Discursos 1980 52


A LOS PARTICIPANTES EN LA XIII ASAMBLEA PLENARIA


DE LA COMISIÓN PONTIFICIA «IUSTITIA ET PAX»


Sábado 9 de febrero de 1980



1. Os saludo con gran alegría aquí esta mañana a todos vosotros, miembros de la Pontificia Comisión "Iustitia et Pax" y miembros de su Secretariado, que habéis tomado parte en la XIII asamblea general de la Comisión, que es asimismo la tercera después de la aprobación definitiva de los Estatutos.

Provenís de continentes distintos y habéis consagrado estos días a las afueras de Roma a una reflexión conjunta más profunda, en la que cada uno ha contribuido al esclarecimiento de los problemas del orden del día aportando la experiencia de la propia vida, la de su patria, la de la Iglesia en su país y la de su propia cultura.

53 2. Me acuerdo muy bien todavía de nuestro primer encuentro unos meses después de mi elección a la Sede de Pedro. En aquella ocasión os dije: "Cuento con vosotros, cuento con la Pontificia Comisión Iustitia et Pax para que me ayudéis y ayudéis a la Iglesia a decir a los hombres de nuestro tiempo... ¡No tengáis miedo! ...¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 26 de noviembre de 1978, pág. 11). Quiero repetiros hoy de nuevo que cuento con todos vosotros y sé que deseáis prestarme esta ayuda a mí y a toda la Iglesia.

Se trata de una tarea noble que es ante todo un servicio. En efecto, esta Comisión ha sido fundada para esto, para estar al servicio del Papa y de los obispos y, por tanto, de toda la Iglesia. Este servicio que prestáis a la Iglesia en el seno de la Curia Romana, es motivo de orgullo legítimo y gozo interior; es también motivo de gratitud a Dios de quien todos somos servidores, y a Cristo "centro del cosmos y de la historia" (Redemptor hominis
RH 1) y, por tanto, centro de nuestra vida, esfuerzos y trabajo.

3. En vuestra reunión de Nemi habéis tratado varios temas que revisten interés particular para la Iglesia y el mundo de nuestros días. Habéis examinado de nuevo de modo especial el tema fundamental que constituye una de las razones de ser de vuestra Comisión, el desarrollo. Se trata de una realidad en constante evolución a lo largo de estos diez últimos años y que plantea problemas que se deben abordar en un contexto muy distinto cada vez, si bien esta realidad no deja de referirse a exigencias fundamentales que son el bien de las personas y de la sociedad. Se que habéis abordado este estudio para acoger la palabra peculiar que pueda ofreceros la Iglesia a fin de contribuir al debate que tienen entablado tantas personas, grupos y sociedades muy diversas.

Por lo que concierne al desarrollo, quiero recordar aquí lo que dije a la XX Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en el mes de noviembre último:. "Pero el perfeccionamiento de la persona supone ...la realización concreta de las condiciones sociales que constituyen el bien común de toda comunidad política nacional y del conjunto de la comunidad internacional. Tal desarrollo colectivo, orgánico y continuo, es el presupuesto indispensable para asegurar el ejercicio concreto de los derechos del hombre, tanto de aquellos que tienen contenido económico, como de aquellos que conciernen directamente a los valores espirituales. Sin embargo, para ser expresión de una verdadera unidad humana, este desarrollo ha de obtenerse a través de la invitación a la libre participación, y a la responsabilidad de todos, tanto en el campo público como en el privado, tanto a nivel interno como internacional" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 25 de noviembre de 1979, pág. 9).

4. En el momento en que está anunciando el Tercer Decenio del Desarrollo proclamado por las Naciones Unidas; y en el momento asimismo en que tantos pueblos se ven ante problemas abrumadores concernientes a su porvenir económico y social, la Iglesia no puede rehuir su deber de estar presente, de testimoniar con su palabra, de tender la mano para ayudar. Lo hará, pues sabe que es la voz evangélica, proclamadora siempre de que la medida de todo desarrollo real es la integridad y respeto de la persona humana.

Esta palabra de la Iglesia y el afán de todos los cristianos, deben ser siempre expresión de la inspiración evangélica. De este modo la Iglesia animará a las fuerzas vivas de la sociedad a aprovechar los recursos disponibles para 'conseguir solucionar los problemas del desarrollo, problemas que han llegado a una complejidad hasta ahora desconocida. Ofrecerá su contribución en función de su propia misión y de acuerdo con ésta. Mi gran predecesor el Papa Pablo VI iluminaba esta exigencia evangélica cuando decía en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi: "La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social del hombre. Precisamente por esto la evangelización lleva consigo un mensaje explícito, adaptado a las diversas situaciones y constantemente actualizado, sobre los derechos y deberes de toda persona humana..., sobre la vida comunitaria de la sociedad, sobre la vida internacional, la paz, la justicia, el desarrollo" (Nb 29).

5. Es éste el camino para definir en cada etapa y en el contexto de cada situación nueva, el papel y la contribución de la Iglesia en el campo del desarrollo. Guiados por esta palabra podemos todos, vosotros y yo, tratar de expresar en términos claros el mensaje del Evangelio para los hombres que viven hoy en condiciones que han evolucionado profundamente.

En el nuevo contexto del desarrollo, uno de los factores determinantes es la interacción entre los problemas del desarrollo y las amenazas a la paz, que en la hora actual revisten formas nuevas y muy reales. Ante la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas el 2 de octubre último, tuve ocasión de recordar una regla constante de la historia del hombre que indica la relación estrecha entre los derechos del hombre, el desarrollo y la paz: "Esta regla está basada en la relación existente entre los valores espirituales y materiales o económicos. En esta relación, la primacía corresponde a los valores espirituales, en consideración de la naturaleza misma de estos valores, así como por motivos relacionados con el bien del hombre. La primacía de los valores del espíritu define el significado propio y el modo de servirsé de los bienes terrenos y materiales, y se sitúa por esto mismo en la base de la paz justa. Tal primacía de los valores espirituales influye por otra parte en lograr que el desarrollo material, técnico y cultural, estén al servicio de lo que constituye al hombre, es decir, que le permitan el pleno acceso a la verdad, al desarrollo moral, a la total posibilidad de gozar los bienes de la cultura que hemos heredado y a multiplicar tales bienes mediante nuestra creatividad" (Nb 14).

6. En mi Mensaje para la Jornada mundial de la Paz hablé de las amenazas que tienen su origen en todas las formas de "no-verdad". La paz está amenazada cuando "imperan la incertidumbre, la duda y la sospecha" (Nb 4). La incertidumbre y la mentira crean un clima que influye en los esfuerzos por promover en paz y fraternidad el desarrollo pleno de los pueblos, de las personas y de las sociedades. En nuestros días este clima existe en muchos sectores de la vida colectiva, y hay riesgo de que influya en el pensamiento y la acción de los que se esfuerzan por garantizar a cada hombre y cada mujer un porvenir mejor. Por tanto, las naciones tienen el deber de revisar incesantemente sus posiciones a fin de encuadrarse en un movimiento que vaya "de una situación menos humana a una situación más humana, tanto en la vida nacional como internacional" (ib., 8). Esto exige capacidad de renunciar a los eslóganes y expresiones estereotipadas para buscar y proclamar la verdad que es la fuerza de la paz. Ello significa también estar dispuesto a colocar en la base y corazón de todo afán político, social o económico, el ideal de la dignidad de la persona humana: "Todo ser humano posee una dignidad que, no obstante la persona exista siempre dentro de un contexto social e histórico concreto, no podrá jamás ser disminuida, violada o destruida, sino que por el contrario, deberá ser respetada y protegida si se quiere realmente construir la paz" (Discurso en la XXXIV Asamblea General de la ONU, 2 de octubre de 1979, nútn. 12; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 14).

7. En la actualidad los estragos de la "no-verdad" se manifiestan fuertemente en las amenazas de guerra que persisten o aparecen de nuevo; pero también son visibles en otros campos tales como la justicia, el desarrollo, y los derechos del hombre. Como ya dije en mi Encíclica Redemptor hominis (cf. núm. Nb 15), el hombre contemporáneo parece estar amenazado por lo que él mismo produce, y corre peligro de perder el significado auténtico de la realidad y la significación verdadera de las cosas, alienándose en lo que él mismo produce, porque no encauza constantemente todas las cosas a una visual centrada en la dignidad, inviolabilidad y carácter sagrado de la vida humana y de todo ser humano.

Aquí es donde se revela la importancia de vuestra tarea y vuestro trabajo de miembros de la Pontificia Comisión "Iustitia et Pax". A vosotros corresponde presentar en las relaciones sociales a los hombres de nuestro tiempo, el ideal del amor. Este amor social debe constituir el contrapeso del egoísmo, de la explotación, de la violencia; debe ser la luz de un mundo cuya mirada corre el riesgo de oscurecerse constantemente por las amenazas de la guerra, la explotación económica o social, la violación de derechos humanos; debe conducir a la solidaridad efectiva con todos los que quieren promover la justicia y la paz en el mundo. Este amor social debe reforzar el respeto a la persona y salvaguardar los valores auténticos de los pueblos y naciones, y de sus culturas. Para nosotros el principio de este amor social, de la solicitud de la Iglesia por el hombre, se encuentra en Jesucristo mismo, como lo testimonian los Evangelios.

54 A todos, a usted señor cardenal, que es testimonio infatigable del amor de Cristo a todos los pueblos, a vosotros, queridos hermanos en el Episcopado, y a todos vosotros miembros de la Pontificia Comisión "Iustitia et Pax" y del Secretariado, os doy de todo corazón mi bendición, asegurándoos que encomiendo vuestra tarea al Señor, y le pido que bendiga El vuestros esfuerzos generosos y los haga fructificar.






A UN GRUPO DE RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS


DE LA ORDEN BASILIANA DE SAN JOSAFAT


Jueves 14 de febrero de 1980

: Queridísimos hermanos y hermanas en el Señor:

He accedido gustoso al deseo de una audiencia especial expresado a su tiempo por el reverendo padre protoarchimandrita, sabiendo cuánta importancia atribuís a este encuentro, con el que os proponéis solemnizar la clausura del XVI centenario de la muerte de San Basilio el Grande en el que vuestras Ordenes junto con otras, se inspiran como en su fundador e insuperable modelo.

Al agradecer al reverendo padre Isidoro Patrylo las palabras tan corteses con que ha interpretado vuestros sentimientos comunes, dirijo un saludo cordial a todos, los que estáis presentes y a los monjes y monjas de vuestras Ordenes que tratan de vivir en las distintas comunidades esparcidas por el mundo con fiel observancia religiosa, no obstante las dificultades no leves que ciertas situaciones les ocasionan.

El testimonio de fidelidad valiente a Cristo, a la Iglesia y a la Regla que os ofrecen estos hermanos y hermanas vuestros, debe servir de ejemplo a todos vosotros y estimularos a una adhesión cada vez más generosa y coherente a la gracia singular de la vocación; siguiendo las huellas de aquel a quien miráis como a legislador y maestro vuestro.

Las enseñanzas de San Basilio, impregnadas como están de un autentico "sensus Christi", siguen siendo actualísimas también hoy. A este propósito, ¿acaso no es significativo que la Regla comience afirmando la centralidad del mandamiento del amor de Dios y del prójimo, cuyas exigencias es tan sensible y está tan atenta la espiritualidad moderna? El itinerario ascético que traza San Basilio, está todo él orientado a la realización de este ideal.

Si el monje se propone la purificación del corazón mediante la práctica de la pobreza, el silencio, el desprendimiento y esa virtud típica basiliana de la "atención a sí mismo", lo hace porque la sabiduría que abre al conocimiento de Dios y consecuentemente a su amor, florece en corazones puros. También la entrega humilde y asidua a la oración y al recogimiento, recomendada tantas veces en la Regla, encuentra su justificación en la confianza que se funda en la palabra de Cristo, de poder llegar así más rápidamente a tener a Dios "en el corazón del alma" (cf. Parvum ascetikon, q. II, Nb 14 ss. y passim).

El otro polo del "mandamiento más grande", el amor al prójimo, tiene raíces profundas en el corazón humano. San Basilio lo sabe: "¿Quién ignora —pregunta— que el hombre es un animal dotado de amor y comunicabilidad, y no algo selvático y feroz?" (ib, q. II, Nb 67). Pero el obispo de Cesarea conoce también el gran desorden que el pecado introdujo en el corazón humano. Sin embargo, no se cansa de recordar a sus monjes que la posibilidad de abrirse con amor a las obras de misericordia hacia el prójimo, es fruto de una lucha prolongada y dura contra el propio orgullo, los pensamientos malos y el propio egoísmo. Sólo el que sabe mantener el corazón "intacto" (ib ., núm. Nb 85), sustrayéndolo a las sugestiones de entusiasmos pasajeros que distraen (cf. ib ., núm. Nb 83), puede mostrar en su vida una auténtica capacidad de donación. Además, en este afán altruista encontrará el secreto de su realización personal plena, puesto que "quien ama al prójimo perfecciona su caridad con Dios, porque recibe en sí todo lo que hace por el prójimo" (ib ., núm. Nb 77).

Son éstas algunas de las "perlas" del tesoro riquísimo contenido en el "escriño" de la Regla. A vosotros toca la tarea de sacarle provecho por medio del esfuerzo renovado cada día y de traducir en la vida cuanto la reflexión personal sobre las enseñanzas de vuestro Maestro y padre os ha llevado a descubrir. Con sus mismas palabras deseo exhortaros cordialmente también yo a mantener en vuestra vida este primado del amor a Dios y al prójimo, dedicándoos con solicitud incansable "a cuanto hay de más eminente y perfecto, de modo que paséis cada período de vuestra vida buscando las cosas mejores y aprendiendo las más útiles" (Parvum ascetikon, Proem Nb 7-8).

Con este deseo invoco sobre vosotros y vuestro compromiso religioso, que es activo y contemplativo al mismo tiempo, abundancia de favores celestiales, a la vez que con, particular vehemencia de afecto os imparte a vosotros y a los que forman vuestras Ordenes respectivas, la propiciadora bendición apostólica.






AL PERSONAL DE LA "ROMANA ASSOCIATIO PRO TRANSVEHENDIS


ITINERANTIBUS MISSIONARIIS" (RAPTIM)


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Viernes 15 de febrero de 1980



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra recibiros en esta casa en la fecha feliz del XXV aniversario de la apertura en Roma de la oficina italiana de vuestra Organización.

Os saludo muy cordialmente y os doy las gracias por haber deseado este encuentro. Quiero manifestaras enseguida aprecio por vuestra actividad singular, a la vez que me complazco en recordar el significado exacto de la sigla RAPTIM que os distingue; está formada por las iniciales de las palabras: "Romana Associatio Pro Transvehendis Itinerantibus Missionariis". La expresión es muy elocuente y lo es aún más la realidad que indica, es decir, la cercanía a la Sede Apostólica y el objetivo de facilitar generosamente los viajes de los misioneros de Cristo en todo el mundo. Pues bien, quisiera que este programa fuera siempre vuestro distintivo de honor.

Os deseo sinceramente que sean aplicables a cada uno de vosotros las hermosas palabras que el Apóstol Juan escribe al destinatario desconocido de su tercera Carta: "Carísimo, te muestras fiel por lo que practicas con los hermanos y aun con los peregrinos; ellos dieron testimonio de tu caridad en presencia de la Iglesia. Muy bien harás en proveerlos para su viaje de manera digna de Dios; pues por el nombre de Cristo partieron... Por tanto, debemos nosotros acogerlos, para ser cooperadores de la verdad" (3Jn 5-8). Este texto podría ser como vuestro punto luminoso de referencia y motivo de estímulo de vuestra laboriosidad. Además, no hay duda de que son válidas también para vosotros las palabras de Jesús que prometen recompensa segura a quien haya prestado ayuda aunque sea pequeña, a un discípulo suyo; pues quien ayuda al misionero tendrá su misma merced (cf. Mt Mt 10,40-42). Así tomáis parte en el entusiasmo y amor práctico que tanto distinguieron a la Iglesia desde sus orígenes.

Os animo paternamente, pues, a proseguir con tesón el camino que iniciasteis hace 25 años. Si procuráis unir esta dimensión espiritual a la competencia técnica que os corresponde, no hay duda de que este camino será muy fructuoso. No esté nunca la una sin la otra para no correr el riesgo de conformaros con buenas intenciones o limitaros a una empresa puramente profana.

Y os colme de gracias el Señor. En prenda de éstas os concedo de corazón la bendición apostólica que quiero hacer extensiva a cuantos trabajan en vuestra Organización en los distintos continentes.






A LA JUNTA Y CONSEJO PROVINCIAL DE ROMA


Sábado 16 de febrero de 1980



Señor Presidente:

Esta visita que me hace hoy con los honorables asesores y consejeros provinciales de Roma, y las significativas palabras con las que ha puesto de relieve el sentido y el valor de este testimonio de deferencia e interés hacia el Papa, suscitan en mi ánimo aprecio profundo.

Agradezco vivamente a usted y a los ilustres visitantes que le rodean, esta presencia que despierta en mi corazón una presencia que tengo siempre ante los ojos, y es la de la querida población romana y de toda la provincia, que no cesa de rodear de afecto y veneración a su Pastor en las visitas a las parroquias y a las comunidades cristianas. Esta ocasión me brinda la oportunidad de expresar también mi complacencia por las relaciones mutuamente respetuosas qué existen entre esta administración provincial y la autoridad eclesiástica; y de manifestar al mismo tiempo mis buenos deseos y aspiraciones.

56 El primer deseo es que la provincia romana, que constituye la parte más célebre del antiguo Lacio, no pierda nunca la conciencia de su singular patrimonio moral y religiosa, en donde se encuadra asimismo la herencia espiritual de San Benito, de la que usted. ha hecho mención muy oportunamente, y que después de quince siglos brilla todavía en Europa y en el mundo cual lámpara de fraternidad, unidad y concordia.

Que este patrimonio sea fuente de motivaciones para el desarrollo moderno, y estímulo para recuperar los valores cuya necesidad se siente hoy con más urgencia en nuestra sociedad tan probada por la violencia ciega y absurda. Os deseo que tengáis siempre solicitud incondicional tanto por la promoción de los valores superiores del espíritu; como por la prosperidad de los ciudadanos y de sus necesidades reales. Con las mismas palabras de mi venerado predecesor: Pablo VI, os diré: "Dedicad más vuestra atención a los sectores en que las necesidades del pueblo son mayores; la necesidad, por ejemplo, de recibir dignamente a la gente que llega a la Ciudad Eterna: peregrinos, turistas, emigrados; o las necesidades sanitarias de las clases menos pudientes; o las necesidades culturales, especialmente de la cultura profesional, por medio de la cual se califica el desarrollo económico y cívico de nuestra época" (Insegnamenti di Paulo VI, 1963. pág. 72).

La provincia de Roma debe mantener su rostro característico e inconfundible, que es el rostro cristiano, al que el patrimonio histórico y artístico debe imprimir animación viva y nueva que siempre sea digna de su verdadera nobleza. Estoy seguro de que esta administración no dejará de tener en cuenta, junto a su empeño y esfuerzos por garantizar trabajo, casa y educación a todos, y en particular a los jóvenes, también las exigencias de la vida religiosa de la población en lo que sea de su competencia.

Deseo, en fin, que de este modo las relaciones mutuas entre la autoridad eclesiástica y la civil de la provincia de Roma —cada una dentro de su esfera: de acción— contribuyan cada vez más a mantener en la población, en el ánimo de los ciudadanos y hasta en la misma atmósfera de esta tierra, yo diría, las características inconfundibles de dignidad y comportamiento moral que desde siglos están impresas en su historia civil y religiosa, y que jamás deben faltar en la conciencia de un pueblo civil.

Con estos pensamientos y deseos, a. la vez que os exhorto a todos a Proseguir satisfactoriamente la obra encaminada a la promoción del bien común, pido al Señor para vosotros apoyo y protección, de los que quiere ser prenda la bendición que imparto de corazón haciéndola extensiva a toda la población que representáis.






A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO NACIONAL PARA LAS VOCACIONES


Sábado 16 de febrero de 1980



Hermanos queridísimos:

Me da sincera alegría poder encentrarme, aunque sea brevemente, con vosotros, miembros del consejo nacional y secretarios regionales para las vocaciones, reunidos estos días en Roma para meditar juntos los problemas concernientes a la "promoción vocacional", por iniciativa de la Conferencia Italiana de Superiores Mayores.

1. Ante todo debo manifestaros mi viva complacencia y mi estímulo paterno por vuestra tarea pastoral específica, difícil y delicada —es verdad—, pero altamente meritoria para toda la Iglesia.

La vocación religiosa, al igual que la sacerdotal, es un don maravilloso que Cristo ha hecho a su Esposa y que ésta debe, por tanto, custodiar y mantener con amor y celo. A este fin la Iglesia toda se empeña a orar incesantemente, vigilar asiduamente, proclamar con fe el valor imperecedero de la consagración total y definitiva a Dios. multiplicar su generosidad a fin de que se difunda el ideal de la vocación vivida en la práctica constante de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, de modo que en el desarrollo armónico del Cuerpo místico no falten hombres y mujeres que en monasterios, escuelas y hospitales, o en misiones, honren a la Esposa de Cristo y presten a todos los hombres servicios generosos y diversísimos, con perseverancia y fidelidad humilde a su consagración (cf. Lumen gentium LG 46).

2. Claro está que para vivir con plenitud las exigencias de la vocación religiosa o sacerdotal, se necesitan constante espíritu de sacrificio, continuo dominio de sí. Pero vale la pena afrontar tales dificultades para responder con generosidad ardiente a la invitación de Jesús: "¡Sígueme!" (cf. Mt Mt 19,21 Lc 18,22). ¿Acaso ha disminuido esta capacidad de entrega a Jesús en los hombres y mujeres de nuestra época? Pienso que todos estamos convencidos de que los hombres y mujeres de hoy y, en particular, los jóvenes y las jóvenes, tienen tal exigencia de verdad, justicia, amor, solidaridad e ideales, que les dispone a vivir profundamente la experiencia entusiasmante de la vocación religiosa.

57 Y el deseo de todos es que seamos muchos los que sigamos la invitación de Cristo, recordando las palabras de San Agustín: "Non sitis pigri qui potestis, quibus adspirat Deus apprenhendere gradus meliores... Aspice eum qui te ducit, et non respicies retro, unde te educit. Qui te ducit, ante te ambulat; unde te educit, post te est. Ama ducentem..." ("No seáis perezosos los que podéis y a quiénes Dios invita a subir más alto... Mira a quien te guía y no mires atrás, al punto de donde El te saca. El que te guía camina delante de ti; el lugar de donde te saca, queda atrás. Ama a quien te guía...": Enarr. in Psal. 76, 16; PL 36, 368 ss.).

3. Al terminar este encuentro breve, deseo dirigirme idealmente a todos los religiosos y sacerdotes que viven serenamente día a día su vocación, fieles a los compromisos adquiridos, constructores humildes y escondidos del Reino de Dios, de cuyas palabras, comportamiento y vida irradia el gozo luminoso de la opción que hicieron. Son precisamente estos religiosos y sacerdotes los que con su ejemplo aguijonearán a muchos a acoger en su corazón el carisma de la vocación. A ellos recuerdo. lo que recomendó el Concilió Vaticano II: "Cuiden los religiosos con atenta solicitud de que por su medio la Iglesia muestre de hecho mejor cada día ante fieles e infieles, a Cristo, sea entregado a la contemplación en el monte, sea -anunciando el Reino de Dios a las multitudes, o curando a los enfermos y pacientes y convirtiendo a los pecadores al buen camino, o bendiciendo a los niños y haciendo bien a todos; obediente siempre, sin embargo, a la voluntad del Padre que lo envió"(Lumen gentium
LG 46).

Os acompañe siempre en vuestro ministerio mi bendición, y lo haga fecundo vara bien de. la Iglesia.





ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


DURANTE SU VISITA A LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD LATERANENSE


Sábado 16 de febrero de 1980



1. Después de mis recientes visitas a la Universidad de Santo Tomás de Aquino y a la Universidad Gregoriana, no podía faltar, queridísimos hermanos e hijos, superiores, profesores, alumnos y ex-alumnos de la Pontificia Universidad Lateranense, un encuentro con vosotros, del mismo modo agradable y significativo por razón de la importancia que este insigne Centro de estudios reviste ante el mundo católico y del estrecho vínculo, además, que por voluntad de los Sumos Pontífices le ha unido siempre y le une a la Sede Apostólica. Su cercanía a la patriarcal basílica de San Juan —la catedral del Papa— expresa al vivo, diría con su misma situación topográfica, una posición singular de dignidad y de compromiso responsable en el campo de las ciencias sagradas, en orden a las necesidades espirituales de la diócesis de Roma, que aquí cerca tiene también su seminario mayor, y de las otras Iglesias particulares que envían aquí sus propios alumnos.

Pero deseo, ante todo, presentar un ferviente, distinguido saludo a todos los representantes y a los componentes de la vida académica. Saludo afectuosamente al señor cardenal Vicario en su calidad de gran canciller y, con él, con los purpurados y los prelados que le rodean, saludo al comisario mons. Pangrazio y al rector magnífico, a los colaboradores del rectorado, y también, según el orden de las diversas facultades e institutos, a cuantos trabajan en unas y en otros: a los decanos y presidentes, a los profesores y a los jóvenes. El saludo se extiende, además, a los que pertenecen a las diversas sedes de estudio, quienes, mediante la afiliación, están vinculadas a la misma Lateranense, con la garantía de un conveniente nivel didáctico y de la necesaria continuidad en la investigación científica: aun cuando físicamente sean comunidades lejanas, yo las considero esta tarde presentes entre nosotros, como vástagos vitales y frondosos de una planta fecunda. Y me es grato dirigir, ya desde el comienzo, una palabra de obligado elogio por la iniciativa de estas afiliaciones que, si merecidamente testimonian disponibilidad a la asistencia, voluntad de colaboración y —casi quisiera decir— un sentido distinguido de la “comunión cultural”, de algún modo evocan también esa relación que la Sacrosanta Iglesia lateranense tamquam mater et caput tiene con las Iglesias esparcidas por el mundo.

2. Vosotros, pues, constituís por título especial la Universidad del Papa: título indudablemente honorífico, pero por esto mismo oneroso (honor-onus). ¿Reflexionamos, entonces, sobre lo que implica, en concreto, este título?

Ya, al decir Universidad Católica —como enseña el Concilio Vaticano II— se entiende una escuela de grado superior que “cumple” una presencia pública, constante y universal del pensamiento cristiano, y está demostrando cómo fe y razón convergen en la única verdad (cf. Gravissimum educationis GE 10). Y, al decir Universidad Eclesiástica —como he recordado en la reciente Constitución Apostólica Sapientia christiana (III)— se entiende una de “aquellas que se ocupan especialmente de la Revelación cristiana y de las cuestiones relacionadas con la misma y que por lo tanto están más estrechamente unidas con la propia misión evangelizadora”. ¿Qué se deberá entender, por añadidura, al decir Universidad Pontificia? Entendáis bien cómo estos tres adjetivos no están desarticulados entre sí, sino más bien ordenados “in crescendo” sobre la base, ya de por sí tan noble y digna, del mismo existir de una universidad, que es domicilio insigne de la ciencia “qua talis” y lugar metodológicamente apropiado y preparado para las investigaciones necesarias para alcanzarla. Una Universidad Pontificia aparece como en la cumbre en su indispensable función educativa y didáctica al servicio de la fe cristiana; servicio que, en el caso de esta Universidad, se concreta en el deber específico de suministrar una adecuada preparación pastoral y doctrinal a los seminaristas y a los sacerdotes, para ayuda de su ministerio en las respectivas diócesis. Quien sale del Laterano, precisamente por lo que aquí ha recibido, está llamado a tareas de particular responsabilidad para la animación del Pueblo de Dios y para la misma formación permanente del clero.

Esta convergencia de atribuciones y de títulos no puede menos de tener una rigurosa premisa, a modo de punto de partida obligado: la fidelidad a toda prueba a los auténticos contenidos del Credo y, por lo tanto, al órgano que los propone y los interpreta, esto es, al Magisterio vivo de los legítimos Pastores de la Iglesia, comenzando por el Romano Pontífice. He aquí, pues, que en una Universidad como ésta, el connatural rigor del procedimiento científico se une íntimamente con el respeto absoluto a la Revelación divina, que está confiada a la Cátedra de Pedro. Estos son elementos fundamentales, son los indeclinables polos de referencia, de los que no será nunca lícito desviarse o separarse, so pena de perder su identidad. Efectivamente, si falta uno, la Universidad descendería al nivel de una escuela de orden secundario, donde por razones obvias no puede darse ni investigación, ni descubrimiento, ni creatividad; si falta el otro —digo la adhesión al dato revelado— se encaminaría a una fatal decadencia respecto a ese altísimo “ministerio de magisterio” que la Iglesia misma, como primera destinataria del Euntes... docete de Cristo resucitado (cf. Mt Mt 28,19), le ha confiado en el momento de erigirla. Y, en un caso y en otro, no podría evitar un serio peligro: el de no responder a las razones de la ciencia o a las de la fe.

3. ¿Son graves estas palabras? No ciertamente, si se considera cuán exigente es hoy el contexto cultural y cuán urgente es, al mismo tiempo, y necesaria una activa, fecunda y estimulante circulación del pensamiento católico en ella. Nuestros tiempos, hermanos e hijos queridísimos, no son tiempos de administración ordinaria, en los que sea lícito apoltronarse en hábitos de pasivo estancamiento, o en que se pueda estar contentos con una repetición poco más que mecánica de los conceptos y de las fórmulas. Los hombres de nuestro tiempo, mucho más que los de las generaciones pasadas, han desarrollado mucho su sentido crítico: quieren ver, quieren saber, quieren darse cuenta y como tocar con la mano. ¡Y tienen razón! Ahora bien, si esto vale para las disciplinas profanas, vale mucho más para las ciencias sagradas, para la teología dogmática y para la teología moral sobre todo, en las que lo que se aprende no queda suspendido en el vacío, sino que tiene, debe tener una aplicación práctica y —fijaos bien— literalmente personal. Me diréis que también las leyes de la química, de la física, de la biología, etc., comportan semejantes aplicaciones; es verdad, pero es muy diverso el sentido y es mucho más comprometido el alcance de ciertos dogmas religiosos y de ciertas leyes morales, afirmadas a la luz de la Revelación divina. En estos sectores efectivamente, hay una implicación directa de las personas, porque se trata de verdades vitales, que tocan la conciencia de cada uno e interesan a su vida presente y futura.

Pero no repetiré cuanto ya he afirmado en la sede de la Universidad Gregoriana. Diré sencillamente que, si toda universidad debe ser una fragua activa del saber científico, la Universidad Pontificia debe funcionar —gracias al esfuerzo generoso y coordinado de todos sus componentes— como un centro propulsor de una ciencia teológica segura y abundante, abierta y dinámica, lozana y pululante —como agua purísima de manantial— por una inagotable reflexión en torno a la Palabra de Dios. Esta es precisamente su tarea, porque también a ella —como a cada uno de los cristianos— le compete el deber de estar siempre dispuesta a responder a cualquiera que pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1P 3,15).


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