Discursos 1980 58

58 4. Pero teniendo presentes la peculiar fisonomía y las características de la Lateranense —como su directa dependencia del Papa, el papel que aquí desarrolla el clero secular, su destino primario para beneficio del sacerdocio ministerial—, me parece que tanto más claro y convincente y creíble será su testimonio, cuanto más y mejor respondan a algunos criterios la enseñanza que en ella se imparte y la investigación que en ella se realiza. Por esto, quiero recordar y recomendar esos criterios.

a) El primer criterio —como ya he aludido— es la fidelidad, entendida no en sentido genérico ni —mucho menos— en el sentido reductor de un mantenerse apenas en los límites de la ortodoxia, evitando fugas y posiciones en contraste con las enunciaciones del Símbolo Apostólico, de los Concilios Ecuménicos, del Magisterio ordinario y extraordinario. ¡Así no! Fidelidad quiere ser, debe ser una orientación decidida y estable, que inspira y sigue de cerca la investigación: significa poner esa Palabra de Dios, que la Iglesia “escucha religiosamente” (cf. Dei Verbum
DV 1), en el origen mismo del proceso teológico y referir a ella cada una de las adquisiciones y conclusiones, a las que se llega poco a poco; implica una confrontación atenta y permanente con lo que la Iglesia cree y profesa. Fidelidad no significa esquivar la responsabilidad, no es una actitud falsamente prudencial, por la que se renuncia a profundizar y a meditar; impulsa a indagar, a ilustrar, a llegar al fondo —en cuanto es posible— de la verdad en todas las riquezas, de que Dios la ha dotado; se preocupa de su más idónea y plausible presentación. La fidelidad es ejercicio de obediencia: es un reflejo de esa “obediencia a la fe”, de que escribe San Pablo (cf- Rm 1,5 Rm 16 Rm 26 cf. Rm 10,16).

b) El segundo criterio es la ejemplaridad que esta Universidad debe ejercitar frente a las otras, especialmente frente a los estudios afiliados. Esto quiere decir que, consciente de su posición de prestigio y de la delicada función que le pide la Iglesia, para la Iglesia y en la Iglesia, debe estar en disposición de ser propuesta como modelo a las demás: por la alta calidad de la enseñanza; por el celo de la investigación; por la educación exquisitamente eclesial que sabe garantizar a los alumnos; por el nivel de preparación espiritual y cultural que asegura a estos últimos, especialmente si están destinados al sacerdocio; en fin, por la correspondencia plena a las propias finalidades de su institución. Una Universidad como ésta —diré con la persuasiva imagen evangélica— es como la ciudad situada sobre el monte, que no puede permanecer oculta; y como la lámpara, que no debe esconderse, sino que se coloca sobre el candelero, para que su llama se extienda y alumbre a todos los que están en la casa (cf. Mt Mt 5,14-16). En ella la advertencia del Señor “vosotros sois la luz del mundo” (ib.) puede y debe encontrar un cumplimiento original y sustancial.

c) Recordaré también como tercer criterio el sentido de la catolicidad. El Concilio Vaticano II nos ha acostumbrado a escuchar otras voces en la Iglesia: de las distintas naciones de la Europa cristiana, como de los países de América Latina han llegado nuevos planteamientos y nuevas problemáticas, las cuales —en nombre, por supuesto, de un sano y definido pluralismo, y salva siempre la unidad dogmática de la fe—, pueden tener derecho de ciudadanía en el marco de la reflexión y de la elaboración teológica. Al no poder entrar aquí en el mérito de cada una de las posiciones (para algunas de las cuales, sin embargo, no han faltado las necesarias puntualizaciones, como hice yo mismo el año pasado, en Puebla, en el mensaje al Episcopado de América Latina), diré solamente que el emerger de este hecho no puede menos de apremiar el deber del discernimiento y de la síntesis. Ahora bien, ¿qué sede mejor, para hacer este trabajo de valoración crítica y de integración positiva, que la que ofrece esta Universidad dos veces romana? El sentido eminentemente católico, congénito a ella, y su apoyo en el Magisterio le crean las mejores condiciones. A este respecto, la necesaria ponderación se entreteje con el precepto del Apóstol: “No apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Probadlo todo y quedaos con lo bueno” (1Th 5,19-21)

Un sector excelente, en el que puede desarrollarse este trabajo, es, sin duda, el de la doctrina eclesiológica, y, a propósito, quiero tributaros una merecida alabanza, porque sé que cultiváis este estudio con particular dedicación. Continuad con perseverancia, porque se trata de un campo vastísimo y muy rico en gérmenes fecundos. Bastaría sólo evocar los mayores documentos pontificios y conciliares, que inmediatamente se recuerdan y que contienen en abundancia materia de análisis, de hermenéutica, de profundización: las Encíclicas Mystici Corporis de Pío XII y Ecclesiam suam de Pablo VI, las Constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes del reciente Concilio constituyen como un cuadrilátero ideal, dentro del cual se debe dirigir el estudio, sin olvidar obviamente la herencia preciosa que la tradición patrística y escolástica nos ofrece en torno a la verdadera “Ecclesia Christi”.

d) Un último criterio nace de ese tipo de investigaciones, en las que la Universidad del Laterano está llamada a desarrollar una actividad realmente de promoción: me refiero a la pastoral, y quiero nombrar, por esto, al Pontificio Instituto Pastoral, erigido por su Santidad Pío XII en 1957, con la serie de disciplinas antiguas y modernas, humanas y religiosas, en las que se articulan sus cursos, y con la especialización en teología pastoral. En efecto, mientras las Universidades eclesiásticas romanas tienen especialmente la responsabilidad de formar para la Iglesia profesores que aseguren después, en las escuelas locales de las diócesis, la adecuada enseñanza de las ciencias sagradas, y se valen para este fin de las personas y de las estructuras de insignes Ordenes religiosas, esta Universidad, en cambio, estando también en disposición de darnos excelentes profesores (lo ha hecho en el pasado y lo hace todavía), se califica por la preparación de sacerdotes doctos y celosos, que deberán alimentar la vitalidad pastoral de las comunidades eclesiales. Ella, en fin, quiere suministrar los expertos en esa “arte de las artes”, que es, según San Gregorio Magno, la dirección de las almas (cf. Regula pastoralis, 1, 1; PL 77, 14), y, por el nivel alcanzado gracias a dicho Instituto, puede contribuir eficazmente a la formación no sólo de los laicos, sino también de los sacerdotes por obra de los sacerdotes que salen de esta escuela. Efectivamente, el objetivo de fondo es la educación en la fe con acción diferenciada según las necesidades, las circunstancias y las edades: al oír las voces que provienen hoy de los hombres, creyentes y no creyentes, dudosos e indiferentes, se estudian los modos del anuncio, las técnicas de la catequesis, el servicio sacramental, la animación de grupos y de comunidades, la presencia religiosa en las escuelas, las obras caritativas y asistenciales, para que la vida cristiana, poco a poco, se establezca o se acreciente o madure sus frutos in sanctitate et iustitia (Lc 1,75). Como para la eclesiología, también para este campo os indicaré dos documentos, cuya importancia es igual a su actualidad: las Exhortaciones Apostólicas Evangelii nuntiandi y Catechesi tradendae, como textos para estudiar, meditar y llevar a la praxis ministerial.

5. He hablado hasta ahora prevalentemente de doctrina teológica y de arte pastoral, porque se trata de disciplinas que tienen gran relieve en el Laterano. No olvido por esto —no podría ni querría hacerlo— las otras enseñanzas de carácter filosófico, bíblico, patrístico, jurídico, etc., que aquí se imparten. ¿Cómo podría omitir una referencia, aunque sea rápida, al Pontificium Institutum Utriusque Iuris y a las dos facultades que lo componen? Vosotros lo sabéis: representa en el mundo científico un “unicum”, que desde hace tiempo, goza de un prestigio indiscutible; responde a exigencias reales porque la Iglesia tendrá siempre necesidad de valiosos canonistas y juristas a todos los niveles: desde el gobierno a la administración de la justicia, desde la enseñanza a las relaciones con las autoridades políticas; el Instituto, al promover el estudio científico de ambos derechos, atestigua la interdependencia, en profundidad, de los dos sistemas canónico y civil, más aún, confirmando que el derecho, en lo que tiene de absoluto, en cuanto es sinónimo de justicia, es uno.

Pero, evocada la función del original Institutum, quisiera aludir a las posibilidades de presencia activa que creo se le abren, muy amplias, especialmente en este momento. Al menos son tres los ámbitos, en los que podrá ofrecer una aportación validísima: en la preparación y en el estudio sucesivo del nuevo Codex luris Canonici; en la profundización de esos derechos de la persona que, precisamente porque son conculcados con tanta frecuencia en la sociedad de hoy, tanto más deben ser mirados y salvaguardados por la Iglesia, para la cual el hombre será siempre el camino primero y fundamental (cf. Redemptor hominis RH 14); en la gran causa de la unidad europea, una causa por la que tiene tanto interés la Santa Sede, y en la cual las instituciones jurídicas —si allí hay presentes cristianos bien preparados— podrán ejercer una saludable influencia, contribuyendo a hacer brillar mejor el rostro humano-cristiano del continente. Y muy útil podrá ser también la función de nuestro Institutum en la búsqueda preocupada de la instauración de nuevas relaciones internacionales, inspiradas en la justicia, en la fraternidad, en la solidaridad.

6. El abanico de las enseñanzas me lleva, por otra parte, a poner de relieve que, a pesar de su multiplicidad, es indiscutible, en una visión global, su carácter sagrado, mientras aparece bien preciso y neto el perfil, diría, religioso, de todos los que —sacerdotes y laicos—, por mandato de la Iglesia, son sus legítimos maestros. Y esto me sugiere subrayar también un elemento que, en la perspectiva de la vida del Laterano, tiene una importancia determinante. Lo deduzco del título II de la citada Constitución Sapientia christiana, referente a la comunidad académica y a su gobierno. Dice el artículo 11: “Dado que la Universidad (...) constituye en cierto sentido una comunidad, es necesario que todas las personas que forman parte de ella (...) se sientan cada una a su modo corresponsables del bien común y presten asiduamente su colaboración para conseguir el propio fin”.

He aquí una indicación verdaderamente preciosa: puesto que el cuerpo académico de esta Universidad está formado tanto por miembros del clero secular de varias diócesis y nacionalidades, como por religiosos pertenecientes a diversas órdenes y congregaciones, así como por laicos, de esta situación surge más neta la exigencia de una comunión profunda entre los miembros del mismo cuerpo, de manera que pueda encontrarse ya en el contexto mismo de las enseñanzas, un enlace cada vez más sólido y orgánico para una unidad real de orientación, en orden a los fines que se deben alcanzar.

Esta comunión, entendida como esfuerzo serio y profundo de investigación para el desarrollo de las ciencias sagradas que se enseñan, servirá para favorecer, en los alumnos, la formación de una mentalidad doctrinalmente bien fundada, para tener luego una más fácil y como natural proyección pastoral. Pero por esto mismo la comunión deberá implicar también a los alumnos que, encauzados y edificados antes por el ejemplo de sus profesores, estarán llamados a colaborar ante todo con la diligencia en los compromisos académicos, luego también con la asunción y ejecución de tareas particulares. Si toda la comunidad de los profesores sabe mostrar un fuerte espíritu de comunión eclesial, resultará de ello un testimonio del que se beneficiarán especialmente los alumnos. Estos podrán regresar entonces a sus diócesis bien adiestrados para guiar a los hermanos con seguridad de doctrina y con celo en el sagrado ministerio, tanto más disponibles para un servicio pastoral animoso, cuanto más sólidamente se hayan adherido a la piedra que es Pedro (cf. Mt Mt 16,18) y se hayan penetrado de sentido eclesial. Si ésta es la perspectiva de llegada, pensad bien, ilustres y queridos profesores, cuán importante y delicada es la función, mejor diré, la misión pedagógica que se ha confiado a cada uno de vosotros: se trata de un auténtico servicio eclesial, en el que al acto de confianza realizado por la Iglesia, a la misión de confianza que ella os ha conferido, debe corresponder, por vuestra parte, una sincera y constante lealtad en cumplirla.

59 7. Y ahora el tema pasa directamente a vosotros, queridísimos alumnos. También a vosotros la Constitución sobre las Universidades y Facultades eclesiásticas dedica un título especial, el IV: especifica los criterios para juzgar de vuestra idoneidad en la conducta moral y en los estudios realizados anteriormente (art. 31); os recomienda, además, el respeto de las normas y de la disciplina, la participación en la vida comunitaria de la Universidad (arts. 33-34). Pero quisiera añadir, en un plano general y preliminar, que se os pide, hijos, una conciencia: la de encontraros aquí en una sede privilegiada, donde, por un feliz y providencial concurso de circunstancias, podéis gozar de los medios más idóneos para cuidar y lograr vuestra formación en real perfección. La formación, digo, que se adapta mejor a vuestra personalidad, y que la Iglesia espera confiadamente. Vosotros, llamados como estáis al sacerdocio, reflexionad sobre cuáles y cuántas oportunidades encontráis aquí para responder a las intrínsecas e irrenunciables exigencias de !a vocación. En realidad, los años que estáis ahora pasando, son un tempus acceptabile: diría aún más que son —en la perspectiva de la vida adulta y de futuro ministerio sacerdotal— dies salutis (cf. 2Co 6,2) para vuestras almas y para los hermanos que ya antes habéis encontrado y que encontraréis un día mucho más numerosos. Sirva este pensamiento para sostener vuestro compromiso y vuestro entusiasmo juvenil; para estimularos en la aplicación al estudio y en los sacrificios que necesariamente comporta; para robustecer vuestra voluntad, templándola con la fuerza de la disciplina y con el ejercicio de la obediencia. Sabed aprovechar santamente este período para llegar al sacerdocio con la debida preparación: la doctrina, sí, sea sana en vosotros (cf. 2Tm 4,3) y copiosa, pero con ella debe existir también y sobre todo un amor ardiente hacia las almas, puesto que —como dice un gran Doctor de la Iglesia— est (...) tantum lucere vanum; tantum ardere parum; ardere el lucere perfectum (San Bernardo, Sermo in Nativitate S. Ioannis Baptistae, 983, 3; PL 183, 399).

8. Cuando en noviembre de 1958, antes de cumplirse un mes de su elevación al pontificado, mi venerado predecesor Juan XXIII quiso visitar el entonces Ateneo Lateranense, que le había acogido como joven alumno a comienzos de siglo y más tarde como a profesor, pronunció algunas palabras sugestivas que quiero recordar ahora: “Desde el cercano altar de nuestra archibasílica hasta estas aulas sagradas de nuestro Pontificio Ateneo pasa una misma corriente de luz y de gracia celeste. En efecto, la ocupación predominante del estudio universitario de las Escuelas eclesiásticas consiste en la investigación y en la ilustración de la ciencia divina (...) no para simple contemplación de la verdad religiosa (...), sino también para deducir las orientaciones prácticas para el apostolado con las almas”.

Vino, pocos meses después, como bien sabéis, la atribución del título de Universidad, conferido con el “Motu propio” Cum inde, el cual, desde las primeras líneas, confirma el vínculo afectivo que el amable Pontífice mantenía con ella y que consideraba aún más acrecentado por haber asumido el ministerio supremo en la Iglesia: ad Petri Cathedram evecti (...). Nos exinde artioribus vinculis illi iuventutis nostrae veluti sacrario devinciri sentimus (cf. AAS 51, 1959, págs. 401-403).

Si me es permitido, quisiera apropiarme ahora de estos emocionados sentimientos y pensamientos para deciros, para aseguraros, hermanos e hijos que me escucháis, el interés vivísimo, hecho de estima, de esperanza, de consideración y de predilección, que yo siento por esta “Alma Mater Studiorum”, tan renombrada y benemérita.

Para gloria de Cristo Señor, para esplendor de su Iglesia, para servicio de la ciencia y de la fe, yo le deseo el continuo, frondoso desarrollo, mientras en prenda de los favores celestes os bendigo de corazón a todos vosotros que sois los protagonistas y los artífices de la vida que late en ella.






EN EL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO


Sábado 16 de febrero de 1980



Queridos seminaristas:

1. En este día, dedicado a la fiesta de la Virgen de la Confianza, no podía faltar, después de la visita a la Pontificia Universidad Lateranense, un encuentro con vosotros, a quienes siento más particularmente cercanos a mi corazón y que representáis la esperanza de esta Iglesia de Roma.

Nos encontramos aquí en el corazón de la diócesis: junto a la Cátedra Episcopal, florece y trabaja un benemérito Instituto de ciencias sagradas, que se propone presentar y profundizar el Magisterio vivo del Romano Pontífice y de todo el Episcopado católico; e igualmente, a pocos pasos de la Basílica Lateranense, surge también el edificio que acoge a los futuros sacerdotes, a los futuros colaboradores del obispo. El seminario, pues, constituye la parte más delicada y sensible de este corazón. Efectivamente, sus muros albergan a los jóvenes que, queriendo dar a su vida una expresión generosa y comprometida, se proponen seguir más de cerca a Jesús Señor por los caminos del mundo, para ser dispensadores de los misterios divinos (cf. 7 Cor 4, 1).

Por esto, me siento feliz de estar en medio de vosotros, para efundir con vosotros hacia el Señor, más que las palabras la lozana vivacidad de los sentimientos y pensamientos, orientados hacia las necesidades de esta querida diócesis romana y de las demás diócesis a las que pertenecéis.

Juntamente con el cardenal Vicario, que me ayuda a llevar las responsabilidades pastorales de la comunidad eclesial, dirijo, un saludo agradecido ante todo al rector, a sus colaboradores y a todos vosotros, por la amable invitación; un saludo lleno de esperanza en vuestro futuro, y acompañado también de la exhortación a escuchar fiel y gozosamente al que os ha llamado con eficaz e irresistible acento: “Ven y sígueme” (cf. Mt Mt 19,21).

60 También dirijo un pensamiento especial a vosotros, jóvenes, que os reunís aquí frecuentemente para participar en encuentros de oración y reflexión, que puedan iluminar el altísimo ideal de daros totalmente al amor de Cristo (cf. Rom Rm 10,15) en la vida sacerdotal.

2. Detengámonos ahora en el pasaje de Isaías que se nos ha propuesto en la celebración de estas Vísperas solemnes, para sacar de él algunas consideraciones útiles.

Al comienzo del capítulo, el Profeta, con palabras que evocan una investidura sacerdotal, anuncia haber recibido un mensaje de consuelo para Israel (cf. Is Is 61,1 ss.). Con Israel, convertido ya en un pueblo de sacerdotes, Dios hará una alianza eterna (cf. ib., 6-8), simbolizando así la realidad de la Iglesia, Pueblo de los redimidos. Frente a esta perspectiva mesiánica, irrumpe del corazón del Profeta un canto de alegría agradecida: “Yo me gozaré en Yavé, y mi alma saltará de júbilo en mi Dios” (Is 61,10).

El gozo del alma en Dios, manifestado con estas palabras de Isaías, dirige inmediatamente nuestros pensamientos a María, que ha expresado particularmente su alegría en el canto del Magnificat. El gozo de María fue el gozo de la gracia, del don recibido, esto es, la vocación de ser llamada por Dios a una misión que representa ciertamente la cumbre de la dignidad y de la aspiración de la mujer. Por medio de ella debía realizarse el grande, insondable misterio, que el pueblo de Israel, interpretando el deseo y la espera de toda la humanidad, guardaba en su más profunda y viva tradición religiosa: la presencia del “Emmanuel”, es decir, de Dios con nosotros.

El gozo de María fue, pues, el gozo por la confianza que le demostraba Dios, al confiársele a sí mismo en la persona del Hijo Unigénito. Al llevar en su seno al Verbo Encarnado, y al darlo al mundo, Ella se convirtió en la depositaria singular de la confianza de Dios hacia el hombre, por lo que justamente María es honrada como la Madre de la Divina Confianza.

El gozo que María expresa y canta en el Magnificat ha sido el más grande que ha invadido y transformado el corazón humano; una alegría unida a la gratitud más viva y a la humildad más profunda. La humildad prepara y hace posible el don de Dios, la gratitud lo guarda, lo interioriza y le hace espacio. El don que Dios ofrece es siempre el de la salvación del hombre, hecho justo y partícipe de la santidad de Dios, a través de unas relaciones restablecidas de comunión amorosa, de filiación adoptiva, de participación en la naturaleza divina. Efectivamente, Isaías afirma con imagen expresiva: “Mi alma saltará de júbilo en mi Dios, porque me vistió de vestiduras de salud y me envolvió en manto de justicia” (Is 61,10); en el Magnificat María canta el gozo de su maternidad divina, que es la salvación para todos: “Exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador... Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen” (Lc 1,47-50).

3. A todos vosotros, aquí reunidos, quiero desearos el mismo gozo que anunció Isaías y que vivió intensamente María: el goza del don salvífico de Dios que pasa a través de vuestra vocación personal, expresión irrepetible de su confianza paterna en vosotros. A vosotros que ya sois conscientes y estáis seguros de vuestra llamada, y del consiguiente compromiso responsable, deseo la alegría de una feliz posesión del don divino y de una suave experiencia de él; mientras, a cuantos, ya en el seminario, o fuera de él, están en búsqueda confiada del propio camino, les deseo la alegría de que escuchen serenamente la voz de Dios, y de que exploren el camino, realizado con la certeza de que el Señor colma de bienes a los hambrientos y socorre a sus siervos, por su propia misericordia (cf. Lc Lc 1,53-54).

Para dejaros poseer por esta alegría del Señor, de la que ha escrito San Pablo en las Cartas a los Romanos (15, 13) y a los Filipenses (4, 4), es necesario ser fieles y respetuosos a la gracia que Dios nos comunica, tomando conciencia cada vez más profundamente del don recibido y haciéndonos conscientes, al mismo tiempo, de nuestra indignidad: “Soy un hombre de labios impuros” (Is 6,1); “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador” (Lc 5,8).

En cuanto al sacerdocio, tanto nosotros que ya lo hemos recibido, como también vosotros que estáis en camino hacia él, ¿no podemos pensar, en conformidad con el ejemplo de María, que Dios nos ha concedido la confianza de un modo totalmente particular, y que también Cristo se confía a nosotros? Precisamente a través del sacerdocio, El nos ha revestido de una especialísima vestidura de salvación.

Queridos seminaristas y queridos jóvenes, para responder a esta confianza divina, esto es, a la gracia de la vocación, es necesario sobre todo confiar; la gracia del Señor es mayor que nuestra debilidad, es mayor que nuestra indignidad, precisamente como se expresa San Juan: “Nuestros corazones descansarán tranquilos en El, porque si nuestro corazón nos arguye, mejor que nuestro corazón es Dios” (1 Jo 3, 19-20). Debemos confiar invenciblemente, de tal modo que merezcamos siempre la confianza del Señor; y María que es Madre de la confianza de Dios parac on nosotros, se convertirá así, al mismo tiempo, en Madre de nuestra confianza en El.

La piadosa invocación “Mater mea, fiducia mea”, tan querida a cuantos se han formado en este seminario, encierra en sí el más profundo y pleno sentido de nuestra relación con María, que es alabada y venerada precisamente mediante este aspecto de confianza, de estima y de esperanza. Efectivamente, “el eterno amor del Padre, manifestado en la historia de la humanidad mediante el Hijo... se acerca a cada uno de nosotros por medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos más comprensibles y accesibles a cada hombre. Consiguientemente, María debe encontrarse en todas las vías de la vida cotidiana de la Iglesia” (Redemptor hominis RH 22).

61 4. Al terminar así nuestras reflexiones, me es grato sintetizar esta mi última exhortación en una expresión entrañable a la tradición mariana de vuestro seminario: “Aucti fiducia tui, fac ut spem Ecclesiae cumulemus”. Sostenidos y fortificados por tu confianza en nosotros y por nuestra confianza en ti, haz, oh María, que colmemos la esperanza de la Iglesia. Sí, queridos jóvenes, los caminos de la Iglesia son los de María; y una confianza cada vez más profunda en Ella, Madre de cada uno de los sacerdotes, os ayude a recorrer con gran fruto el camino de vuestra vocación, con verdadero consuelo de toda la Iglesia.

Con estos deseos y con gran afecta os imparto mi especial bendición apostólica.





AUDIENCIA DEL PAPA JUAN PABLO II


A LOS ALUMNOS DEL "PRESEMINARIO" SAN PÍO X DE ROMA


Sala Clementina

Domingo 17 de febrero de 1980



¿Qué puedo decir en una circunstancia tan familiar? ¿Qué decir a estos padres que han venido hoy a ver a sus hijos y también a ver al Papa? Quiero decir ante todo que amo a vuestros hijos, a los que habéis mandado a Roma, a ser monaguillos de San Pedro. Alguna vez he llamado "monseñores" a estos chiquillos...

Debo deciros lo primero que les amo y les estimo, y me complace mucho cuando tengo oportunidad de encontrarme con ellos en distintas circunstancias en que ayudan a Misa no sólo a los sacerdotes, sino también al Papa. Estas ocasiones me agradan mucho, pues estos muchachos nos proporcionan alegría y nos dan esperanza cuando vemos su devoción; y la piedad y seriedad con que cumplen su servicio, su ministerio litúrgico. Confiamos en que ello sea una bendición no sólo para ellos, para su porvenir, sino también para sus familias, para sus padres, hermanos y hermanas que veo aquí presentes hoy, para las parroquias de donde proceden y para toda la Iglesia en Italia, para las distintas diócesis de origen. De nuevo quiero dar las gracias y decir a todos, no sólo a estos monaguillos sino a todos los presentes, a todas las familias, que os quiero y os bendigo de todo corazón.







ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


CON LAS RELIGIOSAS DE CLAUSURA PRESENTES EN LA PARROQUIA


ROMANA DE SAN SILVESTRE Y SAN MARTÍN "AI MONTI"


Capilla de los padres carmelitas

Domingo 17 de febrero de 1980





Este encuentro me resulta familiar porque ya siendo laico y luego sacerdote, obispo y cardenal, he vivido largos años en contacto con las tres familias religiosas presentes. Por ello no me siento extraño entre vosotras, sino como en familia. Nos conocemos bien precisamente porque nos vemos poco, como ha dicho vuestra representante; es éste el misterio de nuestro conocimiento, un conocimiento muy íntimo porque es íntimo con la intimidad propia del Espíritu Santo, del Espíritu del Señor. Es la intimidad de la oración, del sacrificio y del espíritu lo que nos une. Entre todas las religiosas, que sé están muy cerca de mí, vosotras sois las más cercanas porque estáis unidas a mí de modo especial en el Espíritu, en el Cuerpo místico de Cristo. Y de ello os quiero dar las gracias: del sacrificio de vuestra vida, de vuestra clausura, de vuestra austeridad, de vuestra disciplina, de vuestra oración. Todo ello constituye la fuerza de la Iglesia; la Iglesia no tiene otra fuerza, sino ésta. Humanamente la Iglesia es muy débil. No posee las grandes riquezas materiales que tienen las potencias de este mundo. La Iglesia es pobre. Pero su única y gran fuerza es la fuerza del Espíritu, de la pobreza, del amor. Y es una fuerza que siempre pide más. Vuestra vida es el testimonio de lo que pide el amor y de lo que se puede realizar y cumplir con la fuerza del amor y la oración. Este testimonio es un deber ante el mundo y es muy necesario al mundo, a este mundo contemporáneo tan inmerso en el materialismo que ya no sabe discernir los valores de la vida, sus objetivos, la humanidad de la vida. Esta es la causa por la que vuestro testimonio es tan necesario a la Iglesia y al mundo. Tal vez no conocéis bien el aprecio que tiene por vuestro sacrificio la Iglesia entera como también los hombres. Esta tarde quiero hacerme portavoz de todos para manifestaros este aprecio. A veces falta la voz, pero la verdad es siempre ésta. Me encomiendo a mí mismo y encomiendo a toda la Iglesia a vuestra vocación, a vuestro sacrificio y a vuestra oración.








A UN GRUPO DE DIPUTADOS BRASILEÑOS


Miércoles 20 de febrero de 1980



Señor Presidente de la Cámara de Diputados
62 y Excelentísimos Señores:

Vuestra presencia cualificada es un placer y un honor para mí. Al saludar cordialmente a vuestras personas en su representatividad de Diputados, saludo también a aquellos a quienes servís con vuestras altas funciones, saludo a todo el querido pueblo brasileño que siento aquí presente con ustedes en este momento, y al que va mi pensamiento afectuoso.

Al agradecer vuestra deferente visita, quiero expresar de nuevo el aprecio que merece a la Iglesia católica la tarea de servir al bien común, cuando admite una justa jerarquía de valores y está iluminada por un noble sentido de humanidad. En este encuentro con ustedes me permito repetir lo que ya he dicho en momentos significativos de mi pontificado: "Toda actividad política, nacional e internacional —en última instancia— procede del hombre, se ejerce mediante el hombre y es para el hombre. Esta no es nunca fin de sí misma, so pena de perder gran parte de su razón de ser" (cf. Discurso en la ONU, 2 de octubre de 1979. L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 2).

Una verdad tal, profundizada y convertida en fuerza de paz, cuando se deja iluminar por ese Dios el cual quiso que todos los hombres constituyeran una sola familia humana, como la estrella de Belén, no puede dejar de llevar a Cristo Redentor del hombre y centro del cosmos y de la historia.

Que vuestras actividades estén guiadas siempre por el alto ideal del servicio al hombre nuestro hermano, como a "su única e irrepetible realidad humana"; y a través de vuestras distinguidas personas va a toda vuestra nación mis deseos ardientes de progreso creciente y prosperidad en libertad, justicia, solidaridad, amor fraterno y bienestar de todos los brasileños.

Y para ustedes, Excelentísimos Señores, y para cuantos lleváis en el corazón más especialmente, y para todo Brasil, pido las mejores bendiciones del Señor.









SALUDO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II


A UN GRUPO DE BUDISTAS Y SINTOÍSTAS JAPONESES


Miércoles 20 de febrero de 1980



Venerables amigos representantes del budismo y del sintoísmo de Japón:

Me complace mucho recibiros hoy. Os saludo ante todo como a hijos del pueblo noble y trabajador de Japón. Vuestro país ha hecho progresos eminentes en muchos campos. Y al mismo tiempo ha seguido fiel a su propio estilo de vida con su inclinación al respeto, armonía y el arte.

La Iglesia católica os declara su estima hacia vuestras religiones y vuestros altos valores espirituales, tales como la pureza, el despego del corazón, el amor a la belleza de la naturaleza, la benevolencia y la piedad hacia todo cuanto vive.

Me da gran alegría saber que habéis venido aquí a proseguir el diálogo y colaboración con el Secretariado para los No Cristianos de la Santa Sede. Los temas que, estáis tratando juntos, cada uno desde su punto de vista, son la relación entre el hombre y la naturaleza, y la relación entre religión y cultura. Estoy plenamente convencido de que son temas de gran importancia para el futuro de nuestro mundo. Por cierto que esta convicción mía está reflejada en mi primera Carta Encíclica Redemptor hominis. Estad seguros, por tanto, de que seguiré este diálogo y los que sucedan a éste con interés y cordialidad.


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