Discursos 1979 131

131 queridos diáconos:

Con la alegría de la octava pascual os saludo cordialmente durante este breve encuentro. ¡La paz del Señor resucitado esté con todos vosotros!

Durante vuestra estancia en la Ciudad Eterna, habéis querido hacer también una visita al Obispo de Roma, para reafirmar ante él mismo, con toda la Iglesia, vuestra fe en la misión universal del Papa. A él, como a Sucesor de San Pedro, el primer testigo audaz de la resurrección de Cristo, le incumbe hoy día la obligación de confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc
Lc 22,31 s.).

Con especial alegría quiero corresponder ahora a este encargo en relación con vosotros, felicitaros de corazón, como diáconos, por vuestra vocación, y animaros en vuestro camino hacia el sacerdocio. Es algo grande ser seleccionado por Dios para participar de cerca en la misión salvífica de su Hijo, en la redención de la humanidad. La gracia de la vocación al sacerdocio es, como he subrayado recientemente en mi Carta a los sacerdotes, "el don más grande del Espíritu Santo" (cf. Nb 2). Es un tesoro precioso que llevamos en envases frágiles, y que por eso mismo tiene que ser custodiado con particular esmero.

Coged este don con ambas manos sin titubear y sin angustiosos prejuicios, con toda la disponibilidad de servicio para el Pueblo de Dios, con amor decidido y disposición sacrificial para Cristo y su Iglesia. Llamando cordialmente vuestra atención sobre otra palabra de la ya citada Carta, os diré que toméis conciencia y os preparéis bien para vuestra misión, ya que "resultará siempre necesario a los hombres el sacerdote que es consciente del pleno sentido de su sacerdocio: el sacerdote que cree profundamente, que manifiesta con valentía su fe, que reza con fervor, que enseña con íntima convicción, que sirve, que realiza en su vida el programa de las bienaventuranzas, que sabe amar desinteresadamente, que está cerca de todos y especialmente de los más necesitados" (Nb 7).

Que la gracia de Dios, y al mismo tiempo vuestro personal esfuerzo religioso, os haga vivir en plenitud el sacerdocio, os acompañe mi oración especial y, al mismo tiempo, mis sinceros deseos para vuestro obispo y vuestra diócesis. El ejemplo patente de buen sacerdote será el medio más eficaz para suscitar nuevas vocaciones al sacerdocio. Para ello, con la abundante gracia de Cristo resucitado y Eterno Sacerdote, imparto a todos la bendición apostólica.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE PRESBÍTEROS DE MILÁN

Sábado 21 de abril de 1979



Queridísimos sacerdotes de Milán:

Al celebrar el 25 aniversario de vuestra ordenación sacerdotal, habéis querido solemnizarlo con un encuentro personal con el Papa, después de haber realizado una peregrinación devota a Polonia, mi amadísima tierra natal, al santuario mariano de Czestochowa.

Y os agradezco sentidamente esta vuestra devoción filial, os acojo con afecto profundo y sincero y os presento a todos mi saludo; aún más, os abrazo con todo el amor que debe brotar de nuestro común sacerdocio y de mi misión de Padre universal. Bienvenidos, pues, vosotros superiores que provenís de Milán, ciudad célebre en todo el mundo por su historia venturosa y por su laboriosidad inteligente; diócesis de grandes obispos, de sacerdotes santos, de laicos comprometidos; ¡tierra del ministerio pastoral, solícito y diligente de mi venerado predecesor Pablo VI!

¡Bienvenidos vosotros que peregrinasteis a mi patria, donde las largas y dolorosas vicisitudes históricas se entretejen con una fe cristiana siempre sentida y vivida! Pero, sobre todo, ¡bienvenidos vosotros, sacerdotes que celebráis el jubileo sacerdotal!

132 ¡Son tantos 25 años de sacerdocio! Son una catedral mística y preciosa construida con más de 10.000 Santas Misas celebradas, con miles y miles de absoluciones impartidas, con innumerables bautismos, matrimonios, unciones de enfermos, administrados por medio de los poderes divinos que confiere el mismo Jesús a través de los Apóstoles y mediante la cadena preciosa de la imposición de las manos!

¿Qué podemos hacer sino dar gracias y repetir con el Salmista: "Misericordias Domini in aeternum cantabo" (
Ps 88,2)?

Veinticinco años de sacerdocio significan también un periodo de larga experiencia y de reflexión concreta sobre la verdadera identidad del sacerdote. Después de tantos años de laborioso ministerio en la viña y en la mies del Señor, "después de haber soportado el peso del día y el calor" (Mt 20,12), se pueden sacar más fácilmente los elementos esenciales del sacerdocio católico para confirmarnos en la perseverancia y para ejemplo de todos los hermanos.

1. Nuestra fuerza interior está en la vocación.

¡Hemos sido llamados! ¡Esta es la verdad fundamental que debe infundirnos ánimo y alegría! Jesús mismo dice a los Apóstoles: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca" (Jn 15,16). Y el autor de la Carta a los hebreos advierte: "Ninguno se toma por sí este honor, sino el que es llamado por Dios" (He 5,4).

La llamada fue primero interior; misteriosa, originada por varios motivos; pero luego, después de la larga y necesaria preparación en el seminario, bajo la dirección de los superiores prudentes y responsables, se hizo oficial, quedó garantizada. cuando la Iglesia nos llamó y consagró por medio del obispo.

En efecto, ¡nadie osaría ser ministro de Cristo, en contacto continuo con el Altísimo! ¡Nadie tendría el coraje de cargarse con el peso de las conciencias y de aceptar así una soledad sacra y mística!

La llamada nos da la fuerza para ser con constancia y fidelidad lo que somos: en los momentos de serenidad, pero sobre todo en los momentos de crisis y desaliento, digámonos a nosotros mismos: «¡Animo! ¡He sido llamado! "Heme aquí, envíame a mi" » (Is 6,8).

2. Nuestro gozo es la Eucaristía. Recordemos las palabras del divino Maestro a los Apóstoles: "Os llamo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15,15).

El sacerdote es ante todo para la Eucaristía y vive de la Eucaristía. ¡Nosotros podemos "consagrar" y encontrar personalmente a Cristo con el poder divino de la "transustanciación"; nosotros podemos recibir a Jesús vivo, verdadero, real; podemos distribuir a las almas el Verbo, encarnado, muerto y resucitado por la salvación del mundo! ¡Cada día estamos en audiencia privada con Jesús!

Por esto, haced siempre de la Santa Misa el centro propulsor de la jornada, el encuentro personal con el que es la única y verdadera alegría nuestra; una preparación adecuada y una conveniente acción de gracias son, pues, absolutamente necesarias en cada Santa Misa para poder gustar la alegría del sacerdocio.

133 3. Finalmente, nuestra preocupación debe ser el amor y el servicio a las almas, en el puesto que la Providencia nos ha asignado por medio de los superiores. En cualquier lugar que nos encontremos, en las agitadas parroquias de las metrópolis, como en los pueblos aislados de las montañas, allí siempre hay personas que amar, servir, salvar; siempre hay que meditar en las palabras consoladoras que sellarán nuestro destino eterno: "¡Muy bien, siervo bueno y fiel; porque has sido fiel en lo poco, ven y toma parte en el gozo de tu Señor!" (cf. Mt Mt 25,23).

Que os acompañen estas palabras mías como recuerdo de vuestro 25 aniversario, mientras os pido que recéis por mí, por todos los sacerdotes y para que el Señor suscite numerosas vocaciones.

Os asista, ilumine y conforte María Santísima, a la que me dirijo con las mismas palabras pronunciadas por Pablo VI en la reanudación del Concilio Vaticano II: "¡Oh María, mira a nosotros tus hijos, mira a nosotros, hermanos y discípulos y apóstoles y continuadores de Jesús: haz que seamos conscientes de nuestra vocación y de nuestra misión; haz que no seamos indignos de asumir la representación, la personificación de Cristo, en nuestro sacerdocio, en nuestra palabra, en la oblación de nuestra vida por los fieles que nos han sido confiados! ¡Tú, oh llena de gracia, haz que el sacerdocio, que te honra, sea también santo e inmaculado!" (11 de octubre de 1963).

Y permanezca siempre con vosotros mi consoladora bendición.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE PEREGRINOS DE BRESCIA, ITALIA

Martes 24 de abril de 1979

Queridísimos fieles de Brescia:

1. Vuestro corazón y vuestra fe os han traído a Roma, a la casa del Sucesor de Pedro, junto con vuestro amadísimo obispo y numerosas autoridades civiles. Habéis venido para elevar plegarías de sufragio en la Basílica Vaticana, que guarda —no lejos. de la tumba de San Pedro— los restos del Papa Pablo VI, y, además, para encontraros con el que hoy es su sucesor.

Os acojo con afecto profundo y os saludo, uno a uno, con particular benevolencia, y en vosotros quiero saludar a toda la diócesis de Brescia, a la que representáis.

Sabed que en el espíritu del Papa hay un puesto especial reservado para vosotros, paisanos de mi inolvidable predecesor. Brescia, diócesis de grandes tradiciones católicas y de una población profundamente religiosa, está y permanece en mi corazón, como lo estaba en el corazón del Papa Pablo VI.

2. Mientras os expreso mi agradecimiento por la visita, deseo manifestaros, ante todo, mi complacencia sincera por la primera finalidad que caracteriza esta peregrinación: es decir, honrar la memoria de: Papa Pablo VI.

Al pronunciar este nombre, que evoca un período histórico extremadamente intenso de acontecimientos, resalta al punto en la mente la figura gigantesca del gran Pontífice que, en un período ciertamente no fácil de le historia de la Iglesia, nos ha enseñado, con un martirio cotidiano de solicitud y de trabajo, lo que significa amar y servir verdaderamente a Cristo y a las almas.

134 :Particularmente sensible a las instancias de la cultura moderna, conocedor agudo de la múltiple y amplia problemática del mundo actual, consciente en sumo grado de la responsabilidad de su alto ministerio, partícipe del sufrimiento físico y moral de toda la humanidad, Pablo VI, enamorado de Cristo y amigo de cada uno de los hombres. servidor fiel de la verdad en la caridad, y defensor infatigable de los derechos de Dios y del hombre, he sido y será siempre gloria imperecedera de Brescia, de Italia y de la Iglesia!

Frente a la secularización que ha embestido a la sociedad y a los fermentos que han turbado desde dentro a la Iglesia en los años pasados, Pablo VI, incomprendido, y a veces incluso calumniado, fue siempre un faro de luz para todos los hombres, confirmando continuamente en la fe a sus hermanos. Me agrada recordar lo que he escrito de él en la reciente Encíclica Redemptor hominis: «Como timonel de la Iglesia, barca de Pedro, sabía conservar una tranquilidad y un equilibrio providencial, incluso en los momentos más críticos, cuando parecía que ella era sacudida desde dentro, manteniendo una esperanza inconmovible en su compactibilidad... Se debe gratitud a Pablo VI porque, respetando toda partícula de verdad contenida en las diversas opiniones humanas, ha conservado igualmente el equilibrio providencial del timonel de la barca» (
Nb 3 y 4).

Los discursos, las Encíclicas, las Exhortaciones Apostólicas que nos ha dejado en herencia, son un monumento de doctrina, una verdadera Summa Theologica.

Por eso, es para mí motivo de alegría y satisfacción la oportuna iniciativa emprendida por vuestra diócesis de dar vida al Instituto "Pablo VI" para un estudio profundo de la personalidad y de las obras de este gran Pontífice y de su tiempo.

Sé que se está estructurando, con interés y seriedad, este centro internacional, que ha comenzado ya recientemente su actividad; será, entre otras cosas, un instrumento válido a disposición de los estudiosos de todo el mundo para sus investigaciones

Deseo de corazón que este instituto vivat, crescat et florescat.

3. Entreveo también otro motivo en la finalidad de vuestro encuentro de hoy con el Papa: recibir de él una palabra de aliento y orientación para vuestro compromiso cristiano.

Os digo, pues, junto con el Papa Pablo VI: «Brescianos, sed fieles, prometeos a vosotros mismos y asegurad a las nuevas generaciones que conservaréis sólido, fuerte, completo, fecundo el patrimonio de la fe cristiana" (Pablo VI, discurso a la peregrinación bresciana del 25 de enero de 1965).

Brescia es célebre por sus iniciativas culturales y editoriales: por tanto, deseo dirigiros una exhortación viva a sembrar siempre y sólo la buena semilla de la verdad. Nosotros debemos dar la certeza y la seguridad de la verdad, en nombre de Jesús que dijo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). »Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37).

Hoy más que nunca es necesario, ame todo, sembrar la buena semilla de la verdad metafísica. En efecto, las confusiones teológicas y las crisis morales generalmente tienen como causa una crisis filosófica. Es necesario permanecer firmes en la buena y sana metafísica, que se remite al Absoluto, al Dios único y trascendente, creador y ordenador del universo y del hombre. En efecto, sin el Absoluto metafísico, falta el "fundamento" para toda construcción y cualquier error puede ser justificado.

En la Encíclica Humani generis, Pío XII escribía con sabiduría y preocupación: «Todos saben cuánto aprecia la Iglesia el valor de la razón humana, a la que corresponde el deber de demostrar con certeza la existencia de un solo Dios personal, demostrar invenciblemente por medio de los signos divinos. los fundamentos de la misma fe cristiana... Pero este deber podrá ser realizado convenientemente y con seguridad si se cultiva debidamente la razón...» (ASS 42, 1950, 562-63).

135 Es necesario también sembrar la verdad revelada, como la anunció el divino Maestro y como la enseña el Magisterio de la Iglesia, con asistencia divina, convencidos de lo que dijo el mismo Jesús: «El que no está conmigo está contra mí. y el que no recoge conmigo, derrama» (Lc 11 Lc 23).

Sólo así se contribuirá a alimentar y fortificar una fe genuina y profunda, que ilumine y oriente toda la actividad del cristiano. Hoy no basta una fe vaga y superficial, sino que es necesaria una fe iluminada e intensamente vivida, que florezca en obras coherentes de bien.

Sembremos, pues, a manos llenas la verdad y tratemos de hacer cada vez más convencida y sólida nuestra fe: ésta es la consigna que os dejo en nombre de la Iglesia, en recuerdo de Pablo VI, en el ansia impresionante y exigente del mundo de hoy.

Os asista María Santísima, la "Virgen de las Gracias". profundamente amada y frecuentemente recordada con tanta nostalgia por Pablo VI.

El tierno amor de este llorado Pontífice hacia la Virgen os sirva de ejemplo, y os acompañe juntamente mi cordial bendición, que gustosamente extiendo a cuantos os son queridos.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A UN GRUPO DE OBISPOS DE LA INDIA

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Jueves 26 de abril de 1979



Queridos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo:

Para todos nosotros es ésta una hora de fe. Nos hemos reunido como obispos de la Iglesia de Dios, unidos en Cristo, unidos en comunión maravillosa de fe y amor, unidos en la misión de evangelizar y servir a la humanidad, misión que tiene su origen en un mandato recibido del Salvador del mundo.

Esta fe nuestra se expresa ante todo en la acción de gracias a Dios por las obras estupendas que sigue realizando en la vida de los fieles confiados a vuestro cuidado pastoral. Habéis venido a reflexionar conmigo sobre lo que el Espíritu Santo está haciendo hoy en las Iglesias locales de Bengala y de la región Nordeste de India, y a proclamar la gloria de la gracia divina.

Esta fe se expresa asimismo en la fraternidad, en la fraternidad que nos reúne a meditar en las exigencias de nuestro ministerio apostólico. En esta hermandad de fe todos experimentamos el gran gozo de ser apóstoles, sucesores de los Doce primeros. Jesucristo hoy y siempre es el centro de nuestro interés; es El quien da sentido a nuestra vida, Tenemos conciencia también de pertenecer al Colegio de Obispos, de estar en solidaridad con los otros miembros, de disfrutar de la ayuda de nuestros hermanos en el Episcopado a todo lo ancho de la Iglesia universal. Tenemos sobre todo el gran consuelo de saber que el Señor Jesús está en medio de nosotros: "Yo estaré con vosotros" (Mt 28,20).

Es ésta, por tanto, una hora de fe, una oportunidad de renovar nuestra fe ante la tumba del Apóstol Pedro que confesó que Jesús es "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16), y que sólo El tiene "palabras de vida eterna" (Jn 6,68). Además estamos aquí para renovar la entrega a nuestra misión de fe, que consiste en proclamar la Palabra de Dios, en proclamar el don de la salvación en Jesucristo que Dios nos ha dado.

136 Nuestra convicción por la fe de que el Señor está presente, nos impulsa a continuar nuestra misión con confianza y humilde seguridad. Sabemos que con la ayuda de Dios no hay empresa que no se pueda acometer, ni obstáculo que no sea posible vencer por el Reino de Dios. Confesamos con San Juan: "Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe" (1Jn 5,4). El mensaje de fe que ofrecemos libremente y sin constricciones sigue apoyándose no en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (cf. 1Co 2,5).

El poder de Dios se manifestó de modo asombroso en el misterio pascual de Jesús de Nazaret; impregnó las enseñanzas de los Apóstoles y sigue actuando en nuestros días. Este poder de Dios actúa sobre todo a través del sacrificio eucarístico.Es aquí donde nosotros mismos con nuestros sacerdotes debemos ir a encontrar la fuente principal de este amor pastoral (cf. Presbyterorum ordinis PO 14), que nos capacita para vivir vida de fe y de; amor generoso modelado en el del Buen Pastor.

Participando plena y activamente en el sacrificio eucarístico y en toda la vida litúrgica de la Iglesia, nuestro pueblo encuentra la fuente primaria e indispensable del auténtico espíritu cristiano (cf. Sacrosanctum Concilium SC 14). De aquí saca fuerzas para ser capaz de dar al mundo el testimonio de fe y amor. La dedicación gozosa al servicio de la humanidad necesitada, sólo puede sostenerse por el poder que deriva de Cristo en la Eucaristía. Y es El quien infunde en el corazón de los fieles cada vez mayor sensibilidad hacia las necesidades de los hermanos. La eficiencia del laicado y de las familias cristianas, en particular para dar al mundo testimonio de fe y amor, está condicionada a su dinamismo espiritual que en ningún otro sitio se adquiere con mayor fuerza que en la Eucaristía. La juventud de vuestras Iglesias locales sólo a través del poder de la Eucaristía puede llegar a plena madurez. El regalo divino de las vocaciones sacerdotales y religiosas está misteriosamente relacionado con la participación reverente del Pueblo de Dios en la Eucaristía.

Hermanos: En esta hora de fe que estamos celebrando juntos, es oportuno que nos concentremos en la Eucaristía, que es el verdadero misterio de fe. La Eucaristía es nuestra fuente de fe para el futuro. El éxito de nuestro ministerio está vinculado a la Eucaristía; el bien del Pueblo de Dios depende de la Eucaristía. Debemos afirmar siempre que la Eucaristía es, según el Concilio Vaticano II, "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (Lumen gentium LG 11). Es el corazón de nuestras comunidades eclesiales. Para renovar la entrega a nuestro ministerio de fe en cuanto obispos, se requiere visión clara de nuestro servicio en la perspectiva de la Eucaristía. La expresión plena del interés. y amor humanos, se hará realidad a través de la Eucaristía. Las empresas principales de vuestro ministerio pastoral están relacionadas con Cristo eucarístico. A través del poder de su presencia y del dinamismo de su acción salvífica, El y sólo El dirige la vida profunda de las comunidades eclesiales encomendadas a vuestros cuidados pastorales. Esta honda verdad fue la razón por la que, en mi reciente Encíclica, hice a la Iglesia universal aquella llamada que repito hoy: "Todos en la Iglesia, pero sobre todo los obispos y los sacerdotes, deben vigilar para que este sacramento de amor sea el centro de la vida del Pueblo de Dios..." (Redemptor hominis RH 20).

En la misma Encíclica he hablado también de la relación estrecha entre Eucaristía y Penitencia, poniendo de relieve cómo debe buscarse sin cesar y con empeño cada vez mayor la conversión personal, a fin de que a la participación en la Eucaristía no le falte su plena eficacia redentora. He señalado en particular la necesidad de velar por el sacramento de la penitencia y he subrayado que la observancia fiel de la secular "práctica de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción" es expresión de la defensa que hace la Iglesia del "derecho del hombre a un encuentro más personal con Cristo crucificado que perdona", y del "derecho de Cristo mismo a encontrarse con cada uno de nosotros en ese momento clave... de la conversión y del perdón" (ib.).

Hermanos: No nos cansemos nunca de encarecer el valor de la conversión individual. Los documentos que cité en la Redemptor hominis hacen referencia a un punto de capital importancia: "La enseñanza solemne del Concilio de Trento acerca del precepto divino de la confesión individual" (Pablo VI a un grupo de obispos norteamericanos en visita ad Limina, 20 de abril de 1978; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 30 de abril de 1978, pág. 2).

Vista bajo esta perspectiva, la observancia diligente por parte de los sacerdotes de la Iglesia, de las Normas pastorales Sacramentum Paenitentiae referentes a la absolución general, es una cuestión de fidelidad amorosa a Jesucristo y a su plan redentor, y expresión al mismo tiempo de comunión eclesial en lo que Pablo VI llamó "materia de especial interés para la Iglesia universal y que por tanto debe ser reglamentada por la autoridad suprema" (ib. ). De particular importancia para todos los obispos del mundo es el gran llamamiento pastoral de Pablo VI: "Queremos también rogaros a vosotros, los obispos, que ayudéis a vuestros sacerdotes a apreciar cada vez más este espléndido ministerio sacerdotal de la confesión (cf. Lumen gentium LG 30). La experiencia de siglos confirma la importancia de este ministerio. Y si los sacerdotes llegan a captar en toda su profundidad cuán cercanamente colaboran con el Salvador en la obra de conversión a través del sacramento de la penitencia, se entregarán con celo cada vez mayor a este ministerio... Loa sacerdotes pueden verse obligados a posponer o, incluso, a dejar otras actividades por falta de tiempo, pero nunca el confesionario" (ib.).

Nuestro ministerio es, pues, ministerio de fe y los medios sobrenaturales para conseguir nuestro objetivo se miden por la sabiduría y poder de Dios. La Eucaristía y la Penitencia son tesoros inmensos de la Iglesia de Cristo.

En los desafíos y gozos de nuestro ministerio, en las esperanzas y disgustos, en todas las dificultades inherentes a la proclamación de Cristo y de su mensaje elevador en favor del hombre y de su dignidad humana, reflexionemos con fe en que el poder de Cristo, y no el nuestro, guía nuestros pasos y sostiene nuestros esfuerzos.Hoy, en la fraternidad de esta colegialidad nuestra, podemos oír a Cristo que nos dice: "Yo estoy con vosotros". Y cuando volváis a vuestra gente, esforzaos por comunicar el mismo mensaje de fe, confianza y fuerza a toda la comunidad; a los sacerdotes, religiosos y laicos que forman con vosotros el Pueblo de Dios: "Yo estoy con vosotros". Particularmente en la Eucaristía.

Pero antes de partir, antes de volver a vuestro campo de apostolado, reavivemos de nuevo, queridos hermanos, el don que Dios nos ha otorgado como obispos, con las palabras de San Pablo: "No nos ha dado Dios espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de templanza" (2Tm 1,7). Marchad, pues, por estos caminos a ejercer vuestro ministerio de fe.

Os ruego transmitáis mi saludo a vuestras Iglesias locales; comunicadles que amo a todo vuestro pueblo; manifestad mi agradecimiento especial a cuantos trabajan en el sacerdocio con vosotros, a los religiosos y a todos los que son compañeros vuestros en el Evangelio. Una palabra de estímulo especial a los maestros y catequistas. En la unidad de la fe, en el amor del Redentor, os abrazo a todos diciendo con el Apóstol Pedro: "La paz a todos vosotros los que estáis en Cristo" (1P 5,14).


DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

A LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA

137

Jueves 26 de abril de 1979



Señor cardenal,
señor secretario,
queridos amigos:

Mi venerado predecesor el Papa Pablo VI quiso dirigiros una palabra de aliento hace cinco años cuando celebrasteis la primera sesión plenaria inmediatamente después de haberos dado las normas de organización contenidas en el "Motu proprio" Sedula cura. También para mí es un gozo particular recibiros hoy con ocasión de la primera reunión de este nuevo quinquenio, y saludar sobre todo a los miembros nuevos.

No es éste el momento de explicar cuál es vuestra responsabilidad ante Dios y la Iglesia; sois bien conscientes de ello. En efecto, por encima del tecnicismo y complejidad crecientes de los estudios bíblicos, su objetivo sigue siendo siempre el de abrir al pueblo cristiano las fuentes de agua viva contenidas en las Escrituras, y el tema que estudiáis este año sobre la inserción cultural de la revelación, ofrece testimonio de ello.

El tema de que os ocupáis es de gran importancia, pues atañe a la misma metodología de la revelación bíblica en su realización. El término "aculturación" o "inculturación" por muy neologismo que sea, expresa de maravilla uno de los elementos del gran misterio de la Encarnación. Lo sabemos, "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1,14): de este modo al ver a Jesucristo "el hijo del carpintero" (Mt 15,55). podemos contemplar la gloria misma de Dios (cf. Jn Jn 1,14). Pues bien, la misma Palabra divina se había hecho ya antes lenguaje humano asumiendo los modos de expresarse de distintas culturas que desde Abrahán al Vidente del Apocalipsis ofrecieron al misterio adorable del amor salvífico de Dios la posibilidad de ser accesible y comprensible también para las generaciones siguientes aun en la diversidad grande de sus situaciones históricas. De modo que "muchas veces y en muchas maneras" (He 1,1) Dios estuvo en contacto con los hombres y en su condescendencia amorosa e insondable dialogó con ellos por intermedio de los profetas. los apóstoles. los escritores sagrados y, sobre todo, por el Hijo del Hombre. Y Dios ha comunicado siempre sus maravillas valiéndose del lenguaje y experiencia de los hombres. Las culturas mesopotámicas, las de Egipto, Canaán y Persia, la cultura griega y para el Nuevo Testamento la cultura greco-romana y la del judaísmo tardío, día tras día han servido a la revelación de su misterio inefable de salvación, como bien lo demuestra vuestra sesión plenaria de ahora.

Pero estas consideraciones, vosotros lo sabéis, provocan el problema de la formación histórica del lenguaje bíblico, que de alguna manera está ligado a los cambios verificados en la sucesión prolongada de los siglos, a lo largo de los cuales la palabra escrita ha dado origen a los Libros santos. Pero es precisamente aquí donde se asienta la paradoja del anuncio revelado y del anuncio más específicamente cristiano, la paradoja de que personas y acontecimientos históricamente contingentes se conviertan en portadores de un mensaje trascendente y absoluto. Los vasos de barro pueden romperse, pero el tesoro que contienen sigue íntegro e incorruptible (cf. 2Co 4,7). Y del mismo modo que en la debilidad de Jesús de Nazaret y de su cruz se desplegó el poder redentor de Dios (cf. 2Co 13,4), así también en la fragilidad de la palabra humana se manifiesta una eficacia insospechada que la hace "tajante más que una espada de dos filos" (He 4 He 12). He aquí por qué recibimos de las primeras generaciones cristianas el conjunto del Canon de las Escrituras Santas, convertidas en punto de referencia y norma de fe y vida de la Iglesia de todos los tiempos.

Evidentemente toca a la ciencia bíblica y a sus métodos hermenéuticos establecer la distinción entre lo que es caduco y lo que debe conservar siempre su valor. Pero es ésta una operación que requiere sensibilidad aguda en extremo no sólo en el plano científico y teológico, sino también y sobre todo en el plano eclesial y de la vida.

Dos consecuencias se desprenden de todo ello, diferentes y complementarias a un tiempo. La primera se refiere al gran valor de las culturas; si en la historia bíblica éstas ya fueron consideradas capaces de ser vehículos de la Palabra de Dios, es porque en ellas está inserto algo muy positivo que es ya presencia en germen del Logos divino. Del mismo modo, el anuncio de la Iglesia no teme servirse en la actualidad de expresiones culturales contemporáneas; así que a causa de cierta analogía con la humanidad de Cristo, aquéllas están llamadas, por así decir, a participar de la dignidad del mismo Verbo divino. Pero hay que añadir en segundo lugar que del mismo modo se ve aflorar el carácter puramente instrumental de las culturas, sometidas siempre a fuertes cambios bajo la influencia de una evolución histórica muy marcada: "Sécase la hierba, marchítase la flor, cuando sobre ellas pasa el soplo de Yavé" (Is 40,8). Determinar con precisión las relaciones existentes entre las variaciones de la cultura y la constante de la revelación es cabalmente la tarea ardua y a la :es entusiasmarte de los estudios bíblicos y de toda la vida de la Iglesia.

En esta tarea, hermanos e hijos muy queridos de la Pontificia Comisión Bíblica, tenéis sin duda alguna un papel preponderante y en él estáis estrechamente asociados al Magisterio de la Iglesia. Ello me induce a atraer vuestra atención sobre un punto en especial. Al tratar de la finalidad de vuestra Comisión, el "Motu proprio" Sedula cura precisa que debe colaborar con la aportación de su trabajo al Magisterio de la Iglesia. Deseo muy en especial que vuestros trabajos brinden ocasión de demostrar cómo la investigación más rigurosa y más técnica posible no se encierra en sí misma, sino que puede ser de utilidad a los organismos de la Santa Sede, que deben afrontar los dificilísimos problemas de la evangelización, o sea, las condiciones concretas de la inserción del fermento evangélico en mentalidades y culturas nuevas.

138 Bajo esta perspectiva la obligación fundamental de fidelidad al Magisterio alcanza toda su amplitud: "Dios ha confiado le Sagrada Escritura a su Iglesia y no al juicio privado de los especialistas" (cf. "Motu proprio" Sedula cura, parte 3ª). Su trata, en efecto, de fidelidad a la función espiritual confiada por Cristo a su Iglesia; se trata de la fidelidad a la misión. Los exegetas figuran entre los servidores primarios de la Palabra de Dios. Queridos amigos: Estoy seguro de que vuestro ejemplo pondrá en evidencia de modo eminente la unión entre la competencia científica que os reconocen vuestros iguales, y ese sentido espiritual acrisolado que hace ver en la Escritura la Palabra de Dios confiada a su iglesia.

Que el Señor mismo guíe vuestros esfuerzos. ¡Que el Espíritu Santo os ilumine! Por mí parte, a la vez que os digo mi confianza y lo mucho que la Iglesia espera de vosotros, os doy muy de corazón la bendición apostólica.


DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS DIRIGENTES DE LA PONTIFICIA COMISIÓN

PARA LA NEO-VULGATA



Viernes 27 de abril de 1979




Excelentísimo señor,
queridos profesores:

Ante todo permitidme expresar la gran alegría que siento hoy, al recibiros aquí, para la entrega oficial de la edición típica de la versión de la Sagrada Biblia Neo-Vulgata. La mía es la misma alegría que siente quien puede recoger finalmente una abundante cosecha que fue objeto de largos y amorosos cuidados.

En este momento mi pensamiento no puede menos de dirigirse a la figura del inolvidable Papa Pablo VI, a quien corresponde todo el mérito y honor de haber emprendido esta iniciativa, hoy felizmente llegada a término, con la publicación definitiva, y de haberla seguido y alentado, llevándola hasta los umbrales de su realización. Su muerte imprevista y la aún más repentina del llorado Papa Juan Pablo I han hecho que me correspondiera a mí promulgar para toda la Iglesia el fruto de un trabajo que ha precedido enteramente a mi pontificado.

En todo caso, demos gracias al Señor que nunca deja incompletas sus obras.

Pero va un agradecimiento totalmente especial a vosotros, responsables y miembros de la Pontificia Comisión para la Neo-Vulgata y a todos los que han puesto su competencia, su tiempo, su amor, al servicio de esta empresa que es, al mismo tiempo, científica y pastoral. Vosotros habéis prodigado largamente vuestra ciencia reconocida y vuestras incansables energías en favor de una obra que permanecerá ciertamente durante mucho tiempo como signo elocuente de una diligente solicitud de la Iglesia por la Palabra divina escrita «de cuya plenitud recibimos todos» (Jn 1 Jn 16), porque es «palabra de salvación» (Ac 13,26).

Con la Neo-Vulgata, los hijos de la Iglesia tienen ahora en sus manos un instrumento más que, especialmente en las celebraciones de la sagrada liturgia, facilitará un acercamiento más seguro y preciso a las fuentes de la Revelación, ofreciéndose también a los estudios científicos como un nuevo, prestigioso punto de referencia.

¡Si me lo permitieseis, pensaría que también San Jerónimo está contento de este trabajo! La Neo-Vulgata, en efecto, no sólo supone un signo de continuidad, mejor que de superación del trabajo que él llevó a cabo, sino que es el producto de una igual precisión en el uso de las palabras y de una pasión igual. Además, los nuevos conocimientos lingüísticos y exegéticos dan a la nueva versión un sello de garantía no menor que la de San Jerónimo, la que resistió bien la prueba de milenio y medio de historia. Ciertamente, Jerónimo permanece un maestro de doctrina y aun de lengua latina, además de serlo de vida espiritual. El, que por encargo del Papa Dámaso, dedicó toda su vida al estudio y a la meditación del texto sagrado, sabe ciertamente cuánto cuesta, pero también cuánto entusiasma el amoroso inclinarse sobre las Escrituras. Y ciertamente hay que desear que a muchos cristianos les suceda lo que le ocurrió a él, y seguramente también a vosotros, según sus palabras a la virgen Eustoquia: Tenenti codicem sommus obrepat, et cadentern faciem pagina sancta suscipiat (Epit. 22, ad Eust. l7).

Mi deseo es que esta obra que habéis llevado a término sea verdaderamente fecunda para la Iglesia y facilite cada vez más el saludable encuentro de los fieles con el Señor, contribuyendo a satisfacer el «hambre de la palabra» de que habla el profeta Amós (8. 11) que parece particularmente acentuada en nuestros días.


Discursos 1979 131