Discursos 1980 262


VIAJE APOSTÓLICO A ÁFRICA


AL LLEGAR A ROMA


Aeropuerto de Fiumicino, Roma

Lunes 12 de mayo de 1980



Laus Deo!

Estas breves palabras, que me vienen espontáneamente a los labios, después de mi viaje al continente africano, quieren interpretar el profundo sentimiento de gratitud y honor al Señor, que experimento ahora en mi espíritu, al recordar los múltiples encuentros, los conmovedores espectáculos de fe, las singulares experiencias pastorales, que he vivido cotidianamente en el tan breve período de 10 días. De verdad debo dar gracias al Señor de todo corazón que me ha dado ocasión una vez más de conocer de cerca porciones elegidas de su única Iglesia, aportando a los queridísimos hermanos y a los hijos que habitan en las tierras que he visitado, ese ánimo que debo llevarles en virtud del mandato recibido de Cristo (cf. Lc Lc 22,32, Confirma fratres tuos!). Por mi parte —según esa admirable ley de intercambio, intrínseca a la comunión eclesial— he recibido de ellos motivos de aliento para mi ministerio.

Efectivamente, he podido saborear una íntima alegría al llevar a esas poblaciones la Palabra del Señor, como hicieron, hace 100 años, los misioneros; y esta alegría se ha acrecentado al haber podido observar la madurez a que han llegado ya esas Iglesias, a pesar de su fundación relativamente reciente. Su testimonio de fe y su amor por toda la Iglesia de Cristo, esparcida por el mundo, me han confortado profundamente. No puedo silenciar la impresión profunda que he sacado al advertir la vitalidad de ese continente, que conserva intactos no pocos valores morales fundamentales, como los de la hospitalidad, de la familia, del sentido comunitario, de la vida como don inestimable, a la que se reserva siempre una acogida generosa y alegre.

Cuando, en la audiencia general del 26 del pasado marzo, hice la comunicación oficial del viaje, que ahora concluye felizmente, quise poner de relieve su carácter apostólico, y dije que sólo movía mis pasos la intención de corresponder a mi misión de Pastor. En coherencia con ese anuncio, puedo afirmar ahora que así ha sido realmente mi visita: me he acercado a muchas almas; he podido darme cuenta de las condiciones de vida de tantas poblaciones; he podido comprobar con viva satisfacción —a base de un "test", diría, bastante amplio y representativo— el magnífico trabajo que se ha hecho en el pasado y se continúa haciendo todavía para el incremento del Reino de Dios. África está íntimamente nutrida por el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, está consagrada a la gloria de su nombre, está abierta al soplo de su Espíritu, Laus Deo!

Mi agradecimiento se dirige, después, a todos los que, en cada uno de los países donde he estado, han preparado, con exquisita delicadeza, la acogida más adecuada y cuidadosa. Por tanto, quiero nombrar a todas las autoridades civiles y religiosas de esos países, y en particular a los hermanos obispos, de los que he admirado tanto la actividad individual como el trabajo colegial en el seno de las Conferencias Episcopales, a los sacerdotes y a los religiosos, a los misioneros y misioneras, a los representantes y miembros de los Movimientos católicos laicales, a las familias cristianas, a todos los fieles. Lo que han hecho por mí, lo que me han demostrado con sus gestos, con sus palabras y con sus atenciones permanecerá imborrable en mi memoria como signo y estímulo de sincera gratitud. África tiene un gran futuro por delante; mi deseo para ese inmenso continente es que sepa proseguir con afirmación creciente el camino por las sendas de la paz, de la laboriosidad, de la solidaridad interna e internacional.

Finalmente, debo daros las gracias a cada uno de los aquí presentes. Señor Primer Ministro, le estoy muy agradecido por las deferentes palabras que me ha dirigido en el momento en que he pisado el amado y siempre hospitalario suelo de Italia. Y a vosotros, hermanos cardenales y obispos, Excelentísimos Embajadores de los países acreditados ante la Santa Sede, señor alcalde de Roma, quiero manifestaros que considero vuestra venida hasta aquí como una adhesión cordial a la iniciativa de mi viaje y a sus finalidades; sé que también habéis orado por su éxito. Por esto, tengo más de una razón para daros las gracias públicamente y para invitaros, además, a dirigir conmigo este sentimiento a Aquel que es dador espléndido de todo bien y el único que puede dar el incremento necesario a las empresas humanas (cf. 1Co 3,6-7),

Laus Deo! Y después de haber oído sus palabras, Sr. Primer Ministro, quiero añadir: Paz a los hombres, paz a la amadísima Italia, paz al mundo.








A SU SANTIDAD MAR IGNATIUS YACOUB III,


PATRIARCA SIRIO-ORTODOXO DE ANTIOQUÍA


Y DE TODO EL ORIENTE


263

Miércoles 14 de mayo de 1980



Santidad,
queridos hermanos en Cristo:

Con gozo en el Señor os recibo y doy la bienvenida. Es un placer recibir al Pastor supremo y a los distinguidos representantes de una Iglesia que ahonda sus raíces en la comunidad apostólica de Antioquía, donde los primeros seguidores del Señor Jesús resucitado recibieron por primera vez el nombre glorioso de cristianos (cf. Act Ac 11,26).

Nuestro amor a este mismo Señor resucitado, nuestra devoción a esta fe apostólica y el testimonio cristiano recibido de nuestros padres, es lo que da tan gran significado a nuestra reunión de hoy. Juntos repetimos las inspiradas palabras de Pedro: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16). Juntos confesamos el misterio del Verbo de Dios hecho hombre por nuestra salvación, que es la imagen de Dios invisible, el Primogénito de toda criatura (cf. Col Col 1,15), en el que se complació el Padre pacificar todas las cosas (cf. Ef Ep 1,10). Este es el Señor que proclamamos; éste es el Señor que procuramos servir con fidelidad y verdad; éste es el Señor cuyo Espíritu nos impele a buscar con celo siempre creciente la plenitud de comunión entre nosotros.

Por el bautismo somos uno en el Señor Jesucristo. El sacerdocio y la Eucaristía que compartimos a causa de la sucesión apostólica, nos vinculan todavía más entre nosotros. El mundo en que vivimos y por el que Cristo dio su vida en rescate de muchos, necesita un testimonio cristiano de unidad para poder oír mejor su palabra y responder a su mensaje de amor y reconciliación.

Sí, el suyo es un mensaje o, mejor, llamamiento urgente a la reconciliación de los que llevan su nombre. Durante siglos hemos sido extraños unos de otros; malentendidos y desconfianzas han caracterizado con frecuencia nuestras relaciones. Por la gracia de Dios estamos tratando de superar este pasado.

Hace nueve años Su Santidad y mi venerado predecesor Pablo VI se encontraron en este mismo lugar para dar testimonio claro de su dedicación mutua a esta tarea de reconciliación cristiana. En aquella ocasión vos reconocisteis que la fe que nos proponemos proclamar es la misma, a pesar de que durante siglos surgieron dificultades a causa de haber empleado expresiones teológicas diferentes para expresar nuestra fe en el Verbo de Dios hecho carne y hecho verdaderamente hombre. Con palabras que eran alentadoras y proféticas a la vez, dijisteis conjuntamente: "El período de nuestras recriminaciones y condenas mutuas ha dado paso al deseo de unirse en un sincero esfuerzo para iluminar y, eventualmente, suprimir la carga histórica que todavía grava pesadamente sobre los cristianos" (cf. Declaración conjunta del 27 de octubre de 1971). Estas palabras no quedaron reducidas a mera expresión de buenas intenciones. En el marco de las reuniones "Pro-Oriente", de representantes de las Iglesias católica y ortodoxa oriental, teólogos de ambas Iglesias han investigado y tratado de resolver cuestiones que todavía dan lugar a alguna diferencia entre nosotros y nos impiden la plena comunión canónica y eucarística. Algunos de los ilustres obispos presentes hoy han tomado parte activa en estas conversaciones. Estamos agradecidos a Dios y a todos estos hombres abnegados por el progreso real conseguido.

A nivel de atención pastoral a los emigrantes cristianos de allí, ha habido cooperación provechosa para servir desinteresadamente a quienes, habiendo ido en busca de condiciones de vida mejores en lo material, sienten profunda necesidad de ayuda espiritual en su nuevo ambiente. Quisiera expresar también mi aprecio personal por la delegación que envió Su Santidad con ocasión de mi elección a Obispo de Roma.

A la vez que reconocemos humildemente las bendiciones de Dios sobre nuestros esfuerzos, especialmente en estos últimos nueve años, confiamos en que Dios seguirá favoreciéndonos con su bendición sí permanecemos abiertos a las inspiraciones del Espíritu.

Santidad, nos reunimos a la vuelta precisamente de mi intenso viaje a África, un viaje colmado de experiencias valiosas. No es el momento de extenderme en comentarios sobre estas experiencias. Sin embargo, una cosa está clara. Estoy más convencido que nunca de que el mundo en que vivimos tiene hambre y sed de Dios, anhelo que sólo Cristo puede saciar. Como Pastores de Iglesias que comparten las tradiciones apostólicas, estamos especialmente llamados a continuar la misión apostólica de llevar a Cristo y sus dones de salvación y amor a nuestra generación. Nuestra desunión es obstáculo al cumplimiento de esta misión. Nuestra desunión oscurece la voz del Espíritu que se esfuerza por hablar a la humanidad a través de nuestra voz. Pero nuestra reunión de hoy es signo de nuestro deseo renovado de estar más en armonía con lo que el Espíritu dice a las Iglesias. Alentados por lo que el Señor ha realizado ya en nosotros y a través de nosotros, miramos adelante con esperanza en el futuro, sin minimizar las dificultades, pero poniendo firme nuestra esperanza en Aquel que dijo: "He aquí que hago nuevas todas las cosas" (Ap 21,5).








AL SEÑOR ANTÓNIO RAMALHO EANES,


PRESIDENTE DE PORTUGAL


264

Viernes 16 de mayo de 1980



Presidente:

El singular momento de esta visita oficial, encuentro con Portugal, suscita en mi alma una gran complacencia. Al saludar y dar las gracias a Vuestra Excelencia, así como a las ilustres personalidades de su séquito, deseo saludar cordialmente a todo el pueblo portugués, que aquí siento bien presente en este momento.

Lo hago con la mayor estima, dadas tan excelentes relaciones entre la Santa Sede y su país, mantenidas y cimentadas a lo largo de ocho siglos, como ya se recordó, con alegría y agradecimiento a Dios, el año pasado, durante la conmemoración —en que tuve la satisfacción de participar— del octavo centenario del reconocimiento del Reino de Portugal por mi predecesor, el Papa Alejandro III.

Con tales relaciones, respetuosas de la mutua independencia y bien apoyadas en los vigentes compromisos concordatarios, la Iglesia no busca privilegios, sino únicamente el suficiente espacio de libertad para desempeñar su misión en el campo religioso, con leal colaboración, aunque sea indirecta, para el bien común, al servicio del hombre; en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y, al mismo tiempo, de su ser comunitario y social, en el contexto de los numerosos vínculos, contactos, situaciones y estructuras que le unen a los otros hombres.

Al motivo de las buenas relaciones entre Portugal y la Santa Sede, se añade otro que explica mi alegría por este encuentro: el hecho de tratarse de un pueblo cuya mayoría profesa la religión católica, con un glorioso pasado, de devoción a la causa de Cristo y de la Iglesia y de benemérita acción evangelizadora misionera.

La historia del pueblo portugués, a lo largo de estos siglos, no ha estado exenta de momentos de tensión y de sufrimiento, como es sabido. Pero en medio de sus pruebas, de diversa índole, los portugueses han sabido dar muestras de valor y perseverancia, unas veces con su reconocida capacidad de aguante dentro de cierta rutina y otras, en cambio, con una osadía aparentemente aventurera, en la lucha a través de las singladuras de la vida y de la historia.

Deseo ardientemente que tales cualidades, fraguadas en el crisol de la historia y a la luz de una fe viva y conservada, gracias a Dios, lleven a los hijos de Portugal a la superación de las dificultades actuales. La complejidad de los problemas que surgen —económicos, políticos y sociales— a causa de situaciones y procesos nuevos, peculiares unos y comunes, otros, a no pocos pueblos, no deben ser motivo de desaliento; incluso porque, en ese sentido, está Portugal alertado por su poeta épico, para no dejarse caer "en la rudeza de una austera, apagada y vil tristeza" (Camoens, As Lusiadas, Canto X, 145).

De este modo, al noble gesto de homenaje, cual es la presente visita, deseo corresponder rindiendo pleitesía a las nobles tradiciones humanas y cristianas y a las peculiares dotes del pueblo portugués, que supo elegir y fomentar una relación de amor hacia el Sucesor de San Pedro, garantía de su fe, que con tanto merecimiento conservó y difundió, con la ayuda de Dios y bajo el patrocinio de Nuestra Señora, su Patrona.

Ojalá que, con tales tradiciones y dotes, resplandezcan siempre, en el escenario de la vida interna portuguesa, la justicia y la equidad; mediante el respeto a la vida, en todos sus momentos, y a los ineludibles derechos de toda persona humana. Y, dentro del respeto a los derechos de la persona y de acuerdo con la índole del pueblo, mediante la solicitud y solidaridad para con los menos favorecidos y faltos de ayuda, y mediante el empeño de todos para que desaparezcan las grandes desigualdades económicas, que llevan consigo discriminaciones individuales y sociales.

Quiera Dios que se cultiven constantemente los innegables valores culturales, espirituales y morales, patrimonio común, en cierto modo, que hay que asegurar y promover siempre. Y todo ello, comenzando por los sectores vitales para la comunidad, como son: la familia, la infancia, la juventud, la educación, la asistencia social.

265 En esos sectores y manifestaciones de la vida humana, igual que en los demás, surgen múltiples solicitaciones, a las que se debe responder en conformidad con las exigencias de la justicia, de la libertad y de la común solidaridad; también la Iglesia se siente interpelada por tales solicitaciones, en virtud de la dimensión del servicio del hombre y de su propia misión.

Hoy, Portugal mantiene un puesto honroso en el concierto de los pueblos, con presencia y participación en las instituciones internacionales y en las organizaciones de carácter mundial. Ello constituye una prueba de continuidad histórica y demuestra sentido de corresponsabilidad en bien de la comunidad internacional y en su propia presencia en el mundo.

En esta grata y solemne ocasión, al confirmar toda la estima e interés por el bien de su país, por parte de la Sede Apostólica, renuevo mis mejores votos por el seguro progreso, logrado bienestar y crecientes prosperidades, en la paz y serena concordia de todos los portugueses, con la construcción de un Portugal cada vez más humano y fraterno, en que cada uno de sus hijos, a la luz. de Cristo, se pueda sentir hombre, en su plena verdad, para vivir en la historia común la propia historia personal.

Estos deseos cordiales los encomiendo, por medio de María Santísima, al Altísimo, para que proteja siempre al querido pueblo portugués y asista a sus gobernantes en la ardua tarea de servir al bien común para el hombre. Con mi bendición apostólica.








A LOS DIRECTORES NACIONALES


DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS


Lunes 17 de mayo de 1980



Hermanos e hijos carísimos:

Con viva cordialidad os saludo, directores nacionales de las Obras Pontificias de la Propagación de la Fe, de San Pedro Apóstol, de la Unión Misional y de la Infancia Misionera. Me complace encontrarme con vosotros, en ocasión de vuestra asamblea anual, para manifestaros mi reconocimiento y estima, así como para animaros a continuar en vuestra valiosa tarea.

Os dedicáis a una actividad extremamente importante, como es la animación misionera del Pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II, como bien sabéis, dice así en el Decreto Ad gentes: "Todos los hijos de la Iglesia han de tener viva conciencia de su responsabilidad para con el mundo, deben fomentar en sí mismos el espíritu verdaderamente católico y consagrar sus energías a la obra de evangelización" (Nb 36). Esto vale no sólo a nivel de cada bautizado, sino también a nivel de dimensión comunitaria, ya que, en efecto, "como el Pueblo de Dios vive en comunidades, sobre todo diocesanas y parroquiales..? a ellas corresponde también dar testimonio de Cristo delante de las gentes" (ib., 37). Y las Iglesias más jóvenes, como he tenido el gozo de comprobar hace poco personalmente en algunos países africanos, desean y están dispuestas a un encuentro de idéntica participación en la misma vida cristiana, con tal de que no parezca un producto de importación, sino que sea una sencilla y madura condivisión de un patrimonio de fe, que a todos nos une en igual fraternidad.

Ahora bien, sé perfectamente que vosotros hacéis de estos ideales el programa de vuestra generosa dedicación. Y es precisamente este vuestro constante empeño lo que yo aprecio grandemente y deseo que cultivéis con amor y eficacia cada vez mayores.

Me permito recordaros que insistáis, como ya lo hacéis ciertamente, en dos concretas necesidades de método operativo: el mantenimiento de relaciones cada vez más cordiales y dinámicas con los específicos institutos misioneros, que realizan una función insustituible y, sobre todo, el acuerdo y cooperación armónica con las Conferencias Episcopales y con cada uno de los obispos, primeros responsables de la pastoral en todos sus aspectos.

Además, merecen un cuidado particular en la comunidad cristiana los alumnos de los seminarios y los jóvenes de las asociaciones católicas. El germen del ideal misionero, plantado en edad juvenil, tiene mayor probabilidad de desarrollarse y de producir frutos benéficos y abundantes, por estar animado de un entusiasmo más vivaz. Por lo demás, un generoso empeño misionero es el índice más seguro de una Iglesia no estática, sino abierta hacia nuevos horizontes de crecimiento, no sólo en su extensión periférica, sino también en su interior intensidad de fe y de amor.

266 Confío estos deseos a la fecunda potencia de la gracia divina, de la que quiere ser prenda la más amplia bendición apostólica, que imparto a todos vosotros y a vuestros colaboradores.










A UNA PEREGRINACIÓN DE LA REGIÓN ITALIANA DE UMBRÍA


Sala Pablo VI

Sábado 17 de mayo de 1980



Excelencias reverendísimas,
queridísimos hijos e hijas de Umbría:

¡Es éste un día feliz para mí y para vosotros! ¡Demos gracias al Señor que nos da el consuelo de encontrarnos todos juntos en su amor y en su gracia!

1. Habéis deseado este encuentro para renovar vuestro homenaje de devoción al Papa y también para devolver las visitas que he hecho a vuestra tierra, primero en Asís y más recientemente en Nursia.

Os agradezco de corazón esta tan delicada gentileza vuestra, signo de fe y de sensibilidad cristiana; y a la vez que os saludo uno a uno con paterno afecto, extiendo mi pensamiento a toda vuestra querida región, a vuestros conciudadanos, especialmente a los niños, a los jóvenes, a los enfermos, a los cercanos a Cristo y a los alejados de El; a todos deseo llegar con mi saludo de Padre y de Pastor.

¡Llenáis mi alma de gozo, pero también de nostalgia! ¿Cómo es posible, en efecto, olvidar aquella tarde de otoño cuando estuve en Asís sobre la "Colina del Paraíso", para rezar ante la tumba de nuestro amable San Francisco? Entre el glorioso repique de campanas de las iglesias y la aclamación de la multitud jubilosa, el Vicario de Cristo llegaba como peregrino para confiar al gran Santo italiano y universal la solicitud y la emoción de los comienzos de su ministerio pastoral. Y, más tarde, para conmemorar dignamente a San Benito, Patrono de Europa, en el XV centenario de su nacimiento, fui a Nursia, su ciudad natal, y a la Valnerina, austera y seria. Todavía llevo dentro de mí la dolorosa visión del terrible daño causado por el terremoto, unida también con el recuerdo del valor intrépido y de la fe conmovedora de aquellas poblaciones tan probadas, y sin embargo tan generosas.

Contemplando ahora esta peregrinación vuestra tan numerosa, me surge espontáneo el recuerdo de vuestras ciudades con sus nombres tan sugestivos, ricos de arte y de historia, y conocidos en todo el mundo: Perusa, Foligno, Espoleto, Orvieto, Gubbio, Todi, Ciudad de la Pieve, Ciudad del Castillo, Amelia, Terni, Nocera, Casia.

2. Vuestra región trae a la memoria sobre todo la magnífica pléyade de Santos que han salido de ella: junto con San Francisco y San Benito, está siempre vivo el recuerdo y el espíritu de Santa Escolástica, Santa Clara, Santa Rita, la Beata Angela de Foligno y otras muchas figuras menos conocidas, pero igualmente grandes.

267 Precisamente pensando en este mundo de alta espiritualidad, patrimonio específico e inagotable de vuestra tierra, os deseo proponer un tema de meditación, que pueda valeros en vuestra vida cristiana para ayudaros en el itinerario de evangelización y de fe propuesto por vuestros obispos para el trienio 1978-1981.

¿Cuál ha sido la fuerza interior que formó a vuestros Santos y, por tanto, sigue siendo válida para construir el auténtico cristiano? La respuesta es sencilla: ¡La convicción de la fe!

Los Santos fueron, y son, personas totalmente convencidas del valor absoluto, determinante y exclusivo del mensaje de Cristo. La convicción les llevó a abrazarlo y seguirlo, sin titubeos, sin incertidumbres, sin inútiles retrocesos, aun luchando y sufriendo, con la ayuda de la gracia de Dios, siempre invocada y jamás rechazada.

¡La convicción! ¡He ahí la gran palabra! ¡He ahí el secreto y la fuerza de los Santos! Los Santos obraron en consecuencia. Y así debe obrar todo cristiano siempre, pero especialmente hoy en nuestro tiempo, exigente y crítico, en el que, si faltan convicciones lógicas y personalizadas, la fe se debilita y finalmente cede.

El cristiano debe siempre saber dar cuenta de la fe y de la esperanza que hay en él, ha escrito San Pedro (cf.
1P 3,15); pero sobre todo en la sociedad actual, pluralista y hedonista, en la que el fiel se encuentra inmerso, entre una impresionante variedad de diversas y a veces contrarias ideologías. Pero hay que crear y mantener las convicciones, y todo el "plan pastoral" debe estar hoy especialmente centrado en la catequesis, aun sin olvidar las otras iniciativas litúrgicas, caritativas, sociales, recreativas.

Me complazco en recordaros también a vosotros lo que he escrito recientemente a la Iglesia de Hungría: "Vivimos en un mundo difícil, en el que la angustia que se deriva de ver que las mejores realizaciones del hombre se le escapan de la mano y se vuelven contra él, crea un clima de incertidumbre. Dentro de este mundo es donde la catequesis debe ayudar a los cristianos a ser 'luz' y 'sal', para alegría suya y para servicio de todos. La catequesis debe enseñar a los jóvenes y a los adultos de nuestras comunidades a ser lúcidos y coherentes en su fe, a afirmar con serenidad su identidad cristiana y católica, a adherirse tan fuertemente al absoluto de Dios, que puedan testimoniarlo en todas partes y en todas circunstancias" (Pascua de Resurrección, 1980).

3. Carísimos fieles de Umbría: Esta es la exhortación que quiero haceros, junto con vuestros obispos, en el siempre vivo recuerdo de vuestros Santos: ¡Sed cristianos convencidos!

La convicción exige la reflexión. Hay que saber desentenderse un poco del flujo arrollador de los acontecimientos; en la historia, que es siempre oscura e imprevisible para todos, hay que tomar sobre las espaldas él propio destino y, por eso, son necesarios los momentos de silencio, de meditación, de estudio. En el tormento profundo de su propio tiempo, San Benito quiso precisamente que cada uno reflexionase personalmente sobre las verdades eternas: "in omnibus rebus respice finem —respice Deum—, respice coelum". Así se podría sintetizar toda la célebre regla monástica. Y San Francisco quiso que cada uno meditase sobre el amor de Cristo crucificado, para poder arraigar la convicción de la propia redención realizada a través de la cruz.

Por eso, comprometeos seriamente en la realización de las diversas actividades diocesanas y parroquiales. La parroquia es y debe seguir siendo el centro propulsor de la vida cristiana y, por tanto, también de la catequesis, por motivos de continuidad pastoral y de homogeneidad doctrinal y formativa.

La parroquia, con todas sus necesarias filiales y con los grupos eclesiales auxiliares, tiene la gran responsabilidad de formar cristianos convencidos. La convicción crea la exacta valoración cristiana de los acontecimientos y de las decisiones según la advertencia de San Benito: "No antepongáis jamás nada al amor de Cristo" (Regla de San Benito, Nb 4,21), y la exclamación de San Francisco: "Deus meus et omnia". ,

La convicción hace sentir urgente e insistente la vocación del cristiano al testimonio en general y también, en particular, a la consagración total a Cristo en la vida sacerdotal o religiosa.

268 Por eso, no debemos dudar en emplear todas nuestras fuerzas para crear en nosotros y en el prójimo exactas y profundas convicciones.

Rogad también todos los días por este fin y que no falte jamás la invocación y la devoción a María Santísima, "Virgen fiel", que se consagró totalmente al misterio de la redención, con la aceptación humilde y ardiente a la voluntad del Señor.

¡Que pueda la mística Umbría crecer siempre y dilatarse en la fe cristiana y en la caridad! Con mi propiciadora bendición apostólica.








A LOS OBISPOS DE JAPÓN EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»


Martes 20 de mayo de 1980

Queridos hermanos en nuestro Señor Jesucristo:

Vuestra presencia aquí hoy, junto a la tumba del Apóstol Pedro, evoca muchos pensamientos en nuestros corazones.

1. Es éste un momento especial de unión eclesial, pues celebramos nuestra unidad en Jesucristo y en su Iglesia, Venís en calidad de Pastores de la Iglesia en Japón y traéis con vosotros las esperanzas y gozos, las cuestiones y problemas de vuestros católicos. A la vez es éste un momento en que la Iglesia que está en Roma saluda respetuosamente en vuestras personas a todo el pueblo japonés, del que sois hijos ilustres y nobles. Todos recordáis con cuánta atención y fidelidad y con cuánto amor recibió Pablo VI, durante los años de su pontificado, a los visitantes y peregrinos japoneses. Individualmente y por grupos, cristianos y no cristianos, líderes religiosos y representantes de diferentes modos de vida, venían a verle semana tras semana, uno y otro mes. Para todos ellos tenía un gesto de saludo cordial o una palabra de estima y amistad. A mí también me ha cabido el honor de recibir muchas visitas de vuestros compatriotas, y deseo manifestar públicamente lo mucho que se aprecia su presencia en Vaticano.

2. Esta visita ad Limina, venerables hermanos, es asimismo una celebración de fe, de la fe de toda la Iglesia de Japón, esa fe de la que vosotros sois custodios y auténticos maestros, en unión con el Sucesor de Pedro. Por mi parte, deseo rendir homenaje hoy a esta fe que fue implantada por Dios como un don suyo en los corazones de los fieles a través del esfuerzo misionero. Este don de la fe fue acogido generosamente y vivido con autenticidad. Llegó a ser objeto del testimonio de Paul Miki y de sus compañeros mártires, que afrontaron la muerte proclamando los nombres de Jesús y María, y con su martirio confirmaron la fe en Japón cual herencia eterna. Además, por la gracia de Dios y la ayuda de su bendita Madre, esta fe católica se conservó a través de generaciones por el laicado japonés, que mantuvo su adhesión inquebrantable a la Sede de Pedro como por instinto de fe.

Y hoy en día esta fe se sigue manifestando en la acción, alimentándose en la oración y ofreciéndose libremente a cuantos desean abrazar el Evangelio. A través de su fe, manifestada en el amor fraterno y en la coherencia de vida, el pueblo cristiano de Japón está llamado a dar testimonio de Jesucristo en sus familias, entre las personas cercanas y en los ambientes en que vive; está llamado a comunicar a Jesucristo a todo el que desee conocerle y abrazar su mensaje de salvación y de vida.

3. Nuestro mismo ministerio episcopal es ministerio de fe; un ministerio que presupone la fe y está al servició de la fe, de una fe que ha de vivirse y comunicarse. Todo lo que hacemos va encaminado a proclamar el misterio de la fe y ayudar a nuestro pueblo a vivir profundamente su vocación de fe.

4. Precisamente por razón de la dimensión central de la fe vemos el gran valor que tiene la oración en la Iglesia; la Iglesia se mantiene viva y se fortifica por la oración. Por la oración se abren los corazones a las inspiraciones del Espíritu Santo y al mensaje y a la acción de la Iglesia de Cristo. De aquí el saber que la fidelidad a la oración es elemento esencial de la vida de la Iglesia. En este terreno Japón ha sido bendecido con vocaciones contemplativas, con religiosos que prosiguen la alabanza de amor de Cristo a su Padre. Y en este aspecto contemplativo de la Iglesia en Japón, ¿no hay acaso un excelente elemento de diálogo con vuestros hermanos no cristianos que han dado lugar relevante a la contemplación en sus antiguas tradiciones? ¿No es el deseo de estar unidos a Dios con pureza de corazón uno de los elementos en que las enseñanzas de nuestro Salvador Jesucristo están tan naturalmente inculturadas en la vida de muchos de vuestro pueblo?

269 5. Es gran honra para Japón el que generaciones de cristianos impregnados de su propia cultura, hayan llegado a contribuir con su actividad a la elevación de la sociedad. La comunidad cristiana, relativamente pequeña en vuestra tierra, ha prestado buenos servicios en los campos de la asistencia social, la ciencia y la educación. En escuelas y universidades el mensaje cristiano se ha puesto en contacto con tradiciones venerables de vuestro pueblo. Cristianos celosos que han captado la urgencia de insertar los valores evangélicos en su cultura nativa, han comenzado por dar testimonio íntegro con la propia vida. Cuando en medio de su comunidad dan muestras de tener capacidad para entender y aceptar, cuando comparten la vida y destinos de sus hermanos y hermanas y se hacen solidarios con todo lo que es bueno y noble, y al mismo tiempo manifiestan su fe en valores más altos y su esperanza en una vida que ha de expandirse en Dios; entonces están realizando una labor de evangelización inicial respecto de la cultura, labor concorde con su vocación y con las obligaciones que brotan de ésta (cf. Evangelii nuntiandi EN 21).

Qué alta misión de los obispos de la Iglesia la de sostener a todos los miembros de la comunidad en los esfuerzos conjuntos por el Evangelio, animándoles a ser capaces de explicar la esperanza que hay en ellos (cf. 1P 3,15). En la Providencia de Dios, el testimonio prioritario de la vida debe correr pareja con la proclamación explícita del nombre, enseñanzas, vida, promesas, Reino y misterio de Cristo (cf. Evangelii nuntiandi EN 22). El encuentro entre Evangelio y cultura sólo puede tener lugar a condición de que la Iglesia proclame fielmente el Evangelio y lo viva. También aquí están llamados los obispos a ejercer una responsabilidad especial.

6. Queridos hermanos en Cristo: En esta ocasión tengo la esperanza de estimularos a manteneros firmes en vuestro ministerio de fe. La Iglesia universal se ha enriquecido profundamente con la aportación de la Iglesia que está en Japón. La pusillus grex ha sido orgullo dé la gracia de Cristo Salvador y sigue tributando alabanzas a su Padre. El futuro está en las manos de Jesús. Es Jesús el Señor de la historia; es Él quien decide definitivamente los destinos de su Iglesia en cada generación. Cuando preparamos el cirio pascual el Sábado Santo, proclamamos: «Cristo ayer y hoy. Suyo es el tiempo. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos». Nuestra respuesta a la voluntad del Señor Jesús para su Iglesia es de absoluta confianza acompañada de trabajo diligente, pues, sabemos que nos pedirá cuentas.

7. Nuestro ministerio de fe tiene su origen en Jesucristo y lleva a Él y por Él al Padre. A pesar de todos los obstáculos y dificultades, constantemente debemos llamar a nuestro pueblo a la santidad de vida que sólo en Cristo se encuentra: Tu solus sanctus. La familia cristiana de Japón debe ser objeto de nuestra solicitud pastoral de modo particular. En esta «Iglesia doméstica» debe comenzar de hecho la catequesis de los niños, y la evangelización de la sociedad debe llevarse a cabo en su raíz. El gran amor de Cristo a su pueblo y la alianza fiel de Cristo con su Iglesia deben evidenciarse en la familia como comunidad de amor y de vida. Os exhorto, hermanos, a hacer todos los esfuerzos posibles por crear en las familias las condiciones saludables de vida cristiana que favorecen las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa.

Presentad siempre ante los jóvenes el reclamo totalitario del amor y la verdad de Cristo, incluyendo su invitación a tomar la cruz y seguirle.

8. La unión fraterna que brota de la fe en Jesucristo debe ser vivida por la Iglesia entera, pero debería ser ejemplarmente evidente en la vida del presbyterium de cada diócesis. Nuestro misterio de fe requiere que estemos fuertemente unidos con nuestros sacerdotes y ellos con nosotros, cuando proclamamos a Jesucristo Salvador del mundo, y vivimos su mensaje de amor redentor. Todas las fuerzas del Evangelio deben estar realmente unidas a fin de dar testimonio creíble de nuestra relación con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.

Antes de terminar os pido que llevéis a Japón, a todos vuestros querido sacerdotes, religiosos, seminaristas y laicos, la expresión de mi amor pastoral en el corazón de Jesucristo. Con las palabras de San Pablo: «Saludo a todos los que nos aman en la fe. La gracia sea con todos vosotros» (Tt 3,15)








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