertar espiritual; el aumento de la devoción a la Palabra de Dios; el haber entendido con mayor hondura su responsabilidad social; y la fortaleza de los jóvenes en responder a la llamada de Cristo.

Ojalá que la renovación que todos deseamos aporte también la preservación y fortalecimiento del gran legado canadiense de servicio evangélico. sobre todo proporcionando a toda la Iglesia misioneros en gran número. que prediquen el Evangelio de Cristo.

Que el gozo y la paz de Cristo Jesús se comunique con fuerza a través de vuestro ministerio pastoral y el de vuestros queridos sacerdotes, y que todos recibamos estímulo y perseverancia al entender plenamente que «esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (
1Jn 1,3).

Queridos hermanos: Siguiendo gozosamente los pasos de vuestros predecesores, habéis venido a arrodillaros ante la tumba del Apóstol Pedro, como lo he hecho yo tantas veces cuando venía de Cracovia.

Este acto personal y comunitario, emocionante siempre, encierra un sentido profundo y un compromiso sumamente exigente. Todos sabemos que bajo la dependencia de Cristo, que es la única Piedra angular, el humilde Pescador de Galilea fue denominado por el mismo Jesús Roca de la Iglesia.

Es precisamente esta Roca la que permite crecer al Pueblo de Dios sobre bases sólidas, es decir, sobre la fe esencial, a través del tiempo y del espacio; permanecer en unión profunda y constante con Cristo, fuente de vida; mantener y reconstruir la unidad entre los discípulos, resistir al desgaste del tiempo y a las corrientes externas —y a veces internas— de disolución y disgregación. ¡Claro está que el Espíritu Santo no cesa de actuar en todo momento! Y me regocijo con vosotros ante las renovaciones inesperadas y profundizaciones auténticas que constatáis en vuestras comunidades. Son los frutos del Espíritu.

Pero nosotros, que somos Pastores, debemos permanecer alertas y clarividentes en esperanza y humildad.

Las fuerzas de disgregación y disolución están trabajando siempre. La parábola del trigo y la cizaña es siempre actual. Por todo ello, nosotros, ante todo nosotros, los Pastores, debemos profesar alta y claramente la fe, la doctrina de la Iglesia, toda la doctrina de la Iglesia. Por ello también, debemos atraernos y ganarnos denodadamente la adhesión de los fieles a la disciplina sacramental de la Iglesia, garantía de la continuidad y autenticidad de la acción salvadora de Cristo, garantía de la dig­nidad y unidad del culto cristiano y, finalmente, garantía de la vita­lidad auténtica del Pueblo de Dios.

Esto lo requiere el servicio —que nos es común— de la salvación de las almas. Esto es lo que implica antes que nada la visita ad Limina Apostolorum.

Que el Señor Jesús, El mismo, os ayude a convertiros con Pedro en la roca sobre la que se edifiquen vuestras comunidades. El servicio que a mí me corresponde es el de confirmaros. Con la oración os acompañaré en vuestro ministerio. Rezad también por mí. Y bendigamos juntos a todas vuestras queridas comunidades diocesanas.








A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL SECRETARIADO


PARA LA UNIÓN DE LOS CRISTIANOS


Sábado 18 de noviembre de 1978



45 Queridos hermanos en el Episcopado,
queridos hijos:

Me parece muy significativo que apenas un mes después de mi elección a la Sede de Roma, pueda recibiros a vosotros que habéis venido de los cinco continentes para tomar parte en la reunión plenaria del Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos. En efecto, la restauración dé la unidad entre todos los cristianos era uno de los objetivos principales del Concilio Va­ticano II (cf. Unitatis redintegratio
UR 1), y desde mi elección me comprometí formalmente a promover la puesta en práctica de sus normas y orientaciones, considerando que éste era para mí un deber primordial. Vuestra presencia aquí hoy tiene. por tanto, valor simbólico. Pone de manifiesto que la Iglesia católica, fiel a la orientación recibida del Concilio. no sólo quiere continuar avanzando por el camino que lleva a la restauración de la unidad. sino que desea intensificar a todos los niveles, en la medida de sus medios y con plena docilidad a las sugerencias del Espíritu (cf. ib., 24), su cooperación en este gran "movimiento" de todos los cristianos (cf. ib..4).

Un movimiento ni se detiene ni debe detenerse antes de haber alcanzado su objetivo. Ahora bien, no lo hemos alcanzado todavía. aunque es verdad que debemos dar gracias al Señor por el camino recorrido desde el Concilio. Precisamente os habéis reunido para hacer balance, para ver dónde estamos. Después de estos años de tantos esfuerzos, animados de intensa buena voluntad y generosidad incansable, alimentados con tantas oraciones y sacrificios, ha sido oportuno echar una mirada panorámica a fin de evaluar los resultados obtenidos y discernir cuáles son las vías mejores para continuar avanzando. Pues de esto se trata. Como nos aconseja el Apóstol, hace falta ir siempre hacia adelante para seguir nuestra carrera (cf. Flp Ph 3,13), con una fe que no conozca miedos, pues sabe en quién cree y con quién cuenta. Pero nuestra prisa por llegar, la urgencia de poner fin al escándalo intolerable de la desunión de los cristianos, nos obligan a evitar "toda ligereza o celo imprudente que puedan perjudicar el progreso de la unidad" (Unitatis redintegratio UR 24). No se cura el mal suministrando analgésicos, sino atacando las causas.

En particular quisiera recordar ahora que el Concilio tenía la persuasión de que la Iglesia se manifiesta principalmente en la reunión de los suyos para celebrar una misma Eucaristía en un único altar, que preside el obispo rodeado de su presbiterio y de sus ministros (Sacrosanctum Concilium SC 41). Aunque es verdad que una tal celebración eucarística solemne así, puede tener lugar sólo raras veces en nuestro mundo moderno, no es menos cierto que en cada celebración eucarística entra en acción toda la fe de la Iglesia, y se manifiesta y realiza la comunión eclesial en todas sus dimensiones. No se pueden disociar arbitrariamente los elementos que la componen. Actuar así sería dar prueba de esa ligereza que el Concilio nos pide evitar. Sería no captar todas las riquezas, exigencias y la estrecha relación entre la Eucaristía y la unidad de la Iglesia. Yo sé que cuanto más nos reunimos como hermanos en la caridad de Cristo, tanto más penoso nos resulta no poder participar juntos en este gran misterio. ¿No he dicho ya que resultan intolerables las divisiones entre cristianos? Este sufrimiento debe estimularnos a vencer los obstáculos que todavía nos separan de la profesión unánime de la misma fe, y de la reunificación de nuestras comunidades separadas con un mismo ministerio sacramental. No podemos dispensarnos de resolver juntos estas cuestiones que han separado a los cristianos. Sería una caridad muy mal iluminada la que quisiera manifestarse a costa de la verdad. Buscar la verdad en la caridad es un principio que se complacía en repetir el primer Presidente del Secretariado, el venerado cardenal Bea, de quien habéis conmemorado estos días el X aniversario de la muerte.

En colaboración estrecha y confiada con nuestros hermanos de las otras Iglesias, hace ya trece años que el Secretariado se consagra a la búsqueda de un acuerdo sobre los puntos que aún nos separan, a la vez que se esfuerza por fomentar dentro de la Iglesia católica una mentalidad, un espíritu y una fidelidad acordes con los deseos del Concilio, sin los cuales los resultados positivos ya logrados en los distintos diálogos, no podrían ser acogidos por el pueblo fiel.

Hay que recordar aquí que el Concilio pedía que se hiciera un esfuerzo especial en la enseñanza de la teología y en la formación de la mentalidad de los futuros sacerdotes (cf. Unitatis redintegratio UR 10). Ello es particularmente importante en nuestros días, en los que esta enseñanza no puede ignorar los resultados de los diálogos que actualmente se llevan a cabo. ¿Cómo podrían encontrar estos sacerdotes, una vez dedicados al ministerio bajo la dirección del obispo, la manera pastoralmente responsable y prudente de informar al pueblo fiel acerca de los diálogos y su progreso, si ellos mismos no han sido iniciados en ellos antes. durante el tiempo de su formación?

Efectivamente, no puede haber ni desequilibrios ni menos aún la mínima oposición entre la profundización de la unidad de la Iglesia por medio de la renovación. y la búsqueda de la restauración de la unidad entre los cristianos divididos. Se trata de la misma unidad por la que Cristo ha orado y que el Espíritu Santo realiza; debe haber, por tanto, interacción incesante entre los dos aspectos inseparables de un mismo esfuerzo pastoral, que debe serlo de toda la Iglesia. Vosotros lo sabéis, vosotros que venís de vuestras diócesis a ayudarnos a explicitar, a la luz de vuestras experiencias, todo lo que implica el Concilio en el terreno de la unidad. y con miras a afrontar las exigencias nacidas de circunstancias nuevas que el mismo progreso del movimiento ecuménico ha originado.

Os agradezco de corazón que hayáis venido y me hayáis dedicado este tiempo, pues sé cuán precioso es.

A quienes terminan su servicio a la unidad en calidad de miembros del Secretariado, quiero expresarle mi gratitud muy particular, y confiar en que serán promotores inteligentes y entusiastas de la tarea ecuménica, a nivel local y regional en las diócesis y en las Conferencias Episcopales.

Los esfuerzos constantes de todos y la vigilancia son requisitos para fomentar y ahondar sin cesar esta unidad, que constituye el centro del ministerio de la Iglesia. ¿Acaso no es la Iglesia "como un sacramento en Cristo, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género huma­no"? (Lumen gentium LG 1).

46 Servir a la Iglesia es servir a Cristo en su designio de "reunir en uno todos los hijos de Dios, que están dispersos" (Jn 11,52). y de renovarlo todo y recapitularlo finalmente en El, para someterlo todo a su Padre a fin de que seamos todos en el Espíritu eternamente alabanza de su gloria. ¡Este servicio es grande! Es digno de todas nuestras energías. En verdad sobrepasa nuestras propias fuerzas. Nos obliga a orar continuamente. Que el Señor os ilumine y fortalezca. En su nombre os bendigo.







ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES


EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Miércoles 22 de noviembre de 1978



Queridísimos hijos:

Este encuentro semanal del Papa con los jóvenes y adolescentes —tan entusiasta y vivaz— es de verdad un signo de gozo y de esperanza.

.Signo de gozo, porque donde hay jóvenes, adolescentes y niños está asegurada la alegría por el hecho de que allí se manifiesta la vida en su florecimiento más espontáneo y vigoroso.

Poseéis en abundancia esta "alegría de vivir", y la dais con generosidad a un mundo que a veces está cansado, desanimado, desconfiado y desilusionado.

Signo de esperanza es también este encuentro, porque los adultos, no sólo vuestros padres, sino también vuestros maestros y profesores y todos los que colaboran en vuestro crecimiento y maduración física e intelectual, ven en vosotros a las personas que llevarán a efecto cuanto ellos quizá —por circunstancias varias— no han podido realizar.

Por tanto, un joven sin alegría y sin esperanza no es un joven auténtico, sino un hombre marchito y envejecido antes de tiempo. Por esto os dice el Papa: ¡Sed portadores de alegría y esperanza. comunicadla, irradiadla!

El tema de la audiencia de hoy está íntimamente relacionado con cuanto he recordado hasta ahora. Siguiendo el esquema que me dejó casi como testamento mi llorado predecesor Juan Pablo I, en los miércoles anteriores he hablado de las virtudes cardinales: prudencia, justicia y fortaleza. Hoy quiero hablaros brevemente de la cuarta virtud cardinal: la templanza, la sobriedad.

San Pablo escribía a su discípulo Tito, a quien había dejado como obispo en la isla de Creta: "A los jóvenes exhórtalos a ser prudentes" (Tt 2,6). Siguiendo también yo la invitación del Apóstol de las Gentes. quisiera decir, en primer lugar, que las actitudes del hombre, procedentes de cada una de las virtudes cardinales, son mutuamente interdependientes y están unidas entre sí. No se puede ser hombre verdaderamente prudente, ni auténticamente justo, ni realmente fuerte, si no se posee asimismo la virtud de la templanza. Esta virtud condiciona indirectamente a todas las demás; si bien todas ellas son indispensables para que el hombre pueda ser "moderado" o "sobrio". Temperantia est commune omnium virtutum cognomen —escribía en el siglo IV San Juan Clímaco (Scala del Paradiso, 15)—, que se traduciría así: "La templanza es el denominador común de todas las demás virtudes".

Podría parecer extraño hablar de templanza y sobriedad a los jóvenes y adolescentes. Y sin embargo, hijos queridísimos, esta virtud cardinal os es necesaria de modo particular a vosotros, que os encontráis en ese período maravilloso y delicado en que vuestra realidad bio-síquica crece hasta la madurez perfecta, para llegar a ser física y espiritualmente capaces de afrontar las alternas vici­situdes de la vida. con sus más variadas exigencias.


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