Discursos 1979 73

73 Esta opción fundamental que representa una toma de conciencia por parte de todo el "Pueblo de Dios", no cesa de interpelar y estimular a todos los hombres de la Iglesia —y en particular a quienes, como vosotros, tienen una función especial al respecto— «para amar la justicia y el derecho» (Ps 33,5). Más aún, esto corresponde sobre todo a los que actúan en los tribunales eclesiásticos, es decir, a aquellos que deben «juzgar con justicia» (Ps 7,9 Ps 9,8 Ps 67,5 Ps 96,10 Ps 96,13 Ps 98, 9, etc. ). Como afirmaba mi venerado predecesor Pablo VI, vosotros que os dedicáis al servicio de la noble virtud de la justicia, podéis ser llamados según el bellísimo apelativo que ya usaba Ulpiano, «Sacerdotes iustitiae, sacerdotes de la justicia», porque se trata, en efecto, de «un noble y alto ministerio sobre cuya dignidad se refleja la luz misma de Dios, Justicia primordial y absoluta, fuente purísima de toda justicia terrena. Bajo esta luz divina hay que considerar vuestro "ministerium iustitiae, ministerio de justicia", que debe ser siempre fiel e irreprensible; bajo esta luz se comprende cómo él deba huir de la más pequeña mancha de injusticia para conservar tal ministerio en su carácter de pureza cristalina" (Insegnamenti di Paolo VI , III, III 1966,9-10).

2. El gran respeto debido a los derechos de la persona humana que deben ser tutelados con todo empeño y solicitud, debe inducir al juez a la observancia exacta de las normas de procedimiento que constituyen precisamente las garantías de los derechos de la persona.

El juez eclesiástico, además, no sólo deberá tener presente que la «exigencia primaria de la justicia es respetar a las personas» (L. Bouyer, L'Eglise de Dieu, Corps du Christ et temple de l'Esprit, París 1970, 599), sino más allá de la justicia él deberá tender a la equidad, y más allá de ésta, a la caridad (cf. P. Andrieu-Guitrancourt, Introduction sommaire à l'etude du droit en général et du droit canonique en particulier, París 1963, 22).

En esta línea, históricamente consolidada y experimentalmente vivida, el Concilio Vaticano II declara: «hay que obrar con todos conforme a la justicia y al respeto debido al hombre» (Dignitatis humanae DH 7), y habla incluso, para la sociedad civil, de un «orden jurídico positivo que establezca la adecuada división de las funciones institucionales de la autoridad política, así como también la protección eficaz e independiente de los derechos» (Gaudium et spes GS 75). Bajo tales presupuestos, con ocasión de la reforma de la Curia, la Constitución Regimini Ecclesiae universae estableció que fuese instituida una sección segunda en el Supremo Tribunal de la Signatura Apos tólica, con la competencia de dirimir lo «contencioso... derivado de un acto de la potestad administrativa eclesiástica, llevado a la misma Signatura por una apelación interpuesta o un recurso contra una decisión del dicasterio competente, siempre que se considere que un acto determinado haya violado alguna ley» (AAS 59, 1967, 921-22).

En fin, para recordar el perfil insuperable que sobre esto trazó el Papa Pablo VI, «el juez eclesiástico es, por esencia, esa quaedam iustitia animata de la que habla Santo Tomás, citando a Aristóteles. Debe, por tanto, sentir y cumplir su misión con espíritu sacerdotal, adquiriendo juntamente con la ciencia (jurídica, teológica, sicológica, social, etc.), un grande y habitual dominio de sí mismo unido al afán esforzado y consciente de ir creciendo en virtud para no ofuscar eventualmente, al abrigo de una personalidad defectuosa y desviada, los supremos rayos de justicia que el Señor le ha concedido para el recto ejercicio de su ministerio. Así, incluso en el momento de proclamar la sentencia, continuará siendo sacerdote y pastor de almas, solum Deum prae oculis habens» (Insegnamenti di Paolo VI, IX, 1971, 65-66; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 7 de febrero de 1971, pág. 11).

3. Deseo aludir a un problema que se presenta inmediatamente al observador de la fenomenología de la sociedad civil y de la Iglesia: esto es, al problema de la relación que media entre tutela de los derechos y comunión eclesial. No hay duda de que la consolidación y la salvaguarda de la comunión eclesial es una tarea fundamental que da consistencia a todo el ordenamiento canónico y guía las actividades de todos sus componentes. La misma vida jurídica de la Iglesia, y por esto también la actividad judicial, es en sí misma —por su naturaleza— pastoral: «la vida jurídica se encuentra entre los medios pastorales de los que se vale la Iglesia para llevar a los hombres a la salvación» (Insegnamenti di Paolo VI, XV, 1977, pág. 124; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 13 de febrero de 1977, pág. 9). Por lo tanto, ella en su ejercicio debe estar siempre profundamente animada por el Espíritu Santo, a cuya voz deben abrirse las mentes y los corazones.

Por otra parte, la tutela de los derechos y el control relativo de los actos de la administración pública constituyen para los mismos poderes públicos una garantía de valor indiscutible. En el contexto de la posible ruptura de la comunión eclesial y de la exigencia inderogable de su restauración, junto con varias instituciones preliminares (como la aequitas, la tolerantia, el arbitraje, la transacción, etc.), el derecho procesal es un hecho de Iglesia como instrumento de superación y resolución de conflictos. Más aún, en la visión de una Iglesia que tutela los derechos de cada fiel, pero promueve y protege además el bien común como condición indispensable para el desarrollo integral de la persona humana y cristiana, se inserta positivamente también la disciplina penal: incluso la pena conminada por la autoridad eclesiástica (pero que en realidad es reconocer una situación en la que el mismo sujeto se ha colocado) se ve, en efecto, como instrumento de comunión, es decir, como medio de recuperar las deficiencias de bien individual y de bien común que se manifestaron en el comportamiento antieclesial, delictivo y escandaloso de los miembros del Pueblo de Dios.

Aclara aún el Papa Pablo VI: «Pero los derechos fundamentales de los bautizados no son eficaces ni se pueden ejercer si no se aceptan las obligaciones que juntamente con ellos implica el mismo bautismo, sobre todo si no se está convencido de que hay que ejercer esos derechos en comunión con la Iglesia; más aún, estos derechos están ordenados a la edificación del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y por lo tanto, su ejercicio debe estar en consonancia con el orden y la paz, y no es lícito que produzcan daño» (Insegnamenti di Paolo VI, XV, 1977, pág. 125: L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 13 de febrero de 1977, pág. 9).

Si después el fiel reconoce, bajo el impulso del Espíritu, la necesidad de una profunda conversión eclesiológica, transformará la afirmación y el ejercicio de sus derechos en asunción de deberes de unidad y de solidaridad para la actuación de los valores superiores del bien común. Lo recordé explícitamente en el Mensaje al Secretario general de la ONU con motivo del 30 aniversario de la Declaración de los Derechos del Hombre: «Al insistir —muy justamente— en la defensa de los derechos humanos, nadie puede perder de vista las obligaciones y deberes que van implícitos en esos derechos. Todos tienen la obligación de ejercer sus derechos fundamentales de modo responsable y éticamente justificado. Todos los hombres y mujeres tienen el deber de respetar en los demás los derechos que reclaman para sí. Asimismo todos debemos aportar la parte que nos corresponde en la construcción de una sociedad que haga posible y factible el disfrute de los derechos y el cumplimiento de los deberes inherentes a tales derechos» (Mensaje a la Organización de las Naciones Unidas, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 24 de diciembre de 1978, pág. 14).

4. En la experiencia existencial de la Iglesia, las palabras "derecho", "juicio" y "justicia", a pesar de las imperfecciones y dificultades de todo ordenamiento humano, evocan el modelo de una justicia superior, la justicia de Dios que se propone como meta y como término de confrontación indiscutible. Esto comporta un compromiso formidable en todos los que "administran la justicia".

En la tensión histórica para una integración equilibrada de los valores, se ha querido a veces acentuar mayormente el "orden social" con perjuicio de la autonomía de la persona humana; pero la Iglesia nunca ha cesado de proclamar «la dignidad de la persona humana tal como se la conoce por la Palabra revelada de Dios y por la misma razón» (Dignitatis humanae DH 2); ella siempre ha rescatado de toda forma de opresión a las miserabiles personas, denunciando las situaciones de injusticia en cuanto lo reclamaban los derechos fundamentales del hombre y su misma salvación, y pidiendo —con respeto, pero con claridad— que se pusiera remedio a semejantes situaciones lesivas de la justicia.

74 En conformidad con su misión trascendente, el «ministerio de la justicia» confiado a vosotros os sitúa en una responsabilidad especial para volver cada vez más transparente el rostro de la Iglesia, speculum iustitiae, encarnación permanente del Príncipe de la justicia, para arrastrar al mundo a una era bendita de justicia y de paz.

Estoy cierto de que cuantos colaboran en la actividad judicial en la Iglesia, y especialmente los prelados auditores, los oficiales y todo el personal del Tribunal Apostólico, así como los señores abogados y procuradores, son plenamente conscientes de la importancia de la misión pastoral en la que participan, y están satisfechos de desarrollarla con diligencia y dedicación, siguiendo el ejemplo de tantos insignes juristas y celosos sacerdotes que en este Tribunal han entregado sus dotes de inteligencia y corazón con admirable solicitud.

Quiero recordar en este momento al cardenal Boleslaw Filipiak, llamado a la patria celestial el año pasado; y deseo también rendir honor al ejemplo de diligencia y abnegación del venerado mons. Charles Lefebvre, de cuya preciosa experiencia continúa beneficiándose la Santa Sede, después del servicio que prestó hasta hace pocos meses en la Sacra Rota Romana.

Mi reconocimiento va también a los prelados auditores, que por motivos de salud no han podido continuar más en su servicio.

A todos vosotros mi viva gratitud y mi sincera estima, con la seguridad de mi oración: el Señor os acompañe con su ayuda y os sirvan de apoyo mi estímulo y mi. bendición.









VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA DE SAN GREGORIO MAGNO


EN LA CAPILLA DEDICADA AL BEATO MAXIMILIANO KOLBE


Domingo 18 de febrero de 1979



Queridísimos hermanos y hermanas:

Estoy contento de poder expresar, después de la celebración eucarística en la iglesia parroquial de San Gregorio Magno de Pian due Torri, mi saludo cordial y bendición también a vosotros, jóvenes, trabajadores, fieles todos que os reunís para vuestros encuentros litúrgicos y sacramentales en esta capilla subsidiaria de la Magliana, bellamente dedicada al Beato Maximiliano Kolbe, mi venerado compatriota.

Os doy las gracias sinceramente por el entusiasmo con que me habéis recibido en este lugar de culto y, sobre todo, por el fervoroso espíritu de fe con que lo frecuentáis.

Os expreso también mi paternal complacencia por la significativa elección de vuestro protector, definido por el siempre llorado y gran Papa Pablo VI «imagen luminosa para nuestra generación» (Gaudete in Domino). Como ya sabéis, durante las pruebas más trágicas que ensangrentaron nuestra época, el Beato Kolbe se ofreció espontáneamente a la muerte para salvar a un hermano a él desconocido (Francisco Gajownicek), que, siendo inocente, había sido condenado a muerte por represalia a raíz de la fuga de un prisionero en el campo de concentración de Oswiecim. El heroico mártir fue condenado a morir de hambre, hasta que el 14 de agosto de 1941 entregó su hermosa alma a Dios, después de haber asistido y confortado a sus compañeros de infortunio.

Hijo humilde y bondadoso de San Francisco y caballero enamorado de María Inmaculada, cruzó los caminos del mundo, desde Polonia a Italia y al Japón, haciendo el bien a todos, a imitación de Cristo que pertransiit benefaciendo (cf. Act Ac 10,38). Jesús, María y Francisco fueron sus tres grandes amores, es decir, el secreto de su heroica caridad. «Sólo el amor crea», repetía a cuantos se le acercaban. Y ésta es la expresión que, como lámpara, ilumina toda su vida. Fue este alto ideal. este deber primordial de todo cristiano auténtico, el que le hizo superar la crueldad y la violencia de su tremenda prueba con el espléndido testimonio de su amor fraterno y del perdón concedido a los perseguidores.

75 El ejemplo y la ayuda del Beato Maximiliano puedan conducirnos también a nosotros al verdadero y desinteresado amor cristiano hacia todos los hermanos en un mundo en el que el odio y la venganza no cesan de desgarrar la convivencia humana.

Invocando sobre vosotros su protección y la sonrisa de la Virgen Inmaculada, os bendigo a todos y con vosotros también a vuestros familiares, allegados y amigos.








A LOS JÓVENES EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Miércoles 21 de febrero de 1979



Queridísimos:

1. Cada encuentro es para mí y para vosotros un nuevo descubrimiento, fuente de gozo auténtico. El Papa quiere conocer, dialogar y oír a sus pequeños amigos y a sus amigos jóvenes; pero también vosotros tenéis gran deseo de manifestar al Papa vuestra alegría, vuestro entusiasmo y también, ¿por qué no?, vuestros problemas.

Pues bien, vosotros sois particularmente sensibles al gran problema de la "libertad", de la "liberación". Pero nos preguntamos vosotros y yo: "libertad", ¿en qué sentido?, "liberación", ¿de quién, de qué, de cuál condicionamiento, de cuál esclavitud?

Una vez más hago referencia hoy al tema de la III Conferencia del Episcopado Latinoamericano, dedicada a la evangelización en el presente y en el futuro de la Iglesia. Evangelizar significa hacer todo lo posible, según nuestras capacidades, para que el hombre "crea", para que el hombre se vuelva a encontrar a sí mismo en Cristo, para que en El encuentre el sentido pleno y la dimensión justa de la propia vida. Este "volver a encontrarse" es, al mismo tiempo, la fuente más profunda de la liberación del hombre. «Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres», nos dice San Pablo (Ga 5,1). Ciertamente, la liberación es una realidad de fe, inserta profundamente en la misión salvífica de Cristo, en su obra, en sus enseñanzas.

2. El mismo Jesús vincula la "liberación" al conocimiento de la verdad: «Conoceréis la verdad, y la verdad os librará» (Jn 8,32). En esta afirmación se halla la significación íntima de la libertad que Cristo nos da. La liberación es una transformación interior del hombre, en cuanto consecuencia dimanante del conocimiento de la verdad; se trata de un proceso espiritual de maduración, mediante el cual el hombre se convierte en representante y portavoz de la «justicia y santidad verdaderas» (Ep 4,24) en los distintos niveles de la vida personal, individual y social. Pero esta verdad no es la simple verdad de carácter científico o histórico; es Cristo mismo —Palabra del Padre encarnada— que puede decir de Sí mismo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Por ello, durante su vida terrena Jesús se opuso reiteradamente y con fuerza, con firmeza y decisión, a la "no-verdad", si bien era consciente de lo que le esperaba.

Este servicio a la verdad, participación en el servicio profético de Cristo, es tarea de la Iglesia, y procura cumplirla en los diferentes contextos históricos. Hay que denominar claramente por su nombre a la injusticia, a la explotación del hombre por el hombre, a la explotación del hombre por el Estado o por organismos encuadrados en los sistemas o regímenes. Hay que llamar por su nombre a todas las injusticias sociales, a toda discriminación, a toda violencia contra el hombre, sea en el cuerpo o en el espíritu, en la conciencia o en la dignidad de su persona o de su vida.

La liberación arranca, incluso en su significación social, del conocimiento y proclamación audaz de la verdad, sin manipulaciones ni falsificaciones de ninguna clase.

3. Jóvenes y muchachos: Estad intensamente unidos siempre también vosotros a Cristo-Verdad; sed testimonios de la Verdad que es El mismo y su mensaje, frágil y fuerte al mismo tiempo, confiado al hombre. ¿Recordáis la meditación llena de luz de Pascal sobre el hombre? «El hombre es sólo una caña, la caña más débil de la naturaleza; pero es una caña que piensa. No hace falta que llegue a armarse el universo entero para aplastarlo; un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero aun en el caso de que el universo lo aplastara, el hombre seguiría siendo más noble que aquello que le había producido la muerte, porque sabe que debe morir y conoce la superioridad del universo sobre él: pero el universo no sabe nada» (B. Pascal, Pensamientos, 547).

76 Pues bien, esta caña frágil precisamente porque "piensa" se supera a sí misma; lleva dentro de si el misterio trascendental y la "inquietud creadora" que de aquél dimana. Y sin embargo, justamente en estos tiempos se anuncia que la premisa de la "liberación del hombre" seria su liberación "de Cristo", de su mensaje, de su ley de amor; es decir, de la religión. a la que se califica de "alienación del hombre".

Queridísimos: Cristo os espera para liberaros del mal, del pecado, del error, o sea, de las verdaderas raíces de las que brotan las miserias que degradan y envilecen al hombre. Sed siempre profetas y testigos de la verdad.

Con mi bendición apostólica.

Amén.








A LA OBRA DE LA REALEZA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO


Viernes 23 de febrero de 1979



Queridos hermanos y hermanas:

Ante todo agradezco al señor cardenal Ferdinando Antonelli las apreciables palabras de respeto que me ha dirigido, también en vuestro nombre. Y os doy las gracias a todos por haber querido venir a visitarme en tan gran número, al finalizar el 21 Congreso nacional litúrgico-pastoral, promovido por la "Obra de la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo".

Sé que estáis estudiando el tema tan actual "Liturgia y forma de piedad, para una renovación de la piedad popular". Espero que acertéis a situar en su justa luz, con sano equilibrio, la mutua relación existente entre ambos aspectos importantes de la vida religiosa cristiana, y espero igualmente que cada uno respete y favorezca las exigencias y la identidad del otro.

Pero quiero recordar también que este año se celebra el 50 aniversario de la fundación de la mencionada "Obra de la Realeza". Sé bien que el infatigable y benemérito padre franciscano Agostino Gemelli, quiso este Sodalicio y lo caracterizó con el fin de una doble promoción, litúrgica y ascética. Y es para mí un placer reconocer hoy cordialmente ante vosotros el gran bien que esta institución ha realizado en tantos años: ya con muchas publicaciones antiguas y recientes, ya con no pocas iniciativas de encuentros fecundos de estudio y oración.

Estoy contento, por lo tanto, de formular votos sinceros por el desarrollo ulterior de la "Obra", conforme al espíritu del fundador, en armonía con otros institutos similares y en colaboración fiel con los obispos: que ella pueda contribuir siempre a educar y vivificar cristianamente amplios sectores de la Santa Iglesia de Dios en Italia.

Con estos deseos y con afecto paterno os concedo a todos vosotros la particular bendición apostólica en prenda de las necesarias gracias celestiales.








A UN GRUPO DE JÓVENES PEREGRINOS IRLANDESES


77

Viernes 23 de febrero de 1979



Queridos jóvenes:

Habéis caminado mucho: ¡de Irlanda a Roma! Habéis consagrado el viaje a la causa de la caridad con la esperanza de prestar ayuda a los niños necesitados.

El Papa se siente feliz al veros esta mañana, al recibiros en el Vaticano y confirmar en vosotros el amor cristiano y la fe que es fundamento de todas las virtudes.

Sed inmensamente agradecidos por vuestra fe católica y apostólica. Es un gran don de Dios, concedido a vuestros antepasados y mantenido a lo largo de siglos con gran generosidad y sacrificio.

Esforzaos por vivir siempre una vida que sea coherente con vuestras creencias. Mantened el interés por los demás, la preocupación por loa que sufren. el amor a todos los hombres y mujeres. sean quienes fueren y cualesquiera que sean sus convicciones y su condición de vida. Recordad cómo caracteriza San Juan toda la religión y cómo sintetiza la voluntad de Dios: "Su precepto es que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y nos amemos mutuamente" (1Jn 3,23).

Con otras palabras, queridos jóvenes: Lo que os estoy pidiendo hoy es fidelidad y coherencia. Vuestro llamamiento —la vocación de todos vosotros— es de fidelidad al mensaje de la verdad de Dios, que habéis recibido. En consecuencia, debéis actuar de manera coherente con lo que creéis. Esta coherencia se manifiesta ante todo en amor, amor a los otros generoso, disciplinado, desinteresado, para cumplir el gran mandato: "Si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros" (1Jn 4,11).

Y cuando volváis a vuestras casas, llevad mi bendición a vuestros seres queridos. Envío una bendición apostólica especial a Irlanda.

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

AL NUEVO EMBAJADOR DE COSTA RICA

ANTE LA SANTA SEDE


Sábado 24 de febrero de 1979



Señor Embajador,

Con profundo agrado he escuchado las palabras que Vuestra Excelencia ha pronunciado al presentar les Cartas Credenciales como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Costa Rica ante la Santa Sede. Reciba ante todo mi más cordial bienvenida.

78 Vuestra Excelencia acaba de aludir a la tarea desarrollada por la Iglesia en favor de la paz. Ciertamente se trata de una causa a la que la Iglesia y la Santa Sede han consagrado y continuarán consagrando sus mejores energías, para que ese incalculable bien preside la convivencia al interior de les Naciones y en la comunidad internacional. Es un objetivo que, siguiendo a mis venerados Predecesores, he hecho también mío. Por eso, como dije en fecha reciente, la Iglesia “ desea estar al servicio de la paz no por medio de actividades políticas, sino impulsando los valores y principios que son condición para la paz y el acercamiento humano, y están a la base del bien común internacional ”.

Me complace saber que el pueblo de Costa Rica se esfuerza eficazmente por cultivar estos valores y principios que promueven y defienden la paz.

Otro punto al que Vuestra Excelencia ha hecho referencia es el del respeto de los derechos humanos en la sociedad actual. Un tema que en el presente período de la historia de la humanidad se hace cada vez más apremiante, como elemento insustituible del orden social, que ha de regirse por les exigencias que dimanan de la dignidad de les personal, individual y colectivamente consideradas.

A este respecto, son claras les enseñanzas del Concilio Vaticano Segundo: “ Pertenece esencialmente a la obligación de todo poder civil proteger y promover los derechos inviolables del hombre ”, La Iglesia, en su doctrina y en su quehacer evangelizador, no olvida, antes bien pone todo su empeño en que todos los hombres (sin distinción de raza, cultura, religión y clase social) vean respetados sus derechos como personal y como depositarios de una vocación trascendente a la que Dios les ha llamado, y que por tanto ninguna persona ni poder humano puede suprimir o ignorar.

Al servir esta causa, la Iglesia es bien consciente de servir la causa del hombre. Con esta convicción, desde el principio de mi Pontificado he insistido en esa línea, para lograr que el hombre llegue a la justa libertad en la verdad; una verdad sobre el ser humano, sobre la sociedad, sobre su destino. Es la causa de la dignificación humana, sobre la que he llamado la atención en la tercera parte de mi discurso de apertura de los trabajos de la reciente Conferencia de Puebla, y que el Episcopado Latinoamericano ha recogido en el Documento conclusivo. Objetivos, éstos, que estoy seguro harán suyos les Autoridades y pueblo de Costa Rica, de acuerdo con la tradición cristiana y humanista que quieren perseguir.

Que la Virgen Santísima de los Ángeles, tan venerada en Costa Rica, interceda para que se conviertan en una espléndida realidad estos objetivos.

Señor Embajador,

Antes de concluir este nuestro primer encuentro, deseo asegurarle mi constante y benévola ayuda en la promoción de tales ideales y en el desempeño de la alta misión que hoy inicia. Quiera hacerse intérprete ante el Señor Presidente, les Autoridades y pueblo de Costa Rica del más deferente y cordial recuerdo del Papa, quien pide a Dios conceda a tan noble Nación sus mejores bendiciones en el camino de la paz, de la convivencia, de la búsqueda de siempre más altas mesas humanas y cristianas.






A LOS ARCIPRESTES DE ROMA


Sábado 24 de febrero de 1979



Queridísimos:

1. Siento viva necesidad, al concluir esta reunión fraterna, de manifestaros cordialmente mi alegría y mi satisfacción por este encuentro: alegría porque una vez más me reúno con un grupo calificado de sacerdotes de mi diócesis de Roma; satisfacción porque he podido constatar personalmente la seriedad y el compromiso pastoral que os animan a todos.

79 Vosotros "arciprestes", tenéis el deber delicado de hacer de lazo de unión entre el "presbiterio" y el Ordinario, en la estructura articulada de la diócesis; de asegurar y reforzar además la concordia continua y eficaz de los sacerdotes en el ámbito de los respectivos arciprestazgos, para que la pastoral de conjunto esté coordinada en orden a una eficacia cada vez más homogénea y expeditiva. La esfera de esta doble unión se amplía y se estrecha más aún en estos encuentros comunitarios de arciprestes, como el de hoy, para estudiar juntos, en una amplia panorámica, los problemas pastorales de la Iglesia en Roma, como prevé la Constitución Apostólica Vicariae potestatis in Urbe (Nb 7-8).

En esta perspectiva la función y la misión del arcipreste y del consejo de arciprestes adquieren un gran significado para la pastoral diocesana, en cuanto condicionan su necesaria y deseable unidad, así corno su método ordenado y lógico.

A vosotros en particular incumbe la responsabilidad de que la diócesis de Roma sea verdaderamente, como la primitiva comunidad de Jerusalén, «un solo corazón y un alma sola» (Ac 4,32).

Es la primera vez que me encuentro oficialmente con los arciprestes de la diócesis de Roma, y esta feliz circunstancia me recuerda numerosas reuniones con los arciprestes de mi archidiócesis de Cracovia, que presidí y en las que dialogué fraternalmente y discutí con mis sacerdotes sobre nuestras responsabilidades comunes de pastores, de guías de las almas. La estrecha colaboración que existía entre obispo y arciprestes era garantía de disponibilidad serena para la solución de los varios y complejos problemas que la vida eclesial presentaba día tras día.

3. He escuchado con atención e interés las tres relaciones acerca de la "pastoral cuaresmal" en Roma, que dentro de un planteamiento concreto intenta articulase en tres coordenadas: la catequesis; las celebraciones litúrgicas; el compromiso de caridad. Deseo de corazón que no sólo los sacerdotes de la diócesis, sino todos los fieles se sientan sensibilizados en estos tres aspectos fundamentales de la vida cristiana, en un tiempo litúrgico tan rico y prometedor, como es el de la inminente Cuaresma.

He escuchado con particular atención la valoración referente a la segunda asamblea del clero romano en este año pastoral, celebrada el pasado 15 de febrero: en ella habéis profundizado en el tema: "El clero de Roma frente a las exigencias de la diócesis", insistiendo sobre cuatro puntos: las exigencias de una auténtica comunión; las estructuras de participación y colegialidad; solidaridad y justa repartición del clero entre las parroquias; y, en fin, el problema de las vocaciones.

He quedado positivamente impresionado por el espíritu que animó a la asamblea, por el alto número de participantes y por el compromiso auténticamente sacerdotal con que habéis afrontado problemas tan delicados. Espero que maduren sus frutos espirituales concretos.

Pienso además que algunas ideas que he escuchado hoy en esta reunión me servirán ciertamente de ayuda valiosa para la preparación del discurso que tendré al clero romano en la audiencia prevista para el comienzo de la Cuaresma. A este propósito, os quedaría sinceramente agradecido si quisierais añadir, de palabra o por escrito, alguna otra sugerencia porque, como advierte el libro de los Proverbios: «El que escucha el consejo es sabio» (Pr 12,15).

A todos vosotros mi estima y afecto. Puedan los fieles de toda la Iglesia, mirando a sus hermanos y sacerdotes de la diócesis de Roma, suscribir las palabras que San Pablo dirigía a los romanos: «Vuestra fe es celebrada en todo el mundo» (Rm 1,8).

Con este deseo os bendigo paternalmente.








A LOS SEMINARISTAS EN EL SEMINARIO MAYOR ROMANO


Sábado 24 de febrero de 1979



80 1. Detengamos hoy nuestra atención sobre el pensamiento de San Pablo que nos propone la sagrada liturgia. La segunda lectura de la Misa, tomada de la Carta a los romanos, parece "escrita" para los que deben meditar de modo especial y profundo en su vocación, e incluso tornar responsablemente decisiones sobre ella.

El pasaje de la Carta de San Pablo habla, ante todo, de nuestra vocación eterna: «Porque a los que de antes conoció, a ésos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo» (
Rm 8,29). Ciertamente hemos reflexionado más de una vez sobre este penetrante misterio. Nuestra vocación tiene su fuente sólo en Dios que nos conoce a cada uno en el Verbo, su Hijo, y conociendo "predestina", para que también nosotros lleguemos a ser sus hijos. De tal modo el Hijo eterno y unigénito, «engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre», tiene sus hermanos en la tierra, y «El es el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Pensar en la vocación quiere decir tener familiaridad con el misterio eterno que es el misterio de la caridad, el misterio de la gracia. Esta es, sin duda, la dimensión fundamental y plena de nuestra preparación al sacerdocio. La gracia constituye, al mismo tiempo, el fundamento esencial de la vocación en cada uno de nosotros. Os deseo que profundicéis vuestra vocación sacerdotal en el seminario, comenzando por este misterio de gracia. La vocación es gracia y don de Dios en Jesucristo. Mediante el sacerdocio nosotros llegarnos a ser particularmente semejantes a Jesús, «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Tal conocimiento del don divino da a nuestra vocación su sentido profundo en la perspectiva de toda nuestra vida. La vida humana tiene pleno valor cuando constituye el reflejo y el cumplimiento de la Verdad eterna y del Amor único.

2. Siguiendo el pensamiento de San Pablo, nos hacemos conscientes de que la vocación, además de un don, es un deber. Más aún, su consolidación y profundización a lo largo de la vida humana, no puede realizarse sin esfuerzo y sin lucha espiritual. De otro modo, ¿cómo comprender y explicar estas palabras: «Si Dios está con nosotros, quién contra nosotros?» (Rm 8,31). Tales palabras sólo encuentran su verdadero significado, su valor primero, en labios del hombre que no sólo busca, sino que también combate. ¿Por qué combate? ¿A qué conduce la lucha? Combate precisamente por la victoria que consiste en la realización del pensamiento eterno de Dios en sí mismo, en su alma, por la verdad de su vocación, por el más profundo significado de ella. En esta búsqueda, en esta lucha interna debe situarse, en cierto sentido, frente a frente con la plena realidad del amor que Dios ha revelado al hombre en Cristo: «El que no perdonó a su propio Hijo, antes lo entregó por todos nosotros» (Rm 8,32).

El resultado de tal confrontación con la realidad revelada del amor de Dios y, en particular, con la de nuestra vocación eterna, es esta pregunta de San Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8,35).

Precisamente así. En el centro de la reflexión sobre nuestra vocación sacerdotal se coloca este amor: «Me amó y se entregó por mí» (Ga 2,20); «mirándome, me amó» (cf. Mc Mc 10,21). Si no hubiera existido esta mirada, no se hubiera dado este amor, yo no estaría aquí. No estaría en este camino. Este camino debe ser mi vocación hasta el fin de mi vida... ¿Sé en qué consiste? ¿Persevero en ella? La respuesta de San Pablo es: «Mas en todas estas cosas vencemos por Aquel que nos amó» (Rm 8,37). Esta es una tarea increíblemente importante. Esto constituye el principio clave de toda la formación para el sacerdocio y para la vida sacerdotal, de la ascesis sacerdotal y del ministerio sacerdotal.

«Porque persuadido estoy —continúa el Apóstol— que ni la muerte, ni la vida, ...ni lo presente ni lo futuro..., ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios (manifestado) en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39).

¿Qué puede significar "altura"? ¿Qué puede significar "otra criatura"? ¿Qué puede significar "profundidad", en la perspectiva de nuestra vocación? Es necesario mirar todo esto con pleno sentido de lo concreto, considerando adecuadamente la realidad que "yo mismo" constituyo. Y es necesario mirar todo esto con espíritu de fe; con espíritu de esperanza y confianza.

3. Esta última palabra nos orienta hacia María, «Madre de la confianza». La solemnidad de hoy es particularmente querida para todos vosotros, porque el seminario romano está dedicado precisamente a la Virgen de la Confianza.

Ante la devota imagen de la Madre de la Confianza, tan venerada y tan amorosamente guardada en este seminario, desde hace más de siglo y medio escuadras de innumerables seminaristas se han arrodillado y han encontrado en la ayuda materna de María la fuerza para superar los momentos de dificultad y la generosidad para el compromiso que requiere la correspondencia fiel a la vocación.

«Mater mea, fiducia mea, Madre mía, confianza mía», es la jaculatoria familiar entre estos muros. María es fuente inagotable de confianza porque es nuestra Madre. Cada uno de nosotros puede decir: Jesús «mirándome, me amó» (cf. Mc 10,21). El me dirigió su mirada particular y me amó de modo especial cuando, desde lo alto de la cruz, dijo al discípulo señalando a la Madre: «He ahí a tu Madre» (Jn 19,27).

Por lo tanto, si aceptar la vocación, elegir el sacerdocio, perseverar en el sacerdocio, quiere decir «creer en el amor» (1Jn 4,16), entonces, en toda nuestra vida (primero de seminarista, después de sacerdote) es necesario insertar profundamente también aquella mirada desde lo alto de la cruz y las últimas palabras de nuestro Maestro: «He ahí a tu Madre». Con la ayuda de una fe y confianza tales se construye nuestro sacerdocio. El asume una semejanza particular con el que, precisamente como Hijo de María, ha venido a ser «el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Entonces el sacerdocio absorbe en sí, en cierto modo, un rayo particular y personal de esta esperanza y de esta confianza, tan necesaria al hombre llamado, para recorrer los caminos tal vez difíciles de la vida, en los que debe responder al Amor eterno.








Discursos 1979 73