Discursos 1979 362


VISITA PASTORAL AL SANTUARIO DE POMPEYA Y A NÁPOLES

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

CON LOS ENFERMOS


Basílica de Nuestra Señora del Rosario y de las Victorias

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Domingo 21 de octubre de 1979



¡Carísimos hermanos y hermanas!

Bien sabéis vosotros que el Papa, a imitación de Jesús, de quien es Vicario en la tierra, tiene predilección por los enfermos y por los que sufren; considera esta su especial atención como uno de los más importantes deberes de su ministerio pastoral. Por eso, he querido encontrarme con vosotros, para estrecharos en un solo vínculo de efusión paternal, hablaros de corazón a corazón, dejaros un mensaje de fe, deciros unas palabras de ánimo y esperanza.

1. El hombre, creado por Dios y elevado por El a la sublime dignidad de hijo, lleva en sí un ansia indeleble de felicidad y siente una natural aversión a toda clase de sufrimiento. Jesús en cambio, en su obra evangelizadora, aun inclinándose sobre los enfermos y achacosos para curarlos y consolarlos, no ha suprimido precisamente el sufrimiento, sino que ha querido someterse El mismo a todo el dolor humano posible, el moral y el físico, en su pasión hasta la agonía mortal en Getsernaní (cf. Mc Mc 14,23), hasta el abandono del Padre en el Calvario (cf. Mi Mi 27,46), la larga agonía, la muerte en la cruz. Por eso, ha declarado bienaventurados a los afligidos (cf. Mt Mt 5,4) y a los que tienen hambre y sed de justicia. ¡La redención se efectúa concretamente a través de la cruz!

Esta actitud de Jesús revela un profundo misterio de justicia y de misericordia, que nos envuelve a todos y por el cual todo hombre está llamado a participar en la redención.

He aquí, carísimos enfermos, el primer motivo que hace más generosa y operante vuestra fe. Vosotros podéis decir, según los ejemplos del Salvador: somos el signo del futurogozo que unirá a Dios y a sus hijos el día en que "enjugará las lágrimas de todos los rostros" (Is 25,8); nuestro sufrimiento nos prepara a acoger el reino de Dios y nos consiente "revelar las obras de Dios" (Jn 9,3); "la gloria de Dios y la del Hijo de Dios" (Jn 11,4); nuestro dolor no sólo no es inútil, sino que se demuestra, a semejanza del dolor del Divino Maestro, preciosa energía de fecundidad espiritual. Nuestros sacrificios no son vanos, no está agostada nuestra existencia desde el momento en que, como cristianos, no "somos ya nosotros los que vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros" (cf. Gál Ga 2,20); "los sufrimientos de Cristo son nuestros sufrimientos" (cf. 2Co 1,5) ; "nuestro dolor nos configura con Cristo" (cf. Flp Ph 3,10), y como Jesús, "aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia" (He 5,8), también nosotros debemos aceptar con constante empeño la prueba por dura que sea, elevando nuestros ojos hacia Aquel que es la Cabeza de nuestra fe y que quiere, sin embargo, soportar la cruz (cf. Heb He 12,1 ss.).

Y puesto que el misterio de la redención de Cristo es, en su esencia, un misterio de amor y de vida divina, como manifestación que es de la caridad del Padre "que tanto amó al mundo que le dio a su unigénito Hijo" (Jn 3,16) y es, al mismo tiempo, la expresión del amor del Hijo por el Padre y por los hombres (cf. Jn Jn 10,11 1Jn 3,16), a vosotros se os ofrece la extraordinaria ocasión de alcanzar el vértice de las posibilidades humanas: la de saber aceptar y querer soportar la enfermedad y las dificultades que la acompañan en un don sublime de amor y en un abandono total a la voluntad del Padre.

2. Esta visión trascendente de valores sobrenaturales no hace olvidar los físicos y sicológicos de vuestro cuerpo. Aun afectado por la enfermedad, lleva la huella de la potencia creadora de Dios; no se ofusca en él su imagen y, por la gracia santificante que lo reaviva, es siempre el misterioso templo de Dios; más aún, por la promesa de Jesús, habita en él la Santísima Trinidad (cf. Jn Jn 14,23).

Sede de potencias espirituales —la inteligencia, la voluntad y el libre albedrío—, el cuerpo del hombre, aun en su inmovilidad, acompaña al alma en sus ascensiones de amor y se puede comparar a un altar preparado para el sacrificio.

3. Conscientes de tanta riqueza sobrenatural y de los muchos dones de Dios, elevad hacia El, carísimos enfermos, vuestro corazón, vuestro pensamiento.

Desde su santuario, la Virgen Santísima del Rosario os contempla en esta vuestra mística subida y os invita a meditar los misterios, especialmente los dolorosos, que resumen todos los momentos de la pasión y muerte de su Divino Hijo. Ella, que es la Madre de todos los hombres, lo es de manera especial de aquellos que, como vosotros, contribuyen a completar lo que falta a los sufrimientos de Cristo en pro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Cor 1, 24).

364 4. Con tales sentimientos de edificación, con mi saludo lleno de afecto paterno, tengo la satisfacción de impartiros a vosotros, a vuestras respectivas familias y a cuantos —médicos, enfermeros y colaboradores— tienen el mérito de cuidaros y asistiros, mi propiciadora y consoladora bendición apostólica.





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EN LA CEREMONIA DE BIENVENIDA A NÁPOLES


Domingo 21 de octubre de 1979



Saludo al Señor Ministro del Trabajo, dr. Vincenzo Scotti, y le expreso mi complacencia por la acogida que, en su calidad de representante del Gobierno italiano ha querido dispensarme a mi entrada en esta grande y querida metrópoli. Con profundo respeto expreso también mi agradecimiento al señor alcalde, el cual, como primer ciudadano, ha querido anticipar e interpretar gentilmente, con expresiones corteses y sinceras, los sentimientos de cordial acogida y de alegría de toda la población.

Tras la visita de piedad a Pompeya, ciudad mariana y punto de convergencia de las más íntimas aspiraciones de las gentes del sur de Italia —y no sólo de ellas—, donde he ido a rendir mi tributo de homenaje a la Madre de Dios, que me ha acompañado con su amoroso patrocinio en mi reciente viaje a Irlanda y a Estados Unidos de América, no podía faltar un encuentro con Nápoles y con sus hijos, representados aquí por los responsables de la vida ciudadana y de su recta ordenación.

Vengo a esta ciudad y deseo entretenerme con estos fieles para sentirme más cerca de ellos, para estar entre ellos, para captar directamente sus deseos y sus ansias. Con corazón de Pastor, investido de directa y universal responsabilidad hacia cada hijo de la Iglesia —más aún, hacia cada hombre—, considero como urgente y preferente la decisión de acercarme a las diversas comunidades, para continuar el misterio de una catequesis itinerante, que sea oferta convincente de la Palabra de Dios, de sus propuestas de amor, así como una invitación a tener cada vez más confianza en su Providencia.

De ahí que haya esperado con emoción este encuentro con los napolitanos, tras haber confiado a la Reina del Rosario y de las Victorias las más profundas esperanzas de sus personas y de sus familias.

Nápoles es una ciudad rica de historia, a lo largo de casi tres mil años, desde los albores de la civilización griega hasta su inserción fecunda y ya más secular en el unificado conjunto de la nación italiana. Es ciudad rica de vida, que palpita ardiente y vigorosa en la inteligencia, dinamismo y reconocida inventiva peculiar de sus hijos. Es ciudad agitada por profundas esperanzas hacia un porvenir pacífico, que responda a los postulados fundamentales de la justicia y de la dignidad del hombre.

Pero —según ha aludido con fundada solicitud el honorable señor alcalde—, la metrópoli partenopea es también una comunidad que tiene sus sufrimientos, escondidos o patentes, ligados a problemas graves y urgentes, cuya falta de solución lleva consigo un difundido malestar y es causa de profundos dramas humanos.

Especialmente sensible y atenta a esos sufrimientos, la Iglesia, correspondiendo a las exigencias específicas de su misión y en el ámbito de la propia competencia espiritual, quiere cooperar a la edificación del bien común, recordando ante todo los principios de orden moral, cuya observancia es primordial e insustituible garantía de una próspera convivencia. Que la ayuda de Dios conceda el acierto y la fuerza de ánimo para resolver adecuadamente los más arduos problemas; confirme los propósitos de leal y efectiva concordia; haga resplandecer todas aquellas virtudes que se requieren en los fervorosos y honrados administradores del bien público, para ejemplo de sus conciudadanos y consuelo de su propia conciencia.

El Papa está aquí para animar, para invitaros a que no os desalentéis, sino que miréis hacia adelante confiadamente. Sostenido por convencimientos de esperanza, cada uno desarrolle con decisión sus propias tareas, en la seguridad de que tal actitud consigue abundantemente los dones y consuelos de la divina asistencia, de la que mi bendición quiere ser invocación sincera y ferviente augurio.





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A LA POBLACIÓN DE NÁPOLES


Plaza del Plebiscito

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Domingo 21 de octubre de 1979



Queridísimos hermanos y hermanas de Nápoles:

1. Debo expresar ante todo un vivo agradecimiento a vuestro cardenal arzobispo por las gentiles palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de toda la comunidad eclesial de esta nobilísima tierra. Pero después, inmediatamente después, deseo saludar y dar las gracias a cada uno de vosotros por haber acudido aquí en tan gran número y por haberme dispensado una acogida especialmente entusiasta, esto es, rica de esos sentimientos de espontaneidad, afecto y calor humano, que han dado a conocer vuestro nombre en todo el mundo y hacen amar a vuestro pueblo por su típica tradición de hospitalidad. ¡También en las circunstancias de hoy —y lo digo con profunda convicción— se ha manifestado el corazón grande y generoso de Nápoles!

Así, pues, yo me pregunto y os pregunto: ¿Cómo hubiera podido dejar de encontrarme con vosotros? ¿Cómo hubiera podido privarme del placer de hablaros y bendeciros? Al venir en peregrinación al cercano santuario mariano de Pompeya, he sentido la obligación de visitar vuestra ciudad, en recuerdo, sí, de contactos precedentes, pero sobre todo en respuesta a las invitaciones y a las esperanzas que se me han manifestado muchas veces en este primer año de mi ministerio pastoral.

2. Ya he aludido a la tradición: ¿Qué significa e implica esta palabra aquí en Nápoles? Ciertamente evoca una historia antiquísima que se remonta a la primera "Palépoli": me refiero a las vicisitudes pluriseculares de una ciudad que ha visto florecer en su interior, como en la circundante región de Campania, diversas culturas y filosofías, las artes y las letras, la música y el canto, como emblema ele una civilización a la que el mundo mira siempre asombrado. Pero vosotros entendéis muy bien cómo al decir tradición, me refiero sobre todo a esa tradición religiosa cristiana, que aquí ha estado maravillosamente atestiguada desde la llegada del Apóstol Pablo al contiguo golfo de Pozzuoli, mientras viajaba a Roma. Más aún, quedándose, según el testimonio explícito de los Hechos de los Apóstoles (28, 14), encontró aquí algunos "hermanos" y, a petición de ellos, permaneció con ellos siete días. Precisamente la presencia comprobada de cristianos en los comienzos de los años sesenta de nuestra era y la deducción legítima de que la permanencia del "Doctor de las gentes" en medio de ellos ciertamente no pudo ser estéril de frutos espirituales, son hechos que me impulsan a definir como literal y auténticamente "apostólica" vuestra fe, a la que después, el contacto ininterrumpido con la Iglesia de Roma, en el curso de los siglos, ha conferido ulterior desarrollo y compacta solidez. Nápoles jamás ha conocido separaciones ni rupturas en su profesión cristiana.

Esta es la razón, hijos y hermanos de la Iglesia "apostólica" partenopea, por la que yo deseo ante todo exaltar vuestro patrimonio religioso y, al mismo tiempo, exhortaros a la coherencia de la fidelidad y a la valentía del testimonio. Los tiempos indudablemente han cambiado, y quizá son nuevas las dificultades y más insidiosos los peligros para quien va hoy al encuentro de la fe. Por esto es necesario un esfuerzo mayor que tienda no sólo a conservar lo que una eminente tradición de Pastores y de Santos, de gente humilde e ilustre, de hombres y mujeres, os han transmitido ejemplarmente, sino a reavivar, además, esta herencia y a traducirla en obras de auténtica marca cristiana. "La fe —lo sabéis bien—, si no tiene obras, es de suyo muerta" (Sant 2, 17).

3. Pero debo elogiar también la preparación espiritual que la comunidad diocesana ha querido anteponer al presente encuentro con el humilde Sucesor de Pedro que os está hablando ahora. Efectivamente, sé que ayer por la tarde hubo una especial vigilia de oración sobre el tema "La Iglesia en camino". Y tanto más sentida es mi complacencia, en cuanto se adapta bien a esta piadosa iniciativa el tema elegido para la reflexión: habéis rezado por el Papa, por sus intenciones que tienen una dimensión universal; habéis rezado por el peso formidable de responsabilidad que gravita sobre sus hombros, y al mismo tiempo —en confirmación de este vínculo de comunión con él— habéis tratado de tomar conciencia mayor de vuestras responsabilidades personales como sacerdotes, religiosos, padres, fieles. Sí, la Iglesia debe caminar porque es un organismo vivo, es el Cuerpo de Cristo animado por su mismo Espíritu. Pero ella camina, si se mueven no sólo los Pastores, sino todas las ovejas de la mística grey; ella camina, cuando se deja mover por la fuerza interior que le imprime su Fundador. Al privilegiar el momento de la oración, vosotros habéis querido atestiguar que la condición preliminar e indispensable, es decir, el elemento propulsor para que se realice este camino eclesial, es y será siempre la ayuda de Dios, que sólo se puede obtener con la oración.

Con esta misma finalidad habéis orado también ahora, mientras, esperando mi llegada, participabais en la liturgia dominical, presidida por vuestro arzobispo. ¿Acaso debo recordar que precisamente por medio de la liturgia —como ha escrito el Concilio Vaticano II— "se realiza la obra de nuestra redención", y que ella "contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo" (Const. dogm. Sacrosanctum Concilium SC 2)? ¿Acaso no consiste en manifestar a nivel personal y en presentar a los otros el misterio de Cristo —designio inefable de amor y de salvación—, la razón del camino de la Iglesia en la historia al lado de todos los hombres y de cada uno de los hombres? Continuad, pues orando con la Iglesia y por la Iglesia, para que su camino sea expedito y seguro, y estable su unión con Cristo, e indefectible su llegada a la meta. Estar con la Iglesia quiere decir estar y permanecer "con Cristo en Dios" (Col 3,3).

4. Hay un pensamiento en la liturgia de hoy que me agrada subrayar porque me da pie para integrar lo que os he dicho hasta ahora en torno al valor de la fe y a la fidelidad a la Iglesia. "El Hijo del hombre —decía Jesús interviniendo en una discusión surgida entre sus Apóstoles— no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mc 10,45). Por lo tanto, no el dominio sobre los demás, sino el servicio; no el poder sobre los hermanos, sino la voluntad de. ayudarlos: he aquí otra virtud que caracteriza al verdadero cristiano. "En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros" (Jn 13,35). De esta virtud que, basándonos en el vocabulario evangélico, llamamos amor al prójimo, los ciudadanos de Nápoles encontráis ante vosotros ejemplos insignes a los que debéis mirar, en los que podéis inspiraros provechosamente. ¿Cuántos tesoros de genuina caridad cristiana no revelan las páginas de vuestra vida religiosa? ¿Cuántos han sido los santos y los héroes de la caridad, con frecuencia ocultos, que el Señor ha suscitado en las diversas épocas en medio de vosotros, para socorrer a los pobres, para asistir a los huérfanos y a los niños abandonados, para aliviar a los enfermos incurables, para intervenir siempre oportunamente y con frecuencia adelantarse a las miserias que surgen? El cuadro luminoso de la caridad cristiana, florecida aquí de mil formas en el pasado, constituye un punto preciso de referencia y un estímulo que os solicita a continuarla y acrecentarla, según las persistentes o nuevas exigencias de nuestros días.

5. Hablo —como es fácil entender— de la urgencia de desarrollar este espíritu de servicio, que el Señor Jesús no sólo ha reivindicado para Sí mismo, sino que ha encomendado como "su" precepto a todos los suyos y, por tanto, también a nosotros. Hablo del ejercicio de la caridad hacia el prójimo que, en el contexto del mandamiento supremo del amor es la prueba concreta de la caridad para con el otro término: Dios. Pero, al decir esto, ciertamente no ignoro ni infravaloro la importancia y la gravedad de los problemas de la justicia. ¿Cómo podría cerrar los ojos aquí, en Nápoles, ante algunas realidades dolorosas, que se llaman inseguridad de vivir'por la falta de trabajo y, consiguientemente, escasez del pan, peligro de las enfermedades, inadecuación de las viviendas, estado de crisis difundida en algunos estratos sociales? Esta situación —creedme—me llega profundamente al corazón y, si he aludido al ejercicio más activo y concreto de la caridad fraterna, es porque intento estimular esas fuerzas espirituales y morales que pueden, más aún, deben poner en marcha simultáneamente la justicia social. Caridad y justicia no se oponen ni se anulan recíprocamente: la caridad, deber primero de todo cristiano, no sólo no hace superflua, sino que exige y completa la justicia, que es virtud cardinal para todo hombre.

El 2 del corriente unes de octubre, ante la Asamblea de las Naciones Unidas, he querido reafirmar que la paz depende de la honesta actuación de los derechos del hombre, como ya había afirmado mi predecesor Juan XXIII en la Encíclica Pacem in terris. Vosotros sabéis que estos derechos tienen una doble dimensión, en cuanto que el hombre vive "al mismo tiempo en el mundo de los valores materiales y en el de los valores espirituales. Para el hombre concreto que vive y espera, las necesidades, las libertades y las relaciones con los demás no corresponden nunca únicamente a la una o a la otra esfera de valores, sino que pertenece a ambas esferas" (Nb 14). Por lo que también "toda amenaza a los derechos humanos, tanto en el ámbito de los bienes materiales como en el de los bienes espirituales, es igualmente peligrosa para la paz, porque mira siempre al hombre en su integridad" (cf. núms. Nb 17 y 19).

366 Por esto, una vez más quiero desear la paz a cada una de las naciones y países del mundo y, porque hablo en el territorio italiano, quiero desear la paz también a la querida Italia, a la que amo como a una segunda patria. Deseo a todas las naciones la paz interna, lo que quiere decir superación de las tensiones exacerbadas y renuncia a la práctica siempre deplorable de la actividad violenta y terrorista. Como he dicho recientemente, "la paz no puede ser establecida por la violencia, la paz no puede florecer nunca en un clima de terror, de intimidación, o de muerte" (Homilía en Drogheda, 29 de septiembre de 1979). Efectivamente, la violencia es un mal, es inaceptable como solución de los problemas; es indigna del hombre. El sentido cristiano de los valores debe convencernos de que es un absurdo recurrir a la violencia para conseguir la justicia y la paz.

Mi visita a Nápoles coincide con la peregrinación al santuario de Pompeya, adonde he ido para dar gracias por el último viaje apostólico y a pedir que aporte abundantes frutos de bien, especialmente para que se refuercen las bases mismas de la paz y del orden en el mundo. Extiendo esta finalidad espiritual del viaje al presente encuentro con vosotros, queridos ciudadanos de Nápoles. Sí, también ante vosotros y con vosotros, repito, ruego por la paz interna en la querida Italia, y lo hago por una exigencia íntima del corazón hacia esta tierra bendecida por el Señor. Recordemos que "la lucha por la justicia", guiada según una concepción unilateral, puede convertirse en fuente de una injusticia mayor y resolverse en una amenaza más grave para toda la vida social. Por esto será necesario comprometerse todos, con intensidad especial, para obtener esta paz interna, y dirijo esta invitación a todos los hombres responsables, estimulándolos a esta obra de necesidad primaria. Se trata, en efecto, del bien de todos.

6. La llamada que dirijo, en primer lugar, a los hijos de la Iglesia, pero luego también a todos los hombres de buena voluntad, a las autoridades religiosas y civiles, es a redoblar los esfuerzos para que ciertas situaciones de penuria v malestar que afectan injustamente y hacen sufrir a tantos hermanos, sean superadas felizmente en espíritu de concordia y colaboración.

Al proponeros como objetivo inmediato y primario este compromiso de solidaridad activa, quiero confiaron que precisamente en esto pensaba yo al aceptar vuestra invitación, y que, por lo tanto, consideraré como el fruto más consolador de mi visita el haber contribuido —siquiera en medida modesta— a estimular y sostener las iniciativas necesarias que se deben emprender. Efectivamente, Nápoles necesita esperar: hablo de la esperanza en su vivir, en su futuro, hablo también de la esperanza en sentido humano y civil, la cual —como antes el binomio justicia y caridad— es inseparable de la esperanza más alta que sonríe en la luz de Dios, para la vida cristiana.

¡Animo, pues, hermanos y amigos de Nápoles! Quiero ser el primero en esperar, deseándome y deseándoos que, con la ayuda providente del Señor, con el esfuerzo coordinado y diligente de los buenos, en la fidelidad a toda prueba a los valores cristianos, pueda perfilarse sobre el horizonte de esta ciudad fascinante un período de más pujante desarrollo para un futuro alegre y sereno, digno en todo de su gran pasado. Y quiero concluir este deseo mío, invocando para vosotros la protección celeste de la Virgen Santa, venerada aquí con el hermoso título de Virgen del Carmen. Con Ella invoco el patrocinio de los Santos más queridos para vosotros: San Jenaro, San Alfonso María de Ligorio, el Beato José Moscati y el Venerable Bartolo Longo, mientras de todo corazón os imparto mi bendición apostólica.






A LOS OBISPOS DE PAPUA NUEVA GUINEA E ISLAS SALOMÓN


EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Martes 23 de octubre de 1979



Queridos hermanos en Cristo:

1. Con hondo afecto fraterno os doy la bienvenida a la Sede de Pedro y os saludo con las palabras de Pablo: "Sean con vosotros la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Ep 1,2).

Es un gran gozo para mí abrazar en vosotros a todos los fieles de las dos naciones que representáis, Papua Nueva Guinea e Islas Salomón. A través de vosotros envío un saludo a cada una de las comunidades enclavadas en el ámbito geográfico que estáis llamados a recorrer en el nombre de Cristo y por la causa de su sublime Evangelio de salvación.

Es particularmente satisfactorio advertir la presencia entre vosotros de obispos autóctonos, pues bien sabemos que la vida de la Iglesia está enderezada por naturaleza al florecimiento pleno de las comunidades eclesiales locales. Marca sin duda alguna un hito especial en la evangelización, el momento en que Cristo llama al Episcopado por medio de su Iglesia a un hijo del pueblo al que ha comunicado su palabra salvadora.

Y por ello es lógico que yo rinda homenaje a vosotros y a todos los misioneros que a lo largo de generaciones se han gastado por llevar la Buena Nueva de Jesucristo a las gentes de vuestros amplios sectores. La historia de la evangelización, de que sois heraldos hoy en día, es la historia de la gracia de Dios infundida en los corazones; es un recuento de las "mirabilia Dei" actuadas en la historia humana a pesar de los obstáculos y contrariedades múltiples. La Iglesia universal da gracias sinceras hoy por lo realizado para edificar el Reino de Dios en vuestras regiones; por mi medio, la Iglesia universal proclama la deuda de gratitud que tiene con vosotros y vuestros predecesores —todos los que han implantado la Iglesia— por vuestra generosidad de fe y amor.

367 2. Nuestro encuentro de hoy tiene profundo significado porque pone de manifiesto la naturaleza de la Iglesia de Cristo y del Colegio de Obispos. Reunidos con el Obispo de Roma, y a través de él con todos los hermanos obispos del mundo, encontráis una dimensión de vuestra propia unidad que entraña consecuencias importantes en vuestro apostolado. Antes que nada habéis venido a celebrar el misterio de la Iglesia y ser confirmados por Pedro en la fe de Jesucristo, Hijo de Dios. Estoy seguro de que esta profunda dimensión eclesial de nuestra unidad continuará siendo fuente de fortaleza y alegría para vuestro ministerio en los años por venir.

Además, vuestros contactos con la Curia Romana son útiles para ayudaros, en mi nombre, a hacer cada vez más eficiente el servicio a vuestras Iglesias locales. Confío en que con la gracia de Dios, el intercambio de experiencias fructificará en iniciativas pastorales valiosas para el bien del Pueblo de Dios. Pero aparte toda consideración de carácter práctico, vuestra presencia en Roma expresa el profundo misterio de la solidaridad eclesial y, en particular, de la responsabilidad pastoral respecto de las Iglesias locales, la cual concierne al Colegio Episcopal entero y a su Cabeza, el Obispo de Roma. Cuando confesamos y celebramos nuestra unidad en el apostolado, sabemos que dicha unidad confiere eficacia sobrenatural a vuestro ministerio en la patria.

3. No quisiera dejar pasar esta oportunidad sin elogiar, entre otros muchos logros de la Iglesia en vuestras regiones, el gran testimonio de amor cristiano que han dado los misioneros. Este testimonio se ha manifestado durante generaciones a través de actuaciones personales y conjuntas en la Iglesia, a través de la atención amorosa a las necesidades materiales de la gente, a través de obras educativas, empresas médicas y sanitarias, y múltiples servicios prestados gratuitamente a la causa de la dignidad humana. Este testimonio de amor ha sido evidente sobre todo en el afán ardoroso de llevar el Evangelio de Cristo al corazón de cada individuo y a la comunidad, a fin de cumplir la función fundamental de la Iglesia, que es "dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la redención que se realiza en Cristo Jesús" (Redemptor hominis
RH 10). Ojalá se perpetúe por siempre este testimonio de amor en Papua Nueva Guinea y en las Islas Salomón.

4. Es evidente que el servicio misionero seguirá siendo útil y necesario en el futuro del apostolado en vuestro país. La gran fase inicial ha sido ya cumplida y constituirá siempre un triunfo de la gracia de Dios. Pero la consolidación y desarrollo de cada Iglesia local debe proseguir. Este progreso tiene dos dimensiones. Cada Iglesia local posee una identidad propia en cuanto comunidad eclesial individual con sus clones distintivos de naturaleza y gracia, encuadrada dentro de la variedad y unidad de todo el Pueblo de Dios. Por tanto, cada Iglesia local es una ofrenda especial de Cristo al Padre; da una expresión sin igual a un aspecto de la plenitud de Cristo. Al mismo tiempo cada Iglesia local es auténtica precisamente en tanto en cuanto reproduce en miniatura a la Iglesia de Cristo una, santa y apostólica. Para la Iglesia universal hay sólo una santidad y justicia, y es la que brota de la verdad (cf. Ef Ep 4,24). Y esta verdad es la verdad eterna de la Palabra de Dios.

Queridos hermanos: Por tal razón, contamos con abundante energía para continuar nuestra predicación apostólica con gran paciencia y amor, no obstante los obstáculos, y a la vez con gran fidelidad al depósito de la Palabra de Dios como la proclama la Iglesia universal. La identidad perfecta de las Iglesias locales se alcanza en la apertura total a la Iglesia universal; se alimenta de la conciencia de la unidad católica.

5. En cada esfuerzo que tengamos que hacer por llevar el Evangelio a nuestro pueblo y a cada faceta de su vida —y a ello estamos llamados sin duda alguna— debemos estar seguros de que el mensaje sigue siendo la Palabra de Dios inalterada. Jamás temamos que la exigencia sea demasiado fuerte para nuestro pueblo: fue redimido por la preciosa Sangre de Cristo, es su pueblo. A través del Espíritu Santo, el mismo Jesús asume la responsabilidad final de la aceptación de su palabra y del crecimiento de su Iglesia. Es El, Jesucristo, quien seguirá dando a nuestro pueblo la gracia de responder a las exigencias de su palabra, no obstante las dificultades y debilidades. A nosotros nos corresponde continuar proclamando el mensaje de salvación íntegro y puro, y proclamarlo con paciencia y misericordia, seguros de que lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios. Nosotros somos sólo una parte de una generación de la historia de la salvación, pero "Jesucristo es el mismo ayer y hoy y por los siglos" (He 13,8). Tiene poder, claro está, para sostenernos cuando reconocemos la fuerza de su gracia, el poder de su palabra y la eficacia de sus méritos.

6. Nuestra gran fortaleza se halla en la unidad eclesial, que crece a su vez por la oración. Y es la oración lo que constituye nuestro programa principal de apostolado: Actiones nostras, quaesumus, Domine, aspirando praeveni et adiuvando prosequere! Por medio de la oración, que nos une cada vez más estrechamente a los designios de Cristo sobre su Iglesia, podemos planear el futuro con mayor eficiencia y confianza. Hermanos: Consagrad por este camino los esfuerzos mejores a los grandes temas que se os presentan: la cuestión de las vocaciones, la importancia de las comunicaciones sociales, la tarea de los catequistas y la promoción general del laicado, y no sólo por ser medio práctico de compartir la responsabilidad del Evangelio, sino para cumplir la voluntad divina de unir al laicado a la misión de salvación de la Iglesia. En la oración encontraréis fuerza y discernimiento para proseguir el camino de la evangelización confiados en el poder de la Palabra de Dios de elevar y transformar todas las culturas humanas y conferirles la aportación original e incomparable que viene directamente de Jesucristo, que ha incorporado en Sí la plenitud de la humanidad.

7. Quisiera rogaros que dediquéis atención especial a fomentar la santidad del matrimonio cristiano y proclamar la plenitud del designio de Dios sobre la familia. Es ésta una gran tarea; la comprensión y la sensibilidad humanas os servirán de ayuda; pero sólo la sabiduría divina os iluminará suficientemente en este ministerio. Y recordad siempre que por el poder de la Palabra de Cristo y dentro de la unidad de la Iglesia de Dios, seréis capaces de guiar a vuestro pueblo "por las rectas sendas, por amor de su nombre" (Ps 23,3).

8. Mi pensamiento vuela hoy a todos vuestros colaboradores en el Evangelio, a los hombres y mujeres religiosos que colaboran en la edificación de la Iglesia, de palabra y con los hechos. Su premio en el cielo será inmenso.

De modo especial estoy pensando en vuestros sacerdotes. a quienes la providencia de Dios reserva tan importante papel en la proclamación del Evangelio. Permitidme que os dirija a este respecto las palabras que dije hace poco a los obispos de Irlanda: "Nuestra relación con Jesús será la base fructífera de la relación con nuestros sacerdotes cuando nos esforzamos por ser su hermano, padre. amigo y guía. En la caridad de Cristo estamos llamados a escucharles y comprenderles, a intercambiar puntos de vista sobre la evangelización y la misión pastoral que comparten con nosotros como cooperadores con el Orden de los Obispos. Para toda la Iglesia (pero especialmente para los sacerdotes) debemos ser un signo humano del amor de Cristo y de la fidelidad de la Iglesia. De este modo sostenemos a nuestros sacerdotes con el mensaje del Evangelio, les ayudamos con la certeza del Magisterio y los fortalecemos contra las presiones que deben aguantar. Con nuestra palabra y nuestro ejemplo constantemente debemos invitar a orar a nuestros sacerdotes" (Discurso del 30 de septiembre; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española. 7 de octubre de 1979, pág. 14).

9. Y pido para todas vuestras Iglesias locales, que gocen de paz y progreso y rebosen de los consuelos del Espíritu Santo (cf. Act Ac 9,31).

368 Queridos hermanos en Cristo: Sigamos adelante juntos, bajo la protección de nuestra bendita Madre María, llevando nuestra responsabilidad conjunta para gloria del nombre de Cristo y proclamando la Buena Nueva de la salvación, la Buena Mueva de "una gran alegría que es para todo el pueblo" (Lc 2,10). Y a todo vuestro clero, religiosos y laicado envío mi bendición apostólica en el amor de Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador del mundo.






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