Discursos 1979 102


A LOS RESPONSABLES Y MIEMBROS DEL COMITÉ ECONÓMICO


Y SOCIAL DE LAS COMUNIDADES EUROPEAS


Jueves 22 de marzo de 1979



Señora, señores:

103 Con ocasión de vuestra reunión en Roma habéis manifestado deseo de visitarnos. Me alegro de recibiros.

Como responsables y miembros del Comité económico y social de las Comunidades Europeas o de los Consejos económicos y sociales de los Estados miembros, prestáis aportación importante a la parte de Europa Occidental que trata de vivir en una simbiosis más lanzada en los niveles de la producción e intercambio. patrimonio cultural, realidades sociales e instituciones jurídicas y políticas. Esta articulación es un gran proyecto merecedor de estima y aliento, que suscita en muchos esperanzas de progreso, al mismo tiempo que plantea problemas difíciles con repercusiones profundas en la vida de la población. Aquellos a quienes competen las decisiones, deben tener la posibilidad, claro está. de beneficiarse de estudios, opiniones, sugerencias y consejos de expertos avisados. Y vosotros contribuís ampliamente a ello. Lo que me parece muy digno de aprecio es vuestro afán y posibilidad de ensamblar varios grupos responsables: jefes de empresa, trabajadores, representantes de amplios sectores económicos y profesionales.

La Iglesia católica, en cuanto tal, no tiene competencia en el campo técnico. Se goza al ver que la fraternidad se ensancha y la comunidad está tomando cuerpo dentro siempre del respeto a la identidad y libertad de cada uno. Desea sobre todo que los protagonistas no descuiden ningún aspecto de este vasto conjunto humano: y que su ética esté a la altura de los proyectos económicos y sociales; que se tomen en consideración los derechos de unos y otros; que se promuevan las instituciones fundamentales llamadas a garantizar la justicia social, la vida familiar y el progreso humano y espiritual.

Con este espíritu imploro bendiciones de Dios sobre vuestros trabajos y sobre vuestras personas.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS DIRIGENTES DEL INSTITUTO INTERNACIONAL

PARA LOS DERECHOS DEL HOMBRE


Jueves 22 de marzo de 1979



Sr. Presidente,
Señoras y Señores:

Les agradezco de corazón la visita. Es un gesto de deferencia hacia el ministerio pontificio que se me ha confiado recientemente, y también una oportunidad para hacer resaltar los esfuerzos que realiza vuestro Instituto y la Santa Sede, a niveles evidentemente diferentes y según competencias específicas, por propulsar el respeto y ejercicio práctico de los derechos fundamentales de la persona humana.

En este breve encuentro me alegro de poder manifestar mi estima al Instituto Internacional para los Derechos del Hombre, fundado hace diez años casi por Don René Cassin. Las tres grandes directrices fijadas a vuestro paciente trabajo, son de evidente actualidad: dar a conocer con sabiduría y perseverancia los derechos del hombre, impulsar las investigaciones en este campo y sensibilizar a la opinión pública con tacto y oportunidad.

Vuestra actividad interesa a la Iglesia católica e interesa —debo decirlo— a todos los cristianos, que son bien conscientes del carácter sagrado de toda persona humana, tan fuertemente puesto de relieve desde las primeras páginas de la Biblia: "Y creó Dios al hombrea imagen suya" (Gn 1,27).

En estos días del cuarenta aniversario de la elección de Pío XII a la Sede de Pedro, puedo sin duda subrayar que este Papa no cesó de exhortar a los católicos a colaborar activamente con los hombres de buena voluntad en las organizaciones llamadas a proteger los derechos del hombre, tales como la Organización de las Naciones Unidas y tanta otras instituciones beneméritas. Hablando de la "comunidad mundial en gestación" a los participantes en la XI asamblea plenaria de Pax Romana el 25 de abril de 1957, declaraba: «Un cristiano no puede permanecer indiferente ante la evolución del mundo... No sólo no puede, sino que debe actuar a fin de que se constituya esta comunidad». La historia imparcial obliga a constatar que Pío XII hizo progresar considerablemente en veinte años la reflexión de la Iglesia sobre el carácter inviolable de la persona, la dignidad de la familia, las prerrogativas y límites de la autoridad pública, los derechos de las minorías étnicas, el derecho a manifestar públicamente las propia,. opiniones, el derecho a la libertad política, el derecho de los refugiados, prisioneros, perseguidos, el derecho a la educación religiosa, el derecho al culto divino privado y público (cf. Radiomensaje navideño de 1942; AAS 35, 1943. pág. 9). De sus mensajes resulta que jamás se puede sacrificar a la persona humana en aras de un interés político, sea nacional o internacional.

104 Después, Juan XXIII desarrolló estos temas con amplitud en las admirables Encíclicas Mater et Magistra y Pacem in terris, entre otras. Pablo VI volvió sobre aquéllos y los ahondó en innumerables documentos que caracterizan su pontificado. Baste mencionar el discurso al Cuerpo Diplomático del 14 de enero de 1978 y el mensaje que publicó el 26 de octubre de 1974 conjuntamente con los padres del Sínodo, documento consagrado al compromiso de la Iglesia en la defensa y promoción de los derechos del hombre. Tal compromiso deriva del Evangelio. donde encontramos la expresión más profunda de la dignidad del hombre y la razón más fuerte de los esfuerzos por promover sus derechos. Y la Iglesia concibe esta tarea —lo sabéis— dentro del marco de su misión al servicio de la salvación plena del hombre rescatado por Cristo, como acabo de exponer en mi Encíclica Redemptor hominis.

Que estas pocas palabras os den luz y aliento. Es bueno decirnos mutuamente una y otra vez que la atención primordial del espíritu y el corazón a la dignidad de toda persona humana, tanto en la enseñanza como en la acción concreta y multiforme, es algo que debe alcanzar cada vez más la unanimidad de todos los hombres de buena voluntad.








AL SR. ALHAJI OUSMAN SEMEGA-JANNEH,


EMBAJADOR DE GAMBIA ANTE LA SANTA SEDE


Viernes 23 de marzo de 1979



Señor Embajador:

Tened la seguridad de que los buenos deseos que nos transmitís de parte del Presidente, Gobierno y pueblo de Gambia, resultan muy estimables para nosotros. Le ruego presente a Su Excelencia Sir Dawda Kairaba Jawara mi saludo cordialísimo y respetuoso. Hace menos de un año fue recibido aquí por mi predecesor Pablo VI y, por tanto, conoce personalmente la disponibilidad de la Santa Sede a prestar ayuda en las grandes cuestiones de las necesidades básicas y de la dignidad humana.

Habéis tenido la delicadeza de mencionar «los incesantes esfuerzos de la Iglesia» en la esfera de la paz y la armonía, de los derechos humanos y de las libertades fundamentales. Produce satisfacción saber, a través de vuestras afirmaciones, lo mucho que aprecia la colaboración de la Iglesia católica el pueblo de Gambia, ya desde el tiempo de los primeros misioneros. La solicitud por el bien integral del hombre caracterizan siempre la actividad de la Iglesia católica. Precisamente hace muy poco, en mi primera Encíclica, me propuse poner de relieve este hecho ante el mundo. En dicho documento afirmé: «La Iglesia considera esta solicitud por el hombre, por su humanidad, por el futuro de los hombres sobre la tierra y, consiguientemente, también por la orientación de todo el desarrollo y del progreso, como un elemento esencial de su misión, indisolublemente unido con ella» (Redemptor hominis RH 15). Al presentar este principio quise mantener fidelidad absoluta al Concilio Vaticano II y continuidad con sus enseñanzas, en las que se presenta al hombre como centro y cumbre de la creación (cf. Gaudium, et spes GS 12).

Así es que Vuestra Excelencia encontrará siempre a la Iglesia profundamente interesada en el destino de su pueblo y en su progreso auténtico. La motivación de toda la actividad de la Iglesia se define públicamente en estas palabras de la Encíclica: «Encuentra el principio de esta solicitud en Jesucristo mismo» (Redemptor hominis RH 15). He aquí por qué la Iglesia está irrevocablemente entregada al sublime servicio del hombre; ello explica por qué no puede cambiar de ruta en la historia.

Con segura esperanza de que vais a rendir un servicio eminente a vuestro país a través de vuestra tarea ante la Santa Sede, os prometo mis oraciones, a la vez que invoco sobre las autoridades y ciudadanos de Gambia las excelsas bendiciones del desarrollo integral y la paz duradera.








A LA PEREGRINACIÓN COMUNITARIA Y OFICIAL


DE LA ARCHIDIÓCESIS DE NÁPOLES


Basílica de San Pedro

Sábado 24 de marzo de 1979



Queridísimos hermanos y hermanas de la archidiócesis de Nápoles:

105 Escuchando la voz de vuestro corazón cristiano y la invitación de vuestro venerado Pastor, el cardenal Corrado Ursi, y de vuestros sacerdotes, habéis venido a visitar al Papa en una peregrinación grandiosa que me conmueve. Bienvenidos vosotros todos, trabajadores y fieles que llenáis esta incomparable basílica.

Y bienvenidos también vosotros, estudiantes y jóvenes que, en la Sala Pablo VI, estáis escuchando ahora mi voz y con quienes tendré el placer de encontrarme dentro de poco. Mientras hablo, os siento aquí cercanos, aunque la basílica no es capaz para acogeros a todos.

¿Qué deciros, sino "gracias" por vuestra bondad? ¿Qué manifestaros, sino el elogio por vuestra fe?

¡Sí, queridos fieles de Nápoles! ¡Fe religiosa y bondad de espíritu se conjugan magníficamente en vuestras tradiciones cristianas y en vuestro estilo de vida! ¡Y yo os presento mi saludo más cordial a los aquí presentes y a todos vuestros conciudadanos: a las autoridades religiosas y civiles; a los hombres de estudio, de la técnica, del trabajo; a las madres de familia; a los ancianos; a los jóvenes y a las jóvenes que se asoman a los horizontes y a las responsabilidades de la vida; a los muchachos y a los niños que alegran a las familias con su gozosa confianza; a los enfermos y a los que sufren, y a todos los que por cualquier motivo tienen alguna pena en su alma! ¡Reciban todos el saludo del Vicario de Cristo!

Vuestra Nápoles, tan sugestiva en el espectáculo estupendo del cielo y del mar llenos de luz y de azul, es ciudad fiel, ciudad buena y también ciudad que sufre por tantos motivos, últimamente por la insidiosa y funesta enfermedad que ha arrebatado tantos niños al afecto de sus seres queridos. Y yo, como Pastor y Padre, complaciéndome en vuestra fe y uniéndome a vuestro dolor, quiero acoger en mi corazón todas vuestras alegrías y todas vuestras preocupaciones, diciendo con el Salmista: «¡Ved cuán bueno y deleitoso es convivir juntos los hermanos!» (
Ps 132,1).

En los primeros tiempos de la Iglesia, en Jerusalén, en Antioquía, en Roma, los cristianos iban a encontrarse con Pedro para oír su palabra, para conocer sus experiencias, para recibir de él ánimo y fervor espiritual. Así también vosotros habéis venido para oír de su Sucesor una palabra de amor y de vida. Y yo, inspirándome en el tiempo cuaresmal que estamos viviendo y en mi primera Carta Encíclica, os hablaré brevemente de la presencia de Cristo Redentor en nuestra vida cotidiana.

1. Jesús es ante todo el apoyo da nuestro sufrimiento.

El sufrimiento es una realidad terriblemente verdadera y tal vez incluso atroz y desgarradora. Dolores físicos, morales, espirituales afligen a la pobre humanidad de todos los tiempos. Debemos estar agradecidos a la ciencia. a la técnica, a la medicina, a las organizaciones sociales y civiles, que tratan por todos los medios de eliminar o, al menos, aliviar el sufrimiento; pero siempre queda victorioso y la derrota pesa sobre el hombre afligido e impotente. Aún más, parece casi que a un mayor progreso social corresponde un retroceso moral, con la consecuencia de otros sufrimientos, miedos, inquietudes.

El sufrimiento es también una realidad misteriosa y desconcertante.

Pues bien, nosotros, cristianos, mirando a Jesús crucificado encontramos la fuerza para aceptar este misterio. El cristiano sabe que, después del pecado original, la historia humana es siempre un riesgo; pero sabe también que Dios mismo ha querido entrar en nuestro dolor, experimentar nuestra angustia, pasar por la agonía del espíritu y el desgarramiento del cuerpo. La fe en Cristo no suprime el sufrimiento, pero lo ilumina, lo eleva, lo purifica, lo sublima, lo vuelve válido para la eternidad.

¡En cualquier pena nuestra, moral o física, miremos al Crucificado! ¡Reine el Crucifijo bien visible y venerado en vuestras casas! ¡Sólo El nos puede confortar y sosegar! ¡Amemos al Crucifijo como quería vuestro gran teólogo y Doctor de la Iglesia, San Alfonso María de Ligorio!

106 2. En segundo lugar, Jesús es el fundamento de nuestra alegría.

La alegría cristiana es una realidad que no se describe fácilmente, porque es espiritual y también forma parte del misterio. Quien verdaderamente cree que Jesús es el Verbo Encarnado, el Redentor del hombre, no puede menos de experimentar en lo íntimo un sentido de alegría inmensa, que es consuelo, paz, abandono, resignación, gozo. Decía el Salmista: «¡Gustad y ved cuán bueno es el Señor!» (
Ps 33,9). Y el filósofo y científico francés Blaise Pascal, en la famosa noche de la conversión, escribió en el testamento: «¡Alegría! ¡Alegría! ¡Llanto de alegría!». ¡No apaguéis esta alegría que nace de la fe en Cristo crucificado y resucitado ¡Testimoniad vuestra alegría! ¡Habituaos a gozar de esta alegría!

— Es la alegría de la luz interior sobre el significado de la vida y de la historia:

— es la alegría de la presencia de Dios en el alma, mediante la "gracia";

— es la alegría del perdón de Dios. mediante sus sacerdotes. cuando por desgracia se ha ofendido a su infinito amor, v arrepentidos se retorna a sus brazos de Padre;

— es la alegría de la espera de la felicidad eterna, por la que la vida se entiende como un "éxodo", una peregrinación, bien que comprometidos en las vicisitudes del mundo.

También nos dice Jesús, como a los Apóstoles: «Esto os lo digo para que yo me goce en vosotros y vuestro gozo sea cumplido» (Jn 15,11). «Nadie será capaz de quitaros vuestra alegría» (Jn 16,22).

3. Finalmente, Jesús es la garantía de nuestra esperanza.

El hombre no puede vivir sin esperanza; todos los hombres esperan en alguien y en algo.

Pero, por desgracia, no faltan abundantes desilusiones y tal vez se asoma incluso el abismo de la desesperación. ¡Mas nosotros sabemos que Jesús Redentor, muerto, crucificado y resucitado gloriosamente, es nuestra esperanza! «Resucitó Cristo, mi esperanza».

Jesús nos dice que, a pesar de las dificultades de la vida, vale la pena comprometerse con voluntad tenaz y benéfica en la construcción y en el mejoramiento de la "ciudad terrena" con el ánimo siempre en tensión hacia la eterna. El cristiano se entrega generosamente a la realización concreta del bien común, vence el propio egoísmo con el sentido de la solidaridad y con el esfuerzo por la promoción de todo lo que sirve para la dignidad y la integridad de la persona humana. La Iglesia es una comunidad de "servidores", y cada cristiano debe sentirse llamado a hacer cada vez más bella, más unida, más justa la propia ciudad.

107 4. Dirigiéndome de modo especial a vosotros, trabajadores que habéis venido aquí tan numerosos y tan fervorosos, os digo: ¡Iluminad de caridad y esperanza cristiana vuestro trabajo! En efecto, ¿qué es el trabajo sino una colaboración con el poder y el amor de Dios, para mantener nuestra vida y hacerla más humana y más conforme con el plan de Dios?

¡Llevad, pues, vuestra serenidad y vuestra confianza cristiana al puesto de trabajo! Elevad vuestros ánimos y ofreced a Dios vuestras fatigas.

El Papa está particularmente cercano a vosotros, trabajadores, y participa en vuestras preocupaciones y vuestros problemas, os ama con afecto sincero y estimula toda iniciativa dirigida a favorecer vuestras legítimas aspiraciones.

¡A vosotros, trabajadores, Jesús ofrece su mano de amigo, de hermano, de Redentor! Sea siempre El vuestra luz, apoyo y consuelo.

Con tales deseos invocamos a María Santísima en esta solemnidad litúrgica de la Anunciación. ¡Que María Santísima, venerada en Pompeya con tanta devoción por multitudes inmensas, sea vuestra Madre y vuestra Reina, y haga de vosotros cristianos cada vez más convencidos y coherentes!

Llegue a todos propicia y confortadora mi bendición apostólica.










DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES


DE LA PEREGRINACIÓN COMUNITARIA Y OFICIAL


DE LA ARCHIDIÓCESIS DE NÁPOLES



Sala Pablo VI


Sábado 24 de marzo de 1979




Queridísimos muchachos y muchachas:

Habéis venido muy numerosos, llenos de vida y de alegría, a visitar al Papa. Y el Papa os acoge con viva cordialidad y amistad sincera, porque sabe que vosotros, los jóvenes, sois el germen precioso que mañana dará su fruto en la Iglesia y en la sociedad; sabe que sois el porvenir y que el destino de la humanidad está en vuestras manos y en vuestros corazones.

Por esto, el Papa desea que seáis ahora y siempre el trigo bueno en medio de la cizaña, la que —como observa el Evangelio con sabio realismo— continuará creciendo, por desgracia, en el campo de la historia.

Al expresaros, pues, mi reconocimiento por esta visita, tan bella y agradable, me es grato dirigirme a vosotros con una palabra del Apóstol Pedro, para que permanezca en vuestros corazones como un recuerdo y una consigna: «Sed firmes en la fe» (1P 5,9).

1. Sedlo ante todo mediante el conocimiento profundo y gradual del contenido de la doctrina cristiana. No basta ser cristianos por el bautismo recibido o por las condiciones histórico-sociales en que se ha nacido o se vive. Poco a poco se crece en años y en cultura, se asoman a la conciencia problemas nuevos y exigencias nuevas de claridad y de certeza. Es necesario, pues, buscar responsablemente las motivaciones de la propia fe cristiana. Si no se llega a ser personalmente conscientes y no se tiene una comprensión adecuada de lo que se debe creer y de los motivos de tal fe, en cualquier momento puede hundirse fatalmente y ser echado fuera, a pesar de la buena voluntad de padres y educadores.

108 Por eso, hoy especialmente es tiempo de estudió, de meditación, de reflexión. Por tanto, os digo: emplead bien vuestra inteligencia, esforzaos por lograr convicciones concretas y personales, no perdáis el tiempo, profundizad en los motivos y fundamentos de la fe en Cristo y en la Iglesia, para ser fuertes ahora y en vuestro futuro.

2. Además, se es fuerte en la fe, por medio de la oración. Ya San Pablo recomendaba: «Orad sin cesar» (
1Th 5,17). En efecto, se puede conocer perfectamente la Sagrada Escritura, se puede ser docto en filosofía y teología, y no tener fe, o naufragar en la fe; porque siempre es Dios quien llama primero a conocerlo y amarlo del modo justo. Por esto, es necesario ser humildes ante el Altísimo; es necesario mantener el sentido del misterio, porque entre Dios y el hombre media siempre lo infinito: es necesario recordar que frente a Dios y su Revelación no se trata tanto de entender con la propia razón limitada, sino sobre todo de amar.

Por esto decía Jesús: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos, y las revelaste a los pequeños. Sí, Padre, porque así te plugo» (Mt 11,25-26).

He aquí, queridísimos jóvenes, el pensamiento que el Papa os confía esta mañana: sea él guía y apoyo para vuestro compromiso generoso.

Con mi bendición apostólica.








A UN GRUPO DE EMPLEADOS DE LOS MONOPOLIOS DEL ESTADO


DE FLORENCIA


Sábado 24 de marzo de 1979



Bienvenidos, hijos queridísimos:

Vuestra visita me resulta particularmente grata. Venís de Florencia, ciudad conocida y amada en todas partes del mundo por la nobleza de sus tradiciones y por el esplendor de su arte. Vuestra presencia despierta en mi ánimo las emociones profundas que allí se me grabaron en su tiempo, cuando tuve ocasión de contemplar los prodigios arquitectónicos que se revelan a la mirada del turista asombrado, o cuando pude detenerme, confundido entre los visitantes, ante los frescos de las iglesias, los retablos de los altares, los cuadros en las pinacotecas, o cuando me cansaba de observar, con admiración siempre nueva, las esculturas que embellecen las plazas y enriquecen los museos, o, en fin, cuando subía a la plaza Miguel Ángel para gozar del espectáculo de la ciudad acostada sobre las riberas del Arno, dentro del cerco de las colinas, esfumándose en el crepúsculo de la tarde.

Florencia es ciudad única en el mundo; quien tiene el honor de habitar allí debe ser consciente del compromiso que esto comporta: las inestimables riquezas de historia, de arte, de fe, con que los antiguos han enriquecido templos, edificios, calles, son para las generaciones que se suceden, y por lo tanto también para la vuestra, como invitación perenne para una confrontación estimulante y creativa. La nobleza de sentimientos, la generosidad de ánimo, la finura de modales que distinguieron a los mejores ciudadanos de aquellos tiempos gloriosos, deben constituir también hoy para los habitantes de Florencia una consigna que compromete.

Esto vale especialmente para quien, como vosotros, empleados de los monopolios del Estado, se ocupa en un servicio que lleva consigo un contacto asiduo con el público heterogéneo de los turistas; y vale de modo especialísimo para vosotros, empleados de la Empresa de Limpieza Urbana, a quienes corresponde la tarea de renovar cada día toda la gracia de su encanto, el rostro maravilloso de la ciudad. En efecto, ¿quién puede desconocer el influjo que ejercen en el ánimo del hombre el decoro, el orden, el buen gusto, sobre todo cuando contribuyen a asegurar la límpida disposición de un ambiente que sirve de marco a tesoros inestimables de belleza? La familiaridad con estos valores viene a ser para el hombre una especie de escuela que lo educa y, poco a poco, lo abre a la percepción de un mundo de valores más altos. que, trascendiendo la realidad sensible, lo introducen en la contemplación de la Belleza absoluta, que brilla sobre el rostro mismo de Dios.

El deseo del Papa es que esta conciencia guíe y sostenga vuestro trabajo diario. Confío estos deseos míos a la protección materna de Aquella a quien veneramos hoy en el misterio de su Anunciación, misterio particularmente querido por el alma mariana de vuestra ciudad que antiguamente incluso hacía coincidir el comienzo del año con este día central del misterio de la salvación. ¡Qué obras maestras e inmortales no han surgido del pincel inspirado de vuestros pintores, cuando han intentado —y cuántas veces lo han hecho— traducir en la magia de las líneas y colores las emociones experimentadas frente a aquel diálogo en el que se decidieron los destinos de toda la humanidad! Al renovar a la Virgen Santa la expresión de la gratitud común por aquel Fiat, que nos ha devuelto a todos la alegría y la esperanza, yo os doy de todo corazón a vosotros y a vuestras familias mi bendición apostólica, prenda de paterna benevolencia y del deseo de los mejores dones del cielo.










A LOS MIEMBROS DE LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL


DE EMIGRANTES BELUNESES


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Domingo 25 de marzo de 1979



Queridos hijos de la tierra belunesa: Estoy contento de poder atender, por fin hoy, vuestro deseo de un encuentro con el Papa, que ya mi venerado y llorado predecesor e ilustre paisano vuestro de feliz memoria, Juan Pablo I, había acogido gozosamente, pero sin poderlo realizar a causa de su imprevista y prematura muerte

Por tanto, os saludo con particular efusión de sentimientos a todos lo que os habéis reunido aquí, tan numerosos; de modo especial quiero saludar al obispo de Belluno y de Peltre, mons. Maffeo Ducoli, al ingeniero Vincenzo Barcelloni Corte, presidente de la Asociación de Emigrantes Beluneses, y a todas las demás numerosas autoridades aquí presentes.

Queridísimos, os doy las gracias por vuestra presencia en esta casa pontificia y por la generosa suma que habéis querido poner a mi disposición para los emigrantes del Tercer Mundo. Os aseguro que os acojo con no menor afecto que lo hubiera hecho en mi lugar el amado e inolvidable Papa Juan Pablo I, belunés como vosotros e hijo de emigrantes, y, Sucesor de Pedro en esta Cátedra romana, como yo. El haber querido yo mantener y continuar el mismo nombra que él adoptó, es un signo externo de una sintonía íntima, e índice de una misma intención en el ministerio pastoral.

Querría dirigirme a vosotros como él lo habría hecho, ciertamente con sencillez y sabiduría y con mucha alegría espiritual. Por esto, os exhorto ante todo a estar siempre orgullosos de vuestra generosa tierra, en cualquier parte del mundo que os encontréis: no por estrecho regionalismo, sino con el cariño que todo ser viviente y mortal debe conservar por las propias raíces terrenas. Pero, además, recordad constantemente que para nosotros cristianos "nuestra patria está en los cielos" (Ph 3,20), y que, por lo tanto, no debemos conformarnos a la mentalidad de este mundo (cf Rm 12,2). Por eso, dondequiera que os encontréis, se os ofrece siempre la ocasión para un testimonio de fe límpida y de caridad genuina, que vuestras naturales y reconocidas tradiciones de laboriosidad y tenacidad pueden hacer aún más fuerte y eficaz. Sé que vosotros, beluneses, estáis esparcidos en los cinco continentes y tenéis un notable espíritu de unión, favorecido por oportunas actividades asociativas. Pues bien, no puedo menos de animar vuestras iniciativas específicas de tal modo, que promuevan no sólo los indispensables valores humanos, sino también los típicos del Evangelio, en el que solamente puede encontrar cada hombre la propia salvación total.

Queridísimos, vosotros sabéis que si ciertamente los caminos del mundo por los que vais son muchos y diversos, la meta final es igual para todos. Mi deseo es que vuestro camino se torne cada día más alegre y expedito por la presencia confortadora de Nuestro Señor, al que os encomiendo paternalmente, mientras de todo corazón concedo la particular bendición apostólica a todos vosotros y a cuantos os son queridos.








A LOS JÓVENES PRESENTES EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO


Miércoles 28 de marzo de 1979



Queridísimos jóvenes:

El espectáculo grandioso y exaltante de esta basílica, erigida sobre la tumba del Príncipe de los Apóstoles y primer Vicario de Cristo, que cada miércoles vuelve a estremecerse de alegría festiva por vuestra presencia juvenil, es siempre para mí motivo de consuelo y de esperanza, y me induce a emprender, cada vez con nueva intensidad de afecto, un diálogo sencillo y directo.

Bienvenidos todos. A cada uno de vosotros dirijo personalmente mi saludo y mi gracias y, en particular, deseo recordar a la "peregrinación juvenil" de Civita Castellana y de Caprarola, presidida por el obispo mons Marcello Rosina: la peregrinación de tres mil estudiantes de la diócesis de Tursi-Lagonegro, presidida también por el obispo mons. Vincenzo Franco; y además los dos mil alumnos y alumnas de los institutos de la Unión Romana de las Ursulinas, provenientes de varias regiones de Italia.

Queridos muchachos y muchachas, estamos recorriendo con intensidad de esfuerzo el sagrado tiempo cuaresmal, que nos prepara a la Pascua y nos apremia a profundizar y a vivir nuestra responsabilidad de cristianos, de bautizados, de miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo. En los miércoles precedentes he hablado de nuestra responsabilidad hacia Dios, que podríamos sintetizar en la palabra: adoración, esto es, el reconocimiento de Dios en su realidad de Absoluto, de Creador, de Padre, mediante la oración; también he aludido al deber hacia nosotros mismos que se resume en otra expresión muy estimada en la tradición eclesial: el ayuno, entendido como renuncia a las cosas con el fin de obtener un dominio sobre ellas, que nos vuelva disponibles al bien, aptos para el sacrificio, abiertos al amor.

110 Precisamente a este amor, a la disponibilidad hacia el prójimo, hacía el otro —dimensión hoy tan congenial con la conciencia juvenil—, deseo aludir ahora, al proponer a vuestra atención el tercer ejercicio ascético que caracteriza el período cuaresmal, la limosna: «Arrepentíos y dad limosna» (cf. Mc Mc 1,15 y Lc 12,33).

Al oír la palabra "limosna", vuestra sensibilidad de jóvenes amantes de la justicia y deseosos de una equitativa distribución de la riqueza, podría sentirse herida y ofendida. Me parece poderlo intuir. Por otra parte, no creáis que sois los únicos en advertir semejante reacción interior; está en sintonía con la innata hambre y sed de justicia que cada hombre lleva consigo. También los Profetas del Antiguo Testamento, cuando dirigen al pueblo de Israel la invitación a la conversión y a la verdadera religión, indican la reparación de las injusticias hacia los débiles e indefensos, como camino real para el restablecimiento de una genuina relación con Dios (cf. Is Is 58,6-7).

Sin embargo, la práctica de la limosna está recomendada en todo el texto sagrado, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento; desde el Pentateuco a los Libros Sapienciales, desde el Libro de los Hechos a las Cartas Apostólicas. Pues bien, a través de un estudio de la evolución semántica de la palabra, sobra la que se han formado incrustaciones menos genuinas, debemos volver a encontrar el significado verdadero de la limosna, y sobre todo la voluntad y la alegría de dar limosna.

Limosna, palabra griega, significa etimológicamente compasión y misericordia. Circunstancias diversas e influjos de una mentalidad restrictiva han alterado y profanado en cierto modo su primigenio significado, reduciéndolo tal vez a un acto sin espíritu y sin amor.

Pero la limosna, en sí misma, se entiende esencialmente como actitud del hombre que advierte la necesidad de los otros, que quiere hacer partícipes a los otros del propio bien. ¿Quién diría que no habrá siempre otro que tenga necesidad de ayuda, ante todo espiritual, de apoyo, de consuelo, de fraternidad, de amor? El mundo está siempre muy pobre de amor.

Definida así, la limosna es acto de altísimo valor positivo, de cuya bondad no está permitido dudar, y que debe encontrar en nosotros una disponibilidad fundamental de corazón y de espíritu, sin la cual no existe verdadera conversión a Dios.

Aun cuando no dispongamos de riquezas y de capacidades concretas para subvenir a las necesidades del prójimo, no podemos sentirnos dispensados de abrir nuestro espíritu a sus necesidades y de aliviarlas en la medida de lo posible. Acordaos del óbolo de la viuda, que echó en el tesoro del templo sólo dos pequeñas monedas, pero juntamente todo su gran amor: «Esta echó de su indigencia todo lo que tenía para el sustento» (Lc 21,4).

Queridísimos, el tema es atrayente, nos llevaría lejos; lo dejo a vuestra reflexión. Os acompañen hacia la alegría pascual mi afecto, mi simpatía, mi bendición.










AL SR. ZULFIQAR ALÍ KHAN,


EMBAJADOR DE PAKISTÁN ANTE LA SANTA SEDE


Viernes 30 de marzo de 1979



Señor Embajador:

El saludo de Su Excelencia el Presidente Mohammad Zia-ul-Haq, y del pueblo de Pakistán, de que se ha hecho portador, merecen mi mayor aprecio. Le agradezco también las palabras acerca del reconocimiento que se ha ganado la Iglesia católica en vuestro país por el modo de responder a su vocación de trabajar en favor del mejoramiento de la vida humana.

111 Como usted sabe, la Iglesia considera un deber el contribuir a la realización de las capacidades del hombre. La realización suprema y esencial reside en la relación del hombre con Dios, en la aceptación y puesta en práctica del designio de su Creador. Este designio incluye muchas capacidades otorgadas al hombre para el desarrollo de su vida personal y de sus relaciones con los demás. La Iglesia está convencida de que no hace sino cumplir un deber asignado por Dios, cuando desempeña su tarea de ayudar a conseguir que los seres humanos disfruten en todos los sitios de la salud, alimento y casa necesarios para su bienestar corporal, y de la educación, cultura y libertad imprescindibles para el desarrollo de sus facultades mentales; y cuando lucha porque avance el reino de la justicia, la paz y la amistad entre individuos y grupos. La Iglesia considera todo ello parte de su misión de trabajar por establecer las debidas relaciones de los seres humanos con Dios, en quien vivimos, nos movemos y somos.

Su Excelencia puede estar seguro de que la Iglesia seguirá colaborando en el esfuerzo del pueblo de Pakistán por conseguir un nivel de vida mejor y por la comprensión, la armonía y la paz. Pido al Altísimo que guíe y asista a vuestros compatriotas y a sus jefes en esta empresa. Es una empresa reclamada por la dignidad humana y que si se persigue con dignidad, no dejará de obtener las bendiciones de Dios.

Pido también a Dios que derrame sus gracias sobre Vuestra Excelencia en el desempeño de vuestra importante misión al servicio de vuestro país y de la humanidad, en cuyo cumplimiento puede usted contar con mi pronta colaboración y la de la Santa Sede.








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