Discursos 1978 55

55 Muy gustosamente saludamos a vosotros, que os dedicáis a cultivar y difundir el conocimiento de la lengua latina; saludamos personalmente a nuestro venerable hermano el cardenal Pericle Felici, que está reconocido como un gran perito conocedor de esta lengua romana; y a los dirigentes y miembros de la Fundación, llamada Latinitas, que sabiamente estableció nuestro predecesor, de feliz memoria, Pablo VI; algunos de vosotros se encargan de la composición de los documentos latinos en nuestra Secretaría de Estado; saludamos, además, a los vencedores del vigésimo primer Certamen Vaticanum.

Y alabamos de verdad este certamen, instituido hace tiempo con la aprobación y el apoyo de Pío XII, ya que estimula a los estudiosos del latín a un más intenso conocimiento y uso de esta lengua.

Nadie ignora que estos tiempos favorecen menos los estudios latinos, puesto que los hombres actuales son más propensos a las artes técnicas y dan más importancia a las lenguas vulgares. Sin embargo, no queremos apartarnos de los importantes documentos de nuestros predecesores, que pusieron de relieve muchas veces la importancia del latín, también en esta época, principalmente por lo que a la Iglesia se refiere.

Porque el latín es una lengua universal que traspasa las fronteras de las naciones, y tan importante, que la Sede Apostólica todavía la utiliza constantemente en las cartas y documentos que conciernen a toda la familia católica.

Hay que tener en cuenta, además, que las fuentes de las ciencias eclesiásticas, en su mayor parte, están escritas en latín. Y, ¿qué decir de las preclaras obras de los Padres y de otros escritores de gran renombre, que utilizaron esta misma lengua? No puede juzgarse poseedor de verdadera ciencia quien no comprende la lengua de estos escritos y sólo puede valerse de traducciones, si las hay, y que rara vez ofrecen el sentido pleno del texto original. Por eso el Concilio Vaticano II, con toda razón, advirtió a los alumnos de los seminarios: «Adquieran el conocimiento de la lengua latina, para que puedan entender las fuentes de no pocas ciencias y los documentos de la Iglesia» (Optatam totius
OT 13).

Así, pues, nos dirigimos principalmente a los jóvenes, quienes en este tiempo en el qué, como es sabido, los estudios de latín y humanidades están poco valorados en muchas partes, conviene que reciban gozosos este patrimonio del latín, que tanto estima la Iglesia, y lo hagan fructificar activamente. Sepan que este axioma de Cicerón, en cierto modo, se refiere a ellos: «No es tan admirable saber latín, como vergonzoso ignorarlo» (Brutus, 37, 140).

En cambio, a todos vosotros aquí presentes, y a los socios que os ayudan, os exhortamos a proseguir el noble trabajo y a levantar la antorcha del latín que, aunque circunscrito a límites más reducidos que antes, constituye un cierto vínculo entre hombres de diversas lenguas. Sabed que el Sucesor de San Pedro en el supremo ministerio apostólico, desea mucho éxito a vuestra empresa, está con vosotros y os alienta. Sea augurio de esto la bendición apostólica que a todos y a cada uno de vosotros os concedemos muy gustosamente en el Señor.








AL CARDENAL DE VIENA Y A UN GRUPO DE FIELES DE AUSTRIA


Lunes 27 de noviembre de 1978



Eminentísimo señor cardenal,
muy dignas señoras y señores:

Os doy la cordial bienvenida en vuestra primera visita al nuevo Papa en el Vaticano. He correspondido con especial alegría al deseo de este encuentro, puesto que un conocimiento personal y lazos de amistad me unen estrechamente desde hace años a vuestra eminencia y al país que ustedes aquí representan. Estos lazos humanos, naturales, se han hecho aún más estrechos y profundos con mí designación a la Sede de Pedro. Ustedes, por su parte, subrayan esta especial y espiritual unión no solamente con esta visita al actual Sucesor de San Pedro, sino con la participación en el día de ayer a la ordenación episcopal de mons. Squicciarini, quien durante varios años desempeñó en vuestro país funciones de Representante Pontificio.

56 Quisiera aprovechar esta ocasión para manifestar la estima que siento hacia vuestro pueblo, su cultura y los valores que el cristianismo y la Iglesia le han dado. Por ello nuestro unánime deseo ha de ser que la Iglesia pueda tener una parte cada vez más profunda en la vida social de vuestro país, como "la levadura" del Evangelio, que da el buen gusto a la vida del hombre y de las naciones. a la familia y a las relaciones sociales. Este es mi deseo para la Iglesia en Austria, para su pueblo y para su Estado. Me acuerdo aún muy bien de la participación amistosa de vuestro señor Presidente, dr. Kichschläger, en la ceremonia del comienzo del nuevo pontificado.

De un modo especial vale este deseo para usted, señor cardenal, como arzobispo de Viena, y para todos sus hermanos en el ministerio episcopal que trabajan en sus respectivas diócesis. Desde esta sede quisiera agradecerle una vez más, señor cardenal, cuanto usted ha hecho antes y durante el Concilio, y sigue haciendo también ahora en el período postconciliar para mantener vivos los contactos entre las diferentes Iglesias locales y entre los cristianos de diversos países. De un modo especialísimo le agradezco el que haya aceptado la dirección del Secretariado para los No Creyentes, función realmente difícil, pero absolutamente necesaria para la vida de la Iglesia de hoy. Tengo la esperanza de que podremos contar muchísimo con la ayuda de su experiencia y sabiduría en este terreno. Tendría aún mucho que decir, y lo diría con emoción, si continuara hablando. Usted, eminentísimo señor cardenal, y sus apreciadísimos acompañantes, pueden estar seguros de que en mis oraciones pienso en todos los que están con usted y en toda la Iglesia austriaca. A todos los bendigo de corazón.








A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO PONTIFICIO «COR UNUM»


Martes 28 de noviembre de 1978



Queridos amigos de Cor Unum:

Me siento feliz de recibiros aquí cuando está finalizando vuestra VII asamblea plenaria. Algunos de vosotros formáis parte de Conferencias Episcopales; de Conferencias que tienen posibilidad de ofrecer ayuda material o de las que tienen necesidades que dar a conocer. La mayoría representan organismos caritativos que emanan directamente de dichas Conferencias o han sido constituidos para llevar a realidad la ayuda mutua y la participación de bienes con espíritu cristiano y según objetivos particulares a nivel nacional o internacional.

Puesto que habéis sido llamados a trabajar en un Consejo "pontificio", debo manifestaros la viva gratitud de la Santa Sede; una gratitud tanto mayor al saber que estáis muy ocupados en múltiples tareas de vuestras instituciones particulares, cuya realización no admite demora ninguna. Y sin embargo, comprendéis la necesidad de acudir con asiduidad a las asambleas y reuniones de este Consejo. El Papa personalmente, la Santa Sede y la Iglesia universal, tienen esperanzas en esos encuentros, en la cumbre, de cristianos muy comprometidos al servicio de la promoción, humana y de la caridad, hombres y mujeres que pueden beneficiar dichos encuentros por sus conocimientos y su celo en el plano pastoral, y también por su competencia de expertos en los aspectos técnicos de la ayuda mutua planeada siempre según la preocupación caritativa de la Iglesia. Sí, os animo a que parti­cipéis activa y regularmente en los trabajos del Pontificio Consejo.

Los informes sobre las actividades de Cor Unum ponen claramente de manifiesto cómo progresa y va madurando el espíritu de coordinación que dio origen a esta institución y sigue siendo su razón de existir. Parece que este resultado se ha visto ampliamente favorecido por los grupos de trabajo que el Consejo ha organizado entre los distintos miembros, consultores y otros expertos, sobre temas y objetivos precisos. Esta fórmula permite esperar resultados cada vez más provechosos. Claro está que las Iglesias locales son las primeras afectadas en las etapas de dar o recibir, de preparación o actuación, y su participación es necesaria. Pero resulta no menos necesario que los artífices de la participación de bienes se armonicen y sostengan mutuamente, por encima de los intercambios bilaterales, en el contexto de la Iglesia universal, puesto que se trata de una responsabilidad y una misión verdaderamente universales de la Iglesia. El Pontificio Consejo Cor Unum es justamente el lugar normal y apto de encuentro y coordinación de todos los esfuerzos de ayuda y promoción de la Iglesia. Tal es la esperanza que pusieron en esta obra mis predecesores, esperanza que me complazco en renovaros hoy.

En este breve encuentro no puedo abordar los aspectos múltiples que vosotros mismos habéis estudiado, los cuales deben afectaros hondamente. Todos estamos plenamente convencidos de que la caridad según Cristo debe inspirar nuestra obra de promoción humana; el Evangelio que se ha leído este año en la fiesta de Cristo Rey sigue siendo su Carta Magna. Asimismo tenemos que vigilar para encuadrar bien la promoción en el contexto de la evangelización, que es la plenitud de la promoción humana puesto que anuncia y ofrece la salvación plena del hombre.

Por otra parte, un aspecto particular y, a la vez, capital de vuestra actividad consiste en mantener el impulso de generosidad. Conocéis las situaciones de urgencia que se suelen presentar, ya se trate de catástrofes naturales o de las provocadas por el hombre con sus violencias y egoísmos obstinados. Gracias a Dios, tales situaciones con frecuencia suscitan brotes inmediatos de generosidad en la conciencia de los hombres amantes de la solidaridad; más aún por el hecho de que en estos casos los órganos de información dan eco grande al carácter sensacional de los hechos. Pero si hay catástrofes cuyos efectos pueden eliminarse con una acción decisiva de breve duración, generalmente no es así: las necesidades se prolongan a menudo durante largo tiempo. Y una de vuestras tareas es entonces mantener despierta o reavivar la generosidad y el interés por informar mientras duren las necesidades de nuestros hermanos.

Que el Espíritu Santo os ilumine y dé fuerzas en la obra magnífica que os está confiada. Contribuís a dar el testimonio que mejor caracteriza a los discípulos de Cristo: la caridad, la caridad universal, la que no conoce ni fronteras ni enemigos. De todo corazón os bendigo y bendigo a cuantos colaboran con vosotros.







ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES


EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Miércoles 29 de noviembre de 1978



57 Queridos jóvenes, muchachos y muchachas:

Gracias por el entusiasmo con que me habéis recibido en está espléndida basílica, cuando recorría vuestros grupos rebosantes de gozo juvenil y de adhesión sincera a la persona del Sucesor de Pedro, sobre cuya tumba nos hemos reunido para obtener de él luces y fuerzas.

Venís de escuelas, parroquias, oratorios, institutos y asociaciones católicas, para manifestar al Papa vuestros ideales cristianos y la buena voluntad de prepararos a vuestro porvenir y a vuestras responsabilidades futuras de cristianos y ciudadanos, con seriedad y entrega generosa. También por esto o, mejor, precisamente por esto os digo de nuevo un gracias cordial que deseo se extienda también a vuestros pa­dres, educadores, profesores y párro­cos, que os han traído a este en­cuentro.

Antes de hablaros del tema general de este miércoles, centrado en el Adviento (ya que el domingo próximo comienza el tiempo litúrgico de Adviento, como sabéis), con afecto paterno deseo dirigir un saludo especial a dos grupos de jóvenes: los muchachos minusválidos del Centro Villa Margherita de Montefiascone, dirigido por la congregación de Hijos de la Inmaculada Concepción; y después, al grupo de sordomudos del Instituto Gualandi de Roma. ¡Sed bienvenidos, hijos queridísimos! Vuestra presencia y vuestra situación particular os hacen merecedores de un puesto especial en el corazón del Papa, que os abraza y bendice con predilección y ternura. En medio de las penas que nunca faltan en la vida diaria, sean para vosotros causa de consuelo y serenidad los cuidados amorosos de cuantos se dedican a atenderos e instruiros y os han acompañado hoy aquí con un gesto digno de mención especial, y con espíritu de solidaridad palpable hacia los hermanos necesitados.

Ahora, en la antevigilia de Adviento, a la que he aludido antes, preguntémonos sobre el significado del Adviento: estamos tan familiarizados con esta palabra, que corremos el riesgo de no sentir ya la necesidad de ahondar más en su significado profundo.

El Adviento quiere decir, ante todo, venida. Y esto lo sabéis incluso los más pequeños que me escucháis, y recordáis bien la venida de Jesús la noche de Navidad en una gruta que se utilizaba para establo. Pero vosotros los jóvenes ya mayores, que seguís estudios superiores, os planteáis preguntas para ahondar cada vez más en la realidad fascinadora del cristianismo que es el Adviento. Resumiendo en pocas palabras lo que diré con más extensión en la segunda audiencia de esta mañana, el Adviento es la historia de las relaciones primeras entre Dios y el hombre. Apenas torna conciencia de su vocación sobrenatural el cristiano, recoge en su propia alma el misterio de la venida de Dios, y de esta realidad su corazón recibe constantemente impulso y vida, puesto que esta realidad no es otra cosa sino la misma vida del cristianismo.

Para comprender mejor el papel de Dios y del hombre en el misterio del Adviento, debernos volver a la primera página de la Sagrada Escritura, al Génesis, donde leemos estas palabras: "Beresit bara: Al principio creó Dios". Él, Dios, crea, "da comienzo" a todo lo que no es Dios, es decir, al mundo visible e invisible (según el Génesis, el cielo y la tierra). En este contexto el verbo "crea" manifiesta la plenitud del ser de Dios que se revela como Omnipotencia, que es Sabiduría y Amor a un tiempo.

Pero la misma página de la Biblia nos presenta también a otro protagonista del Adviento, que es el hombre. En ella leemos que Dios lo crea a "su imagen y semejanza": "Díjose entonces Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza" (
Gn 1,26). Sobre este segundo protagonista del Adviento, el hombre, hablaré el miércoles próximo; pero ya desde ahora deseo señalaros esta relación particular de la que está tejida la teología del Adviento, relación entre Dios y la imagen de Dios, que es el hombre.

Como compromiso primero de la nueva estación litúrgica que va a abrirse, y basándonos en las breves consideraciones bíblicas que ahora hemos hecho juntos, tratad de dar respuesta personal a los dos interrogantes que han surgido implícitamente de la consideración: 1) ¿Qué significa el Adviento?; 2) ¿Por qué el Adviento es parte esencial del cristianismo?

Al volver a vuestras casas, escuelas y asociaciones, decid a todos que el Papa cuenta mucho con los jóvenes. Decid que los jóvenes son el consuelo y la fuerza del Papa, que desea verlos a todos para hacerles llegar su voz de aliento en medio de todas las dificultades que comporta el situarse en la sociedad. Decidles, en fin, que reflexionen individualmente y en sus reuniones sobre el significado del nuevo período litúrgico y sobre las implicaciones que se derivan de comprometerse cada día a la renovación espiritual tan necesaria.

Os ayude y estimule a cumplir vuestros propósitos la bendición apostólica que os imparto de corazón a vosotros y a vuestros seres queridos.







58                                                                                   Diciembre de 1978




A LA CONGREGACIÓN DE SAN JOSÉ (JOSEFINOS DE MURIALDO)


EN EL 150 ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO


DE SAN LEONARDO MURIALDO


Viernes 1 de diciembre de 1978



Queridos hijos:

Reunidos en Roma para vuestro congreso organizativo anual, que esta vez coincide con el 150 aniversario del nacimiento del fundador de vuestro instituto, San Leonardo Murialdo, habéis expresado el deseo de encontraros con el nuevo Papa, para manifestar al Vicario de Cristo vuestra fidelidad y para recibir una palabra suya.

Al expresaros mi gratitud por este gesto diligente y gentil, presento, ante todo, mi saludo más cordial a cada uno de vosotros y con mucho gusto me uno a vuestra celebración, deseando que os sirva de estímulo para un renovado interés en vuestra vida espiritual y en vuestro celo apostólico.

Deseo, además, aprovechar este encuentro para exhortares a manteneros fieles a tres consignas de vuestro fundador.

1. La búsqueda de la santidad.

«Haceos santos y hacedlo pronto», ésa es la exhortación constante de Murialdo. Esa debe ser vuestra primera preocupación y vuestro empeño fundamental.

La santidad consiste, primeramente, en vivir con convicción la realidad del amor de Dios, a pesar de las dificultades de la historia y de la propia vida.

En su «Testamento espiritual» escribió Murialdo: «Desearía vivamente que la congregación de San José mirase sobre todo a difundir a su alrededor, y especialmente dentro de ella, el conocimiento del amor infinito, actual e individual, que Dios tiene por todas las almas, mucho más por las fieles, y de modo particular por sus elegidos y predilectos —los sacerdotes y religiosos—; el amor personal que El tiene por cada uno. Se lee en los libros de piedad, se predica desde el púlpito que Dios ha amado mucho a los hombres; pero no se reflexiona que es ahora, actualmente, en esta misma hora, cuando Dios nos ama verdadera e infinitamente...».

También yo quiero deciros esto a todos: en vuestras dificultades, en los momentos de prueba y desaliento, cuando parece que toda dedicación está como vacía de interés y de valor, ¡tened presente que Dios conoce vuestros afanes! ¡Dios os ama uno por uno, está cercano a vosotros, os comprende! Confiad en El, y en esta certeza encontrad el coraje y la alegría para cumplir con amor y con gozo vuestro deber.

59 La "santidad" consiste, además, en la vida de ocultamiento y de humildad: saberse sumergir en el trabajo cotidiano de los hombres, pero en silencio, sin ruidos de crónica, sin ecos mundanos. «Hagamos y callemos»: era el lema programático de vuestro fundador. ¡Hacer y callar! Qué actualidad tiene también hoy este programa de vida y de apostolado.

¡Aprovechad bien, hijos queridos, las enseñanzas de vuestro Santo! ¡Ellas señalan el camino seguro para la venida del reino de Dios!

2. La segunda característica de San Leonardo Murialdo es el afán pedagógico. Fue, sin duda, un gran educador, como Don Bosco, y dedicó su vida entera a la educación de los niños y de los jóvenes, convencido del valor del método preventivo y de la orientación cristocéntrica.

Meditemos juntos lo que él escribió a los hermanos reunidos en los ejercicios espirituales de 1898: «El amor de Dios produzca el celo por la salvación de los jovencitos: ne perdantur, dice San Juan Crisóstomo, "para que no se pierdan", no se condenen y, por tanto,... verdadero celo de salvarlos, de instruirlos bien en la religión, de insinuarles el amor de Dios, de Jesucristo, de María, y el celo de salvarse. Pero todo esto no se conseguirá si no se tiene humildad de corazón».

Es una exhortación de la que el Papa quiere hacerse eco esta mañana. Sea éste vuestro estímulo: ¡Educar para salvar!

La «pedagogía de la salvación eterna» desencadena lógicamente la «pedagogía del amor». Comprometed totalmente vuestra vida para edificar, para formar a los niños y a los jóvenes, comportándoos de tal manera que vuestra vida sea para ellos un ejemplo constante de virtud: hay que hacerse pequeños con los pequeños, hay que hacerse todo para todos, con el fin de ganar a todos para Cristo.

La bondad de corazón, la afabilidad, la paciencia, la cortesía, la alegría son elementos necesarios para "tener garra", para formar, para llevar a Cristo, para salvar, y muchas veces exigen esfuerzo y sacrificio. A pesar de las dificultades, debéis continuar en vuestro afán con amor y entrega, porque la obra del educador tiene un valor eterno.

3. Finalmente, querría poner de relieve una última característica, que me parece importante para definir más completamente la fisonomía de Murialdo, y es su profunda fidelidad a la Iglesia y al Papa. Vivió en una época muy difícil para la Iglesia, especialmente en Italia, y como hombre inteligente y previsor que era, se había dado perfectamente cuenta de que los tiempos estaban cambiando rápidamente, y que era mejor para la Iglesia no tener más preocupaciones de "poder temporal". De ello dan fe sus escritos, tan profundos y equilibrados. Confiaba en la Providencia, siguiendo el ejemplo de San José, cuyo nombre lleva vuestra congregación.

¡Obrad así también vosotros! ¡Amad a la Iglesia! ¡Amad al Papa! Sed dóciles a sus enseñanzas y a sus orientaciones. bien convencidos de que el Señor quiere la unidad en la verdad y en la caridad, y de que el Espíritu Santo asiste al Vicario de Cristo en su obra indispensable y salvífica. Y rezad y haced rezar por el Papa y por la Iglesia a vuestros jóvenes y fieles.

No podemos terminar más que dirigiéndonos a María Santísima, tan amada y venerada por Murialdo, que recurría a Ella como a la Mediadora universal de todas las gracias. En sus cartas continuamente volvía el pensamiento sobre María. en ellas inculcaba el rezo del Rosario, confiaba a sus hijos la difusión de la devoción a la Santísima Virgen, y afirmaba: «Si se quiere hacer un poco de bien entre los jóvenes, es necesario infundirles el amor a Maria». La obra benéfica desarrollada por vuestro fundador constituye la confirmación mejor de esto Seguid también en ello su ejemplo.

Con estos deseos, mientras pienso con admiración en el gran trabajo que lleváis a cabo en varias partes del mundo, especialmente en favor de la juventud, pido al Señor la abundancia de sus gracias y favores sobre vuestro apostolado, y con particular afecto. queridos hijos, os doy a vosotros y a todos vuestros jóvenes y a vuestras parroquias la suplicada bendición apostólica.








AL SEÑOR PAUL NDIAYE, EMBAJADOR DE SENEGAL


ANTE LA SANTA SEDE


60

Sábado 2 de diciembre de 1978



Señor Embajador:

Es una gran felicidad para mí recibiros hoy. La nación de Senegal que vos representáis ya como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario, es un país con el que la Santa Sede mantiene, desde hace tiempo relaciones de amistad; y vuestro Presidente, el Excmo. Sr. D. Lépold Sédar Senghor, que as ha encargado de transmitirme su felicitación, es un hombre de Estado a quien mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, recibió en visita varias veces con complacencia, y cuyas intervenciones estimaba mucho. Ruego os hagáis intérprete de mis sentimientos de alta consideración y estima profunda.

Mi pensamiento vuela espontáneamente hacia la Iglesia que está en Senegal y, en particular, al querido, cardenal Hyacinthe Thiandoum y a los demás hermanos míos en el Episcopado. En esta ocasión formulo fervientes deseos de felicidad, paz y progreso para todos vuestros compatriotas.

Una condición esencial de este progreso —Vuestra Excelencia lo ha subrayado y ello me ha complacido mucho— es el respeto y fomento de los valores espirituales. Es cierto que el aumento de conocimientos, la lucha por mejorar las condiciones de salud y el desarrollo económico son muy necesarios y merecen todos nuestros esfuerzos; pienso en el drama de la sequía, al que se debe poner remedio a través de una solidaridad grande: pienso en las realizaciones intrépidas de vuestro Gobierno en el terreno cultural. Pero si este progreso se viera flanqueado de una concepción materialista de la vida, sería un retroceso. El hombre quedaría mutilado y perdería pronto la dignidad, el carácter sagrado y, a la vez, el sentido último de la existencia que consiste en vivir en presencia de Dios y en relación fraterna con el prójimo. ¡Toda civilización debe cuidar de no perder el alma!

Haber mantenido la intuición de lo sagrado es el honor de vuestro país, el honor de la tradición africana. La civilización de la "negritud", que el mismo Presidente Senghor ha estudiado con gran penetración, posee este sentido religioso muy arraigado y lo favorece. Es necesario que se siga profundizando y educando para poder afrontar toda la cultura moderna sin mutilaciones, con sus filosofías y su espíritu científico y técnico.

La tolerancia y la paz entre los discípulos de las grandes confesiones religiosas se ven facilitadas por las instituciones de vuestro país, bajo la guía sapiente de vuestro Presidente. En relación con estas confesiones el Estado guarda las distancias que le permiten la imparcialidad necesaria respecto de aquéllas, y la separación normal entre intereses políticos y asuntos religiosos. Pero esta distancia no es indiferencia: el Estado cabe hacer ver su estima de los valores espirituales y alentar con justicia los servicios que las comunidades religiosas prestan a la población en el sector de la enseñanza y de la asistencia sanitaria.

Y en fin, la paz entre los países, y sobre todo en el continente africano, preocupa también y con razón al Gobierno y al pueblo de Senegal. Conocedor de la interdependencia de las naciones e interesado por los derechos humanos de vuestros vecinos, vuestro país desea ayudar a sus compañeros africanos a atajar la violencia que renace continuamente, a desterrar la discriminación racial de que son objeto, y a establecer entre ellos (a ser posible, sin ingerencias extranjeras) una paz justa y duradera.

En ello está en juego algo muy grande e importante para la felicidad de los pueblos de África. Que Dios ayude a la aportación sabia y generosa que Senegal es capaz de prestarle. Conocéis la solicitud constante de la Santa Sede en este terreno. Me ha impresionado el modo con que Vuestra Excelencia le ha rendido homenaje.

Os deseo, Sr. Embajador, una misión afortunada y fructífera, e invoco sobre vuestra persona y vuestros compatriotas y gobernantes, la asistencia del Altísimo.








AL SEÑOR VECDI TÜREL,


EMBAJADOR DE TURQUÍA ANTE LA SANTA SEDE


Lunes 4 de diciembre de 1978



61 Señor Embajador:

Inauguráis hoy vuestra misión de Embajador, que os deseo afortunada y serena para vos y fructuosa para vuestro país y la Santa Sede. El recuerdo de mis predecesores que habéis evocado delicadamente, los votos que habéis formulado para mi pontificado haciéndoos eco de los de vuestro Presidente y Gobierno, constituyen un homenaje que me ha impresionado mucho. Por otra parte. vuestros propósitos subrayan principios a los que la Iglesia católica atribuye gran importancia. Os lo agradezco vivamente.

Respecto del pueblo turco que representaréis en adelante ante la Santa Sede, quiero hacer míos los deseos que vos mismo habéis mencionado: paz interna entre todos los que viven en el suelo de la República, buscan en sus leyes protección de los derechos propios y aportan su cooperación peculiar al patrimonio nacional; paz externa con los países vecinos por muy diferentes que éstos sean, y con el conjunto de la Comunidad internacional, con espíritu de comprensión mutua. El establecimiento o el afianzamiento de la paz deben aparecer aún más urgentes para Turquía por el hecho de que esta se encuentra a caballo de dos continentes, a las puertas del Oriente Medio, que sigue tan inestable, y en el cruce de grandes civilizaciones. La Santa Sede le desea no sólo que disfrute de paz, condición previa para la felicidad y prosperidad, sino que pueda aportar a su vez una contribución positiva y especifica. La Santa Sede piensa en particular en el problema de Chipre, y desea se llegue lo antes posible a una solución justa para bien de toda la población de la isla.

Por su parte, la Santa Sede desea, según los criterios que Vuestra Excelencia ha recordado acertadamente, estar al servicio de la comprensión y cooperación internacional. Importa, en efecto, que las relaciones de fuerza o de intereses económicos no prevalgan en detrimento de las minorías o de los débiles, sino que por el contrario, la justicia impulse siempre el respeto, la estima y la ayuda mutuas a que tienen derecho. La Iglesia católica se propone especialmente que los valores morales y espirituales impregnen todas las relaciones entre los pueblos; es éste un aspecto de su misión, y se halla persuadida de que en ello están comprometidos la felicidad y el progreso de la humanidad. Este espíritu es el que anima a la Santa Sede en sus relaciones bilaterales y en las actividades internacionales. Para ello cuenta con la comprensión y el apoyo de los hombres de buena voluntad, sobre todo de los países que reconocen su función intercambiando con ella Representaciones diplomáticas.

En vuestro país los cristianos —que están vinculados a comunidades y altos lugares espirituales de los primerísimos siglos de nuestra era—, han demostrado voluntad y capacidad de participar, como ciudadanos responsables, en el progreso cultural y social de su patria. ¿Cómo podría no desear mantener relaciones de armonía con todos sus compatriotas musulmanes dentro del respeto reconocido y efectivo de la libertad religiosa, cuya importancia ha subrayado Vuestra Excelencia, y que cuando es bien entendida resulta de hecho la piedra de toque de todas las demás libertades y señal de progreso verdadero, y también —digámoslo— signo de un Estado moderno? No dudo tampoco de que las instituciones católicas de educación y asistencia encuentran ante vuestro Gobierno y ante la opinión pública, la estima, protección y estimulo que merece su servicio para bien de todos.

Os ruego deis las gracias al Excmo. Sr. Fahri S. Korutürk por sus atentos votos, y le manifestéis los míos que hago en la oración de todo corazón por su persona y por el pueblo que preside. Que el Todopoderoso le asista, y dé luz a cuantos comparten con él la carga pesada del bien común, y vele sobre vuestros compatriotas y os ayude a vos, Sr. Embajador, en el cumplimiento de vuestra noble misión aquí.







ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES


EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Miércoles 6 de diciembre de 1978



Queridísimos niños y niñas, y queridísimos jóvenes:

Os encuentro numerosos y exuberantes como siempre. Estoy contento de poder encontrarme hoy con vosotros para sentir vuestra comunión calurosa con el Papa, que es Sucesor de Pedro, y para deciros que os tengo un afecto particular porque veo en todos vosotros la esperanza prometedora de la Iglesia y del mundo del mañana. Recordad siempre que sólo si os apoyáis, corno dice San Pablo, sobre el único fundamento que es Jesucristo (cf. 1Co 1Co 3,11), podréis construir algo verdaderamente grande y duradero.

Preparaos a la vida con seriedad y diligencia. En este momento de la juventud, tan importante para la maduración plena de vuestra personalidad, sabed dar siempre el puesto adecuado al elemento religioso de vuestra formación, el que lleva al hombre a alcanzar su dignidad plena, que es la de ser hijo de Dios.

Como ya sabéis, en estos días los cristianos están viviendo el período litúrgico del Adviento, que es la preparación inmediata a la Navidad. El miércoles pasado hablé ya a muchos otros muchachos corno vosotros, explicándoles que Adviento quiere decir "venida", es decir, venida de Dios entre los hombres para condividir sus sufrimientos y llenar de gozo su vida. Hoy quisiera deciros en general quién es el hombre, que está llamado al encuentro y amistad con el Señor.

62 Las primeras páginas de la Biblia, que pienso habréis leído ya, nos dicen que "Dios creó al hombre a su imagen" (Gn 1,27). Esto quie­re decir que el hombre, todo ser humano y, por consiguiente, cada uno de vosotros, tiene un parentesco especial con Dios. Aun perteneciendo a lo creado y visible, a la naturaleza y al mundo animal, sin embargo cada uno de nosotros se diferencia de todas las otras criaturas de algún modo.

Sabéis que algunos científicos afirman que el hombre depende de la evolución de la naturaleza, y lo incluyen en el devenir mudable de las diversas especies. En la medida en que han sido probadas verdaderamente, estas afirmaciones son muy importantes porque nos dicen que debemos respetar el mundo natural del que formamos parte. Pero si nos adentramos en lo íntimo del hombre, vemos que se diferencia de la naturaleza más de lo que se asemeja a ésta. El hombre tiene espíritu, inteligencia, libertad, conciencia; por ello se asemeja más a Dios que al mundo creado. De nuevo es el primer libro de la Biblia, el Génesis, el que nos dice que Adán puso un nombre a todos los animales del cielo y de la tierra, mostrando así su superioridad sobre ellos; pero en todos estos seres "no había para el hom­bre ayuda semejante a él" (Gn 2,20). Se apercibió de que era distinto de todas las criaturas vivientes, aunque también estaban dotadas de vida vegetativa y sensitiva como él.

Se podría decir que este primer hombre hace lo que realiza normalmente el hombre de todos los tiempos; es decir, reflexiona sobre la propia identidad y se pregunta quién es él. El resultado de tal actividad es la constatación de una diferencia fundamental: soy distinto de todo lo demás, soy más diferente que semejante.

Todo esto nos ayuda a comprender mejor el misterio del Adviento que estamos viviendo. Si Dios "viene" al hombre, como hemos dicho, lo hace porque en el ser humano hay una capacidad de espera y una capacidad de acogida tal como no la hay en ninguna otra criatura. Dios viene para el hombre o, mejor, al hombre, y establece una comunión particularísima con él.

Por tanto, de cara a la Santa Navidad os invito también a vosotros, queridos muchachos, a hacerle espacio, a prepararos al encuentro con El, con el fin de que El halle en cada uno de vosotros su imagen auténtica, limpia y fiel.

Con estos deseos os bendigo de corazón, y con vosotros bendigo a vuestros padres y profesores, y a cuantos os han acompañado hasta aquí.








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