Audiencias 1979


1

enero de 1979



Miércoles 3 de enero de 1979

La Sagrada Familia

1. La última noche de espera de la humanidad, que nos recuerda cada año la liturgia de la Iglesia con la vigilia y la fiesta de la Navidad del Señor, es al mismo tiempo la noche en que se cumplió la Promesa. Nace Aquel que era esperado, que era el fin del adviento y no cesa de serlo. Nace Cristo. Esto sucedió una vez, la noche de Belén, pero en la liturgia se repite cada año, en cierto modo se “actúa” cada año. Y asimismo cada año aparece rico de los mismos contenidos divinos y humanos; éstos hasta tal grado sobreabundan, que el hombre no es capaz de abarcarlos todos con una sola mirada; y es difícil encontrar palabras para expresarlos todos juntos. Incluso nos parece demasiado breve el período litúrgico de Navidad, para detenernos ante este acontecimiento que más presenta las características de mysterium fascinosum, que de mysterium tremendum. Demasiado breve para “gozar” en plenitud de la venida de Cristo, el nacimiento de Dios en la naturaleza humana. Demasiado breve para desenmarañar cada uno de los hilos de este acontecimiento y de este misterio.

2. La liturgia centra nuestra atención en uno de esos hilos y le da relieve particular. El nacimiento del Niño la noche de Belén dio comienzo a la familia. Por esto, el domingo dentro de la octava de Navidad es la fiesta de la Familia de Nazaret. Esta es la Santa Familia porque fue plasmada por el nacimiento de Aquel a quien incluso su “Adversario” se verá obligado a proclamarlo un día “Santo de Dios” (Mc 1,24). Familia santa porque la santidad de Aquel que ha nacido se ha hecho manantial de santificación singular, tanto de su Virgen-Madre, como del Esposo de Esta, que como consorte legítimo venía considerado entre los hombres padre del Niño nacido en Belén durante el censo.

Esta Familia es al mismo tiempo familia humana y, por ello, la Iglesia se dirige en el período navideño a todas las familias humanas a través de la Sagrada Familia. La santidad imprime un carácter único, excepcional, irrepetible, sobrenatural, a esta Familia en la que ha venido el Hijo de Dios al mundo. Y al mismo tiempo, todo cuanto podemos decir de cada familia humana, de su naturaleza, deberes, dificultades, lo podemos decir también de esta Familia Sagrada. De hecho, esta Santa Familia es realmente pobre; en el momento del nacimiento de Jesús está sin casa, después se verá obligada al exilio, y una vez pasado el peligro, sigue siendo una familia que vive modestamente, con pobreza, del trabajo de sus manos.

Su condición es semejante a la de tantas otras familias humanas. Aquella es el lugar de encuentro de nuestra solidaridad con cada familia, con cada comunidad de hombre y mujer en la que nace un nuevo ser humano. Es una familia que no se queda sólo en los altares, como objeto de alabanza y veneración, sino que a través de tantos episodios que conocemos por el Evangelio de San Lucas y San Mateo, está cercana de algún modo a toda familia humana; se hace cargo de los problemas profundos, hermosos y, al mismo tiempo, difíciles que lleva consigo la vida conyugal y familiar. Cuando leemos con atención lo que los Evangelistas (sobre todo Mateo) han escrito sobre las vicisitudes experimentadas por José y María antes del nacimiento de Jesús, los problemas a que he aludido más arriba se hacen aún más evidentes.

3. La solemnidad de Navidad y, en su contexto, la fiesta de la Sagrada Familia, nos resultan especialmente cercanas y entrañables, precisamente porque en ellas se encuentra la dimensión fundamental de nuestra fe, es decir, el misterio de la Encarnación, con la dimensión no menos fundamental de las vivencias del hombre. Todos deben reconocer que esta dimensión esencial de las vivencias del hombre es cabalmente la familia. Y en la familia, lo es la procreación: un hombre nuevo es concebido y nace, y a través de esta concepción y nacimiento, el hombre y la mujer, en su calidad de marido y mujer, llegan a ser padre y madre, procreadores, alcanzando una dignidad nueva y asumiendo deberes nuevos. La importancia de estos deberes fundamentales es enorme bajo muchos puntos de vista. No sólo desde el punto de vista de la comunidad concreta que es su familia, sino también desde el punto de vista de toda comunidad humana, de toda sociedad, nación, estado, escuela, profesión, ambiente. Todo depende en líneas generales del modo como los padres y la familia cumplan sus deberes primeros y fundamentales, del modo y medida con que enseñen a “ser hombre” a esa criatura que gracias a ellos ha llegado a ser un ser humano, ha obtenido “la humanidad”. En esto la familia es insustituible. Es necesario hacer lo imposible para que la familia no sea suplantada. Lo requiere no sólo el bien “privado” de cada persona, sino también el bien común de toda sociedad, nación o estado de cualquier continente. La familia está situada en el centro mismo del bien común en sus varias dimensiones, precisamente porque en ella es concebido y nace el hombre. Es necesario hacer todo lo posible para que desde su momento inicial, desde la concepción, este ser humano sea querido, esperado, vivido como un valor particular, único e irrepetible. Este ser debe sentirse importante, útil, amado y valorado, incluso si está inválido o es minusválido; es más, por esto precisamente más amado aún.

Así nos enseña el misterio de la Encarnación. Esta es asimismo la lógica de nuestra fe. Esta es también la lógica de todo humanismo auténtico; pienso, en efecto, que no puede ser de otra manera. No estamos buscando aquí elementos de contraposición, sino puntos de encuentro que son simple consecuencia de la verdad total acerca del hombre. La fe no aleja a los creyentes de esta verdad, sino que los introduce en el mismo corazón de ella.

4. Algo más aún. La noche de Navidad, la Madre que debía dar a luz (Virgo paritura), no encontró un cobijo para sí. No encontró las condiciones en que se realiza normalmente aquel gran misterio divino y humano a un tiempo, de dar a la luz un hombre.

Permitidme que utilice la lógica de la fe y la lógica de un consecuente humanismo. Este hecho del que hablo es un gran grito, un desafío permanente a cada uno y a todos, acaso más en particular en nuestra época, en la que a la madre que espera un hijo se le pide con frecuencia una gran prueba de coherencia moral. En efecto, lo que viene llamado con eufemismo “interrupción de la maternidad” (aborto), no puede evaluarse con otras categorías auténticamente humanas que no sean las de la ley moral, esto es, de la conciencia. Mucho podrían decir a este propósito, si no las confidencias hechas en los confesionarios, sí ciertamente las hechas en los consultorios para la maternidad responsable.

2 Por consiguiente, no se puede dejar sola a la madre que debe dar a luz; no se la puede dejar con sus dudas, dificultades y tentaciones. Debemos estar junto a ella para que tenga el valor y la confianza suficientes de no gravar su conciencia, de no destruir el vínculo más fundamental de respeto del hombre hacia el hombre. Pues, en efecto, tal es el vínculo que tiene principio en el momento de la concepción; por ello, todos debemos estar de alguna manera con todas las madres que deben dar a luz, y debemos ofrecerles toda ayuda posible.

Miremos a María, virgo paritura (Virgen que va a dar a luz). Mirémosla nosotros Iglesia, nosotros hombres, y tratemos de entender mejor la responsabilidad que trae consigo la Navidad del Señor hacia cada hombre que ha de nacer sobre la tierra. Por ahora nos paramos en este punto e interrumpimos estas consideraciones; ciertamente deberemos volver de nuevo sobre ello, y no una vez sola.

Saludos

Vaya ahora una felicitación llena de buenos deseos para el año nuevo, a cuantos sufren en el cuerpo o en el espíritu. Sabed que el Papa está siempre junto a vosotros con la oración y con su ternura de padre, con la ternura que tenía Jesús con los muchos enfermos que le presentaban en su vida pública, y que El confortaba con la curación o el anuncio de la Buena Nueva de la salvación (cf.
Lc 4,18). Mi bendición especial os sirva de consuelo y fuerza.

Permitid que para terminar dirija una felicitación especial de feliz año a los recién casados. Queridísimos hijos: Si queréis que este año apenas comenzado sea de verdad bueno, procurad que vuestras nuevas familias estén profundamente invadidas de amor indisoluble, de unidad granítica y de aquellas virtudes cristianas que constituyen la felicidad y dignidad del hogar doméstico que vosotros acabáis de encender. Sobre vuestra familia incipiente invoco de corazón la ayuda continua de Dios, para que así como os ha unido con el vínculo del amor nupcial, también os mantenga en él para gozo recíproco vuestro y gloria de Dios Padre.



Miércoles 10 de enero de 1979

El significado de la maternidad en la sociedad y en la familia

1. Ha llegado al final el tiempo de Navidad. Ha pasado también la fiesta de Epifanía. Pero las meditaciones de nuestros encuentros del miércoles seguirán haciendo referencia al contenido fundamental de las verdades que nos pone ante los ojos todos los años el tiempo navideño. Aparecen dichas verdades con densidad particular. Se necesita tiempo para contemplarlas con los ojos abiertos del espíritu, que tiene derecho y necesidad de meditar la verdad y contemplar toda su sencillez y profundidad.

Durante la octava de Navidad, la Iglesia nos hace dirigir la mirada del espíritu al misterio de la Maternidad. El último día de la octava, que es el primero del año nuevo, es la fiesta de la Maternidad de la Madre de Dios. De este modo se resalta “el puesto” de la Madre, “la dimensión” materna de todo el misterio del nacimiento de Dios.

2. Esta Madre lleva el nombre de María. La Iglesia la venera de modo particular. Le rinde un culto que supera el de los otros santos (cultus iperduliae). La venera así, precisamente porque ha sido la Madre; porque ha sido elegido para ser la Madre del Hijo de Dios; porque a ese Hijo, que es el Verbo eterno, le ha dado en el tiempo “el cuerpo”, le ha dado en un momento histórico “la humanidad”. La Iglesia incluye esta veneración particular de la Madre de Dios en todo el ciclo del año litúrgico, durante el que se acentúa de modo discreto y a la vez solemne, el momento de la concepción humana del Hijo de Dios, a través de la Anunciación celebrada el 25 de marzo, nueve meses antes de Navidad. Se puede decir que, durante el período desde el 25 de marzo hasta el 25 de diciembre, la Iglesia camina con María que espera como toda madre el momento del nacimiento, el día de Navidad. Y contemporáneamente, durante este período, María “camina” con la Iglesia. Su expectación materna está inscrita de modo discreto en la vida de la Iglesia de cada año. Todo lo que sucedió en Nazaret, Ain Karim y Belén, es el tema de la liturgia de la vida de la Iglesia, de la plegaria —especialmente de la plegaria del Rosario— y de la contemplación. Hoy ha desaparecido ya del año litúrgico una fiesta particular dedicada a la Virgen paritura (que va a dar a luz), la fiesta de la “Expectación” materna de la Virgen, celebrada el 18 de diciembre.

3. Introduciendo de esta manera en el ritmo de su liturgia el misterio de la “Expectación materna de María”, sobre el trasfondo del misterio de aquellos meses que unen el momento del nacimiento con el momento de la Concepción, la Iglesia medita toda la dimensión espiritual de la Maternidad de la Madre de Dios.

3 Esta maternidad “espiritual” (quoad spiritum) comenzó al mismo tiempo que la maternidad física (quoad corpus). En el momento de la Anunciación, María tuvo este diálogo con el Anunciante: “¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?” (Lc 1,34); respuesta: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el Hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,35). En concomitancia con la maternidad física (quoad corpus) comenzó su maternidad espiritual (quoad spiritum). Esta maternidad llenó así los nueve meses de espera a partir del momento del nacimiento y los treinta años pasados entre Belén, Egipto y Nazaret, así como también los años siguientes en que Jesús, después de dejar la casa de Nazaret, enseñó el Evangelio del reino, años que se concluyeron con los sucesos del Calvario y de la cruz. Allí la maternidad “espiritual” llegó en cierto sentido a su momento clave. “Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo” (Jn 19,26). Así, de manera nueva, la vinculó a Ella, su propia Madre, al hombre: al hombre a quien transmitió el Evangelio. La ha vinculado a cada hombre. La ha vinculado a la Iglesia el día de su nacimiento histórico, el día de Pentecostés. Desde aquel día toda la Iglesia la tiene por Madre. Y todos los hombres la tienen por Madre. Estos entienden como dirigidas a cada uno, las palabras pronunciadas en lo alto de la cruz. Madre de todos los hombres. La maternidad espiritual no conoce límites. Se extiende en el tiempo y en el espacio. Alcanza a tantos corazones humanos. Alcanza a naciones enteras. La maternidad constituye tema predilecto y acaso el más frecuente de la creatividad del espíritu humano. Es un elemento constitutivo de la vida interior de tantos hombres. Es una clave de bóveda de la cultura humana. Maternidad: realidad humana grande, espléndida, fundamental, denominada desde el principio con el mismo nombre por el Creador. Acogida de nuevo en el misterio del nacimiento de Dios en el tiempo. En él, en este misterio, entrañada. Inseparablemente unida a él.

4. En los primeros días de mi ministerio en la Sede romana de San Pedro, tuve el placer de encontrarme con un hombre que desde la primera entrevista me resultó especialmente cercano. Permitidme que no pronuncie aquí el nombre de esta persona, cuya autoridad es tan grande en la vida de la nación italiana, y cuyas palabras escuché yo también el último día del año con atención unida a gratitud. Eran palabras sencillas, profundas y rebosantes de interés por el bien del hombre, de la patria y de la humanidad entera; y en particular, de la juventud. Me perdonará mi egregio interlocutor si me permito referirme de algún modo, sin decir su nombre, a las palabras que le oí en aquel primer encuentro. Dichas palabras se referían a la madre, a su madre. Después de tantos años de vida, experiencia, luchas políticas y sociales, él recordaba a su madre como la persona a quien debía junto con la vida, también todo lo que constituye el comienzo y el armazón de la historia de su espíritu. Escuché aquellas palabras con emoción sincera. Las grabé en la memoria y no las olvidaré jamás. Eran para mí como un anuncio y, al mismo tiempo, como una llamada.

No hablo aquí de mi madre, porque la perdí demasiado pronto; si bien debo a ella las mismas cosas que mi egregio interlocutor manifestó con tanta sencillez. Por esto me permito hacer referencia a lo que le escuché.

5. Y hablo hoy de esto para cumplir lo que anuncié hace una semana. Entonces dije que debemos estar al lado de cada madre que espera un hijo; que debemos rodear de atención particular la maternidad y el gran acontecimiento asociado a ésta, o sea, la concepción y el nacimiento del hombre, que se sitúan siempre en la base de la educación humana. La educación se apoya en la confianza en aquella que ha dado la vida. Esta confianza no puede exponerse a peligros. En el tiempo de Navidad la Iglesia proyecta ante los ojos de nuestra alma la Maternidad de María, y lo hace el primer día del año nuevo. Lo hace para poner en evidencia asimismo la dignidad de cada madre, para definir y recordar el significado de la maternidad, no sólo en la vida de cada hombre, sino igualmente en toda la cultura humana. La maternidad es la vocación de la mujer. Es una vocación eterna y, a la vez, contemporánea. “La Madre que comprende todo y con el corazón abraza a cada uno”, son palabras de una canción que canta la juventud en Polonia y que me vienen a la mente en este momento; la canción proclama seguidamente que hoy el mundo de modo particular “tiene hambre y sed” de esa maternidad, que constituye “física y espiritualmente” la vocación de la mujer, al igual que lo es de María.

Es necesario hacer lo imposible para que la dignidad de esta vocación espléndida no se destroce en la vida interior de las nuevas generaciones; para que no disminuya la autoridad de la mujer-madre en la vida familiar, social y pública, y en toda nuestra civilización: en toda nuestra legislación contemporánea, en la organización del trabajo, en las publicaciones, en la cultura de la vida diaria, en la educación y en el estudio. En todos los campos de la vida.

Este es un criterio fundamental.

Debemos hacer todo lo posible para que la mujer sea merecedora de amor y veneración. Debemos hacer lo imposible para que los hijos, la familia, la sociedad descubran en ella la misma dignidad que vio Cristo en la mujer.

“Mater genetrix, spes nostra!: ¡Madre que das la vida, esperanza nuestra!”.

Saludos

(Un recuerdo al arquitecto Pier Luigi Nervi)

Ha muerto ayer, en Roma, a la edad de 87 años, el ingeniero Pier Luigi Nervi. Él proyectó y realizó esta Sala de Audiencias, cuyas líneas arquitectónicas impresionan por la elegancia y el atrevimiento, por la armonía y la funcionalidad. Como sabéis, sus construcciones en cemento armado —en las cuales la técnica más avanzada se transforma en expresiones de verdadero arte— le han hecho famoso en todo el mundo.

4 Al recordar con gratitud al insigne artista, que ha contribuido magistralmente a crear viviendas cada vez más dignas del hombre, elevamos por él una plegaria de sufragio, para que Dios acoja su alma en la morada eterna del cielo.
* * *


(A los enfermos y a los recién casados)

Pero deseo reservar una palabra especial, aunque brevísima, a los enfermos, y a cuantos están preocupados por las precarias condiciones de salud.

Al agradeceros vuestra visita, queridísimos hermanos y hermanas, os exhorto a mirar en vuestro sufrimiento, con fe y amor renovados, al Crucifijo. Que os acompañe mi deseo de todo alivio enriquecido con la bendición apostólica, que hago extensiva a todos vuestros seres queridos.

Finalmente, no puedo olvidar a los nuevos esposos, a quienes doy de corazón la bienvenida.

La liturgia que sigue al tiempo de Navidad presenta a nuestra reflexión la vida escondida de la Sagrada Familia en Nazaret y, de un modo particular, a la Virgen meditando en su corazón las palabras relacionadas con Jesús (cf.
Lc 2, 19, 51).

He aquí, carísimos hijos, el secreto para progresar en vuestra unión y en vuestro recíproco amor. Actualizad siempre con el recuerdo la gracia del sacramento, celebrado por vosotros mismos, que ha hecho presente a Jesús en vuestras almas con sus enseñanzas, es decir, con sus palabras de vida eterna. Meditando aquellas palabras encontraréis estímulo y aliento para vuestra vida.

Os bendigo cordialmente.

(A la "Reunión de las Obras de ayuda a las Iglesias Orientales y a los fieles de la parroquia romana de Santa María Auxiliadora)

Saludo cordialmente a los dirigentes de las entidades agregadas a la "Reunión de las Obras de ayuda a las Iglesias orientales", venidos a Roma en estos días para organizar y hacer cada vez más práctica la actuación en los proyectos de intervención y de asistencia de las comunidades cristianas dependientes de la Sagrada Congregación para las Iglesias Orientales.

5 El Papa, carísimos, conoce con qué sensibilidad y generosa dedicación realizáis este trabajo misionero, respetando y garantizando al mismo tiempo el principio de prioridad que tiene el anuncio y la difusión del mensaje evangélico, de manera que vuestra labor, silenciosa y bienhechora, al mismo tiempo que rinde homenaje a la del misionero, le facilita el desarrollo y la capacita como instrumento de promoción humana y cristiana. Acompaño con sentimientos de vivo reconocimiento y con deseos de serena prosperidad la bendición apostólica, que hago extensiva a cuantos con vosotros han participado en el desarrollo de tan noble empresa.

Un saludo especial a los fieles de la parroquia romana de Santa María Auxiliadora, en la Vía Tusculana, y a las Voluntarias del Movimiento Focolarino, reunidas en Roma para su congreso anual sobre el terna: "La presencia de Jesús en el hermano".

A estos dos grupos especialmente numerosos, y también a los diferentes grupos que participan en este encuentro, expreso cordialmente mi agradecimiento por la visita, mi estímulo en su compromiso de vida cristiana y mis deseos de todo bien durante el año recién comenzado.



Miércoles 17 de enero de 1979

La oración es el alma de todo el movimiento ecuménico

Mañana comienza el Octavario mundial de Oración por la Unidad de los Cristianos. Por eso, querría hoy reflexionar junto con vosotros sobre este importante tema que compromete a cada uno de los bautizados, pastores y fieles (cf. Unitatis redintegratio UR 5), a cada uno según su propia capacidad, su propia función y el puesto que ocupa en la Iglesia.

1. Este problema compromete de modo especial al Obispo de esta antigua Iglesia de Roma, fundada sobre la predicación y el testimonio del martirio de San Pedro y San Pablo. El servicio a la unidad es el deber primordial del ministerio del Obispo de Roma.

Por eso estoy satisfecho al saber que en nuestra diócesis de Roma, como en tantas otras diócesis del mundo, se organiza este Octavario con esmero y con el fin de comprometer a todos, parroquias, comunidades religiosas, organizaciones católicas, escuelas, grupos juveniles, e incluso ambientes de sufrimiento, como los hospitales. Estoy satisfecho al saber que, donde es posible, se trata de organizar también plegarias en común con otros hermanos cristianos, en armonía de sentimientos, a fin de que, obedeciendo a la voluntad del Señor, podamos crecer en la fe, hacia la unidad plena, para edificación del Cuerpo de Cristo, “hasta que todos alcancemos la unidad de la fe —como escribe San Pablo a los primeros cristianos de Éfeso— y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la talla (que corresponde) a la plenitud de Cristo (Ep 4,13).

La búsqueda de la unidad debe penetrar todos los niveles de la vida de la Iglesia, comprometer a todo el Pueblo de Dios, para llegar finalmente a una profesión de fe concorde y unánime.

2. La oración es un medio privilegiado para la participación en la búsqueda de la unidad de todos los cristianos. Jesucristo mismo nos ha dejado su último deseo de unidad a través de una oración al Padre: “Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21).

El Concilio Vaticano II también nos ha recomendado fuertemente la oración por la unidad de los cristianos, definiéndola como “el alma de todo el movimiento ecuménico” (Unitatis redintegratio UR 8). Lo mismo que el alma al cuerpo, así la oración da vida, coherencia, espíritu, finalidad al movimiento ecuménico.

6 La oración, ante todo, nos sitúa ante el Señor, nos purifica en las intenciones, en los sentimientos, en nuestro corazón, y produce aquella “conversión interior”, sin la cual no hay verdadero ecumenismo (cf. Unitatis redintegratio UR 7).

La oración, además, nos recuerda que la unidad, en definitiva, es un don de Dios, don que debemos pedir y prepararnos a él para que nos sea concedido. La unidad, lo mismo que cada don, como cada gracia, depende “de Dios que tiene misericordia” (Rm 9,16). Porque la reconciliación de todos los cristianos “supera las fuerzas y la capacidad humana” (Unitatis redintegratio UR 24), la oración continua y ferviente manifiesta nuestra esperanza, que no engaña, y nuestra confianza en el Señor que hará nuevas todas las cosas (Cf. Rm 5,5 Ap 21,5).

3. Pero la acción de Dios exige nuestra respuesta, cada vez más fiel, cada vez más plena. Esto también y sobre todo para la construcción de la unión de todos los cristianos.

Este año, el tema del Octavario de Oración por la Unidad reclama nuestra atención precisamente sobre el ejercicio de algunas virtudes fundamentales de la vida cristiana: “Estad los unos al servicio de los otros para la gloria de Dios”. Este tema está tomado de un pasaje de la primera Carta de San Pedro (1P 4,7-11). El Apóstol se dirige a algunas comunidades de la diáspora, del Ponto, de Galacia, de Capadocia, de Bitinia, de Asia, en un momento de dificultades particulares. Llama a estas comunidades a la fe cristiana y afirma que el fin de todo está cercano” (1P 4,7). El tiempo en que vivimos es el tiempo escatológico, es decir, el tiempo que va desde la redención realizada por Cristo, hasta su retorno glorioso. Por esto, es preciso vivir en esperanza activa. En este contexto el Apóstol Pedro llama a la sobriedad para dedicarse a la oración, pide que se conserve la caridad, “una ferviente caridad”, que se practique la hospitalidad, y esto significa la apertura y la donación generosa a los hermanos, en particular, a los marginados, a los emigrantes, pide que se viva de acuerdo con el don recibido y que se ponga ese don al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios.

La escucha fiel de estos consejos y su realización práctica, por una parte, purifica las relaciones entre las personas, porque “la caridad cubre la muchedumbre de los pecados” (1P 4,8), por otra, afianza a la comunidad, la refuerza y la hace crecer. Se trata de un verdadero ejercicio en la búsqueda de la unidad. El tema nos propone vivir juntos, en cuanto sea posible, la herencia común a los cristianos. Los contactos, la cooperación, el amor mutuo, el servicio recíproco, hacen que nos conozcamos mejor los unos a los otros, nos hacen descubrir lo que tenernos en común y nos hacen ver, además, cuanto hay todavía de divergente entre nosotros. Estos contactos nos impulsan también a encontrar caminos para superar tales divergencias.

El Concilio Vaticano II nos puso de relieve que con la cooperación se puede aprender fácilmente “cómo se allana el camino para la unión de los cristianos” (Unitatis redintegratio UR 12). Efectivamente, la oración, la caridad mutua, el servicio de unos a otros, construyen la comunión entre los cristianos y los guían hacia la plena unidad.

4. En este Octavario nuestra oración por la unión de los cristianos debe ser, ante todo, oración de agradecimiento y de impetración. Sí, debemos dar gracias al Señor que ha suscitado entre todos los cristianos el deseo de la unión (cf. Unitatis redintegratio UR 1), y que ha bendecido esta búsqueda que cada vez se extiende y se profundiza más.

La Iglesia católica, en estos últimos tiempos, ha entablado relaciones con todas las otras Iglesias y Comunidades eclesiales; relaciones que deseamos continuar y profundizar con esperanza y confianza. El diálogo de la caridad con las Iglesias ortodoxas del Oriente nos ha hecho descubrir una comunión casi plena, aunque todavía imperfecta. Es motivo de consuelo ver cómo esta nueva actitud de comprensión no se reduce sólo a los más altos responsables de las Iglesias, sino que penetra gradualmente en las Iglesias locales, porque el intercambio de relaciones a nivel local es indispensable para un progreso ulterior.

La práctica de las virtudes a las que nos invita este Octavario de Oración puede, además hacer surgir nuevas experiencias creadoras de unidad. A este propósito, quiero recordar que está para comenzar un diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales de tradición bizantina, para eliminar las dificultades que aún impiden la concelebración eucarística y la plena unidad. Es fin momento importante y por eso imploramos la ayuda de Dios. Desde hace tiempo también están en curso diálogos con los hermanos de Occidente, anglicanos, luteranos, metodistas, reformados, y se han encontrado consoladoras convergencias sobre temas que en el pasado constituían profundas divergencias. Además, se han entablado relaciones fructuosas con el Consejo Ecuménico de las Iglesias y con otras Organizaciones cristianas confesionales e interconfesionales. Pero no ha terminado el camino, y debemos continuarlo para llegar a la meta. Por eso, renovamos nuestra oración al Señor a fin de que dé a todos los cristianos luz y fuerza para hacer cuanto sea posible por conseguir cuanto antes la plena unidad en la verdad, de manera que, “abrazados a la verdad, en todo crezcamos en caridad, llegándonos a Aquel que es nuestra Cabeza, Cristo, por quien todo el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo unen y lo nutren según la operación de cada miembro, va obrando mesuradamente su crecimiento en orden a su conformación en la caridad” (Ep 4,15-16).

5. Y ahora, queridos hermanos y hermanas, unámonos en la oración y hagamos nuestras las intenciones antes expuestas, con las siguientes invocaciones, a las que todos estáis invitados a responder: ¡Escúchanos, Señor!

— En el Espíritu de Cristo, Nuestro Señor, oremos por la Iglesia católica y por las otras Iglesias, por toda la humanidad.

7Todos: ¡Escúchanos, Señor!

— Oremos por todos los que sufren persecuciones por la justicia y por cuantos trabajan por la liberad y la paz.

Todos: ¡Escúchanos, Señor!

— Oremos por los que ejercen algún ministerio en la Iglesia, por quienes tienen responsabilidades especiales en la vida social y por todos los que están al servicio de los pequeños y de los débiles.

Todos: ¡Escúchanos, Señor!

— Pidamos a Dios para nosotros mismos el valor de perseverar en nuestro empeño por la realización de la unidad de todos los cristianos.

Todos: ¡Escúchanos, Señor!

Señor Dios, confiamos en ti. Concédenos actuar como Tú quieres. Concédenos ser fieles servidores de tu gloria. Amén.

Con la esperanza de que, durante el Octavario por la Unidad continuaréis rezando por estas intenciones, os doy de corazón la bendición apostólica.

Saludos

Entre los grupos presentes en este encuentro, la peregrinación de la diócesis de Diano-Teggiano presidida por el obispo, merece una palabra especial. Hijos queridísimos: Habéis venido a templar vuestra fe junto a la tumba del Apóstol Pedro. Os saludo de corazón y os exhorto a alimentar siempre vuestra fe con la escucha de la Palabra de Dios, la reflexión, el estudio y, sobre todo, la oración. Sed siempre «fuertes en la fe» (
1P 5,9), como recomendaba San Pedro. Os acompañe y sostenga mi bendición, que extiendo de corazón a todos vuestros seres queridos.

8 Un recuerdo afectuoso dirijo también a los pescadores y obreros procedentes de Burano, esa isla pequeña tan bonita de la Laguna véneta. Queridísimos: Sed siempre fieles a vuestras tradiciones religiosas y mantened siempre muy alto el nombre de "cristianos". Al volver a vuestros hogares y a vuestro trabajo, sed portadores de propósitos generosos de vida cristiana, cada vez más consciente y auténtica. El Papa está cerca de vosotros y os bendice de corazón.

(A los enfermos y a los recién casados)

Deseo dedicar un saludo muy particular a los enfermos aquí presentes. Queridos hermanos y hermanas: Os deseo de corazón que se os alivien los sufrimientos y, sobre todo, que configuréis vuestro dolor con el de Jesucristo, que precisamente por medio de la pasión se hizo bendito Salvador nuestro. A la vez que os prometo mi recuerdo en la oración para que el Señor esté cerca de vosotros con su ayuda y consuelo, os imparto mi bendición apostólica llena de afecto.

Igualmente los recién casados deben tener un saludo especial. Sea para vosotros el matrimonio la gran ocasión de auténtico crecimiento común humano y cristiano; y que vuestro amor sea fecundo en vidas nuevas para la Iglesia y la sociedad. Os proteja siempre el amor y os acompañe también mi paterna bendición apostólica.



Miércoles 24 de enero de 1979



1. En la fiesta de Epifanía leímos el pasaje del Evangelio de San Mateo que describe la llegada a Belén de unos Magos de Oriente: “Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y de hinojos le adoraron, y abriendo sus cofres, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra” (Mt 2,11-12).

Aquí mismo hablamos ya un día de los pastores que encontraron al Niño, al Hijo de Dios nacido, que estaba en el pesebre (cf. Lc 2,16).

Volvemos de nuevo hoy otra vez a aquellos personajes que eran tres, según dice la tradición, los Reyes Magos. El escueto texto de San Mateo refleja bien lo que forma parte de la sustancia misma del encuentro del hombre con Dios: “de hinojos le adoraron”. El hombre encuentra a Dios en el acto de veneración, de adoración, de culto. Conviene notar que la palabra “culto” (cultus) está en relación estrecha con el término “cultura”. A la sustancia misma de la cultura humana, de las varias culturas, pertenece la admiración, la veneración de lo que es divino, de lo que eleva al hombre hacia lo alto. Un segundo elemento del encuentro del hombre con Dios, puesto de relieve por el Evangelio, se contiene en las palabras “y abriendo sus cofres le ofrecieron dones...”. En estas palabras San Mateo apunta un factor que caracteriza profundamente la sustancia misma de la religión, entendida a un tiempo como conocimiento y encuentro. Un concepto sólo abstracto de Dios no constituye, no forma aún esta sustancia.

El hombre conoce a Dios encontrándose con Él y, viceversa, lo encuentra en el acto del conocimiento. Se encuentra con Dios cuando se abre ante Él con la entrega interior de su “yo” humano, para aceptar el don de Dios y corresponder a él.

En el momento en que se presentan ante el Niño, que estaba en brazos de su Madre, a la luz de la Epifanía los Reyes Magos aceptan el don de Dios Encarnado, su entrega inefable al hombre en el misterio de la Encarnación. Al mismo tiempo “abrieron sus cofres con los dones”; se trata de los dones concretos de que habla el Evangelista, pero sobre todo se abren a sí mismos ante Él por el don interior del propio corazón. Este es el verdadero tesoro ofrecido por ellos; y el oro, el incienso y la mirra constituyen sólo una expresión externa de aquél. En este don reside el fruto de la Epifanía: reconocen a Dios y se encuentran con Él.

2. Cuando medito así junto con vosotros aquí reunidos las palabras del Evangelio de Mateo, me vienen a la mente los textos de la Constitución Lumen gentium, que hablan de la universalidad de la Iglesia. El día de Epifanía es la fiesta de la universalidad de la Iglesia, de su misión universal. Pues bien, leemos en el Concilio: En todas las naciones de la tierra está enraizado un solo Pueblo de Dios, puesto que de todas las estirpes toma a los ciudadanos de su reino no terreno, sino celestial. Y de hecho, todos los fieles esparcidos por el mundo se comunican con los otros en el Espíritu Santo, y así, “quien está en Roma sabe que los indios son miembros suyos” (9). Y por tanto, puesto que el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18,36), la Iglesia, o sea el Pueblo de Dios, al implantar este reino no resta nada al bien temporal de los pueblos, antes al contrario, favorece y acoge todas sus capacidades, recursos y costumbres, en cuanto son buenos; y acogiéndolos los purifica, consolida y eleva. En efecto, la Iglesia recuerda bien que debe “cosechar” con el Rey al que todas las gentes le han sido dadas en herencia (cf. Ps 2,8), y a cuya ciudad llevan sus dones y presentes (cf. Ps 71 [72], 10; Is 60,4-7 Ap 21,24). Este carácter de universalidad que adorna y distingue al Pueblo de Dios es don del Señor mismo; y con este don la Iglesia católica tiende eficaz e incansablemente a centrar a la humanidad con todos sus bienes en Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu.


Audiencias 1979