Discursos 1978 47

47 Moderado es quien no abusa de la comida, la bebida o el placer; el que no toma bebidas alcohólicas inmoderadamente, no enajena la propia conciencia mediante el uso de estupefacientes, etc. En nosotros podemos imaginar un "yo inferior" y un "yo superior". En nuestro "yo inferior" viene expresado nuestro cuerpo con sus necesidades, deseos y pasiones de naturaleza sensible. La virtud de la templanza garantiza al hombre el dominio del "yo superior" sobre el 'yo inferior". ¿Acaso se trata en este caso de una humillación, de un menoscabo para nuestro cuerpo? ¡Al contrario! Este dominio le da mayor valor, lo sublima.

El hombre moderado es el que es dueño de sí; aquel en el que las pasiones no predominan sobre la razón, sobre la voluntad e incluso sobre el "corazón". Comprendemos, por tanto, que la virtud de la templanza es indispensable para que el hombre sea plenamente hombre, para que el joven sea auténticamente joven. El espectáculo triste y bochornoso de un alcoholizado o un drogado, nos hace comprender claramente cómo "ser hombre quiere decir en primer lugar respetar la propia dignidad, o sea, dejarse guiar por la virtud de la templanza.

Dominarse a sí mismo y dominar las pasiones propias, no significa en absoluto hacerse insensibles o indiferentes; la templanza de que hablarnos es una virtud cristiana, que aprendernos en las enseñanzas y en los ejemplos de Jesús, y no en la llamada moral "estoica".

La templanza exige de cada uno de nosotros una humildad específica en relación con los dones que Dios ha puesto en nuestra naturaleza hu­mana. Hay la "humildad del cuerpo" y la "del corazón". Esta humildad es condición necesaria para la armonía interior del hombre, para su belleza interior. Reflexionad bien sobre esto vosotros, jóvenes que os encontráis precisamente en la edad en la cual se tiene tanto afán de ser hermosos o hermosas para agradar a los otros. Un joven, una joven, deben ser hermosos ante todo y sobre todo interiormente. Sin esta belleza interior, todos los demás esfuerzos dedicados sólo al cuerpo no harán —ni de él ni de ella— una persona verdaderamente hermosa.

Yo os deseo, hijos queridísimos, que irradiéis siempre la belleza interior.

Publicamos la , el miércoles 22 de noviembre. Sobre esta audiencia informamos ya en nuestro número anterior (pág. 3).








A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL


DE HONDURAS EN VISITA "AD LIMINA"


Jueves 23 de noviembre de 1978



Venerables Hermanos en el Episcopado,

DESPUÉS DEL ENCUENTRO individual con cada uno de vosotros, tengo el placer de recibir hoy colectivamente a todos los miembros del Episcopado de Honduras, en el marco de la visita “ad limina Apostolorum” que estáis realizando en estos días.

Si durante nuestro contacto precedente hemos hablado de aspectos particulares de cada una de vuestras diócesis, ahora desearía tratar algún tema que afecta a la vida de la Iglesia en Honduras en su globalidad.

A través de vuestras palabras y de las relaciones presentadas, he constatado con gozo que la labor evangelizadora en Honduras se ha ido intensificando en los últimos anos y que con ello ha aumentado la práctica de la religión, a la vez que la formación religiosa del pueblo, sobre todo en ciertos sectores, ha mejorado. Son éstos motivos de esperanza, que al mismo tiempo hacen pensar en la dificultad principal que la Iglesia encuentra en vuestro País, derivada de la escasez de sacerdotes.

48 Sé bien que, gracias a Dios, el laicado católico hondureño ha ido tomando conciencia creciente de su responsabilidad dentro de la Iglesia, y está contribuyendo de modo positivo a la tarea eclesial de difusión del mensaje evangélico. Esta contribución, que denota una maduración de la conciencia cristiana del laicado, es muy encomiable, debe continuar y ser intensificada en todo lo posible.

Pero ello no debe hacer olvidar el puesto insustituible y propio que en la santificación del pueblo de Dios corresponde a los sacerdotes, puestos por el Señor para que “en la sociedad de los creyentes poseyeran la sagrada potestad del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñaran públicamente el oficio sacerdotal por los hombres en nombre de Cristo”.

Se trata de una cuestión de importancia vital para la Iglesia. De ahí deriva el preciso deber de atender con solicitud absolutamente prioritaria el campo de las vocaciones al sacerdocio, y paralelamente a la vida consagrada. Es una gran tarea a la que hay que entregarse con toda diligencia, educando luego esas vocaciones en un sólido sentido de fe y servicio al mundo actual.

Para crear un ambiente propicio al florecimiento de las vocaciones, la comunidad eclesial habrá de ofrecer un testimonio de vida conforme con los valores esenciales del Evangelio, a fin de que puedan así despertar almas generosas, orientándose a la entrega total a Cristo y a los demás. Con la confianza puesta en el Señor y en la recompensa prometida a quien le sirve con fidelidad.

Pensando en vuestros sacerdotes, quiero recomendaros con especial interés que prestéis un particular cuidado pastoral a vuestros colaboradores, para que mantengan siempre viva su propia identidad sacerdotal y la donación eclesial hecha. Ayudadles con el ejemplo y la palabra a ser bien conscientes de la grandeza de su cometido de continuadores de la misión salvadora de Cristo, y de la necesidad de adecuarse cada vez más a ella.

Esto requerirá un esfuerzo constante por no configurarse con este siglo, por resucitar cada día la gracia que poseen mediante la imposición de las manos, por vivir para Cristo, que vive en ellos. Sólo en este espíritu de fe podrán los sacerdotes ser plenamente conscientes del valor sublime del propio estado y misión.

En el ejercicio del ministerio sacro, para dar plena eficacia al esfuerzo evangelizador, es esencial mantener una estrecha comunión entre Obispos y sacerdotes. Aquéllos, en espíritu de auténtica caridad y ejerciendo su autoridad en actitud de servicio; éstos, en fidelidad a las directrices recibidas de su Ordinario, conscientes de que forman “una sola familia, cuyo padre es el Obispo”, Invito, por ello, a vuestros sacerdotes a pensar que nada estable o constructivo podrá conseguirse en su ministerio, si se pretende realizarlo fuera de la comunión con el propio Obispo; tanto menos, si fuera contra él. Por no referirme al daño y desorientación que semejantes actitudes crean entre los fieles.

Queridos hermanos: querría poder tratar acquí tantas otras cuestiones. Baste ahora mi palabra de aliento en vuestra acción pastoral. Al regresar a vuestro País, transmitid vosotros esa palabra de aliento del Papa a los sacerdotes y seminaristas, a los religiosos – parte tan importante entre vuestros colaboradores – a las religiosas y seglares. Llevadles el saludo afectuoso del Papa, que los tiene presentes en sus plegarias, los anima en su respectivo empeño eclesial y los bendice de corazón.







DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II


A LOS OBISPOS DE RITO BIZANTINO DE ESTADOS UNIDOS


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Jueves 23 de noviembre de 1978



Queridos hermanos, compañeros en el ministerio episcopal de la Iglesia de Cristo:

Os acogemos con hondo respeto y afecto. Los fieles cristianos a quienes servís son ciudadanos de una nación joven todavía y, sin embargo, son herederos de dos de las antiguas tradiciones que enriquecen a la Iglesia católica. Al recibiros a vosotros abrazamos también a todas las Iglesias a vuestro cargo, expresándoles nuestra veneración cordial y nuestro amor hacia ellas.

49 Sin duda alguna la Iglesia se enriquece con tales tradiciones venerables, y seríamos mucho más pobres sin ellas. Su variedad contribuye al esplendor de aquélla en medida no pequeña. Atesoran muchos y grandes valores artísticos y culturales, cuya pérdida se sentiría fuertemente. Cada una de ellas es en sí digna de gran admiración y veneración.

Pero estas tradiciones no son mero adorno de la Iglesia. Unidas en hermandad son medios importantes a disposición de la Iglesia para desplegar por el mundo la universalidad de la salvación de Cristo, y para cumplir su misión de atraer discípulos de todas las naciones. La variedad dentro de la hermandad, que se ve en la Iglesia católica, lejos de ir en detrimento de la unidad de la Iglesia, más bien la pone de manifiesto haciendo ver cómo todos los pueblos y culturas están llamados a vivir unidos orgánicamente en el Espíritu Santo a través de una misma fe, unos mismos sacramentos y un mismo gobierno.

Cada tradición debe valorar y amar a las otras. El ojo no puede decir a la mano «no tengo necesidad de ti»; porque si todos fueran un órgano único, ¿existiría el cuerpo? (cf.
1Co 12,19-21). La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y las diferentes partes del cuerpo están dedicadas a servir al bien del todo, y a colaborar con cada una de las otras para tal fin.

Cada tradición individual debe prestar contribución peculiar al bien del conjunto. La comprensión de la fe de cada una se profundiza a través de las obras de los Padres y escritores espirituales de las otras; a través de riquezas teológicas transparentadas en la liturgia de las demás, tal y como se han ido desarrollando durante siglos bajo la guía del Espíritu Santo y de la autoridad eclesiástica legítima; y a través de los modos de vivir los otros la fe que han recibido de los Apóstoles. Cada una puede encontrar estímulo en los ejemplos de celo, fidelidad y santidad que les presenta la historia de las otras.

El Concilio Vaticano II declaró que «conocer, venerar, conservar y favorecer el riquísimo patrimonio litúrgico y espiritual de las Iglesias orientales es de la máxima importancia para conservar fielmente la plenitud de la tradición cristiana» (Unitatis redintegratio UR 15). El Concilio declaró también que «todo este patrimonio (de las Iglesias orientales) espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradicio­nes, pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia» (ib., 17).

Hermanos míos obispos: Respeto hondamente y aprecio muchísimo las tradiciones venerables a que pertenecéis, y deseo verlas florecer.

Yo quisiera que cada miembro —hombre o mujer— de la Iglesia católica estimara la propia tradición. «Es deseo de la Iglesia católica que las tradiciones de cada Iglesia particular o rito se conserven y mantengan íntegras, a la vez que adaptan su propia forma de vida a las diferentes circunstancias de tiempo y lugar» (Orientalium Ecclesiarum OE 2). Vosotros y las Iglesias que presi­dís deberíais guardar de común acuerdo la propia herencia y transmi­tirla en toda su integridad a las generaciones futuras.

Desearía asimismo que cada miembro de la Iglesia católica reconociera que es igual la dignidad de los otros ritos dentro de la unidad. Cada rito está llamado a ayudar a los otros trabajando juntos en armonía y buen orden, para bien del conjunto y no para el propio bien particular.

Os prometo mis oraciones por to­dos los miembros de vuestras Iglesias de Estados Unidos de América. Rezo también por los coterráneos y por vuestros hermanos de los países de origen de vuestros antepasados. El país de muchos de vosotros está cerca de mi tierra natal. La tierra de uno de vosotros es una de las áreas más tremendamente probadas del mundo hoy en día, el Líbano, una zona que merece especiales oraciones de todos para que terminen las luchas y calamidades, y todos sus habitantes puedan vivir en ella con paz y concordia.

Unámonos para invocar la bendición de Dios Omnipotente sobre todo nuestro pueblo.

Al terminar deseo añadir unas palabras en ruteno, la lengua de vuestros antepasados. Os quiero expresar mi saludo cordial y mi agradecimiento al mismo tiempo, por vuestra visita al Sucesor de Pedro en la Sede de Roma.

50 Como Vicario de Cristo os invito a seguir trabajando con celo por el bien de las almas que os están encomendadas.

De todo corazón os bendigo a vosotros aquí presentes, a vuestros sacerdotes, a todas las religiosas que trabajan en vuestras parroquias, así como a todos vuestros fieles.







DISCURSO DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II


A LOS SUPERIORES GENERALES DE ÓRDENES


Y CONGREGACIONES RELIGIOSAS


Viernes 24 de noviembre de 1978



Queridos hijos:

1. Esta es para mí la primera ocasión de encontrarme con los superiores generales de las Ordenes masculinas, encuentro al que doy una importancia especial.

Cuando os veo aquí reunidos, aparecen ante mis ojos magníficas figuras de Santos, de grandes Santos que dieron origen a vuestras Familias religiosas: Basilio, Agustín, Benito, Domingo, Francisco, Ignacio de Loyola, Francisco de Sales, Vicente de Paúl, Juan Bautista de la Salle, Pablo de la Cruz, Alfonso María de Ligorio; y más cercanos a nosotros: José Benito Cottolengo, Juan Bosco, Vicente Pallotti; por no hablar de los más recientes, cuya santidad espera todavía el juicio definitivo de la Iglesia; pero cuyo influjo benéfico viene testimoniado por la multitud de almas generosas que han elegido seguir su ejemplo.

Todos estos nombres —y no he recordado más que algunos— atestiguan que los caminos de la santidad a la que están llamados los miembros del Pueblo de Dios, pasaban y pasan, en gran parte, por la vida religiosa. Y no hay que extrañarse de esto, dado que la vida religiosa está planteada sobre la "receta" más exacta de la santidad, que consiste en el amor realizado según los consejos evangélicos.

Además, cada uno de vuestros fundadores, bajo la inspiración del Espíritu Santo prometido por Cristo a la Iglesia, ha sido un hombre que poseía un carisma particular. Cristo ha tenido en él un "instrumento" excepcional para su obra de salvación, que especialmente en este mundo se perpetúa en la historia de la familia humana. La Iglesia ha asumido poco a poco estos carismas, los ha valorado y, cuando los ha encontrado auténticos, ha dado gracias al Señor por ellos y ha tratado de "ponerlos al seguro" en la vida de comunidad, para que siempre pudieran dar fruto. Lo ha recordado el Concilio Vaticano II, subrayando cómo la jerarquía eclesiástica, a quien incumbe la tarea de apacentar al Pueblo de Dios y de conducirlo a los mejores pastos, "siguiendo dócilmente el impulso del Espíritu Santo, admite las reglas propuestas por varones y mujeres ilustres, las aprueba auténticamente, después de haberlas revisado, y asiste con su autoridad vigilante y protectora a los institutos erigidos por todas partes para edificación del Cuerpo de Cristo, con el fin de que en todo caso crezcan y florezcan según el espíritu de los fundadores" (Lumen gentium LG 45,1).

Esto es lo que deseo ante todo constatar y expresar durante nuestro primer encuentro. No intento aquí hacer una llamada "al pasado" entendido como un período histórico concluido en sí mismo; intento referirme "a la vida" de la Iglesia en su dinámica más profunda. A la vida tal como se presenta ante nosotros hoy, trayendo consigo la riqueza de las tradiciones del pasado, para ofrecernos la posibilidad de gozar de ellas hoy.

2. La vocación religiosa es un gran problema de la Iglesia de nuestro tiempo. Precisamente por esto es necesario, ante todo, reafirmar con fuerza que ella pertenece a la plenitud espiritual que el mismo Espíritu —espíritu de Cristo— suscita y forja en el Pueblo de Dios. Sin las Órdenes religiosas, sin la "vida consagrada", por medio de los votos de castidad, pobreza y obediencia, la Iglesia no sería en plenitud ella misma. Los religiosos, en efecto, "con la misma naturaleza de su ser, se sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios, llamada a la santidad. Ellos son testigos de esta santidad. Encarnan a la Iglesia en cuanto deseosa de entregarse al radicalismo de las bienaventuranzas. Con su vida son signo de la total disponibilidad para con Dios, para con la Iglesia y para con los hermanos" (Evangelii nuntiandi EN 69). Aceptando este axioma, debemos preguntarnos, con toda perspicacia, cómo debe ser ayudada hoy la vocación religiosa para tomar conciencia de sí misma y para madurar cómo debe "funcionar" la vida religiosa en el conjunto de la vida de la Iglesia contemporánea. Siempre estamos buscando —y con toda razón— una respuesta a esta pregunta. La encontramos:

a) en las enseñanzas del Concilio Vaticano II;

51 b) en la Exhortación Evangelii nuntiandi;

c) en las numerosas declaraciones de los Pontífices, de los Sínodos y de las Conferencias Episcopales.

Esta respuesta es fundamental y multiforme. Pero parece que en ella se puntualiza especialmente un postulado: si toda la vida de la Iglesia tiene dos dimensiones, la vertical y la horizontal, ¡las Órdenes religiosas deben tener en cuenta sobre todo la dimensión vertical!

Es sabido que las Órdenes religiosas siempre han tenido muy en cuenta la dimensión vertical, penetrando en la vida con el Evangelio y dando testimonio de él con el propio ejemplo. Con el Evangelio auténticamente releído: esto es, a base de la doctrina de la Iglesia y con fidelidad a su Magisterio. Así debe ser también hoy. Testificatio — sic, contestatio — non! Sobre cada comunidad, sobre cada religioso, pesa una especial corresponsabilidad para la auténtica presencia de Cristo, que es manso y humilde de corazón, en el mundo de hoy —de Cristo crucificado y resucitado—, Cristo entre los hermanos. El espíritu de maximalismo evangélico, que se diferencia de cualquier radicalismo socio-político. El "silencioso testimonio de pobreza y desprendimiento, de pureza y transparencia, de abandono en la obediencia", que están llamados a dar los religiosos, "puede ser a la vez una interpelación al mundo y a la misma Iglesia, y también una predicación elocuente, capaz de impresionar aun a los no cristianos de buena voluntad, sensibles a ciertos valores" (Evangelii nuntiandi
EN 69,2).

3. El documento común de la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares y de la Sagrada Congregación para los Obispos indica cuál debe ser la relación de las órdenes y congregaciones religiosas respecto al Colegio Episcopal, a los obispos de cada diócesis y a las Conferencias Episcopales. Es un documento de gran importancia, al que convendrá dedicar una atención especial en estos próximos años, tratando de ponerse en actitud interior de la máxima disponibilidad, de acuerdo, por lo demás, con aquella docilidad humilde y pronta que debe constituir una nota distintiva del religioso auténtico.

Dondequiera que os encontréis en el mundo, sois, por vuestra vocación "para la Iglesia universal", a través de vuestra misión "en una determinada Iglesia local". Por tanto, vuestra vocación para la Iglesia universal se realiza dentro de las estructuras de la Iglesia local. Es necesario hacer todo para que "la vida consagrada" se desarrolle en cada una de las iglesias locales, para que contribuya a su edificación espiritual, para que constituya su fuerza especial. La unidad con la Iglesia universal por medio de la Iglesia local: he aquí vuestro camino.

4. Antes de terminar, permitidme volver sobre un punto que considero fundamental en la vida de cada religioso, cualquiera que sea la Familia a la que pertenece: quiero referirme a la dimensión contemplativa, al compromiso de la oración. El religioso es un hombre consagrado a Dios, por medio de Cristo, en la caridad del Espíritu. Este es un dato ontológico que pide aflorar a la conciencia y orientar la vida, no sólo en beneficio de la persona en particular, sino también para provecho de toda la comunidad, que en las almas consagradas experimenta y saborea de modo muy particular la presencia vivificante del Esposo divino.

Por eso, no debéis temer, queridos hilos, recordar frecuentemente a vuestros hermanos que un rato de verdadera adoración tiene más valor y fruto espiritual que la más intensa actividad, aunque se tratase de la misma actividad apostólica. Esta es la "contestación" más urgente que los religiosos deben oponer a una sociedad donde la eficacia ha venido a ser un ídolo, sobre cuyo altar no pocas veces se sacrifica hasta la misma dignidad humana.

Vuestras casas deben ser sobre todo centros de oración, de recogimiento, de diálogo —personal y comunitario— con el que es y debe ser siempre el primer y principal interlocutor en la laboriosa sucesión de vuestras jornadas. Si sabéis alimentar este "clima" de intensa y amorosa comunión con Dios, os será posible llevar adelante, sin tensiones traumáticas o peligrosas dispersiones, la renovación de la vida y de la disciplina a que os ha comprometido el Concilio Vaticano II. El alma que vive en contacto habitual con Dios y se mueve dentro del ardiente rayo de su amor, sabe defenderse con facilidad de la tentación de particularismos y antítesis, que crean el riesgo de dolorosas divisiones; sabe interpretar a la justa luz del Evangelio las opciones por los más pobres y por cada una de las víctimas del egoísmo humano, sin ceder a radicalismos socio-políticos, que a la larga se manifiestan inoportunos, contraproducentes y generadores ellos mismos de nuevos atropellos; sabe acercarse a la gente e insertarse en medio del pueblo, sin poner en cuestión la propia identidad religiosa, ni oscurecer la "originalidad específica" de la propia vocación, que deriva del peculiar "seguimiento de Cristo", pobre, casto y obediente.

He aquí, queridos hijos, las reflexiones que me urgía proponer a vuestra consideración en este nuestro primer encuentro. Estos seguro de que os preocuparéis de transmitirlas a vuestros hermanos, enriqueciéndolas con la aportación de vuestra experiencia y de vuestra sabiduría.

Que la Virgen Santa os asista en vuestro delicado deber. Ella, a quien mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, en su Exhortación Apostólica Marialis cultus, señalaba como la Virgen oyente, la Virgen en oración, la Virgen que ha engendrado a Cristo y lo ofrece por la salvación del mundo, permanece como modelo insuperable de cada vida consagrada. Que Ella sea vuestra guía en la ascensión fatigosa, pero fascinante, hacia el ideal dé la plena semejanza con Cristo Señor.

52 Uno mi saludo con mi bendición apostólica.








A LA UNIÓN DE JURISTAS CATÓLICOS ITALIANOS


Sábado 25 de noviembre de 1978



Ilustres señores y queridos hijos:

Es una profunda alegría para mí recibiros hoy, Juristas Católicos Italianos, reunidos en Roma para el XXIX Congreso nacional de vuestra Unión que, desde su origen ha anticipado, podíamos decir, las orientaciones del Concilio Vaticano II en lo que respecta a la misión del laicado cristiano. Personalidades insignes por su viva fe, por su profundo pensamiento filosófico e indiscutible competencia técnico-jurídica. han querido comprometerse, por medio de vuestra benemérita Asociación, para «contribuir a la aplicación de los principios de la ética cristiana en la ciencia jurídica, en la actividad legislativa, judiciaria y administrativa. en toda la vida pública y profesional», como rezan vuestros estatutos en el artículo dos.

Y es un gran consuelo para mí no sólo vuestra ilustre presencia en esta audiencia, sino el saber que en estos treinta años la Unión se ha preocupado de llevar una inspiración cristiana a múltiples campos de la vida social. De esto son signo y demostración las actas de los congresos de estudio y las publicaciones a las que la Unión ha dado vida; todo ello caracterizado por el espíritu de servicio en relación con la persona humana, a fin de afirmar y promocionar sus derechos y sus valores inalienables de libertad, de inviolabilidad, de desarrollo.

Pero, sobre todo, es un consuelo la constante fidelidad demostrada a la Iglesia, al Papa, a los obispos, cuyas enseñanzas y orientaciones siempre ha acogido vuestra Unión con respeto, amor y devoción, sin ceder a las lisonjas y tentaciones de una mal entendida autonomía, al proponer y defender los principios de la ética natural y cristiana, que rigen la institución matrimonial, y al afirmar asimismo, en la práctica y en la ley, la inviolabilidad y la sacralidad de la vida humana desde la concepción.

Vuestra Unión ha considerado un honor, antes que un deber, acoger y recibir la palabra del Vicario de Cristo. Y en el pasado no os ha faltado esta autorizada palabra: Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI, con ocasión de los Congresos de la Unión, han pronunciado discursos de alto contenido doctrinal, ofreciendo principios e indicaciones iluminadoras, de validez universal, acerca de los graves problemas que plantea al jurista cristiano la vida de la sociedad. Me agrada recordar el discurso —siempre tan actual— que os dirigió Pablo VI, de feliz memoria, el 9 de diciembre de 1972, con motivo de vuestro Congreso sobre «Defensa del derecho a nacer».

Y no quiere faltar hoy la palabra del Papa, con ocasión del Congreso que tiene como tema «La libertad de asistencia».

Este tema —tan delicado y tan vivo— ha de ser afrontado por el jurista, sin duda, en toda su com­pleja problemática jurídica (constitucionalista, técnico-legislativa, filosófico-jurídica), pero no puede ser estudiado adecuadamente sin tener presente el proyecto de sociedad que se quiere realizar y, antes todavía, la visión de la persona humana —de sus derechos fundamentales y de sus libertades— que califica al mismo proyecto de sociedad.

Solidaridad y justicia

La sociedad está hecha para el hombre. Hominis causa omite ius constitutum est. La sociedad con sus leyes está puesta al servicio del hombre; la Iglesia está fundada por Cristo para la salvación del hombre (cf. Lumen gentium LG 48, Gaudium et ). Por esto, también la Iglesia tiene que decir su palabra respecto a esta materia.

53 Y, ante todo, debe decir que el problema de la «libertad de asistencia» en un Estado moderno, que quiera ser democrático, entre de lle­no en el más amplio planteamiento de los derechos del hombre, de las libertades civiles y de la misma libertad religiosa.

El hombre es un ser inteligente y libre, ordenado por destino natural a realizar las potencialidades de su persona en la sociedad. Son expresiones de esta su connatural sociabilidad la sociedad fundada sobre el matrimonio uno e indisoluble, que es la familia, las libres instituciones intermedias; la comunidad política, cuya forma jurídica es el Estado en sus diversas articulaciones institucio­nales. Este debe asegurar a todos sus miembros la posibilidad de un pleno desarrollo de su persona. Esto exige que, a quienes se encuentran en condiciones de necesidad y de carencia por enfermedad, pobreza, insuficiencias de diverso género, les sean ofrecidos los servicios y ayudas que reclama su situación peculiar. Esto es una obligación de solidaridad por parte de cada ciudadano, antes que una obligación de justicia por parte del Estado.

Para el creyente, en fin, es una exigencia ineludible de su fe en Dios Padre, que llama a todos los hombres a formar una comunión de hermanos en Cristo (cf.
Mt 23,8-9); es una gozosa obediencia al mandato bíblico: «Deus mandavit illis unicuique de proximo suo: Dios les dio mandatos acerca de su prójimo» (Si 17,12); es la realización plena del deseo de descubrir, de encontrar a Cristo en el prójimo que sufre: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (cf. Mt Mt 25,34-40).

Sobre todo esto se funda el deber de la asistencia, pero también su insuprimible libertad. El ciudadano, en particular o asociado, debe ser libre para ofrecer servicios de asistencia en conformidad con sus pro­pias posibilidades y con su propia inspiración ideal.

Debe ser libre la Iglesia, que, como ya «desde sus comienzos, uniendo el ágape con la Cena Eucarística, se manifestaba toda entera unida en torno a Cristo por el vínculo de la caridad: así en todo tiempo, se hace reconocer por este distintivo del amor, y, mientras se alegra de las iniciativas de los demás, reivindica para sí las obras de caridad como deber y derecho propio que no puede enajenar» (Apostolicam actuositatem AA 8).

No serían respetadas estas libertades, ni en la letra ni en el espíritu, si prevaleciese la tendencia a atribuir al Estado y a las otras expresiones territoriales del poder público una función centralizadora y exclusivista de organización y gestión directa de los servicios, o de rígidos controles que acabaría con desnaturalizar su legítima función propia de promoción, de impulso, de integración y también —si es necesario— de suplencia de las iniciativas de las libres instituciones sociales, según el principio de subsidiaridad.

El Episcopado italiano —como es sabido— también ha manifestado recientemente sus preocupaciones ante el peligro real de que sean restringidos los espacios efectivos de libertad, de que sea reducida y cada vez más limitada la acción libre de las personas, de las familias, de las instituciones intermedias, de las mismas asociaciones civiles y religiosas, en favor del poder público con el resultado de «irresponsabilizar y crear peligrosos presupuestos de una colectividad, que anula al hombre, suprimiendo sus derechos fundamentales y sus libres capacidades de expresión» (Comunicado de la Conferencia Episcopal Italiana, enero de 1978).

Como también el mismo Episcopado italiano ha expresado su preocupación de que sean suprimidas o, de cualquier modo no suficiente y eficazmente garantizadas, obras beneméritas que, durante siglos, bajo el impulso de la caridad cristiana, han cuidado de los huérfanos, de los ciegos, de los sordomudos, de los ancianos, de toda clase de necesitados, gracias a la generosidad de bienhechores y al sacrificio personal, a veces heroico, de religiosas y religiosos, y que, en virtud de disposiciones legislativas habían tenido que aceptar, muy a pesar suyo, la figura jurídica de instituciones públicas de asistencia y beneficencia, con una cierta garantía, por lo demás, para sus fines institucionales.

El Papa no puede permanecer extraño a estas preocupaciones que afectan a la posibilidad misma de la Iglesia para desarrollar su misión de caridad, y que afectan, asimismo, a la libertad de los católicos y de todos los ciudadanos. individualmente o asociados, para dar vida a obras conformes con sus ideales, dentro del respeto a las leyes justas y al servicio del prójimo necesitado.

Por lo tanto, deseo que vuestro Congreso tenga feliz éxito en el estudio de un tema que implica la naturaleza misma de la Iglesia en su originario interés de donación a los demás: que vuestra benemérita Unión continúe dando a la sociedad italiana una fecunda aportación de ideas, de propuestas, pero, sobre todo, un testimonio de inspiración y de vida cristiana, especialmente en el campo profesional.

Con tales deseos, muy gustoso y de todo corazón os imparto la bendición apostólica, que quiero extender a todos los juristas Católicos y a las personas que os son queridas.








A UNA PEREGRINACIÓN DE SEREGNO, ITALIA


54

Sábado 25 de noviembre de 1978



Queridos hijos de Seregno:

Saludo a todos con cordialidad singularmente calurosa, comenzando por mi amadísimo hermano, mons. Bernardo Citterio, obispo auxiliar de Milán y antes párroco de vuestra parroquia, mons. Luis Gandini, párroco actual, las autoridades de la ciudad y, después, a cada uno de vosotros, sin excluir a nadie.

Estoy contento por vuestra presencia y os la agradezco. El vínculo que me une a vosotros se remonta al ya lejano 1963, cuando por primera vez me trasladé a vuestra ciudad y celebré la Santa Misa en vuestra colegiata. Este fue sólo el primero de una serie de encuentros personales o epistolares, que llenan estos quince años.

Todo comenzó con la petición que el párroco de San Florián en Cracovia, y después yo mismo, hicimos al entonces arzobispo de Milán, cardenal Juan Bautista Montini, para volver a tener para aquella iglesia tres nuevas campanas que sustituyeran a las anteriores perdidas durante la guerra. Fuisteis precisamente vosotros, los de Seregno, quienes tradujisteis en realidad este deseo, manifestando así vuestra desinteresada comunión eclesial. Ahora las campanas que suenan en Cracovia en la iglesia de San Florián, Patrono de aquella querida archidiócesis, cantan también vuestra solicitud fraternal y testimonian el vínculo de amor mutuo que debe caracterizar siempre a la Iglesia de Cristo.

Hasta ahora tenía en el alma un sincero pesar: cuando, en agosto de 1973, fuisteis en peregrinación a Cracovia, no pude recibiros, ya que estaba ausente por tareas pastorales. Por esto estoy muy contento de remediar hoy aquel fallido encuentro, recibiéndoos aquí de todo corazón y con profunda benevolencia. Pero esta vez no encontráis ya en mi humilde persona al obispo de Cracovia, sino al Obispo de Roma, que, por eso mismo, es el Sucesor de Pedro y, por lo tanto, signo de unidad de toda la Iglesia fundada por Cristo. Esto no mengua, sino que aumenta el reconocimiento que siento hacia vosotros.

Quiero exhortaros a una cosa: continuad, también con otras iniciativas edificantes, en vuestro interés de comunión con la gran comunidad católica esparcida por el mundo. Así, como ya aseguraba Pablo a los cristianos de Grecia que se interesaban aun materialmente por los de Jerusalén, Dios «multiplicará vuestra sementera y acrecentará los frutos de vuestra justicia» (2Co 9,10).

Este es precisamente el objeto de mi deseo para vuestra comunidad parroquial y para cada uno de vosotros: que podáis crecer siempre, con la ayuda del Señor, en la intensidad de una vida cristiana, que se basa en una fe sólida y que florece en la belleza del amor; sólo así se llega a ser luz sobre el celemín, testigos eficaces del Evangelio ante los hombres, «para que viendo vuestras obras buenas, glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16).

Con estos deseos y con la seguridad de una oración especial, os concedo muy gustosamente la más amplia bendición apostólica, extensiva a vuestras familias y a los parroquianos que han quedado en casa, como prenda de la perdurable y siempre fecunda protección celeste.







DISCURSO DEL SANO PADRE JUAN PABLO II


A LOS PARTICIPANTES EN LA XXI CONVOCATORIA


DEL "CERTAMEN VATICANUM",


PROMOVIDO POR LA FUNDACIÓN "LATINITAS"


Lunes 27 de noviembre de 1978



Venerable hermano nuestro y queridos hijos:


Discursos 1978 47