Discursos 1979 117

117 Sucesivamente, tras la consulta a todos los ambientes interesados en la doctrina y enseñanza católica, se recogió un material copioso para la redacción de la nueva Constitución, que deberá ser promulgada en breve. Ahora —y es una tercera premisa de orden psicológico y personal—, el conjunto de los problemas referentes a la educación cristiana, el particular significado de la ciencia en la experiencia histórica de la Iglesia, la misión actual de la misma Iglesia en este campo, son temas muy cercanos y congeniales para mí. En efecto, aprecio mucho este sector de la actividad de la Iglesia, porque tengo gran estima por la cultura humana: Genus humanum arte et ratione vivit. Si el hombre —como he escrito en mi primera Encíclica— constituye "el camino primero y fundamental de la Iglesia" (cf. Redemptor hominis, III, 14), ¿cómo podría ésta desinteresarse de cuanto, incluso a simple nivel natural, tiene relación directa con la elevación del hombre? ¿Cómo podría permanecer extraña a las instancias y fermentos, a los esfuerzos y metas, a las dificultades y conquistas de la cultura de hoy? Ese desinterés y el sentirse así extraña, ¿no sería como una huida de las responsabilidades propias y un acto de omisión para el vulnus que de ello se derivaría para su misma función evangelizadora? Al interpretar el mandamiento supremo de Cristo, yo creo que jamás se insistirá bastante sobre el significado pleno y sobre las múltiples implicaciones de las palabras docete y docentes (cf. Mt Mt 28,18-19 en el texto griego mazeteúsate y didaskontes ).

Por lo tanto, comprended cómo, según una tan amplia y alta perspectiva, el encuentro de hoy se realiza no sólo con vosotros aquí presentes, sino que al menos indirectamente y desde luego intencionalmente, se extiende a los profesores y alumnos matriculados en todos los institutos católicos de enseñanza y educación, esparcidos por el mundo. Sus tareas, su misión, su aportación "creativa" a la misión universal de la Iglesia, son como el trasfondo de esta solemne audiencia de hoy.

2. Pero en un ámbito más inmediato y directo, la audiencia reúne una selecta y numerosa representación de los institutos superiores romanos, y esto es para mí motivo de gran alegría. He deseado vivamente este encuentro, y me alegro que se desarrolle precisamente en el tiempo en que los cardenales y otros representantes del Episcopado están reunidos para su asamblea anual en la Sagrada Congregación, que está encargada de la organización y animación de la misión de la Iglesia en el campo científico y educativo. La iniciativa de encontrarnos juntos partió de los rectores de los institutos romanos, con quienes ya tuve oportunidad de tratar los preámbulos de una problemática tan importante para la vida de la Iglesia en la Ciudad Eterna. En efecto, estos institutos representan una riqueza particular de esta Iglesia: por un lado, reúnen un nutrido grupo de profesores, de científicos, de estudiosos que, gracias a su ingenio y preparación, hacen honor a la doctrina y a la fe; por otro, están abiertos a los estudiantes de todo el mundo y constituyen, por tanto, un "muestrario" significativo y sugestivo de las nacionalidades, lenguas, componentes culturales y variedad de ritos del mundo católico. Por esto los institutos de Roma merecen, y no sólo desde hoy, un reconocimiento internacional.

Por mi parte, deseo nombrarlos aquí. uno por uno, como demostración de la estima y confianza que siento por ellos, y estos sentimientos intentan confirmar y dilatar en el tiempo —diría— los de tantos predecesores míos en la Cátedra de Pedro. He aquí ante todo el grupo de las Universidades honradas con el título de "Pontificias": la Gregoriana, confiada a los hijos de San Ignacio y rica por una plurisecular y bien reconocida experiencia didáctica y científica; la Lateranense, que por estar contigua no sólo topográficamente a la patriarcal basílica de San Juan y al seminario mayor romano, tiene una fisonomía típica de romanidad y una función singular; después, la Universidad Urbaniana, destinada específicamente a la causa primaria de la evangelización y a la formación del clero para las misiones; y luego la Universidad de Santo Tomás de Aquino, llamada también Angelicum, que tuve la suerte de frecuentar durante un laborioso y siempre recordado bienio; y, finalmente, la Salesiana que, aunque de reciente fundación, quiere afirmarse con una nota de originalidad en el sector de las disciplinas pedagógicas.

Siguen los Ateneos Pontificios Anselmiano y Antoniano, dirigidos por los religiosos de San Benito y de San Francisco. También los Institutos Bíblico, Oriental, de Música sacra, de Arqueología cristiana. Y finalmente las Facultades Teológicas de San Buenaventura, Teresianum, Marianum. Incluyendo además el Instituto de Estudios Árabes y la Facultad Auxilium, son en total 16 los centros académicos que existen en Roma con un número de más de 950 profesores y casi 7.000 estudiantes matriculados. ¿Son muchos, son pocos? Más allá del dato cuantitativo, variable de por sí y, de cualquier modo, no absoluto, se presenta el panorama grandioso y consolador de toda una serie de fuerzas vivas y muy calificadas; está la realidad de una riqueza que, antes que cultural y doctrinal, es de naturaleza espiritual; se admira este complejo de estructuras didácticas que está a disposición no sólo de la Iglesia católica, sino también de la sociedad humana a quien la Iglesia está llamada a servir.

Para confirmar el prestigio y las potencialidades ulteriores de estas fuerzas, basta fijar la atención sobre dos hechos:

a) El primero lo da la multiplicidad de especializaciones científicas, que hay dentro de estos mismos centros: no se puede hablar de duplicados o de escuelas inútiles, porque, si en todas ellas se encuentra y funciona —como es obvio— el esquema de las disciplinas sagradas fundamentales (comenzando por la ciencia-reina, la teología), en cada una hay como una nota característica tal, que le confiere un puesto original en el cuadro general de los estudios eclesiásticos. Pienso, a propósito, en las varias "especialidades" y en las "escuelas superiores" de planteamiento moderno, que con intuición genial han sido creadas en los años más recientes. Ha sido una respuesta al desarrollo cultural del mundo.

b) El otro hecho, que deseo recordar en términos elogiosos, es que las aludidas "especializaciones" y, por tanto, los correlativos institutos especializados están disponibles para una colaboración fecunda con otras "especialidades" e institutos. De este modo, por la instancia objetiva y cada vez más imprevista en la actividad y en la metodología científica de hoy —la instancia así llamada interdisciplinaria— y por la necesidad de evitar el particularismo y el fragmentarismo cultural, vosotros habéis respondido, por vuestra parte, con una colaboración abierta, inteligente, generosa, fructuosa. Y para mí es una satisfacción reconocer la importancia de este activo intercambio cultural, que quiere decir mejor coordinación de las iniciativas, oportuna confrontación de los resultados, equilibrado reparto de las investigaciones por realizar. Todo esto, así como favorece el incremento general de los buenos estudios, multiplica mucho los contactos entre las personas con ventaja recíproca, estimula la integración entre los diversos institutos, testimonia la vivacidad y la vitalidad del ritmo de los estudios dentro de la Iglesia.

3. Pero, en este momento, querría insistir sobre todo en la importancia de una auténtica formación científica en el conjunto de la formación sacerdotal, como recuerdo también en la Carta que dirigiré a los sacerdotes con ocasión del próximo Jueves Santo. Si la Iglesia se preocupa tanto de la promoción de los estudios superiores y, por lo mismo, de tener estructuras adecuadas para ellos, lo hace "en definitiva" para cumplir mejor su misión en el mundo y para servir mejor la causa del hombre; pero lo hace "directamente" para preparar a los que son delegados, en gran parte, para tal misión y tal servicio: esto es, los sacerdotes. La formación de los sacerdotes, para ser completa y adaptada a las exigencias de los tiempos, debe ser también científica. Y la razón o, mejor, las razones de esta preparación más exigente son tan evidentes, que me parece superflua cualquier explicación. Ante todo, es necesaria para los ministros sagrados una sólida cultura general, como humus fecundo y receptivo de nuevos gérmenes y susceptibles de más exuberantes desarrollos. Después es necesario que sean encaminados y ayudados para alcanzar una verdadera y propia especialización a nivel universitario, que les sitúe en condición de participar en los procesos creativos de la cultura en cualquier tipo de sociedad, en la que la Iglesia desarrolla su misión (cf. Optatam totius OT 38).

He aquí, pues, los dos componentes de esta formación: cultura general y cultura especializada. En realidad no se subrayará jamás bastante la necesidad de un rico equipamiento doctrinal para la formación de una personalidad sacerdotal madura, como conviene a quien debe ser pastor y maestro y está llamado a desarrollar multiformes servicios vinculados precisamente a la vocación de sacerdote, pastor y maestro.

Hoy es ésta una tarea de singular y gran responsabilidad. Necesitamos hombres que tengan un conocimiento profundo de los problemas del hombre y del mundo; pero tal conocimiento no se podrá detener en el nivel puramente humano y profano: deberá basarse sobre todo en la "ciencia de la fe", aún más, deberá surgir de una actitud precisa de fe, de un ejercicio activo de fe, que significa comunión y coloquio con el Verbo mismo de Dios, el Maestro que enseña y dicta ab intus: «El que es consultado y enseña es Cristo del que se ha dicho que habita en el hombre interior, esto es, la inmutable virtud de Dios y su eterna sabiduría» (San Agustín, De Magistro, 11, 38; PL 52, 1216; cf. Ef Ep 3,16 1Co 1,24). Necesitamos sacerdotes dotados de sólido sentido teológico, en escucha atenta de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio. Necesitamos sacerdotes que al enseñar la fe y la moral, construyan y no destruyan. Todo esto presupone plenitud doctrinal, honestidad intelectual, adhesión fiel al "depósito sagrado", conciencia de la participación en la "función profética" de Cristo: es necesario, en resumen, una madurez de calidad superior.

118 4. En esta problemática tan amplia, cuyas alusiones merecerían un desarrollo bastante más largo, deseo destacar todavía un aspecto. Efectivamente, juzgo que es necesario prestar una atención especial a la "experiencia de Roma", como elemento de esa formación que lleve a cada una de las Iglesias locales un sano y fecundísimo fermento de universalidad. Al decir esto, evoco los recuerdos del tiempo de mis estudios romanos y también las experiencias realizadas durante mis sucesivos contactos con la "Roma sacra", que ofrece savia y alimentos vitales a cada cristiano, y sobre todo a cada sacerdote. ¿Qué enseña Roma? "Hic saxa ipsa loquuntur: Aquí hasta las piedras hablan", se puede decir justamente. ¡Oh! No es retórico insistir sobre este dato histórico-ambiental: Roma, ciudad única en el mundo, es el centro de irradiación de la fe cristiana. Es necesario, pues, tener conciencia de este hecho, es necesario ser dignos de él, es necesario corresponder y colaborar a la función ejemplar que compete a Roma en relación con todo el mundo católico. Y vosotros, jóvenes, que tenéis la suerte de realizar los estudios en Roma, debéis "aprovechar" esta permanencia y la enseñanza que aquí se os imparte; debéis sacar firmeza de fe y amplitud de perspectivas de los recuerdos que el testimonio de los Apóstoles Pedro y Pablo, la sangre de los innumerables mártires, los vestigios de una aventura religiosa ya bimilenaria, han concentrado aquí.

5. Con este espíritu dirijo mi felicitación confiada a todos los miembros de los institutos superiores en la proximidad de la santa Pascua. Y con este espíritu presento mi ferviente felicitación a la Congregación para la Educación Católica, a su venerado y benemérito Prefecto, a los señores cardenales y obispos. A unos y otros vinculados entre sí por un compromiso que, a pesar de tener expresiones. y formas diferentes, es unitario en su finalidad porque está orientado hacia la misma meta, yo les recomiendo vivir. con atenta y lúcida conciencia. esta hora solemne de la Iglesia (cf. Redemptor hominis
RH 1,1). Mientras la humanidad está caminando hacia el dos mil, no le es lícito al Pueblo de Dios retrasarse, detenerse o retroceder. La Iglesia debe caminar en la historia con los ojos dirigidos atrás (Ecclesia retro-oculata), y al mismo tiempo hacia adelante (Ecclesia ante-oculata); pero sobre todo fijos en lo alto, hacia Cristo, su Señor (Ecclesia supra-oculata): levatis ad Dominum oculis... Efectivamente, de lo alto, de El, le viene la inspiración, la fuerza, la resistencia, la valentía. Y, ¿cómo podrían quedar inertes los miembros del Pueblo de Dios?

Hermanos e hijos queridísimos, el período postconciliar ha traído consigo un conjunto de interrogantes a la Iglesia, casi como continuación de los interrogantes de fondo del Concilio Vaticano II: «Ecclesia Dei, quid dicis de te ipsa?: Iglesia de Dios, ¿qué dices de ti misma?». Sería, pues, una forma de reticencia no hablar de la crisis que se ha registrado o negar, por ejemplo, que a veces ciertos interrogantes se han planteado de forma "radical" y han tomado carácter de "contestación" o ignorar que ésta, entre otras cosas, ha afectado y casi arrollado al sacerdocio ministerial, a la vocación sacerdotal, y también al seminario como institución. No hay necesidad, por otra parte, de recordar el calor de algunos debates y polémicas. Sin embargo, tantas discusiones han provocado puntualizaciones oportunas y aclaraciones. Realizado el estudio de estos problemas —baste pensar en el Sínodo de 1971—, examinadas a fondo las objeciones o los nuevos elementos de las diversas cuestiones, las cosas han vuelto a su punto justo y de ello se han derivado significativas confirmaciones. Se puede decir que, gracias a este esfuerzo crítico y autocrítico, de la fase "negativa", comenzamos ya a pasar a una actuación "positiva" del Vaticano II, esto es, a esa auténtica renovación o "puesta al día" que figuró entre los objetivos del amable Pontífice que animosamente lo quiso.

Con todos los presentes, ruego al Señor Jesús, en su misterio pascual, para que tal renovación se manifieste en el amplio sector de la educación y de la instrucción, en particular mediante una nueva floración de santas vocaciones en todas las Iglesias locales. Digo vocaciones sacerdotales, religiosas, misioneras: vocaciones que maduren por medio de las correspondientes instituciones, es decir, de los seminarios, de los estudiantados, de los centro.; universitarios; vocaciones maduras con esa madurez de que tienen necesidad los testigos del Evangelio, en nuestros tiempos tan difíciles y cargados de responsabilidad: "¡La esperanza no quedara confundida!" (Rm 5,3). No se han superado todas las dificultades, pero ya es tiempo de reanudar el camino con esperanza jamás confundida, contando con la ayuda indefectible de quien, si ha confiado la Iglesia a los hombres, ha garantizado que no los abandonará: "Yo estaré con vosotros siempre" (Mt 28,20). Con le expresión que era tan querida para mi predecesor y padre Pablo VI, os diré, pues: ¡Adelante en el nombre del Señor y con mi afectuosa bendición!


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL SR. BRIAN CLARENCE HILL,

EMBAJADOR DE AUSTRALIA ANTE LA SANTA SEDE


Jueves 5 de abril de 1979



Señor Embajador:

Es motivo de complacencia ver cómo usted considera privilegio personal su misión diplomática ante la Santa Sede y observar el sentido de responsabilidad con que usted emprende dicha misión. Cuente con mi bienvenida cordial y mi deseo de ayudarle en el servicio que ha sido llamado a prestar a su país. Le agradezco también el amable saludo que me ha transmitido de su Gobierno, al que yo correspondo igualmente.

Usted ha hablado con gran amabilidad de los comienzos de mi pontificado, de mis predecesores y de la obra de la Santa Sede. Estas palabras me merecen gran aprecio. Vuestra alusión a la diversidad humana como estímulo hacia relaciones de cooperación y creatividad, y vuestra mención de la preocupación por lo humano, son particularmente significativas tanto para la Iglesia católica como para Australia.

La Iglesia católica entraña diversidad en la universalidad precisamente por su misma naturaleza; y a la vez que respeta esa diversidad, la incorpora a su unidad orgánica. La diversidad es asimismo parte integrante de vuestro país, que se ha convertido en anfitrión de pueblos llegados de muchos países, enriqueciéndose a su vez con la aportación de aquéllos. Pablo VI enunció este principio hablando a un grupo de aborígenes de Australia en su visita a Sidney: «La misma sociedad se enriquece —dijo— con la presencia de diferentes elementos culturales y étnicos» (2 de diciembre de 1970). En aquella ocasión se refirió también a los derechos humanos y civiles respecto de la diversidad, y a la fraternidad y colaboración en pro del bien común.

El tema del interés por lo humano es asimismo cuestión de suma importancia. Ayer precisamente hablé en la plaza de San Pedro de la urgencia de ese interés, de esa solidaridad con cada ser humano del mundo entero —con los que padecen hambre, necesidad, malos tratos, humillaciones, torturas, prisión y discriminación social—. Aludí también a la misión que tiene la Iglesia de impulsar la dimensión universal de esta solidaridad humana. Cumpliendo la propia tarea, la Iglesia pone gran voluntad en prestar apoyo a todas las iniciativas de las naciones del mundo válidas para el servicio del hombre y la causa de la dignidad humana. A este respecto es deber decir una palabra especial de alabanza a Australia por la acogida prestada recientemente a gran número de refugiados.

Hoy pido a Dios que bendiga a Australia y la capacite para realizar en plenitud su importante destino. Oro asimismo para que vuestra misión aquí sea afortunada y feliz.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS MIEMBROS DE LA OFICINA DE PRESIDENCIA

DEL PARLAMENTO EUROPEO


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Jueves 5 de abril de 1979



Señor Presidente,
señores:

Os agradezco la visita y me impresiona la importancia que dais así a un encuentro con el Papa.

En la parte de Europa que representáis, la construcción laboriosa de mayor unidad entra este año en una fase importante: en cada uno de vuestros países se preparan elecciones para dotar finalmente al Parlamento europeo de diputados elegidos directamente por el conjunto de sus compatriotas. Esta consulta pertenece a un terreno en el que el Papa no interviene sino en el cuadro de su misión de orden religioso y moral; y, entre otras cosas, para invitar a los ciudadanos a cumplir bien el deber electoral: por ello, se une con complacencia a las exhortaciones de los otros obispos europeos. Su afán pastoral se extiende entonces prácticamente a las necesidades humanas y espirituales de los cientos de millones de hombres a quienes concierne esta estructura política.

Evidentemente cada parlamentario europeo trata de orientar esta Europa en la dirección que juzga más favorable al interés, progreso y bienestar de la población. Para ello se inspira en su experiencia, convicciones y miras de su partido político. Si he de formular un deseo, éste es el de que superando cada uno la parte de espíritu de partido o, por el contrario, de omisión que pueda tentarle, se plantee con verdad, libertad y en conciencia, las cuestiones fundamentales, que son: "¿Cómo llegar a una fraternidad más amplia sin perder nada de las tradiciones válidas de cada país o región? ¿Cómo desarrollar las estructuras de coordinación sin menoscabar la responsabilidad de la base y de los cuerpos intermediarios? ¿Cómo conseguir que los individuos, familias, comunidades locales y pueblos, ejerzan sus derechos y deberes, a la vez que se abren a un bien común más amplio y a mayor armonía dentro de esta comunidad europea y con el resto del mundo, en particular con el resto de Europa y de los países menos favorecidos? Cuanto más vasto y complejo es el organismo, más se ha de redoblar la vigilancia al querer señalar una línea común de acción. Y también, más hay que tener en cuenta las necesidades reales de cada uno de los miembros, para, evitar que se construya una estructura teórica haciendo caso omiso de estas necesidades o dejándose guiar del interés de grupos particulares. Sigue residiendo la verificación de ello en el respeto de los derechos fundamentales de la persona.

Para comprenderlo bien hay que reflexionar sobre el significado de la institución en sí. Tanto las instituciones de una Europa en vías de unidad, como las demás entidades nacionales o internacionales, deben estar siempre al servicio del hombre y no viceversa. Las instituciones comunitarias son siempre instrumentos, importantes ciertamente: pero no llevan a cabo un trabajo fecundo sino poniendo en el centro de sus preocupaciones al hombre en su integridad. Las instituciones, ellas solas, nunca construirán a Europa: serán los hombres quienes la construyan.

Aun procurando, como es deber hacerlo, todo lo que lleva a intensificar la unión entre los hombres y garantizar su desarrollo, hay que preguntarse, según he indicado recientemente: "Este progreso cuyo autor y fautor es el hombre ¿hace la vida del hombre sobre la tierra más humana en todos los aspectos? ¿La hace más digna del hombre?... El hombre en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, ¿se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente. más consciente de la dignidad de su humanidad. más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y más débiles, más dispuesto a dar y prestar ayuda a todos?" (Redemptor hominis RH 15).

Por tanto y antes de nada, hay que delimitar la responsabilidad moral que cada ser humano ha de asumir conscientemente ante el reto de las tareas que le incumben en cuanto ciudadano de una patria, ciudadano de una región marcada por una historia y destino comunes —y aquí se puede hablar de historia cristiana en lo que respecta a Europa—y ciudadano del mundo.

Una vez fortificado en el sentido de su responsabilidad moral, el hombre será capaz de entrar en comunión con los otros, ya que el destino de la humanidad nunca se juega aisladamente sino en solidaridad, colaboración y comunión con los otros, a través de los otros y para los otros.

He hablado de fortalecer la responsabilidad moral de los hombres. Pero en nuestro caso los hombres que se aproximan pertenecen ya a pueblos que poseen una historia, tradiciones y derechos, y en particular, el derecho a su identidad soberana. Estos son los pueblos llamados a unirse más estrechamente. La asociación no deberá llegar jamás a nivelación; sino que por el contrario, deberá contribuir a valorar los derechos y deberes de cada pueblo dentro del respeto de su soberanía, y realizar así una armonía más rica que capacite a las naciones para entrar en relación con otras, con todos sus valores y, en particular, con sus valores morales y espirituales.

120 Además, las partes unidas de este modo evidentemente no olvidarán que no constituyen ellas solas Europa entera; seguirán siendo conscientes de su responsabilidad común respecto del porvenir de todo el continente, un continente que por encima de sus divisiones históricas, sus tensiones y conflictos, posee profunda solidaridad, a la que ha contribuido enormemente el tener la misma fe cristiana. Por ello, toda Europa debe beneficiarse de los pasos que hoy se están dando, y asimismo los otros continentes hacia los que Europa podrá dirigirse con su originalidad específica.

Sí, es un gran servicio, un servicio delicado el que está confiado al Parlamento europeo. Pido al Señor que os ilumine, os asista y os dé la valentía de perseguir cueste lo que costare la justicia y la verdad y el respeto de las personas, situaciones y pueblos.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

EN EL IV CENTENARIO DE LA FUNDACIÓN

DEL PONTIFICIO COLEGIO GERMÁNICO-HÚNGARO DE ROMA


Viernes 6 de abril de 1979



Venerables y queridos hermanos:

1. No puedo menos de manifestaros la profunda alegría que experimento hoy por mi primer encuentro con un grupo tan conspicuo de prelados, sacerdotes y fieles, presididos por el cardenal László Lékai, reunidos en Roma con motivo del cuarto centenario de la fundación del Colegio Germánico-Húngaro.

Esta fecha ya se celebró solemnemente el domingo pasado en presencia de purpurados y prelados; altas autoridades húngaras, los Embajadores de la República Federal de Alemania y de Austria, y otras personalidades; y se ha recordado, en esta ocasión, la alta misión desarrollada, durante siglos, por el Colegio Germánico-Húngaro en la formación de sacerdotes santos y sabios, elevados después a menudo a altas responsabilidades en la Iglesia.

Como es sabido, en 1579, mi predecesor Gregorio XIII fundaba el Colegio Húngaro. Poco antes, en el año 1573, había instituido el nuevo Colegio Germánico, uniéndose idealmente a una intención de San Ignacio de Loyola.

Puesto que el Colegio Húngaro no podía estar dotado de medios suficientes, al año siguiente de su fundación, esto es, en 1580, el Papa lo unió al Colegio Germánico, y dio disposiciones al Nuncio Apostólico mons. Malaspina para que enviara a Roma doce estudiantes desde Hungría. Pero el Representante Pontificio sólo pudo enviar uno, ya que vuestra nación estaba en aquella época bajo ocupación extranjera.

Numerosos y celosos sacerdotes, e incluso obispos de gran prestigio, han salido de este Colegio: baste recordar las grandes personalidades de Emérico Losy, Jorge Lippay, Jorge Szelepcsenyi, que en el siglo XVII organizaron la vida de la Iglesia, afligida entonces por divisiones. No quiero pasar por alto la figura de Benedicto Kisdy, cuyos maravillosos cantos resuenan todavía en vuestras iglesias. Pero entre todos sobresale el gran pensador, teólogo y orador del siglo pasado, Otokar Prolaszka, obispo de Szekesfehervar.

Por lo que se refiere a Hungría, esta misión se ha interrumpido hace algún tiempo; pero se tiene noticia de que se reanudará próximamente. Por tanto formulo fervientes votos para que los sacerdotes húngaros, que se formarán en el Colegio Germánico-Húngaro, sean gloria para la Iglesia y para la patria.

Saludo de modo particular al ya mencionado cardenal primado, a los hermanos en el Episcopado y a todos los demás exalumnos del Colegio Germánico-Húngaro, presentes aquí o que han quedado en Hungría.

121 Pero celebráis también en estos días el 50 aniversario de la apertura en la Urbe del Instituto Eclesiástico Húngaro, que en 1940 recibía el sello de la aprobación de la Santa Sede.

Me complace recordar que, también en este Instituto, se han educado y formado numerosos sacerdotes para bien de la Iglesia y de la patria. Me agrada saludar a los prelados, antes alumnos o también rectores del Instituto; y con ellos quiero saludar con estima y afecto a todos los sacerdotes que han frecuentado el Instituto Eclesiástico Húngaro de Roma.

La Iglesia, Madre y Maestra, tiene el derecho y el deber de fundar y dirigir institutos en los que ella, con plena libertad, pueda formar y educar a sus hijos: "La santa Madre Iglesia —afirma el Concilio Vaticano II—, para cumplir el mandato recibido de su divino Fundador, a saber, anunciar a todos los hombres el misterio de la salvación e instaurar todas las cosas en Cristo, tiene el deber de atender a toda la vida del hombre, incluso la terrena, en cuanto está unida con la vocación celeste y por esto tiene una tarea específica en orden al progreso y desarrollo de la educación" (Gravissimum educationis, lntr.). Y luego "...Este santo Concilio proclama de nuevo el derecho de la Iglesia a establecer y dirigir libremente escuelas de cualquier orden y grado, declarado ya en muchos documentos del Magisterio, recordando que el ejercicio de este derecho contribuye en gran manera a la libertad de la conciencia, a la protección de los derechos de los padres y al progreso de la misma cultura" (ib., 8).

La fausta conmemoración del 50 aniversario de la apertura en la Urbe de vuestro Instituto nos da la ocasión, a mí y a vosotros, para una breve reflexión sobre la importancia fundamental y primaria, para la vida misma de la Iglesia, de la formación de sacerdotes que sean, a un tiempo, santos, esto es, que vivan intensamente en unión con Cristo (cf. Jn
Jn 15,9 s.), modelando su vida en la de El (Ga 2,20 Ph 1,21) y realizando día tras día las exigencias, a veces duras, del Evangelio (cf. Mt Mt 16,24 Mc 8,34); sacerdotes además sabios, es decir, conocedores profundos de la Palabra de Dios, de la sagrada doctrina, de la enseñanza del Magisterio de la Iglesia, y capaces de comunicar tal enseñanza para iluminar y orientar a los fieles. mostrándose así auténticos "ministros de la Palabra" (cf. Lc Lc 1,2 Ac 6,4 Ac 20,24 2Co 6,7 2Tm 2,15).

Deseo sinceramente que los dirigentes y profesores de los dos mencionados Institutos, y también sus alumnos, tiendan con todas sus energías a estas finalidades, realizando lo que recomienda vivamente el Concilio Vaticano II, cuando habla de los seminarios mayores y, por lo tanto, también de los institutos eclesiásticos: "En ellos toda la educación de los alumnos debe tender a la formación de verdaderos Pastores de almas, a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor. Por esto, los alumnos deber. prepararse para el ministerio de la Palabra: para comprender cada vez mejor la Palabra revelada por Dios, poseerla con la meditación y expresarla con la palabra y la conducta; deben prepararse para el ministerio del culto y de la santificación, de modo que, orando y celebrando las sagradas funciones litúrgicas, sepan ejercer la obra de la salvación por medio del sacrificio eucarístico y los sacramentos; deben prepararse para el ministerio de Pastor, para estar en condiciones de representar ante los hombres a Cristo" (cf. Optatam totius OT 4).

2. Ante este distinguido grupo de prelados, sacerdotes y fieles de la nobilísima Hungría, vienen espontáneamente el recuerdo, la admiración y veneración hacia el Santo Rey Esteban que, entre el siglo X y XI, al obtener de mi predecesor Silvestre II el reconocimiento del reino, daba comienzo a vuestra gloriosa historia y venía a ser, según derecho, el padre de la patria, él apóstol de la fe católica y el fundador de la Iglesia en Hungría. Estad siempre orgullosos de este gran Santo, que supo sintetizar en armonía perfecta, la coherencia con la fe cristiana, la fidelidad a la Iglesia y el amor a la propia nación.

Mis sentimientos de benevolencia y afecto respecto a vosotros, los he manifestado en la carta dirigida el 2 de diciembre pasado al cardenal primado, a los obispos y, por eso mismo, también a todos los queridos hermanos e hijos de Hungría.

En esta carta decía que estoy persuadido de que la Iglesia católica, que ha tenido una parte de tanta importancia en la historia húngara, pueda continuar también en el futuro, plasmando, en cierto sentido, el rostro espiritual de vuestra patria, irradiando sobre sus hijos e hijas la luz del Evangelio de Cristo, que ha iluminado la vida de vuestros conciudadanos durante tantos siglos.

Deseo reiteraros, en este encuentro, la expresión de mis sentimientos y recomendaros que sigáis trabajando con celo y dedicación, siempre en armonía entre vosotros. He sabido con viva satisfacción que os dedicáis, con particular y crecido interés, a la formación de la juventud. Este es un deber primario de la Iglesia, que es consciente de que "los jóvenes tienen una fuerza de suma importancia en la sociedad de hoy" (Aposlolicam actuositatem, 12). Ellos buscan la verdad, la solidaridad, la justicia; sueñan y quieren contribuir a la construcción de una sociedad mejor, de la que sean desterrados los egoísmos, pero en la que se respeten la originalidad y el carácter irrepetible de las personas humanas; buscan una respuesta global y satisfactoria a los problemas fundamentales del hombre, como son los concernientes al significado esencial y existencial de la vida. Responded con celo constante a estas exigencias e interrogantes de los jóvenes. presentándoles a Cristo. su persona, su vida, su mensaje, exigente, sí, pero cargado de esperanza y amor. «La única orientación del espíritu —escribía recientemente—, la única dirección del entendimiento, de la voluntad, y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacía Cristo, Redentor del mundo. A El nosotros queremos mirar, porque sólo en El, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro: "Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68 cf. Act Ac 4,8-12)» (Redemptor hominis, II, 7). Continuad en estos esfuerzos. El Señor os ayudará en todas las circunstancias con su consuelo y con su gracia.

3 Al concluir este encuentro, dirijo un afectuoso saludo a vosotros aquí presentes, a vuestros sacerdotes y fieles, y a todos los demás prelados, sacerdotes y fieles de Hungría, Reino de María. Estad siempre firmes en la fe en Dios y en Cristo (cf. 1Co 16,13 Col 1 Col 23 Col 2 Col 7 He 4,14 1P 5,9) y transmitid con claridad este incomparable don del Señor a las generaciones tutoras (cf. Rom Rm 6,17 1Co 11,23 2Tm 2,2).

Invoco sobre Nuestra nación la protección materna de la Santísima Virgen, su Reina celeste; la del Santo Rey Esteban, de Santa Isabel de Hungría, "consoladora de los pobres" y "reparadora de los hambrientos"; de Santa Eduvigis, Reina de Polonia, don espléndido que vuestro pueblo hizo a mi patria de origen, en el siglo XIV; la de todos los Santos y Santas que Hungría ha dado a la Iglesia y al mundo para la gloria de Dios.

122 Mi deferente saludo y augurio se dirige también a las autoridades civiles, así como a todos los húngaros que no comparten vuestra fe.

A todos vosotros, a los prelados, sacerdotes, religiosos, religiosas, fieles de Hungría imparto una copiosa bendición apostólica.


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