Discursos 1978 76


AL NUEVO EMBAJADOR DE PANAMÁ


ANTE LA SANTA SEDE


77

Jueves 21 de diciembre de 1978



Señor Embajador,

AL RECIBIR LAS CARTAS que le acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Panamá ante la Santa Sede, quiero en primer lugar dar a Vuestra Excelencia mi más cordial bienvenida a este Centro de la catolicidad, donde hoy inicia la nueva misión que le ha sido confiada por el Señor Presidente de su País, a quien deseo enviar mi deferente saludo.

Sepa desde ahora, Señor Embajador, que en el desempeño de la alta función asumida, podrá contar con mi cordial benevolencia y con la decidida voluntad de favorecer en todo lo posible su tarea, para que sea muy provechosa y contribuya eficazmente a estrechar los sólidos vínculos de mutua estima y colaboración que unen a Panamá con la Santa Sede.

En esta perspectiva, la presencia cercana de Vuestra Excelencia me hardi ver, más allá de su digna persona, al País que representa, con su privilegiada posición geográfica, su vasto acervo de cultura, de historia y de ricas tradiciones; y sobre todo me hará presente a un pueblo noble y generoso, en el que la Iglesia ha echado raíces profundas, cuyo benéfico influjo ha contribuido ampliamente a configurar sus propias esencias, también como Nación.

Gracias, Señor Embajador, por el público testimonio de reconocimiento por la labor llevada a cabo por la Iglesia en favor de su País, y que ha querido evocar con elocuentes expresiones. Es un agradecimiento que la Iglesia y la Santa Sede traducen en propósito de continuidad, de desinteresado servicio, para que la sociedad panameña se impregne cada vez más de esos valores superiores que hagan más fecunda, más solidaria y fraterna la vida comunitaria. Con horizontes de creciente dignificación humana, abierta siempre a las esferas y aspiraciones más altas del hombre. Porque sólo podrá lograrse un orden temporal más perfecto, si avanza paralelamente el mejoramiento de los espíritus.

Señor Embajador: encomiendo al Altísimo estas intenciones, así como las suyas personales y familiares. A la vez envío a todos los queridos hijos de Panamá mi afectuoso recuerdo, que acompaño de los mejores votos de paz, de bienestar, de progreso cristiano, en un clima de sereno entendimiento y activa colaboración con las Naciones cercanas y las del mundo entero.








A LA COMISIÓN DE BENEFICENCIA


DEL BANCO DE CRÉDITO ARTESANO


Jueves 21 de diciembre de 1978



Hijos carísimos:

Os expreso. con gran cordialidad. mi satisfacción por esta visita. que se relaciona idealmente con aquellas que tuvo con vosotros mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, quien tuvo la suerte de conocer, desde que era arzobispo de Milán, vuestra institución, su finalidad, sus realizaciones.

1. Vuestra institución, que cuenta ya 32 años de existencia, nació no con finalidad única y exclusivamente económica, sino benéfica: los resultados de las diferentes iniciativas debían destinarse al incremento de obras católicas. Este aspecto es interesante y, podríamos decir, ejemplar en vuestra asociación, que quiere y debe respetar con absoluta coherencia, en primer lugar y en el terreno puramente económico, la ética profesional y la ley de Dios, particularmente en lo concerniente a la justicia en su significación más universal.

78 Mas vuestras perspectivas van aún más allá. Inspirados en la concepción cristiana de la vida y de las relaciones humanas, no os queréis dejar impresionar por la simple lógica individualista de la ganancia y del provecho, sino que queréis aplicar en todo su contenido las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que ha sintetizado la tradición cristiana y las enseñanzas del Magisterio con estas palabras: «Dios ha destinado la tierra y cuanto contiene al uso de todos lo hombres y de todos los pueblos, y por consiguiente, todos deben participar equitativamente de los bienes creados, según los principios de la justicia, que es inseparable de la caridad» (Gaudium et spes GS 69).

2. Uno a mi sincero aplauso una realidad muy sentida. En el momento actual, a pesar de los grandes y verdaderos progresos, hay todavía tanta necesidad de solidaridad, de coparticipación, porque existe también mucha pobreza y miseria: muchos hermanos y hermanas nuestros pasan hambre, sed. y sufren enfermedades de todo género; no disfrutan de una vivienda decente y correspondiente a la dignidad de la persona humana. Hay, por lo tanto, un gran campo para la caridad, para la "beneficencia", estimadas y vividas no como el gesto orgulloso de quien, satisfecho de sus propias riquezas pone ostentosamente un puñado de monedas en la colecta del templo, sino como la limosna pequeña y humilde de la "pobre viuda" del Evangelio, que dio solamente dos monedas siendo las únicas que tenía para vivir (cf. Mc Mc 12,41-42 Lc 21,1-4). La caridad —dice San Pablo— «no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal» (1Co 13,5).

3. Perseverad, hijos carísimos, en estas líneas maestras, que son las líneas del Evangelio, que debe ser siempre sólido y seguro fundamento de vuestro comportamiento individual y social. Que la luz de la fe ilumine y oriente vuestra profesión, y que se vea y se traduzca en coherente testimonio de vida cristiana.

Con estos sentimientos os imparto muy gustosamente a vosotros, a todos los miembros del Banco de Crédito Artesano y a sus familias, una especial bendición apostólica.








A LOS CARDENALES Y PRELADOS DE LA CURIA ROMANA


Viernes 22 de diciembre de 1978



¡Queridísimos hermanos del Sacro Colegio y vosotros hijos de la Iglesia Romana!

1. Al saludo que se me ha dirigido ahora en nombre de todos vosotros, aquí presentes, yo no puedo más que responder con una palabra brevísima, pero cargada de intenso afecto: ¡Gracias vivísimas! Sí, gracias porque vuestra visita, en estas vísperas de la sacra festividad de Navidad, no es un simple gesto de protocolo, que se inspira en una tradicional, si bien gentil, costumbre, sino un acto tan rico de calurosos sentimientos, que constituye para mí una prueba más, si fuese necesario —pero no lo es— del hecho de que, elegido Papa, hace apenas dos meses, al dejar la amada tierra de Polonia y mi diócesis de Cracovia, he adquirido en cambio otra patria aquí en Roma y una Iglesia vasta como el mundo.

Navidad es la fiesta de los afectos familiares: es un retorno, junto al Niño Jesús que ha venido como hermano nuestro, a nuestro mismo nacimiento y, a través de un itinerario interior, a las raíces primordiales de nuestra existencia, rodeada por las queridas figuras de nuestros padres, de los parientes, de los compatriotas. Navidad es una invitación, por tanto, a pensar de nuevo en nuestro nacimiento, en lo concreto de las circunstancias peculiares a cada uno. Así como es natural para mí volver con el pensamiento en la onda de sugestivos recuerdos a mi casa y a mi Wadowice, así resulta natural para cada. uno de vosotros retornar al calor de vuestros hogares.

Pero he aquí que vuestra devoción y afectuosa presencia esta mañana viene a entrecruzarse con estos pensamientos míos personales y privados y, desatando casi la incontenible conmoción, me lleva a otra realidad ciertamente más alta: me refiero a la nueva realidad que ha sobrevenido en mí por la elección que precisamente vosotros, señores cardenales, con los otros hermanos esparcidos por el mundo, habéis hecho en el día para mí cargado de presagios del 16 de octubre. «Vos estis corona mea: vosotros sois mi corona», os repetiré con el Apóstol (cf. Flp Ph 4,1); vosotros habéis dilatado el círculo de mi familia y habéis llegado a ser por un título especialísimo mis «familiares» según esa comunión transcendente, pero realísima y creadora de lazos tan sólidos corno los de la familia humana, que se llama y es la vida eclesial.

Así, pues, gracias por este coral testimonio de felicitaciones y de votos, que me ofrecéis no sólo vosotros, sino que con vosotros me ofrecen aquellos a quienes representáis. Yo los intercambio toto corde, deseando para cada uno de vosotros, así corno para cuantos os están uni­dos, una efusiva donación de la gracia sobrenatural y de la benignidad humanísima de nuestro Salvador Jesucristo (cf. Tit Tt 2,11).

2. Sé bien que mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, en el curso de los análogos encuentros que tuvieron lugar en esta sala durante sus quince años de pontificado activo y luminoso, prefirió siempre alargar la mirada a los deberes de su misión pastoral. El acostumbraba recordar los hechos sobresalientes de la Iglesia y del mundo, no sólo para dar un contenido preciso al coloquio con sus más cualificados colaboradores, sino también «para hacer balance» sobre la situación a través de un atento examen de los acontecimientos más recientes.

79 Tal oportunidad se me presenta hoy también a mí, en forma semejante y al mismo tiempo diversa. pero tal vez más fácil... ¿Qué ha sucedido este año? Y más exactamente: ¿qué ha sucedido desde el atardecer del 6 de agosto, cuando aquel insigne Pontífice cerró los ojos a la escena del mundo para abrirlos a la luz del cielo, donde entraba para recibir el premio del siervo bueno y fiel (cf. Mt Mt 25,21)? Los acontecimientos son bien conocidos, y no es ciertamente necesario recordarlos, mucho menos ante vosotros que habéis sido no ya espectadores. sino actores y, en gran parte, protagonistas de los mismos. Ninguno de nosotros —diré con el discípulo de Emaús— es tan forastero en Roma que ignore quae facta sunt in illa his diebus, los sucesos en ella ocurridos estos días (cf. Lc Lc 24,18).

En términos periodísticos o burocráticos, se ha hablado de sucesión o, mejor, de doble sucesión en el vértice de la Iglesia, de modo que ¡en un año —se ha observado— ha habido tres Papas! Esto es objetivamente verdadero, pero no agota ciertamente el tema sobre la sucesión que se ha registrado en la Sede Apostólica, y sobre lo que ésa contiene de más sustancial y determinante: me refiero a la formidable herencia del ministerio mismo de Pedro, cual se ha manifestado en concreto, en la coyuntura de estos años cruciales, durante el pontificado de Pablo VI, y se ha enriquecido al mismo tiempo de brotes y de savias, de instancias renovadoras y de orientaciones programáticas durante la Asamblea conciliar.

Y hay que añadir que también el rápido, pero intensísimo, servicio del Papa Juan Pablo I ha marcado esta ya compleja herencia, aportando a la misma una connotación pastoral más definida. Por lo cual yo, que he sido llamado a recogerla, siento cada día el peso verdaderamente enorme de tanta responsabilidad.

¿Es el caso entonces de hablar de vértices o de poderes? ¡Oh!, no, hermanos: el servicio de Pedro —como aludí en la Capilla Sixtina al día siguiente de mi elección— es esencialmente un compromiso de dedicación y de amor. Tal quiere ser precisamente mi humilde ministerio.

En ello me conforta, sobre todo, la certeza o, mejor, la fe inquebrantable en el poder de Jesús Señor, que ha prometido a su Iglesia una asistencia indefectible (cf. Mt Mt 28,20) y a su Vicario, lo mismo y más que a todos los demás Pastores, susurra persuasivo: «Modicae fidei, quare dubitasti?: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14,31). Pero me conforta también la ayuda que me ofrecéis vosotros y de la que, ya en este primer período de iniciación en el pontificado, de tantas maneras y con tanta eficacia he tenido confirmación cada día. Y aquí vuelvo a reanudar el tema de las felicitaciones, para terminarlo con una renovada invitación a elevar por mí vuestras plegarias. Que la comunión en la oración y en la caridad, así como en las intenciones, sea la primera forma de vuestra preciosa colaboración.

3. Después de la mirada a la Iglesia, el pensamiento se dirige por conexión natural —como acostumbraba hacer el Papa Pablo— al mundo que la rodea. ¿Cómo ha ido este año, que ya se concluye, la sociedad humana? ¿Y cómo va en estos días? Más que a los hechos, a todos conocidos, hay que mirar a su nexo, para comprender —en cuanto sea posible— su sentido y dirección. Se nos puede, por ejemplo, preguntar: ¿progresa o se paraliza entre los hombres la causa de la paz? Y la respuesta se hace trépida e incierta cuando se descubre, en diversos países, la persistencia de tensiones virulentas, que no raramente dan origen a estallidos rabiosos de violencia.

La paz, por desgracia, sigue siendo muy precaria, mientras es fácil entrever los motivos de fondo que están ahí para amenazarla. Donde no hay justicia —¿quién no lo sabe?—, allí no puede haber paz, porque la injusticia es ya un desorden y sigue siendo verdadera la palabra del Profeta: «Opus iustitiae pax: La paz será obra de la justicia» (Is 32,17). Igualmente, donde no se respetan los derechos humanos —me refiero a los derechos inalienables, inherentes al hombre en cuanto es hombre—, allí no puede haber paz, porque toda violación de la dignidad personal favorece el rencor y el espíritu de venganza. Y aún más, donde no hay la formación moral que favorezca el bien, allí no puede haber paz, porque es necesario vigilar siempre y frenar las tendencias deteriores que se anidan en el corazón.

No quiero insistir, hermanos, en estos pensamientos, pero urge sacar de todo esto una indicación: estudiando esta temática, parece todavía más necesario consolidar las bases espirituales de la paz, continuando con valor y con perseverancia esa pedagogía de la paz, de la que Pablo VI ha sido autorizado maestro. En el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, publicado precisamente ayer, yo he vuelto a tomar su tema sobre la educación para la paz, y dirijo también a vosotros —como a todos los hombres mis hermanos—la invitación a profundizarlo y asimilarlo.

Y cuánto sea urgente la necesidad de empeñarse en favor de la paz lo confirman también las tristes noticias que han llegado recientemente del continente sudamericano.

La divergencia entre Argentina y Chile que se ha ido agudizando en este último período, no obstante el vibrante llamamiento a la paz dirigida a los responsables por parte de los Episcopados de esos dos países, vivamente apoyado y hecho propio por mi predecesor, el Papa Juan Pablo I, es motivo de profundo dolor y de íntima preocupación.

Movido por el afecto paterno que tengo a aquellas dos queridas naciones, también yo, en la vigilia del encuentro que tuvo lugar el 12 de diciembre en Buenos Aires entre sus Ministros de Asuntos Exteriores y en el que tantas esperanzas se habían puesto, he manifestado directamente a los dos Presidentes mis preocupaciones, mis votos, mi aliento a buscar en el examen sereno y responsable el modo de salvaguardar la paz tan vivamente deseada por ambos pueblos.

80 Las respuestas recibidas están llenas de respeto y de expresión de buena voluntad. Sin embargo, a pesar de la aceptación, en principio, por parte de entrambos contendientes, de un recurso a la intervención mediadora de esta Sede Apostólica, por las concretas dificultades surgidas después, el propósito común no tuvo actuación. La Santa Sede no habría recusado la llamada, aun siendo consciente de la delicadeza y de la complejidad de la cuestión, porque considera prevalentes, sobre los aspectos políticos y técnicos de la controversia, los superiores intereses de la paz.

Después, en el día de ayer, frente a las noticias cada vez más alarmantes que llegan sobre el agravarse y sobre el posible, más todavía por no pocos temido como inminente, precipitar de la situación he hecho conocer a las Partes mi disposición —mejor, el deseo— de enviar a las dos Capitales un representante mío especial, para tener informaciones más directas y concretas sobre las respectivas posiciones y para examinar y buscar juntos las posibilidades de un honroso arreglo pacífico de la controversia.

Por la tarde llegó la noticia de la aceptación de tal propuesta por parte de entrambos Gobiernos, con expresiones de gratitud y de confianza que, mientras me confortan, hacen sentir todavía más la responsabilidad que una tal intervención comporta, pero a la cual la Santa Sede considera que no debe substraerse. Y como ambas Partes subrayan concordemente la urgencia de tal intervención, la Santa Sede procederá con toda la solicitud posible.

Entretanto deseo renovar mi angustiada llamada a los responsables para que eviten pasos que podrían comportar consecuencias imprevisibles —o incluso demasiado previsibles— de daños y de sufrimientos para las poblaciones de los dos países hermanos. E invito a todos a elevar fervientes plegarias al Señor para que la violencia de las armas no prevalga sobre la paz.

4. Y ahora deseo confiaros algunas noticias cual alegres primicias de iniciativas y de acontecimientos, diversos entre sí, pero todos demostrativos de la multiforme presencia y actividad de la Santa Iglesia.

a) La primera noticia es que, a finales del próximo enero, me propongo ir —si Dios quiere— a México, para participar en la III Asamblea General del Episcopado Latinoamericano, que tendrá lugar —como sabéis— en Puebla de los Ángeles. Este es un acontecimiento de grandísima importancia eclesial, no sólo porque en el vasto continente de América Latina, llamado el "Con­tinente de la esperanza", están presentes en neta mayoría los fieles católicos, sino también por razón del interés especial y, más todavía, de las grandes esperanzas que se centran en aquella reunión, y que será un auténtico mérito histórico para los obispos, que rigen aquellas Iglesias antiguas y nuevas, transformar en consoladoras realidades. Pero, antes de ir a la sede de la Conferencia, haré una parada en el célebre santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. En efecto, de allí deseo extraer el superior conforte y el necesario impulso —casi los buenos augurios—para mi misión de Pastor de la Iglesia y, particularmente, para mi pri­mer contacto con la Iglesia en América Latina. El punto esencial del deseadísimo encuentro con esa Iglesia será precisamente esta peregrinación religiosa a los pies de la Santa Virgen, para venerarla, para implorarle, para pedirle inspiración y consejo para los hermanos del entero continente.

Es un gozo para mí afirmar todo esto en la vigilia de la Navidad, en el momento en que todos —Pastores y fieles— nos reunimos en torno a la Madre que, como dio un día al mundo a Jesús Salvador en la gruta de Belén, así lo da todavía hoy a nosotros en la fecundidad inagotable de su virginal y espiritual maternidad. Que mi presencia en su hermoso santuario en tierra mexicana pueda contribuir a obtener nuevamente a Cristo de Ella, por medio de Ella como Madre, no sólo para el pueblo de aquella misma tierra, sino para todas las naciones de América Latina.

En cuanto al tema asignado a la Conferencia de Puebla, vosotros ya lo conocéis, así como las sabias indicaciones contenidas en el documento preparatorio, elaborado por el CELAM: «La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina». Pues bien, la importancia de este tema, sus implicaciones teológicas, eclesiológicas y pastorales, doctrinales y prácticas, la amplitud misma del área en que será necesario aplicar todas las resoluciones concretas, son tan evidentes que no hace falta explicar el porqué de mi decisión. Como ya Pablo VI quiso estar presente en la II Asamblea durante el Congreso Eucarístico Internacional de Bogotá, así estaré yo entre los hermanos allí reunidos para la nueva Asamblea, a fin de testimoniar a ellos y a sus sacerdotes y fieles la estima, la confianza, la esperanza de la Iglesia universal, y acrecentar su valentía en el común empeño pastoral. Alguien ha dicho que el futuro de la Iglesia "se juega" en América Latina. Si bien, en el plan general, este futuro está escondido en Dios según un designio suyo, que va más allá de los proyectos humanos y los condicionamientos histórico-sociales (cf. Rom
Rm 11,33 Ac 16,6-9), aquella frase contiene su verdad, porque hace ver hasta qué punto es solidaria la suerte de la Iglesia en el continente centro y sudamericano con la de la única e indivisa Iglesia de Cristo. Vaya, pues, desde ahora a aquella distinguida Asamblea mi saludo y mejores deseos.

b) El segundo anuncio se refiere a la decisión de abrir a los estudiosos el Archivo Secreto Vaticano hasta el final del pontificado del Papa León XIII. Tal decisión, deseada desde hace tiempo por el mundo de la cultura, es oportuna en el año 1978, que ha registrado —como bien sabéis— un doble centenario: el de la muerte del Siervo de Dios Pío IX, y el de la sucesiva elevación a la Cátedra de Pedro de Gioacchino Pecci, cuyo ministerio, que duró veinticinco años, usque ad summam senectutem, alcanzó los primeros años de nuestro siglo. He aquí entonces que la Santa Sede, al permitir la libre consulta de los papeles y documentos concernientes a este amplio y no secundario período que, desde 1878 al 1903, marcó el paso al siglo XX, abre a la investigación un panorama de singular amplitud para servicio de la verdad histórica y para testimonio. además, de la presencia siempre activa de la Iglesia en el mundo de la cultura.

c) En el mismo orden de ideas se encuadra también la iniciativa de honrar la memoria de mi gran predecesor Pablo VI. Por una parte, para perpetuo recuerdo suyo, la gran Sala de las Audiencias, querida por él y encomendada al arte genial del arquitecto Pier Luigi Nervi, se llamará de ahora en adelante "Sala Pablo VI"; por otra parte, para valorizar un patrimonio que se ha constituido durante el último año de su pontificado, se harán accesibles los "autógrafos" de tantas insignes personalidades que le fueron ofrecidos con ocasión de sus 80 años. Considero, en efecto, un preciso deber mío continuar y desarrollar el interés que Pablo VI mostró constantemente por las causas de la cultura y del arte: lo que fue para él título de gloria no pequeño, y a su vez de no poco prestigio para la Iglesia.

Así, hermanos e hijos queridísimos, he respondido a vuestras felicitaciones; os he anticipado oficialmente algunas iniciativas; os he recomendado que recéis y hagáis rezar por mí. Los contactos que he tenido hasta ahora con vosotros me impulsan a destacar el significado de esa comunión. Gracias a Dios, he podido conocer ya personalmente una parte de mis más cercanos colaboradores, los de la Secretaría de Estado, y tengo intención de proseguir, apenas me sea posible, las visitas a los otros dicasterios de la Curia Romana, con la convicción de que el recíproco conocimiento sirva para favorecer la mejor coordinación de nuestros esfuerzos dirigidos —según las respectivas funciones confiadas a cada uno— a un mismo centro focal de referencia: el crecimiento del Pueblo de Dios en la fe y en la caridad.

81 He aquí que viene la Navidad, viene el Señor Jesús: que nos encuentre a todos —como desea el Prefacio de Adviento— vigilantes en la espera, alegres en la alabanza, ardientes en la caridad, bajo la mirada dulcemente tranquilizadora de Aquella que, como Madre de Jesús, fue y es también Madre nuestra. Así sea, con mi más cordial bendición.








A UNA REPRESENTACIÓN DE JÓVENES


DE LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA


Sábado 23 de diciembre de 1978



Queridos jóvenes:

Es para mí motivo de gran alegría y de íntimo consuelo espiritual recibiros esta mañana, representantes regionales de la Acción Católica de los Jóvenes, que junto con vuestros solícitos dirigentes habéis venido a presentar al Papa vuestra felicitación de Navidad.

Saludo de corazón y de manera especial al querido mons. Cé, que va a cesar como consiliario general de la Acción Católica para hacerse cargo del ministerio pastoral que se le ha confiado; y al presidente de la Acción Católica, prof. Mario Agnes.

Querría disponer de más tiempo para dar cumplida expresión a tantas y tantas cosas como siento debería deciros; pero, no siendo ahora posible, aplazo el tema, más largo y adecuado al afecto que tengo por vosotros, jóvenes, para otra ocasión más oportuna.

Por ahora me limito a daros las gracias por esta grata visita y a intercambiar la felicitación de una buena Navidad y de un feliz año nuevo. Sé que para 1979 habéis elegido el eslogan: "¡Eh, aquí estamos también nosotros!". Este lema, aunque expresado en amigable forma jocosa, sintetiza bien la razón de vuestra actividad que quiere ser, ante todo y sobre todo, presencia cristiana y testimonio evangélico en medio del ambiente en que vivís. Pero recordad que, si queréis que esta presencia sea eficaz y fructuosa, es preciso que os comprometáis a conocer cada vez mejor a Cristo y a tomar de El, que es gran amigo de los jóvenes, la fuerza para ser realmente, no sólo con el deseo, la sal de la tierra y la luz del mundo moderno (cf. Mt Mt 5,13-14).

Al regresar a vuestras hermosas regiones de Italia, a las que representáis aquí, decid a vuestros amigos de Acción Católica que el Papa os ama particularmente y os sigue en la gozosa elección que habéis hecho de Cristo, a quien en estos días veneráis bajo la forma de pequeño Infante. Decidles que el Papa está con todos los jóvenes: con el recuerdo continuo, con benevolencia paterna, con la oración incesante y con la bendición apostólica que ahora imparto de corazón a vosotros, a todos los jóvenes a quienes representáis y a vuestras queridas familias, en prenda de las mejores gracias de Jesús Niño.








A LOS AGREGADOS SEGLARES DE LA ANTECÁMARA PONTIFICIA


Sábado 23 de diciembre de 1978



Carísimos:

El encuentro de hoy reviste un carácter de especial importancia y significado, porque, saliéndonos del esquema habitual de asistencia, de circunspección y de trabajo silencioso, que realizáis al servicio del Papa, ello da lugar a una manifestación de sentimientos, a una compenetración de espíritus, a una alegría cordial.

82 Es la Navidad. En el gozoso recuerdo de tal acontecimiento admirable para la historia de la salvación humana, en el espíritu de la enseñanza del Verbo de Dios Encarnado, lleno de gracia y de verdad; de la luz de auténtica bondad que irradia del celeste Infante, nosotros nos reunimos con mayor espontaneidad en mutua compañía, descubriendo de esta manera la dimensión humana y cristiana, que nos manifiesta los aspectos más genuinos y nobles de nuestro interior.

Estáis aquí, en efecto, con vuestras familias, para reafirmar al Papa, mediante las felicitaciones cordiales de Navidad, vuestra profunda devoción, vuestro afecto reverente. vuestra incondicional fidelidad a su persona y a su servicio.

Os expreso, a la vez que mi sincero aprecio, verdadero agradecimiento por esta nueva y significativa muestra de filial homenaje, que se suma a tantas como ofrecéis continuamente a lo largo de vuestro trabajo, realizado con discreción, diligencia y trato exquisito. Respondo a vuestros respetuosos homenajes, como también a la seguridad de la oración, suplicando al Niño Jesús que os colme a vosotros y a vuestras familias con los dones de su amor, que conceda su paz a vuestros corazones y a vuestras casas, que ilumine con su luz vuestro camino y que, finalmente reconforte vuestra vida con su gracia celestial.

Como prueba de tales deseos paternales y confirmación de mi benevolencia imparto de corazón a los aquí presentes, y a todos vuestros seres queridos, la propiciatoria bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL ALCALDE DE ROMA

Sábado 23 de diciembre de 1978



Señor alcalde:

Me desagrada no poder responder adecuadamente a los problemas que usted ha presentado. Mi breve experiencia romana no me permite hacerlo.

Le agradezco de todo corazón las palabras de saludo y de felicitación que usted ha venido a presentarme personalmente y acompañado de los responsables de la junta capitolina, en las vísperas de la fiesta de Navidad y del año nuevo, con gesto de apreciada cortesía. Me agrada profundamente intercambiar tan nobles sentimientos de prosperidad, de paz y de progreso, no sólo para usted y para sus colaboradores, sino también y principalmente para toda la querida población de esta extraordinaria ciudad de Roma.

Sin duda, señor alcalde, su presencia pone ante mis ojos hoy a esa población, porque comparto profundamente con usted la responsabilidad de la misma: no la civil, que pertenece de derecho a esta administración comunal, sino la religiosa y cristiana, a mí confiada por la gracia de Dios con la reciente elección como Obispo de Roma por los señores cardenales, los cuales, aunque repartidos por todo el mundo, son parte eminente del clero de esta diócesis conforme al derecho canónico.

Cuando Pedro de Galilea, hacia la mitad del siglo primero, llegó a esta ciudad, encontró en ella una capital imperial, en la cual, como no dudaba en reconocer el historiador Tácito, «confluían todas las atrocidades y vergüenzas» (Ann. 15, 44). Mas no es ya ésta la ciudad que hoy ven mis ojos. Por la divina bondad y por la actividad de muchas generaciones de hombres ilustres, Roma ha ido haciéndose cada vez más civil y laboriosa, centro de confluencia y de irradiación de múltiples valores cristianos y humanos.

Con lo cual, no me siento ajeno a los problemas reales ni a las urgentes necesidades que todavía incumben al vecindario, tanto a nivel urbanístico como social y asistencial. Sobre todo es de desear que, aun más allá de la aserción de la justicia, mejore la calidad de la vida moral y espiritual de los ciudadanos, y que se cree una atmósfera de relaciones recíprocas de mutua comprensión, ajenas a cualquier clase de odio y de violencia. Es una convicción firme del cristianismo que los valores humanos únicamente pueden triunfar cuando se instaura un clima de amor del cual son necesaria expresión el respeto de los derechos de todos (tanto de cada ciudadano como de las diferentes categorías sociales), la tolerancia, la concordia y la misma justicia.

83 A esto sobre todo intenta contribuir la Iglesia mediante el apostolado, la educación y la caridad por medio de las parroquias, por las comunidades religiosas y por las instituciones libres fundadas por la generosa iniciativa de los católicos para el servicio del prójimo. Y me alegro de que esta acción, sumamente meritoria, haya sido y sea cada día más apreciada, requerida y sostenida por los ciudadanos.

Me conforta saber que será siempre debidamente tenida en cuenta la peculiar característica de esta ciudad, que no representa sólo una común convivencia humana, ni es únicamente la capital de la amada Italia, sino que se configura especialmente como centro visible de la Iglesia católica y punto de referencia para toda la cristiandad, tanto porque en ella está la Sede Episcopal de Pedro, como porque su suelo está regado por la sangre veneranda de no pocos mártires de las primeras generaciones cristianas.

Debo añadir aquí que durante mis veinte años de ministerio episcopal he trabajado siempre, con todo empeño e interés, para que se reconociese y garantizase el derecho de toda familia a tener una casa. Es una cuestión que tengo siempre especialmente en mi corazón, e incluso la brevedad de mi experiencia como Obispo de Roma no me impide comprender en toda su gravedad este problema para una digna vida humana.

Todos éstos son motivos que dan sentido y contenido a nuestro encuentro de hoy. Por ello, reitero mis augurios más sinceros a usted, señor alcalde, a los miembros de la junta capitolina, por un trabajo provechoso y desinteresado, que se proponga verdaderamente como meta el bienestar del hombre y de todo el hombre. Además, mi deseo de todo bien abarca a aquellos que representáis, es decir, a vuestras familias, y más aún a todos los romanos indistintamente. Ellos ocupan el primer lugar en mi corazón de Pastor universal, y para ellos pido al Señor las más abundantes y fecundas bendiciones.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS JÓVENES EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

Miércoles 27 de diciembre d 1978



Queridísimos niños y niñas, y queridísimos jóvenes:

También hoy habéis venido en gran número a visitar al Papa. Y os agradezco de corazón este encuentro tan alegre y afectuoso, que da gozo y esperanza prolongando la atmósfera de la serenidad navideña tan dulce y hermosa.

En particular deseo dirigir un saludo cordial a los peregrinos procedentes de Caserta acompañados de su querido obispo. ¡Bienvenidos seáis! Estoy muy contento de recibiros.

1. Estamos en la semana de Navidad y el sentimiento más profundo que seguimos experimentando es el de la alegría. ¡Vaya día de Navidad tan magnífico que habréis pasado con vuestros padres, hermanos, parientes y amigos!

Habréis preparado el pesebre y participado en la Misa de medianoche, y quizá algunos de vosotros habréis cantado sugestivos villancicos en el coro de vuestra parroquia. Sobre todo muchos, muchísimos —así lo espero— habrán recibido a Jesús en la Santa Eucaristía, encontrándose así personalmente con el Divino Maestro, nacido en esta tierra hace casi dos mil años. ¡Estupendo! Que esta alegría íntima no se desvanezca jamás en vuestras almas.

Pero, ¿de dónde nace toda esta alegría tan pura, tan dulce, tan misteriosa? Nace del hecho de que Jesús ha venido a esta tierra, de que Dios mismo se ha hecho hombre y ha querido inserirse en nuestra pobre y grande historia humana. Jesús es el don más grande y precioso que ha hecho el Padre a los hombres, y por ello nuestros corazones exultan de gozo.


Discursos 1978 76