Discursos 1979 88

88 2. El Concilio Vaticano I1 ha expuesto de modo claro y preciso la esencia de la santidad propia de los sacerdotes (Decreto sobre el ministerio y vida sacerdotal). Debemos buscar las formas concretas de tal santidad, ejercitando los muchos deberes que pertenecen a nuestra vocación y a nuestro ministerio pastoral.

Si se nos pregunta cuáles son los elementos que caracterizan la santidad a la que está llamado el sacerdote, los elementos que constituyen, por así decir, lo específico, es legítimo individuarlos, en dos aspectos estrictamente complementarios, que formularía así: a) hombre totalmente poseído por el misterio de Cristo; b) hombre que edifica de una manera muy particular la comunidad del Pueblo de Dios.

a) El sacerdote está puesto en el centro mismo del misterio de Cristo, que abraza constantemente a la humanidad y al mundo, la creación visible y la invisible. Efectivamente, él actúa in persona Christi, particularmente cuando celebra la Eucaristía: mediante su ministerio Cristo continúa desarrollando en el mundo su obra de salvación. Por lo tanto, con razón puede exclamar cada sacerdote con el Apóstol Pablo: "Es preciso que los hombres vean en nosotros a los ministros de Cristo y a los administradores de los misterios de Dios" (
1Co 4,1).

No es difícil entrever las implicaciones que, de hecho, brotan de tal dato. Me limitaré a indicar las siguientes:

— Si el fin del ministerio es la santificación de los otros, es obvio que el sacerdote deba sentirse implicado en un compromiso de santidad personal. El no puede "quedarse aparte", no puede "dispensarse" de tal deber, sin condenarse con esto mismo a una vida "inauténtica" o, por usar las palabras del Evangelio, sin transformarse de "buen pastor" en "mercenario" (cf. Jn Jn 10,11-12).

— Está también la implicación constituida por el viejo problema teológico de las relaciones entre el opus operatum y el opus operantis. La eficacia sobrenatural de los sacramentos depende directamente del opus operatum; pero el Concilio Vaticano II ha subrayado con fuerza la importancia del opus operantis. ¿Recordáis las palabras del Decreto Presbyterorum ordinis? «Si es verdad que la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación aun por medio de ministros indignos, a pesar de esto Dios prefiere, de ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, haciéndose más dóciles a los impulsos y a las mociones del Espíritu Santo, gracias a la propia unión con Cristo y a la santidad de vida, pueden decir con el Apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20)» (Nb 12).

— En fin, aquí encuentra su lugar el problema del "estilo" de la vida interior del sacerdote con cura de almas. El Concilio lo afrontó con claridad valiente: «Los presbíteros —observa el Decreto hace poco citado—, envueltos y distraídos en las muchísimas obligaciones de su ministerio, pueden preguntarse con verdadera angustia cómo hacer para armonizar la vida interior con la acción externa. Y efectivamente, para lograr esta unidad de vida no bastan ni la mera ordenación exterior de las actividades pastorales, ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, aunque sean de gran utilidad. En cambio, los presbíteros pueden conseguir la unidad de vida siguiendo en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo Señor, cuya comida era cumplir la voluntad de Aquel que lo había enviado para realizar su obra» (Nb 14).

Estas palabras constituyen una reinterpretación específica de muchas y preciosas reflexiones, maduradas durante siglos, sobre las relaciones entre vida activa y vida contemplativa. Una cosa es cierta: si la conciencia del sacerdote está penetrada por el inmenso misterio de Cristo, si está totalmente poseída de El, entonces todas sus actividades, incluso las más absorbentes (vida activa) encontrarán raíz y alimento en la contemplación de los misterios de Dios (vida contemplativa), de los que él es "administrador".

b) El segundo aspecto de la vocación a la santidad del sacerdote lo he encontrado en su deber de edificar la comunidad del Pueblo de Dios. Podrá parecer un aspecto "exterior", vinculado a la dimensión institucional de la Iglesia y, por lo tanto, poco significativo desde el punto de vista de la santidad personal. Sin embargo, toda la enseñanza del Vaticano II, que se remonta, por lo demás, a las fuentes más genuinas de la eclesiología, indica, también en tal sector, lo propio de la santidad sacerdotal. El sacerdote, conquistado por el misterio de Cristo, está llamado a conquistar a los otros para este misterio; vive esta dimensión "social" de su sacerdocio dentro de las estructuras de la Iglesia-institución. El sacerdote no es sólo el hombre "para los demás"; está llamado para ayudar "a los otros" a ser comunidad, esto es, a vivir el aspecto social de su fe. De este modo el compromiso con que el sacerdote "reúne" (y no "dispersa", cf. Mt Mt 12,30) el compromiso con que "edifica" la Iglesia, viene a ser la medida de su santidad.

El saludo con que él comienza la liturgia eucarística: "La comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros", viene a ser su programa: el sacerdote es el portavoz y el intermediario de esta comunión. Por esto debe cultivar en sí mismo una actitud de fraternidad y solidaridad, debe aprender el arte de la colaboración, de la puesta en común de las experiencias, de la ayuda recíproca. Parte viva del presbiterio que se une estrechamente en torno al propio obispo, debe sentirse solicitado continuamente por una proyección misionera hacia los alejados, que todavía no forman parte del "único rebaño" (cf. Jn Jn 10,16).

En fin, puesto que los creyentes caminan en el tiempo alentados por la esperanza del encuentro definitivo con Cristo glorioso, el sacerdote edifica la comunidad de los hermanos colocándose dentro de ella como testigo de la esperanza escatológica. Los fieles, a quienes es enviado, esperan de él, como sello decisivo de su misión, un testimonio claro e inequívoco de la vida eterna y de la resurrección de la carne. A esta luz debe contemplarse también el compromiso del celibato, que aparece entonces como aportación muy importante para la edificación de la Iglesia y, por lo mismo, como elemento que caracteriza la espiritualidad del sacerdote.

89 3. Queridísimos hijos: Me he detenido en delinear los principales rasgos de nuestra identidad sacerdotal, porque el tiempo de Cuaresma es verdaderamente el "tiempo propicio" (2Co 6,2) para una oportuna revisión de vida frente al don extraordinario de la vocación.

Es una revisión que cada uno debe llevar al interior de la comunidad presbiteral y parroquial, de tal modo que se traduzca en un compromiso renovado de vida cristiana por parte de todos. La Cuaresma ha señalado siempre un relanzamiento de las actividades pastorales dentro de las parroquias: en algún tiempo se hacían misiones parroquiales, prácticas especiales de piedad, ejercicios penitenciales comunitarios. Hoy, en las cambiadas condiciones ambientales, el compromiso de renovación de la vida cristiana deberá manifestarse en otras formas.

Los encuentros que ya he podido tener con los responsables del presbiterio diocesano, me han permitido darme cuenta de la prometedora floración de iniciativas programadas para esta Cuaresma en los sectores de la catequesis, de las celebraciones litúrgicas, del compromiso de caridad. Deseo aprovechar esta circunstancia para expresaros mi aprecio sincero y mi estímulo cordial. Trabajad, hijos queridísimos, sin dejaros abatir por las dificultades y fracasos. Aprovechad las experiencias para organizar nuevas iniciativas, para buscar nuevos caminos para ir por ellos al encuentro de los hombres, nuestros hermanos, y llevarles la "Palabra que salva", Palabra de la que están hambrientos acaso sin saberlo. El sacerdote, como Pastor, debe imitar siempre a Cristo-Pastor que busca.

Tal búsqueda hecha juntamente con el Buen Pastor, de manera desinteresada y frecuentemente con sufrimiento, confiere a su sacerdocio el auténtico perfil, tan esencial lo mismo desde el punto de vista de su personalidad sacerdotal, como desde el simplemente humano, que se impone a la reflexión y a la estima de cuantos se le acercan.

Debemos guardarnos mucho de "dividir" nuestra personalidad de sacerdotes. Debemos guardarnos mucho de permitir que nuestro sacerdocio deje de ser para nosotros la cosa "más esencial", el elemento "unificador" de todo aquello en que nos ocupamos. Nunca debe convertirse en algo `"secundario" o "suplementario".

4. Este es el objeto fundamental de nuestro trabajo sobre nosotros mismos, de nuestra vida interior, en una palabra, de la formación sacerdotal permanente en su triple aspecto: espiritual, pastoral, intelectual.

Nos formamos "para" desarrollar la actividad sacerdotal y nos formamos "a través de" la actividad sacerdotal. En este campo debemos tener una auténtica ambición sana. Debemos tener mucho interés en realizar del modo más eficaz el servicio de la palabra (¿cómo predico?. ¿cómo hago la catequesis?). Nuestro afán debe ser llegar a las almas, para ayudar a los hombres en sus problemas de conciencia: confesión, dirección espiritual, particularmente de las personas consagradas a Dios. (Alguna vez se oyen quejas sobre la falta de buenos directores).

Debemos —desde luego— estar con los que sufren y con los necesitados. De su parte. Pero siempre debemos estar con ellos "como sacerdotes".

5. Sólo desde hace pocos meses soy Obispo de Roma. Comienzo poco a poco a conocer mi nueva diócesis. Me doy cuenta de que mi "misión universal" se basa sobre esta "particular", y por este trato de dedicarme a esta última cuanto puedo, sirviéndome de la gran ayuda del cardenal Vicario de Roma, de mons. vicegerente y de los obispos auxiliares. En estos meses he tenido ocasión de visitar algunas parroquias, poniéndome antes en contacto con los Pastores de cada una de ellas.

Han sido experiencias muy hermosas en las que he tenido confirmación de la simpática espontaneidad del pueblo, de la disponibilidad abierta y confiada de los sacerdotes, del ánimo generoso de los laicos, sobre todo de los jóvenes. A este propósito, aprovecho gustosamente la ocasión para agradecer al Sr. cardenal Vicario, a los Excmos. obispos de las zonas, al clero y a los fieles, la cordialidad y el calor de su acogida. Confío mucho en estos encuentros, que tengo intención de hacerlos coincidir, en cuanto sea posible, con las visitas más detenidas, realizadas por cada uno de los obispos de las zonas pastorales. Juzgo muy útil, en tales circunstancias, tomar contacto directamente con los grupos de. laicos comprometidos apostólicamente en la parroquia. Entre éstos querría destacar en particular a los grupos de catequistas, formados por padres o por jóvenes, cuya labor, especialmente en este tiempo en que escasean los sacerdotes, resulta cada vez más necesaria. Sólo el compromiso de grupos escogidos y bien, preparados. que sepan implicar también a las familias de los muchachos en ese esfuerzo de maduración en la fe, que debe ser la catequesis. puede hacer frente a los graves problemas que presenta una sociedad secularizada.

Sobre la base de la colaboración con las familias y en el contexto de un diálogo profundo con los jóvenes, debe desarrollarse la pastoral de las vocaciones, sobre cuya urgencia no es necesario extenderse ahora. Naturalmente, no debe extrañar que esta acción pastoral específica resulte más difícil en una ciudad con millones de habitantes. Sin embargo, si se realiza con método e interés, podría mostrarse en el futuro también muy eficaz a largo plazo. Insistiría, de cualquier modo, especialmente en la necesidad de que los sacerdotes pidan al Señor de la mies ayudarle a ser mediadores eficaces, con la propia vida y la propia enseñanza. en esta obra de promoción de las vocaciones.

90 6. Al concluir este encuentro con vosotros, mi pensamiento se adelanta al próximo Jueves Santo, cuando todo el presbiterio, sacerdotes seculares y religiosos, se encontrará de nuevo reunido en torno a su Obispo. Ese es el día de nuestra unidad sacerdotal. Debemos buscar una forma concreta de esta unidad, sobre todo aquí en Roma donde —como es sabido— el clero es especialmente tan diverso. Debemos pensar en lo que puede servir para hacer más profunda esta unidad y también en lo que se puede hacer para evitar lo que podría obstaculizarla.

Por la relación que fue presentada en vuestra asamblea del 15 del pasado febrero, cuyo tema era "El clero de Roma frente a las exigencias de la diócesis", he podido darme cuenta del esfuerzo que estáis realizando para reavivar e incrementar las estructuras de participación y de colegialidad, como también para consolidar los vínculos de solidaridad y comunión. Es un programa que merece todo estímulo, porque responde responsablemente a las exigencias de fraternidad que se derivan de la ordenación sacerdotal común, del servicio común, de la misión común. Cultivad como actitud habitual y consciente de vuestro espíritu, un verdadero affectus collegialis, como lo llamaría por analogía con el vínculo de la colegialidad que une a los obispos. Esto también forma parte de vuestra espiritualidad específica.

Al despedirme de vosotros, estrecho a todos en un único abrazo espiritual y bendigo a todos de corazón. Cuando, en el tiempo pascual, visitéis a las familias de vuestras parroquias, llevadles el saludo y la bendición del Obispo de Roma, del humilde Sucesor de Pedro. el Papa Juan Pablo II.






A VARIOS RECTORES DE SEMINARIOS INGLESES,


ESCOCESES Y DE MALTA


Sábado 3 de marzo de 1979



La presencia aquí esta mañana de un grupo de rectores de seminarios y, entre ellos, de importantes Colegios Pontificios de esta ciudad, me trae a la mente numerosas consideraciones. Hay muchas ideas que como Obispo de Roma y Papa de la Iglesia universal, deseo compartir con vosotros, queridos hermanos míos e hijos en el sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo. Pero espero que mis palabras de hoy lleguen también a conocimiento de otros rectores de seminarios esparcidos por el mundo y que, a través de ellos, alcance la expresión de mi amor a sus estudiantes.

Por consiguiente, mi primer pensamiento hoy es para los seminaristas. Os ruego seáis portadores de mi saludo, asegurándoles en mi nombre que su fidelidad significa mucho para la Iglesia, que el futuro de la evangelización depende en gran parte de su generosidad, y que tienen un gran papel que representar en la renovación auténtica del Pueblo de Dios, querida por el Concilio Vaticano II. Sí, mi mensaje a los seminaristas es mensaje de profundo interés por su bien y de hondo afecto hacia ellos en cuanto futuros compañeros en el Evangelio de Cristo.

Precisamente por la gran esperanza que tengo en los seminaristas de esta generación, me complazco particularmente en reflexionar con vosotros, sus rectores, sobre vuestra misión. Habéis sido llamados por vuestros obispos a ejercer una tarea de especial liderazgo espiritual en la Iglesia de Cristo. Y hoy deseo hablaros de algunos puntos fundamentales, a fin de confirmaros en vuestra misión.

Meditando vosotros mismos sobre estos temas, veréis con más claridad los objetivos de vuestro ministerio específico al servicio de la formación de los futuros sacerdotes. Tendréis así criterios claros para conocer lo que la Iglesia desea que esté antes que nada en la base de la vida del seminario; y tendréis directrices claras para determinar las prioridades de vuestra institución y los medios que conducen de verdad a llevar a la práctica dichas prioridades.

En una palabra, la primera prioridad de los seminarios hoy en día es la enseñanza de la Palabra de Dios en toda su pureza e integridad, con todas sus exigencias y todo su poder. La Palabra de Dios y sólo la Palabra de Dios, es el fundamento de todo ministerio, de toda actividad pastoral, de toda acción sacerdotal. El poder de la Palabra de Dios fue la base dinámica del Concilio

Vaticano II, y Juan XXIII lo puso de manifiesto claramente el día de la inauguración: «Lo que principalmente atañe al Concilio Ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz» (Discurso del Papa del 11 de octubre de 1962). Y si los seminaristas de esta generación han de estar adecuadamente preparados a asumir la herencia y el reto de este Concilio, deben estar formados sobre todo en la Palabra de Dios, en «el sagrado depósito de la doctrina cristiana». Todos conocemos el amor que San Pablo tenía a la Palabra de Dios y con cuánta urgencia son aplicables sus palabras a todos los sacerdotes de la Iglesia: «Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo que mora en nosotros» (2Tm 1,14). En el desempeño de esta sagrada responsabilidad, los seminarios deben jugar papel primario y dar testimonio relevante.

Un segundo punto de gran importancia que afecta profundamente a los seminarios hoy en día es el de la disciplina eclesiástica. Con sencillez y autenticidad, Juan Pablo I habló a su clero de la «gran disciplina» (Discurso del 7 de septiembre de 1978; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 17 de septiembre de 1978, pág. 12). Dijo en esta ocasión: «La "gran disciplina" requiere un clima adecuado. Ante todo, el recogimiento». Tengo la convicción de que en este clima adecuado, con la ayuda de Dios se conseguirá y mantendrá con alegría la gran disciplina necesaria en los seminarios. Y la razón de todo ello es el aguijón del amor a Dios y a los hermanos. El sacrificio, esfuerzo y generosidad inherentes a la preparación al sacerdocio tienen sentido sólo si se hacen «propter regnum Dei, por el reino de Dios». Y sólo con la oración son posibles.

91 Cuando se tiene la Palabra de Dios como base de toda la vida y formación del seminario, y cuando los seminaristas abrazan la gran disciplina de la Iglesia como servicio de caridad, entonces los seminarios se convierten, según las palabras de Pablo VI, en «casas de viva fe y de auténtico ascetismo cristiano, y en comunidades gozosas sostenidas por la piedad eucarística» (Discurso del 16 de abril de 1975; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 20 de abril de 1975, pág. 4).

En los años próximos, todos nosotros debemos trabajar por la purificación de la Iglesia, de acuerdo con el Evangelio y siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II. Actuando así esperamos ofrecer su Iglesia —santa y digna de este amor— al Salvador, una Iglesia en la que muchos jóvenes se dejen imbuir del misterio de Cristo y, fundamentando su vida en su Palabra, se embarquen en una preparación generosa a su ministerio.

Esta preparación y formación dependen en gran parte de vosotros. Os lo repito: habéis sido llamados a ejercer una tarea de especial liderazgo espiritual en la Iglesia. Cristo cuenta con vosotros, y con vosotros está. También el Papa está con vosotros y os bendice.







PALABRAS DEL PAPA JUAN PABLO II

EN RECUERDO DE SU SECRETARIO DE ESTADO,

CARDENAL JEAN VILLOT,


AL TERMINAR LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES


Sábado 10 de marzo de 1979

Antes de expresar el agradecimiento por el final de los ejercicios espirituales, deseo manifestar mi profundo dolor por la muerte del cardenal Jean Villot, Secretario de Estado, tan querido para todos nosotros.


Aunque la enfermedad comenzara hace casi dos semanas, esta muerte representa para nosotros un golpe imprevisto. Cuando comenzaron a llegar noticias preocupantes del Policlínico "Gemelli", donde había sido internado el lunes de esta semana, fui enseguida a visitarlo y le aseguré nuestra oración común durante estos ejercicios. Tal oración continúa acompañándolo ahora, con la confianza viva de que Cristo Señor recompense a su siervo fiel, a quien fueron confiadas responsabilidades tan altas en la Iglesia.

Yo, personalmente, le estoy vivamente agradecido por haber querido colaborar conmigo en este primer período difícil del pontificado. Y debo añadir que, aun aceptando con sumisión plena cuanto el Señor ha dispuesto, experimento un dolor grandísimo por la separación del hombre que era mi colaborador más inmediato.








AL FINAL DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES


Sábado 10 de marzo de 1979



Queridos hermanos:

En este momento queremos expresar juntos. sobre todo, nuestra gratitud a Cristo Señor que, durante los días pasados, nos ha reunido en este lugar, en la capilla vaticana de Santa Matilde, en la que el Papa y sus más inmediatos colaboradores han participado en los ejercicios espirituales de Cuaresma. Estos ejercicios constituyen un tiempo particular de gracia de Dios para nosotros. Constituyen el don cuaresmal que nos ha preparado Nuestro Señor y Maestro. Los ejercicios nos son indispensables, y nuestras almas los esperaban con gran deseo. Entre los muchos trabajos, entre las importantes tareas a que nos dedicamos, cada uno de nosotros aprecia de modo especial los días que nos permiten mirar exclusivamente a los problemas más esenciales y aplicar, en cierto sentido, la medida más profunda que es Cristo mismo a todas las otras vicisitudes de que se compone nuestra vida cotidiana.

Nuestro padre predicador de los ejercicios ha buscado antes que nada centrar la atención de todos en Cristo. Por esto le estamos cordialmente agradecidos, y yo ahora expreso esta gratitud en nombre de todos los participantes. El padre director se ha planteado junto con nosotros las cuestiones fundamentales, podríamos decir, las cuestiones eternas; las ha propuesto de manera antigua, sin embargo siempre viva y nueva. En efecto, estas preguntas nunca pierden su actualidad. no decaen jamás, y nosotros las escuchamos siempre como problemas nuevos y originales. ¿Por qué Dios hombre? ¿Por qué Dios pan? ¿Cómo predicar a Cristo? El padre predicador de estos ejercicios ha trazado los grandes temas de nuestra fe. de nuestra vida, de nuestro ministerio. ilustrándolos con las propias experiencias pastorales y refiriéndose a los aspectos característicos de nuestro tiempo. Ha dejado espacio a la reflexión de cada uno. Y ha sido sincero con su especial auditorio. Ha seguido la gran corriente del pensamiento y de la vida de la Iglesia contemporánea, permaneciendo siempre en este contexto concreto, que era nuestro "cenáculo" de los ejercicios espirituales con los hombres reunidos en él, es decir, nosotros.

92 Toda obra humana es a medida del hombre. En la obra de los ejercicios espirituales, la cosa más importante es siempre ésta, que el hombre sea un mensajero fiel. Cabalmente como dijo nuestro padre director la primera tarde, refiriéndose al Ángelus: no importa el nombre de este mensajero, lo que cuenta es el mensaje mismo.

Lo más importante es que este mensaje llegue al corazón, que se hunda en el terreno del alma y que trabaje profundamente en este terreno en el que ha sido echado, como se echa la semilla.

En este punto coinciden nuestros deseos y precisamente con estos deseos quiero dar las gracias al reverendo padre. Estos deseos son al mismo tiempo para nosotros, para los que hemos participado. Los escucha Cristo Señor por intercesión de su Madre, a la que el reverendo padre dirigía frecuentemente nuestra atención, refiriéndose a la figura del Beato Maximiliano Kolbe. Esta bendición final sea prenda para todos nosotros del cumplimiento de estos deseos que nos formulamos los unos a los otros al fin de los ejercicios espirituales.







VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN BASILIO

ALOCUCIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II A LOS JÓVENES

Domingo 11 de marzo de 1979

Queridísimos:

Constituye para mí una gran alegría este encuentro reservado a vosotros, jóvenes, aquí en vuestro campo deportivo, donde os dais cita para jugar y para entrenaros, y donde sobre todo podéis conoceros y estrechar entre vosotros la fraternidad y amistad. ¡También vosotros, jóvenes de esta parroquia, que formáis parte de la inmensa diócesis de Roma, estáis confiados a mis responsabilidades pastorales y a mi amor de Padre y Pastor! ¡Y podéis imaginar cuánto siento esta solicitud y este amor por vosotros, junto con el cardenal Vicario y con vuestros sacerdotes!

Viendo que os asomáis a la vida tan llenos de esperanza y de expectativas, no se puede menos de quedar impresionados y, al mismo tiempo, pensativos y preocupados por vuestro porvenir. Y, ¿qué os diré que pueda aseguraros la alegría que Jesús ha traído y que nadie os podrá quitar?

1. ¡Ante todo os digo que Jesús os ama!

¡Esta es la verdad más hermosa y más consoladora! Esta es la verdad que os anuncia el Vicario de Cristo: ¡Jesús os ama!

Yo deseo que sean tantas las personas que os quieran bien y anhelo de corazón que cada uno de vosotros esté contento encontrando bondad, afecto, comprensión en todos y por parte de todos. Pero también debemos ser realistas y tener presente la situación humana como es. Y muchas veces puede ocurrir que se lleve en el ánimo un sentido de vacío, de melancolía, de tristeza. de insatisfacción. Tal vez tengamos todo; pero ¡falta la alegría! Sobre todo es terrible ver a nuestro alrededor tanto sufrimiento, tanta miseria, tanta violencia.

Pues bien, precisamente en este drama de la existencia y de la historia humana resuena perenne el mensaje del Evangelio: ¡Jesús os ama! ¡Jesús vino a esta tierra para revelarnos y garantizarnos el amor de Dios! Vino para amarnos y para ser amado. ¡Dejaos amar por Cristo!

93 Jesús no es sólo una figura excelsa de la historia humana, un héroe, un hombre representativo: es el Hijo de Dios, como nos recuerda el acontecimiento llamativo de la transfiguración, del que nos habla el Evangelio de la Misa de hoy; es el Emmanuel, Dios con nosotros, el amigo divino, ¡el único que tiene palabras de vida eterna! Es la luz en las tinieblas; es nuestra alegría porque sabemos que nos ama a cada uno personalmente. «¿Qué diremos, pues, a esto? —escribía San Pablo a los romanos—. Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? El, que no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros... Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que intercede por nosotros...» (Rm 8,31-54).

Siempre, pero especialmente en los momentos de desaliento y de angustia, cuando la vida y el mundo mismo parecen desplomarse, no olvidéis las palabras de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí. que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera» ().

;No olvidéis que Jesús ha querido permanecer presente personal y realmente en la Eucaristía, misterio inmenso, pero realidad segura, para concretar de modo auténtico este amor suyo individual y salvífico. ¡No olvidéis que Jesús ha querido venir a vuestro encuentro mediante sus ministros, los sacerdotes!

2. ¡Además, deseo deciros que nos espera el Amor Eterno en el Paraíso!

¡Debemos pensar en el paraíso! ¡Jugamos la carta de nuestra vida cristiana apostando por el paraíso! Esta certeza y esta espera no desvía de nuestros compromisos terrenos, más aún, los purifica, los intensifica, como lo prueba la vida de todos los Santos.

Nuestra vida es un camino hacia el paraíso, donde seremos amados y amaremos para siempre y de modo total y perfecto. Se nace sólo para ir al paraíso.

El pensamiento del paraíso debe volveros fuertes contra las tentaciones, comprometidos en vuestra formación religiosa y moral, vigilantes respecto al ambiente en que debéis vivir, confiados en que, si estáis unidos a Cristo, triunfaréis sobre toda dificultad.

Un gran poeta francés, convertido en su juventud, Paul Claudel, escribía: «El Hijo de Dios no vino a destruir el sufrimiento, sino a sufrir con nosotros. No vino a destruir la cruz, sino a tenderse sobre ella. Nos ha enseñado el camino para salir del dolor y la posibilidad de su transformación» (Positions et propositions).

Ruego a la Virgen Santísima os acompañe con su protección. Ella que ha dado el Salvador al mundo, os ayude a prepararos bien para la misión popular que tendrá lugar en vuestra parroquia, el próximo mes de octubre. Que no pase en vano este momento de gracia para cada uno de vosotros.

Con estos deseos recibid mi afectuosa bendición apostólica.








A LOS REPRESENTANTES DE LAS ORGANIZACIONES JUDÍAS


MUNDIALES


Lunes 12 de marzo de 1979



Queridos amigos:

94 Les saludo con gran alegría, presidentes y representantes de las Organizaciones Judías mundiales, y como tales integrantes, con los representantes de la Iglesia católica, del Comité Internacional de contacto. Quiero también saludar a los otros representantes de diversas Comunidades judías nacionales, presentes aquí con ustedes.

Hace: cuatro años, mi predecesor Pablo VI recibió en audiencia a este mismo Comité Internacional y les dijo cómo se regocijaba de que hubieran decidido reunirse en Roma, la ciudad que es el centro de la Iglesia católica (cf. Discurso del 10 de enero de 1975).

Ahora, ustedes también han decidido reunirse en Roma, para encontrarse con los miembros de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo, y de esta manera renovar y dar un nuevo impulso al diálogo que, durante los últimos años, se ha llevado a cabo con los representantes autorizados de la Iglesia católica. Este es así, por cierto, un momento importante en la historia de nuestras relaciones, y yo me alegro de tener ocasión de decir una palabra sobre este tema.

Como ha dicho el representante de ustedes, ha sido el segundo Concilio Vaticano quien, con su Declaración Nostra aetate (
Nb 4), ha brindado el punto de partida para esta nueva y promisoria fase en las relaciones entre la Iglesia católica y la Comunidad religiosa judía. En efecto, el Concilio ha dicho muy claramente que «al investigar el misterio de la Iglesia» recordaba «el vínculo con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham» (Nostra aetate NAE 4). De esta manera, el Concilio entiende que nuestras dos Comunidades religiosas están vinculadas y relacionadas de cerca en el nivel mismo de sus respectivas identidades religiosas. Porque «los comienzos de su fe y de su elección (de la Iglesia) se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y en los Profetas», y por consiguiente «no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo con quien Dios, por su inefable misericordia, se dignó establecer la Antigua Alianza» (ib.). Sobre esta base reconocemos, con inequívoca claridad, que el camino por el cual debemos avanzar con la Comunidad religiosa judía es el del diálogo fraterno y la colaboración fecunda.

Conforme a este solemne mandato, la Santa Sede ha procurado proveer de los instrumentos para este diálogo y colaboración, y quiere fomentar su realización, tanto aquí en el centro, como también en el resto de la Iglesia. Por eso, la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Judaísmo fue creada en 1974. Al mismo tiempo, el diálogo comenzó a desarrollarse a diferentes niveles en las Iglesias locales esparcidas por el mundo, y con la misma Santa Sede. Quiero reconocer aquí la amistosa respuesta y la buena voluntad, e incluso la cordial iniciativa, que la Iglesia ha encontrado y sigue encontrando en las Organizaciones de ustedes y en otros amplios sectores de la Comunidad judía.

Es mi convicción que ambas partes deben continuar sus vigorosos esfuerzos para superar las dificultades del pasado, con el fin de llevar a la práctica el mandamiento divino del amor, y realizar un diálogo verdaderamente fecundo y fraterno, que contribuya al bien de cada uno de los interlocutores y al mejor servicio de la humanidad. Las "Orientaciones" que han mencionado, cuyo valor quiero subrayar y reafirmar, señalan algunos medios y vías para obtener estos fines. Ustedes han querido justamente subrayar un punto de particular importancia: «Los cristianos procuren entender mejor los elementos fundamentales de la tradición religiosa hebrea y captar los rasgos esenciales con que los judíos se definen a sí mismos a la luz de su propia realidad religiosa» (Orientaciones, Prólogo). Otra reflexión importante es la siguiente: «En virtud de su misión divina, la Iglesia tiene por su naturaleza el deber de proclamar a Jesucristo en el mundo (Ad gentes AGD 2). Para evitar que este testimonio de Jesucristo pueda parecer a los judíos una agresión, los católicos procurarán vivir y proclamar su fe respetando escrupulosamente la libertad religiosa tal como la ha enseñado el Concilio Vaticano II (Dignitatis humanae ). Deberán esforzarse, asimismo, por comprender las dificultades que el alma hebrea experimenta ante el misterio del Verbo Encarnado, dada la noción tan alta y pura que ella tiene de la trascendencia divina» (Orientaciones, 1).

Estas recomendaciones se refieren, sin duda, a los fieles católicos, pero considero que no es superfluo repetirlas aquí. Nos ayudan a tener una noción clara del judaísmo y cristianismo y de sus relaciones mutuas. Creo que ustedes están aquí para ayudarnos en nuestra reflexión sobre el judaísmo. Y estoy cierto de que encontramos en ustedes y en las comunidades que ustedes representan, una real y profunda disposición para entender el cristianismo y la Iglesia católica en su propia identidad hoy, de manera que podamos trabajar desde ambas partes hacia nuestra común meta de superar toda clase de prejuicios y discriminación. En este contexto es provechoso referirse una vez más a la Declaración conciliar Nostra aetate y repetir lo que las Orientaciones dicen acerca del repudio de «todas las formas de antisemitismo y discriminación», «como contrarias al espíritu mismo del cristianismo», pero «que de por sí, la dignidad de la persona humana basta para condenar» (Orientaciones, Prólogo). La Iglesia católica repudia, por consiguiente, claramente, tales violaciones de los derechos humanos dondequiera puedan ocurrir en el mundo. Más aún, me regocija evocar ante ustedes hoy el trabajo eficaz y dedicado de mi predecesor Pío XII en pro del pueblo judío. Y de mi parte continuaré, con la ayuda divina, durante mi ministerio pastoral en Roma —como traté de hacerlo en la sede de Cracovia—, asistiendo a todos los que sufren o son oprimidos de cualquier manera que sea.

En seguimiento particularmente de las huellas de Pablo VI, quiero fomentar el diálogo espiritual y hacer todo lo que esté en mi poder por la paz de aquel país que es santo para ustedes, como lo es para nosotros, con la esperanza de que la ciudad de Jerusalén gozará de eficaz garantía como un centro de armonía para los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo, islam y cristianismo, para quienes la ciudad es un respetado lugar de devoción.

Estoy seguro de que el hecho mismo de este encuentro de hoy, que ustedes tan amablemente han pedido tener, es en sí mismo una expresión de diálogo y un nuevo paso hacia ese más pleno entendimiento mutuo que estamos llamados a conseguir. Al buscar esta meta estamos todos convencidos de ser fieles y obedientes a la voluntad de Dios, el Dios de los Patriarcas y Profetas. Al Dios, entonces, querría volverme al final de estas reflexiones. Todos nosotros, judíos y cristianos, oramos frecuentemente a El con las mismas oraciones, tomadas del Libro que ambos consideramos ser la Palabra de Dios. A El pertenece brindar a ambas comunidades religiosas, tan cercanas la una de la otra, aquella reconciliación y amor eficaz que son al mismo tiempo su precepto y su don (cf. Lev Lv 19,18 Mc 12 Mc 30). En este sentido, creo, cada vez que los judíos recitan el Shema Israel y cada vez que los cristianos recuerdan el primero y segundo mandamiento grande, somos, por la gracia de Dios, traídos a una mayor cercanía.

Como signo del entendimiento y amor fraterno ya alcanzados, quisiera darles de nuevo mi bienvenida cordial y mis saludos a todos ustedes con aquella palabra tan llena de sentido, tomada de la lengua hebrea, que los cristianos usamos también en nuestra liturgia: la paz esté con vosotros, Shalom, Shalom.








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