Discursos 1980 281


VISITA PASTORAL A PARÍS Y LISIEUX


ANTES DE SALIR HACIA FRANCIA


Aeropuerto de Fiumicino, Roma

Viernes 30 de mayo de 1980



1. Al disponerme a dejar otra vez la Ciudad del Vaticano y la amada tierra de Italia, para dirigirme a Francia me complace acoger, señores cardenales, distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, y representantes del Gobierno Italiano, vuestra cordial expresión de afecto y de ánimo, que es, además, testimonio de participación interior en las intenciones que inspiran los propósitos de la actual peregrinación apostólica.

282 Quiero manifestaros mi sincera y viva gratitud por vuestra presencia, en la que veo la expresión de un gozoso deseo de feliz éxito de las tareas de las próximas jornadas.

Obispo de Roma y Sucesor del Apóstol Pedro, me ha sido confiada, por designio divino, la misión de ser instrumento y signo de la unidad de fe y de comunión entre las diversas iglesias locales, confirmándolas en su adhesión a Cristo y al Evangelio. Esta función me es dado desarrollarla principalmente en Roma, ciudad del espíritu, adonde vienen con frecuencia mis hermanos en el Episcopado para encontrarse con el Vicario de Cristo; sin embargo, las modernas posibilidades de fácil comunicación hacen cada vez más normal el hecho de que el Papa vaya y se encuentre en sus sedes con los obispos y el Pueblo de Dios.

2. Francia, país de gloriosa tradición, es una de las grandes naciones que fueron marcadas por la fe cristiana desde los albores de su historia y, después de la caída del Imperio Romano, fue la primera comunidad nacional de Occidente que se profesó hija de la Iglesia: "Fille aînée de l'Eglise".

A lo largo del curso de los siglos, ha ofrecido una aportación particular a la Iglesia católica, a través del testimonio iluminado y heroico de sus Santos, el vigor de doctrina de sus maestros, y la valentía apostólica de sus misioneros. Ocupa también hoy, a causa de su inteligente dinamismo, un lugar de gran relieve en la Iglesia universal.

Tengo intención de ir a Lourdes en julio del año próximo, con ocasión del anunciado Congreso Eucarístico Internacional, pero parecía oportuna, desde ahora, una visita pastoral al corazón de esa nación. Esta intención es la que da sentido a mi permanencia en la capital, que resume idealmente en sí los valores, las perspectivas y los anhelos de todos los franceses; además, impulsado por la misma solicitud, iré también a Lisieux, lugar bendito, hacia el que la cristiandad y particularmente las misiones dirigen con admiración la mirada, a causa de Santa Teresa, que con su mensaje se ha colocado en el centro, en el corazón —según expresión suya— de la Iglesia, y de la Iglesia misionera.

3. Mi visita tiene también otro objetivo importante: la UNESCO. Desde hace tiempo se me dirigió la invitación para reunirme con los ilustres representantes de ese Organismo, en su misma sede, con ocasión de la 109 sesión del Consejo ejecutivo. Me siento feliz por este encuentro, ya que la verdadera cultura que la UNESCO tiene la misión institucional de promover en todo el mundo, asume una importancia de primer plano para el desarrollo y la defensa de la dignidad del hombre, que no es sólo sujeto de instrucción —también en este campo el trabajo que queda por hacer es verdaderamente notable—, sino que está llamado sobre todo a madurar hasta la perfección las potencialidades de su conocimiento espiritual, para corresponder a los designios de Dios sobre el mundo y sobre la historia, en el marco de ese pacífico y solidario progreso que todos deseamos.

Dejo, pues, las riberas históricas del Tíber por las majestuosas del Sena, y ya esta tarde me hallaré inmerso en el clima sugestivo y solemne de Notre Dame. Confío a María, Señora de Francia y Castellana de Italia, el deseo de que mi visita consolide la fe de los hijos de esa gran patria y dé ánimo a su valentía de testimonio. Con estos pensamientos os doy mi saludo cordial lleno de buenos deseos y bendiciones.









VISITA PASTORAL A PARÍS Y LISIEUX


AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA Y A TODA LA NACIÓN



Plaza de la Concordia, París


Viernes 30 de mayo de 1980




Señor Presidente:

Me siento realmente impresionado por las palabras que acaba usted de dirigirme, al encontrarme bajo el sol de Francia. Se lo agradezco vivamente. Lo ha hecho personalmente y lo ha hecho también en nombre del pueblo francés, al cual, a través de su persona, querría dirigir mi primer mensaje.

1. ¡Alabado sea Jesucristo! Sí; con estas palabras llenas de fervor y acción de gracias quise, ya la tarde de mi elección como Obispo de Roma y Pastor universal, inaugurar mi ministerio de predicación del Evangelio. Este saludo lo dirigí en primer lugar a mis diocesanos de las orillas del Tíber, que acababan de serme confiados para guiarlos según los designios de la Divina Providencia. Lo he llevado también, luego, a otros pueblos, a otras Iglesias locales, con todo el contenido de estima, de solicitud pastoral y también de esperanza que lleva consigo.

Y ese mismo saludo vengo a traer ahora a Francia, con todo mi corazón, con todo mi afecto, diciéndole: me siento profundamente feliz por visitarte durante estos días y manifestarte mi deseo de servirte en cada uno de tus hijos. Él mensaje que quiero ofreceros es un mensaje de paz, de confianza, de amor y de fe. De fe en Dios, ciertamente, pero también, si puedo decirlo así, de fe en el hombre, de fe en las maravillosas posibilidades que le han sido dadas, para que las use con acierto y pensando en el bien común, para gloria del Creador.

283 A todos los hijos y a todas las hijas de esta gran nación, a todos, les ofrece el Papa sus votos más cordiales, en nombre del Señor. Francia es símbolo, para el mundo, de un país con una historia muy antigua y también muy densa. Un país con un patrimonio artístico y cultural incomparable, cuya irradiación es indescriptible. ¡Cuántos pueblos se han beneficiado del genio francés que ha marcado sus propias raíces y constituye todavía para ellos un motivo de orgullo y, al mismo tiempo, podríamos decir que una especie de punto de referencia! Francia sigue cumpliendo su papel en la comunidad internacional a su propio nivel, pero con espíritu de apertura y con la preocupación de aportar simultáneamente una contribución a los principales problemas internacionales y a las situaciones de las zonas menos favorecidas. En el transcurso de mis precedentes viajes, he podido comprobar el lugar que Francia ocupa bajo otros cielos. Pero más que a los medios puestos en práctica, forzosamente limitados, es a su pueblo a quien debe ese lugar, a los hombres y a las mujeres herederos de su civilización.

2. A esos hombres y a esas mujeres, alma de Francia, encontraré aquí estos días. ¿Cómo no voy a estar impresionado por la acogida que me habéis dispensado aquí en vuestra capital? Muchos de entre vosotros me han escrito antes de esta visita y sois muy numerosos los que esta tarde me dais la bienvenida. Lamentablemente no puedo daros las gracias a cada uno en particular, ni estrechar todas las manos que querríais tenderme. Pero ante vosotros, los representantes de la soberanía nacional, quisiera testimoniar mi viva gratitud.

Dígnese, usted, por tanto, Señor Presidente —a quien sus compatriotas eligieron para asumir la más alta responsabilidad del Estado—, aceptar el homenaje reconocido que expreso a todo el pueblo francés. Y añadiré también mis sentimientos de satisfacción por la disponibilidad extrema de que han dado prueba, tanto usted personalmente, como el Señor Primer Ministro y el Gobierno, desde que fue dado a conocer mi proyecto.

Desde el primer momento, habéis comprendido la naturaleza propia de este viaje: un viaje pastoral, ante todo, para visitar y estimular a los católicos de Francia; un viaje que quiere también expresar mi estima y amistad por toda la población; y aquí pienso especialmente en los miembros de otras Confesiones cristianas, de la comunidad judaica y de la religión islámica. Mi deseo era que este viaje pudiera realizarse con toda sencillez y dignidad, teniendo también, en cuanto fuera posible, contactos y encuentros. Habéis prestado todo vuestro concurso para la realización del programa, y yo me doy también perfecta cuenta de que ha habido una preparación minuciosa. Pienso, por último, en las personas a las que estos acontecimientos les han supuesto un aumento de trabajo. Todo esto forma parte de la hospitalidad, una virtud de la que Francia puede sentirse honrada, con justo motivo. Verdaderamente, a todos tengo que dar mis más cordiales gracias.

3. Os saludo muy especialmente a vosotros, queridos católicos de Francia, mis hermanos y mis hermanas en Cristo, mis amigos. Me habéis invitado a comprobar, quince siglos después de haber recibido vuestra nación el bautismo, que la fe sigue aquí siempre viva, joven, dinámica, que jamás falta la generosidad entre vosotros. Ello se traduce, por ejemplo, en la gran floración de iniciativas, de estudios, de reflexiones. Debéis, en efecto, afrontar problemas muchas veces nuevos o, al menos, nuevas problemáticas. El contexto en que vivís evoluciona rápidamente, en función de las mutaciones culturales y sociales que no dejan de influir progresivamente sobre las costumbres, sobre las mentalidades. Una multitud de interrogantes se plantean ante vosotros. ¿Qué hacer? ¿Cómo responder a las necesidades fundamentales del hombre contemporáneo, que revelan, a fin de cuentas, una inmensa necesidad de Dios?

En unión con vuestros obispos y, en particular, con el querido cardenal arzobispo de París y el Presidente de la Conferencia Episcopal Francesa, he venido a alentaros en el camino del Evangelio, un camino estrecho, ciertamente, pero un camino real, seguro, experimentado por generaciones de cristianos, seguido por los santos y bienaventurados que honran a vuestra patria; el camino por el cual, al igual que vosotros, se esfuerzan en andar vuestros hermanos de la Iglesia Universal. Ese camino no transige con el adocenamiento, las renuncias o los abandonos. No se realiza volviendo la espalda al sentido moral, y sería de desear que la misma ley civil ayudara a la elevación del hombre. Es un camino que no pretende soterrarse ni permanecer oculto, sino que exige, por el contrario, la audaz alegría de los Apóstoles. Desconoce la cobardía mostrándose, al mismo tiempo, perfectamente respetuoso con quienes no comparten su mismo ideal. En efecto, si la Iglesia reivindica para sí misma la libertad religiosa y si tiene múltiples motivos para felicitarse por gozar de ella en Francia, es lógico que respete también las convicciones de los demás. Pide, por su parte, que se le permita vivir, dar público testimonio y dirigirse a las conciencias.

"Reconoce, oh cristiano, tu dignidad", decía el gran Papa San León. Y yo, indigno sucesor suyo, os digo a vosotros, mis hermanos y hermanas" católicos de Francia: ¡Reconoced vuestra dignidad! ¡Sentíos orgullosos de vuestra fe, del don del Espíritu que el Padre os hace! Yo vengo entre vosotros como un pobre, con la única riqueza de la fe, peregrino del Evangelio. Dad a la Iglesia y al mundo el ejemplo de vuestra fidelidad sin fallo y de vuestro celo misionero. Mi visita entre vosotros quiere ser, al mismo tiempo que un testimonio de solidaridad con vuestros Pastores, un llamamiento hacia un nuevo impulso de cara a las numerosas tareas que habéis de realizar.

Me doy cuenta de que, en el fondo de vuestros corazones, entendéis esta exhortación. La dirijo, desde el momento de mi llegada al suelo de Francia, a todos los que me escuchen, y tendré ocasión de repetirla estos días en mis encuentros con los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos comprometidos en el apostolado; y también al encontrarme con el mundo del trabajo, el de los jóvenes, el de los hombres de pensamiento y ciencia. Un momento especialísimo, a este respecto, estará reservado a la UNESCO, que tiene su sede en vuestra capital: me ha parecido, en efecto, muy importante aceptar su cortés invitación para saludar al areópago excepcional, de testigos de la cultura de nuestro tiempo y aportar el propio testimonio de la Iglesia.

Conviene acabar aquí este primer contacto. Voy ahora a la basílica de Notre Dame, la Madre de las iglesias de esta diócesis y uno de los más venerables edificios religiosos de esta nación.. Quiero confiar allí al Señor y a la Virgen Santísima los deseos que formulo pensando en todo el pueblo francés. ¡Que Dios bendiga a Francia!







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SALUDO RADIOFÓNICO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LOS FRANCESES DESPUÉS DE LA MISA EN NOTRE DAME


Viernes 30 de mayo de 1980



Esta noche, después de haber celebrado la Misa en el corazón de la capital francesa ante Notre Dame de París, pienso en todos los que hubieran querido participar en esta reunión en torno al Papa o en los actos que seguirán a ésta, pero están impedidos de hacerlo: los enfermos y cuantos se encuentran en un lecho de hospital, a los que deseo consuelo y paz; a los minusválidos y a sus familias; a los presos, a quienes visito en espíritu y les deseo fe en la misericordia de Dios, esperanza y el apoyo fiel de sus familias; a los obreros cuyo horario de trabajo o turno de servicio no les da la facilidad de unirse a tales manifestaciones; y en fin, a todos los que por otras razones no podrán satisfacer su deseo de ver al Papa. Queridos amigos: A todos expreso mi estima, prometo mi oración y aseguro mis cordiales deseos para vuestras familias.

284 Y como soy Obispo de Roma, me complace también dirigir un saludo particular y un recuerdo afectivo a todos los italianos que viven, y trabajan en este país.

¡Buenas noches a todos!









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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL CLERO EN LA CATEDRAL DE NOTRE DAME


Viernes 30 de mayo de 1980

30580

Queridos hermanos sacerdotes:

1. Es para mí una inmensa alegría el dirigirme a vosotros ya esta tarde —y en primer lugar—, a vosotros sacerdotes y diáconos de París y de la región parisiense y, por medio de vosotros, a todos los sacerdotes y los diáconos de Francia. Para vosotros soy Obispo, con vosotros soy sacerdote. Sois mis hermanos en virtud del sacramento del orden. En la Carta que os dirigí el año pasado con motivo del Jueves Santo, os expresaba ya mi estima, mi afecto y mi confianza particulares. Pasado mañana tendré un largo encuentro con vuestros obispos, que son mis hermanos de un modo especial; os hablo en unión con ellos. Sin embargo, a mis ojos, a los ojos del Concilio, vosotros sois inseparables de los obispos y pensaré en vosotros en mi encuentro con ellos. Una profunda comunión, fundada sobre el sacramento y el ministerio, une a los sacerdotes y a los obispos. Queridos amigos, ¡que comprendáis el amor que os tengo en Cristo Jesús! Si Cristo me pide, como al Apóstol Pedro, "confirmar a mis hermanos", vosotros sois quienes primero os debéis beneficiar de ello.

2. Para caminar con alegría y esperanza en nuestra vida sacerdotal, es necesario que nos remontemos a las fuentes. No es él mundo quien fija nuestra función, nuestro estatuto y nuestra identidad. Es Cristo Jesús, es la Iglesia. Cristo Jesús es quien nos ha elegido como sus amigos, para que demos fruto; El ha hecho de nosotros sus ministros: nosotros participamos en la misión del único Mediador que es Cristo. La Iglesia, el Cuerpo de Cristo, es quien desde hace dos mil años, manifiesta el lugar indispensable que ocupan en su seno los obispos, los sacerdotes y los diáconos.

Vosotros, sacerdotes de Francia, tenéis la suerte de ser los herederos de una pléyade de sacerdotes que siguen siendo ejemplo para la Iglesia entera, y que son para mí mismo una fuente constante de meditación. Por hablar tan sólo del período más próximo, pienso en San Francisco de Sales, en San Vicente de Paúl, en San Juan Eudes, en los maestros de la Escuela francesa, en San Luis-María Grignion de Montfort, en San Juan-María Vianney, en los misioneros de los siglos XIX y XX, cuyo trabajo en África he admirado. La espiritualidad de todos estos Pastores lleva el sello de su tiempo, pero el dinamismo interior es el mismo y la peculiaridad de cada uno enriquece el testimonio global del sacerdocio que nosotros tenemos que vivir. ¡Cuánto me habría gustado dirigirme como peregrino a Ars, si hubiera sido posible! El Cura de Ars es, en efecto, un modelo sin par para todos los países, a la vez que la plenitud del ministerio y de la santidad del ministro, entregado a la oración y a la penitencia por la conversión de las almas.

También muchos estudios y exhortaciones han jalonado el camino y la vida de los sacerdotes de vuestro país: pienso, por ejemplo, en la admirable carta del cardenal Suhard: "El sacerdote en la ciudad". El Concilio Vaticano II ha recogido toda la doctrina sobre el sacerdocio en la Constitución Lumen gentium (
LG 28) y en el Decreto Presbyterorum ordinis, que tienen el mérito de enfocar la consagración de los sacerdotes desde la perspectiva de su misión apostólica, en el seno del Pueblo de Dios, y como una participación en el sacerdocio y en la misión del obispo. Estos textos se prolongan en otros muchos, en particular en los de Pablo VI, los del Sínodo y mi propia Carta.

Estos son los testimonios y los documentos que nos señalan el camino del sacerdocio. Esta tarde, en este lugar sagrado, que es como un Cenáculo, os doy tan sólo, queridos amigos, algunas recomendaciones esenciales.

3. En primer lugar, tened fe en vuestro sacerdocio. No ignoro todo aquello que puede desanimar y quizás desmoronar a ciertos sacerdotes hoy. Numerosos análisis y testimonios insisten en estas dificultades reales que, aunque esta tarde no las enumere, tengo muy presentes en mi espíritu —en particular la escasez de ordenaciones—. Y sin embargo os digo: estad contentos y orgullosos de ser sacerdotes. Todos los bautizados forman un pueblo sacerdotal, lo cual equivale a decir que tienen que ofrecer a Dios el sacrificio espiritual de toda su vida, animada por una fe amorosa, en unión al Sacrificio único de Cristo. ¡Dichoso el Concilio que nos lo ha recordado! Pero precisamente por esto, nosotros hemos recibido un sacerdocio ministerial para hacer conscientes a los laicos de su sacerdocio y permitirles que lo ejerzan. Nosotros hemos sido configurados con Cristo Sacerdote para poder actuar en nombre de Cristo Cabeza en persona (cf. Presbyterorum ordinis PO 2). Hemos sido tomados de entre los hombres, y nos hacemos pobres servidores, pero nuestra misión de sacerdotes del Nuevo Testamento es sublime e indispensable: es la misión de Cristo, el único Mediador y Santificador, por eso pide una consagración total de nuestra vida y de nuestro ser. La Iglesia no podrá nunca carecer de sacerdotes, de santos sacerdotes. Cuanto más madurez alcanza el Pueblo de Dios, cuanto más asumen su papel en sus múltiples compromisos de apostolado las familias cristianas y los laicos cristianos, tanto más tienen necesidad de sacerdotes que sean plenamente sacerdotes, precisamente para la vitalidad de su vida cristiana. Y en otro aspecto, cuanto más descristianizado se halla el mundo o más falto de madurez en su fe, tanto más tiene necesidad también de sacerdotes que estén totalmente dedicados a dar testimonio de la plenitud del misterio de Cristo. Esta es la seguridad que ha de sostener nuestro propio celo sacerdotal, la perspectiva que ha de incitarnos a fomentar con todas nuestras fuerzas, con la oración, el testimonio, la llamada y la formación, las vocaciones de sacerdotes y de diáconos.

4. Añado: apóstoles de Cristo Jesús por voluntad de Dios (cf. exordio de todas las Cartas de San Pablo), mantened la preocupación apostólica y misionera que está tan viva en la mayor parte de los sacerdotes franceses. Muchos —de modo particularmente llamativo durante estos treinta y cinco últimos años— estuvieron dominados por la obsesión de anunciar el Evangelio al corazón del mundo, al corazón de la vida de nuestros contemporáneos, en todos los ambientes intelectuales, obreros, e incluso del "cuarto mundo", también a aquellos que están a menudo lejos de la Iglesia, a quienes un muro parecía incluso separar de ésta, y ello a través de toda clase de nuevos modos de acercamiento, de iniciativas ingeniosas y valientes, llegando incluso hasta compartir el trabajo y las condiciones de vida de los trabajadores en la perspectiva de la misión, en todo caso, casi siempre con medios pobres. Muchos —los capellanes por ejemplo— están constantemente en la brecha para hacer frente a las necesidades espirituales de un mundo descristianizado, secularizado, agitado a menudo por nuevos emplazamientos culturales. Esta preocupación pastoral, pensada y llevada a cabo en unión con vuestros obispos, os honra: que prosiga y se purifique sin cesar. Tal es el deseo del Papa. ¿Cómo ser sacerdote sin compartir el celo del buen pastor? El buen pastor se preocupa de aquellos que están alejados del redil por falta de fe o de práctica religiosa (cf. Presbyterorum ordinis PO 6); con más razón cuida del conjunto del rebaño de los fieles que ha de reunir y alimentar, como testimonia el ministerio pastoral cotidiano de tantos párrocos y coadjutores.

5. En esta perspectiva pastoral y misionera, que vuestro ministerio sea siempre el del apóstol de Jesucristo, el del sacerdote de Jesucristo. No perdáis nunca de vista para qué habéis sido ordenados: para hacer progresar a los hombres en la vida divina (cf. ib., PO 2). El Concilio Vaticano II os pide, a la vez, que no seáis extraños a la vida de los hombres, que seáis "testigos y dispensadores de una vida distinta de la terrena" (cf. ib., PO 3).

Sois, además, ministros de la Palabra de Dios, para evangelizar y formar evangelizadores, para despertar, enseñar y alimentar la fe —la fe de la Iglesia—, para invitar a los hombres a la conversión y a la santidad (cf. ib., PO 4). Estáis asociados a la obra de santificación de Cristo, para enseñar a los cristianos a realizar la ofrenda de su vida, en todo momento, y especialmente en la Eucaristía, que es "la fuente y el culmen de la evangelización" (ib., PO 5). Y aquí, queridos hermanos sacerdotes, es necesario que procuremos siempre, con un cuidado extremo, una celebración de la Eucaristía que sea verdaderamente digna de este misterio sagrado, como lo he recordado recientemente en mi Carta a este propósito. Nuestra actitud en esta celebración debe hacer entrar verdaderamente a los fieles en esta acción santa que los pone en relación con Cristo, el Santo de Dios. La Iglesia nos ha confiado este misterio, y ella nos dice cómo lo tenemos que celebrar. De este modo enseñáis a los cristianos a impregnar toda su vida del espíritu de oración, los preparáis para los sacramentos; pienso de un modo especial en el sacramento de la penitencia o de la reconciliación, que posee una importancia capital para el camino de la conversión del pueblo cristiano. Sois educadores de la fe, formadores de las conciencias, guías de las almas, para permitir a cada cristiano desarrollar su vocación personal según el Evangelio, en una caridad sincera y activa, leer en los acontecimientos lo que Dios espera de él, ocupar su lugar plenamente en la comunidad de los cristianos, de la que vosotros sois los convocadores y los Pastores, y que debe ser misionera (cf. ib., 6): para permitirle también asumir sus responsabilidades temporales en la comunidad de los hombres de un modo conforme a la fe cristiana. Los catecúmenos, los bautizados, los confirmados, los esposos, los religiosos y las religiosas, individualmente o en grupo, cuentan con vuestra ayuda específica para llegar a ser aquello que deben ser.

En una palabra, todas vuestras fuerzas están consagradas al crecimiento espiritual del Cuerpo de Cristo, cualesquiera que sean el ministerio preciso o la presencia misionera que os estén confiados. Este es vuestro cometido, que es a la vez fuente de una gran alegría y de enormes sacrificios. Estáis cercanos a todos los hombres y a todos sus problemas "como sacerdotes".En esta situación conservad vuestra identidad sacerdotal que os permite asegurar el servicio de Cristo para el que habéis sido ordenados. Vuestra personalidad sacerdotal ha de ser para los demás un signo y una indicación; en este sentido vuestra vida sacerdotal de ninguna manera puede ser laicizada.

6. Adecuadamente situado en relación a los laicos, vuestro sacerdocio se articula sobre el de vuestro obispo. A vuestro nivel participáis en el ministerio episcopal por el sacramento del orden y la misión canónica. Este es el fundamento de vuestra obediencia responsable y voluntaria hacia vuestro obispo, vuestra cooperación meditada y confiada con él. El es el padre del presbiterio. Vosotros no podéis construir la Iglesia de Dios al margen de él. Es él quien realiza la unidad de la responsabilidad pastoral, como el Papa realiza la unidad en la Iglesia universal. Recíprocamente el obispo ejerce, con vosotros y gracias a vosotros, su triple función que el Concilio ha explicado ampliamente (cf. Lumen gentium LG 25-28). Existe en este hecho una fecunda comunión, que no pertenece sólo al orden de la coordinación práctica, sino que forma parte del misterio de la Iglesia y que adquiere un relieve particular en el consejo presbiteral.

7. Esta unidad con vuestros obispos, queridos amigos, es inseparable de la que tenéis que vivir entre sacerdotes. Todos los discípulos de Cristo han recibido el mandamiento del amor mutuo; para vosotros, el Concilio llega incluso a hablar de fraternidad sacramental: todos participáis en el mismo sacerdocio de Cristo (cf. Presbyterorum ordinis PO 8). La unidad debe darse en la verdad: vosotros ponéis los cimientos seguros de la unidad siendo los testigos animosos de la verdad enseñada por la Iglesia, a fin de que los cristianos no sean arrastrados por cualquier viento de doctrina, y cumpliendo todos los actos de vuestro ministerio en conformidad con las normas que la Iglesia ha precisado, sin lo cual se daría el escándalo y la división. Debe darse la unidad en el trabajo apostólico, en el que se os llama a aceptar tareas diversas y complementarías en la mutua estima y colaboración. No es menos necesaria la unidad a nivel de amor fraterno: ninguno debe juzgar a su hermano suponiendo a priori que es infiel, no sabiendo sino criticarle, e incluso calumniándole, como Jesús reprochaba a los fariseos. A partir de nuestra caridad sacerdotal damos testimonio y edificamos la Iglesia. Tanto más cuanto que tenemos el encargo, como dice el Concilio, de conducir a todos los laicos a la unidad en el amor y a hacer que nadie se sienta extraño en la comunidad de los cristianos (cf. Presbyterorum ordinis PO 9). En un mundo a menudo dividido, en que las opciones son unilaterales y abruptas, y los métodos demasiado exclusivistas, los sacerdotes tienen la hermosa misión de ser los artífices del acercamiento y de la unidad.

8. Todo esto, queridos hermanos, está relacionado con la experiencia que nosotros tenemos de Jesucristo, es decir, con la santidad. Nuestra santidad es un factor esencial para hacer fructífero el ministerio que llevamos a cabo (cf. Presbyterorum ordinis PO 12). Somos los instrumentos vivos de Cristo eterno Sacerdote. Por ello estamos dotados de una gracia particular para tender, en beneficio del Pueblo de Dios, a la perfección de Aquel a quien representamos. Ante todo, los diferentes actos de nuestro ministerio nos ordenan a esta santidad: transmitir lo que hemos contemplado, imitar lo que realizamos, ofrecernos por entero en la Misa, prestar nuestra voz a la Iglesia en el rezo de las Horas, unirnos a la caridad pastoral de Cristo... (cf. ib., PO 12-14). Nuestro celibato, por su parte, pone de manifiesto que estamos totalmente consagrados a la obra a la que el Señor nos ha llamado: el sacerdote, elegido por Cristo, se convierte en "el hombre para los demás", completamente disponible para el Reino, sin un corazón dividido, capaz de acoger la paternidad en Cristo. Así, pues, nuestra unión con la persona de Jesucristo ha de fortalecerse de todos los modos posibles con la meditación de la Palabra, con la oración relacionada con nuestro ministerio, y ante todo con el Santo Sacrificio que celebramos cada día (cf. mi Carta del Jueves Santo , núm. 10), y debe utilizar los medios que la Iglesia ha aconsejado siempre a sus sacerdotes. Es necesario que volvamos sin cesar y con alegría a la intuición de la primera llamada que nos vino de Dios: "Ven, sígueme".

9. Queridos amigos, os invito a la esperanza. Sé que soportáis "el peso del día y del calor" con muchos méritos. Podría hacerse la lista de las dificultades interiores y exteriores, de los motivos de inquietud, sobre todo en estos tiempos de incredulidad: nadie mejor que el Apóstol Pablo ha hablado de las tribulaciones del ministerio apostólico (cf. 2Co 4-5), pero también de sus esperanzas. Se trata, por tanto, en primer lugar, de una cuestión de fe. ¿Acaso no creemos que Cristo nos ha santificado y enviado? ¿No creemos que El permanece con nosotros aunque llevemos este tesoro en vasijas frágiles y tengamos nosotros mismos necesidad de su misericordia, de la cual somos ministros para los demás? ¿No creemos que El actúa por nosotros, al menos si realizamos su obra, y que El dará crecimiento a lo que nosotros hemos sembrado laboriosamente según su Espíritu? ¿Y no creemos que El concederá también el don de la vocación sacerdotal a todos aquellos que habrán de trabajar con nosotros y tomar el relevo, sobre todo si nosotros mismos sabemos reavivar el don que hemos recibido por la imposición de las manos? ¡Que Dios aumente nuestra fe! Ampliemos también nuestra esperanza en el conjunto de la Iglesia: ciertos miembros sufren, otros pasan estrechez de múltiples maneras, otros viven una verdadera primavera. Cristo debe repetirnos a menudo: "¿Por qué teméis, hombres de poca fe?" (Mt 8,26). Cristo no abandonará a aquellos que se han confiado a El, a aquellos que se confían a El cada día.

10. Esta catedral está dedicada a Notre Dame. El año que viene iré a la gruta de Massabielle en Lourdes, y me alegro de ello. Vuestro país posee numerosos santuarios en los que vuestros fieles gustan orar a la Virgen bendita su Madre. Nosotros sacerdotes debemos ser los primeros en invocarla como nuestra Madre. Ella es la madre del sacerdocio que hemos recibido de Cristo Os lo ruego, confiadle vuestro ministerio, confiadle vuestra vida. Que Ella os acompañe como a los primeros discípulos, desde el primer encuentro gozoso de Caná, que os recuerda el albor de vuestro ministerio, hasta el sacrificio de la cruz, que marca necesariamente nuestras vidas, hasta Pentecostés, en la espera cada vez más penetrante del Espíritu Santo, de quien Ella es Esposa desde la Encarnación. Terminaremos nuestro encuentro con un Avemaría.

Siento tener que dejaros por hoy. Pero los sacerdotes están siempre cerca di mi corazón y de mi plegaria. Os voy a bendecir en nombre del Señor: a cada uno de vosotros, a los sacerdotes a quienes representáis, y especialmente a aquellos que experimentan la prueba física o moral, la solicitud o la tentación para que Dios dé a todos su paz. ¡Que Cristo sea vuestra alegría! ¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo ¡Amén!









VISITA PASTORAL A PARÍS Y LISIEUX

SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL ALCALDE DE PARÍS EN LA PLAZA DEL HOTEL DE VILLE


Viernes 30 de mayo de 1980



Señor alcalde:

286 He apreciado mucho las palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre del pueblo de París, de sus representantes y en su propio nombre. Como invitado de Francia por unos días —¡y con qué satisfacción!—, efectuaré en su prestigiosa capital lo esencial de mi visita. En años pasados he tenido ya, en varias ocasiones, la dicha de visitarla, y la he encontrado cada vez más grande y también más bella, gracias a los esfuerzos llevados a cabo para realzarla. Verdaderamente es una de las capitales del mundo.

No sin emoción la visita hoy de nuevo el Sucesor de Pedro. Y en esta plaza, a dos pasos de la Cité, cuna de la villa, en estos lugares que fueron testigos de las horas grandes y también de las principales vicisitudes de su historia, en estos lugares tan simbólicos desde tantos puntos de vista, viene a saludar a la población parisiense con todo el afecto de su corazón y con todo el respeto que merecen las gloriosas páginas que ha inscrito en el registro de la historia.

Ciudad de la luz se la llama con justicia, y yo deseo que lo siga siendo para su país y para el mundo. Puede serlo sin duda por la irradiación de su cultura, y lo es. Puede serlo por la fidelidad a su patrimonio histórico y artístico. Desde muchos sitios se mira hacia ella con tanta admiración como envidia; también en mi patria de origen se sabe lo que debemos a París.

Pero el pasado no lo es todo. También cuenta el presente, y en el presente existen cuestiones muy concretas. Está también el futuro, que hay que preparar. Se plantean estos múltiples problemas de la ordenación urbana, de la organización, que llevan consigo las grandes metrópolis. Pero en ninguno de estos problemas, ni siquiera en el aspecto técnico, falta un componente humano. París pertenece sobre todo a los hombres, a las mujeres; a personas arrastradas por el rápido ritmo del trabajo en las oficinas, los lugares de investigación, los almacenes, las fábricas; a una juventud en busca de formación y de empleo; también a los pobres, que viven muchas veces su infortunio, o incluso su indigencia, con una dignidad emocionante, ciertamente no los podemos olvidar jamás; un vaivén incesante de gentes a menudo desarraigadas; rostros anónimos en los que se lee la sed de felicidad, de bienestar y —creo que también— la sed de lo espiritual, la sed de Dios.

Mi visita a Francia es una visita pastoral, usted lo sabe. Como Obispo de Roma, he de afrontar personalmente cada día, en mi propia diócesis, situaciones semejantes, aun cuando el contexto difiera en algunos puntos. Intento, por eso, comprender las preocupaciones de los que tienen la responsabilidad, a diferente título, de los problemas de una ciudad tan parecida a la mía, y pienso lograrlo, o por lo menos, así lo espero.

Reciba, señor alcalde, los más fervientes deseos de su huésped, para la pesada tarea que ha de asumir el ayuntamiento parisiense. Pido al Señor que les asista en todos los esfuerzos que se emprendan al servicio del bien común, a fin de que el pueblo de París, tan querido para mi corazón, encuentre cada vez mejores condiciones de desarrollo y nos haga sentir cada vez más orgullosos de él.







Discursos 1980 281