Discursos 1980 159


VISITA PASTORAL A TURÍN

SALUDO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LAS AUTORIDADES CIVILES, A LOS REPRESENTANTES


DEL MUNDO DE LA INDUSTRIA Y DEL TRABAJO


Y A TODA LA POBLACIÓN



Domingo 13 de abril de 1980




Al comienzo de la jornada que registra mi visita peregrinación a Turín, estoy contento de encontrarme, ante todo, con las autoridades aquí presentes, y de dirigirles mi saludo cordial y respetuoso, manifestando, al mismo tiempo, la alegría por esta ocasión que me permite exteriorizar el afecto y la estima que unen al Papa con esta ciudad.

Dirijo mi pensamiento deferente, en particular, al Señor Ministro Adolfo Sarti, que en nombre del Gobierno Italiano ha querido dirigirme un gentil y deferente saludo; expreso también mi grata satisfacción al señor alcalde de la metrópoli piamontesa, que me ha acogido amablemente con su hospitalaria bienvenida, interpretando y anticipando los sentimientos de todos los ciudadanos. Saludo, además, a los distinguidos representantes del mundo de la industria y del trabajo, reunidos aquí.

Cuando, a principios de septiembre de 1978, vine a Turín como peregrino, deseoso de venerar la Sábana Santa, insigne reliquia ligada al misterio de nuestra redención, no podía sin duda prever, inmediatamente después de la elección de mi amado predecesor Juan Pablo I, que habría de volver, a menos de dos años de distancia, con otras responsabilidades y en otro marco. Al silencio recogido de entonces, que se adaptaba bien a ese preciso momento de plegaria y reflexión, corresponde, al presente, la acogida de una población que sale al encuentro no tanto de mi persona, sino más bien al encuentro de quien está investido, por designio divino, del mandato apostólico de Pastor universal, con responsabilidad directa respecto a cada uno de los cristianos, más aún, de cada uno de los hombres.

Mi' visita de hoy no puede menos de estar marcada por un predominante carácter pastoral que infunda en los ánimos, además del respeto por los valores fundamentales del espíritu, también la aspiración sincera y eficaz en orden a un renacimiento en los diversos sectores de la vida asociada, en sintonía con las nobles y generosas tradiciones de civilización de los turineses, y con su fe e identidad cristiana, que han ofrecido ejemplos elocuentes de renovación religiosa y social.

Las visitas de mis venerados predecesores Pío VI y Pío VII, realizadas en situaciones históricas muy particulares, fueron consideradas entonces por los turineses, en su significado de fe, como presencia pastoral del Vicario de Cristo que, en atención a los deberes de la propia misión, afronta el camino de la deportación y del exilio.

¿Cuál es, pues, el significado de mi viaje de hoy a Turín? Está claro que es principalmente el de peregrinación de la fe, emprendida y realizada en la perspectiva de la experiencia pascual de toda la Iglesia: experiencia de victoria del bien sobre el mal, del amor sobre el egoísmo, del espíritu de servicio sobre la opresión y la violencia, tal como han dado testimonio elocuente de ello los santos de esta ciudad, que florecieron en el siglo pasado, juntamente con otras personalidades ilustres, en campo de la educación, de la asistencia y de la caridad.

160 Está victoriosa experiencia pascual nace de la certeza de que Cristo murió y resucitó por nosotros, esto es, para ofrecer al hombre el significado auténtico de la existencia, para ser piedra angular de la historia, luz en las tinieblas de todo extravío intelectual y moral, salvación de toda la humanidad, incansablemente deseosa de paz y de felicidad.

He aquí, pues, que este itinerario mío de fe es también peregrinación hacia el hombre de hoy, que en la tierra italiana, y especialmente en esta ciudad, se halla inserto en concretas situaciones sociales, y está llamado a vivir en determinadas circunstancias históricas sus problemas :existenciales. En este contexto preciso, quiero y debo anunciar el victorioso mensaje pascual; mensaje de confianza y de esperanza. Mi encuentro adquiere así un sentido de evidente, profunda solidaridad, la cual, a la vez que satisface una necesidad del corazón y responde a una viva llamada de la conciencia, está sugerida e impuesta por el hecho de fe en la resurrección de Cristo, único Salvador del hombre.

Animado de este espíritu, me propongo, en primer término, entablar un coloquio de amistad humana con todos los miembros de la palpitante vida ciudadana; deseo animar un momento de fervor espiritual en todos los hijos de la Iglesia, y finalmente quisiera estimular a un perspicaz y generoso resurgimiento frente a las dificultades por las que atraviesa hoy la sociedad.

Ciertamente Turín, aun cuando se advierte con pena la perturbación de estos años, es consciente de los factores de civilización que emergen de su historia, estrechamente vinculada a la fatigosa construcción de la unidad de Italia; como también de los que brotan de su ardor por la ciencia y el trabajo, y que han visto siempre comprometida a esta ciudad en estudios y empresas, en orden al desarrollo de la actual sociedad de la técnica. Son valores que, entretejidos con esos más destacadamente espirituales y evangélicos, han delineado un rostro de la ciudad, que se distingue por los signos de una reconocida y bien probada generosidad hacia los que sufren y hacia los menos favorecidos. Turín magnánimo y abierto a la indigencia humana, presenta, pues, las facciones del amor, que atraen en esta hora mi mirada de profunda complacencia y de confiada satisfacción, y que nutren también mi esperanza respecto a su futuro.

Deseoso de que mi presencia constituya un signo de esperanza y de paz, elevo mi oración a fin de que en la conciencia de todos arraigue la confianza, principalmente en la asistencia divina y como consecuencia en la posibilidad de construir un porvenir próspero y eficiente, con la cooperación de todas las fuerzas de la comunidad.

Con este deseo, que brota de lo profundo del alma, doy comienzo a mi jornada en Turín implorando sobre esta ciudad las bendiciones de Dios.





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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

EN LA BASÍLICA DE LA «CONSOLATA»


Domingo 13 de abril de 1980



Queridísimos fieles:

En este santuario dedicado a la Virgen "Consolata", tan célebre y tan querido para los turineses, quiero especialmente dar gracias a la Virgen Santísima por la alegría y el consuelo que me da el poder rezar con vosotros y por vosotros, por el bien de la ciudad, de toda la Iglesia y de toda la humanidad.

Después de haber elevado mi súplica a la Virgen Santísima con muchedumbres inmensas, en tantos santuarios célebres del mundo, desde Guadalupe, en México, a Jasna Góra, en Polonia, desde Loreto a Pompeya, desde el santuario de Knox, en Irlanda, al de la Inmaculada Concepción, en Washington, heme aquí hoy en la basílica de la "Consolata", el santuario mariano de vuestra ciudad: Aquí han venido las multitudes de los turineses a orar, a confiar sus penas, a implorar ayuda y protección, especialmente durante los períodos terribles de las guerras, y de los bombardeos, a pedir luz y consejo en las dificultades de la vida. Aquí muchos han obtenido consuelo y ánimo; por aquí han pasado pobres y ricos, humildes y poderosos, letrados y sencillos; los niños con su inocencia envidiable y los adultos con el peso de sus cruces; aquí muchos extraviados en las tinieblas de la duda o del pecado han encontrado luz y perdón. Desde aquí, en el nombre de la "Consolata", han partido misioneros intrépidos, sacerdotes y religiosos, religiosas y laicos, que han comenzado así serenos y animosos su vida de testimonio y de consagración.

Pero sobre todo aquí han venido a orar muchos Santos: San Carlos Borromeo, San Francisco de Borja, San Luis Gonzaga, San Francisco de Sales, Santa Francisca de Chantal, San José Labre, Santo Domingo Savio, Santa María Dominica Mazzarello, y de modo especial Cottolengo, Don Bosco, Murialdo y "la perla del clero turinés y piamontés", San José Cafasso, sepultado en este santuario, y que durante tantos años trabajó con celo incansable, entregado únicamente a Dios, a las almas y a la formación de los sacerdotes. Y sería necesario continuar todavía el elenco de tantos otros sacerdotes de eximia virtud, entre ellos especialmente el canónigo Giuseppe Allamano, y de tantos laicos distinguidos, entre los que recuerdo de modo particular a Pier Giorgio Frassati...

161 Queridísimos turineses: Seguid las huellas de estos santos y continuad sintiéndoos todos unidos en torno al santuario de la "Consolata", especialmente en el día que recuerda el milagro de la curación del ciego y del descubrimiento de la prodigiosa imagen (20 de junio de 1104).

El período pascual que estamos viviendo según el espíritu de la liturgia hace, en cierto modo, más evidente y significativo el título de "Consolata" y "Consoladora", atribuido a María Santísima.

La Iglesia canta en este tiempo: "Regina caeli laetare, alleluia"; o sea, en cierto sentido, invita a María a una participación especialísima en la alegría de la resurrección de Cristo. Efectivamente, María, que había estado inmersa en el dolor más profundo durante la pasión, la agonía y la muerte en cruz de su divino Hijo Jesús, se siente "consolada" mucho más que todos los otros, por su gloriosa resurrección. Inmenso e inefable fue su dolor; pero después fue inmenso también su consuelo.

La plenitud de la alegría y del consuelo brota de todo el misterio pascual, dado que Cristo, crucificado y muerto por nosotros, ha resucitado después y ha vencido la muerte como había predicho, y esta plenitud se encuentra particularmente en el corazón de María, y es tan sobreabundante que se convierte en la fuente de consuelo para todos los que se dirigen a ella. Se trata de un consuelo en el significado más profundo de la palabra: restituye la fuerza al espíritu humano, ilumina, conforta y refuerza la fe y la transforma en confiado abandono en la Providencia y en alegría espiritual.

También la Iglesia, que es Madre, a ejemplo de María (cf. Lumen gentium,
LG 60-65), se esfuerza en buscar con Ella y dar en el misterio pascual ese consuelo interior, que constituye el verdadero robustecimiento del alma, basado en la certeza de que Cristo resucitado es la victoria definitiva del bien, de la realidad salvífica de Dios, es la luz, la verdad, la vida para todos los hombres y para siempre.

María Santísima continúa siendo la amorosa consoladora en tantos dolores físicos y morales que afligen y atormentan a la humanidad. Ella conoce nuestros dolores y nuestras penas, porque también Ella ha sufrido, desde Belén al Calvario: "Y una espada atravesará tu alma" (Lc 2,35). María es nuestra Madre espiritual, y la madre comprende siempre a los propios hijos y los consuela en sus angustias.

Además Ella ha recibido de Jesús en la cruz esa misión específica de amarnos, y amarnos sólo y siempre para salvarnos. María nos consuela sobre todo señalándonos al Crucificado y al paraíso.

¡Oh Virgen Santísima, sé Tú el consuelo único y perenne de la Iglesia a la que amas y proteges! ¡Consuela a tus obispos y a tus sacerdotes, a los misioneros y a los religiosos, que deben iluminar y salvar a la sociedad moderna, difícil y a veces hostil! ¡Consuela a las comunidades cristianas, dándoles el don de numerosas y firmes vocaciones sacerdotales y religiosas!

Consuela a todos los que están investidos de autoridad y de responsabilidades civiles y religiosas, sociales y políticas, para que siempre y sólo tengan como meta el bien común y el desarrollo integral del hombre, a pesar de las dificultades y derrotas.

Consuela a este buen pueblo turinés, que te ama y te venera; a las muchas familias de los emigrantes, a los desocupados, a los que sufren, a los que llevan en el cuerpo y en el alma las heridas causadas por dramáticas situaciones de emergencia; a los jóvenes, especialmente a los que se encuentran, por muchos y dolorosos motivos, extraviados o desanimados; a todos los que sienten en el corazón una ardiente necesidad de amor, de altruismo, de caridad, de entrega, y cultivan altos ideales de conquistas espirituales y sociales.

Oh Madre Consoladora, consuélanos a todos, y haz comprender a todos que el secreto de la felicidad está en la bondad, y en seguir siempre fielmente a tu Hijo Jesús.





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EN LA «PEQUEÑA CASA DE LA PROVIDENCIA», EL COTTOLENGO


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Domingo 13 de abril de 1980



Queridísimos hermanos y hermanas en Cristo Jesús:

Con el espíritu profundamente emocionado tomo la palabra en este lugar, consagrado al sufrimiento humano. ¿Qué sufrimiento no está presente aquí? Dentro de estos muros, que surgieron del corazón grande de San José Benito Cottolengo, se han dado cita el dolor humano en sus mil rostros y el amor cristiano en sus multiformes expresiones, y de este encuentro ha surgido esa, que la sabiduría popular ha definido como la "ciudadela del milagro". Saludo con efusión cordial a todos sus habitantes.

1. El "Cottolengo" es un nombre que suena ya, en Italia y en todas partes, con el valor de un testimonio altísimo: el del Evangelio vivo y vivido hasta sus últimas consecuencias. La palabra de Cristo: "Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25,40), fue acogida por el fundador de la "Piccola Casa" como un programa concreto y provocador, para comprometer en él la vida. Lo que sobre todo debió afectar a Cottolengo en las palabras de Cristo fue esa alusión a los "hermanos más pequeños", esto es, a los rechazados por todos. Sólo quien tiene en cuenta las palabras de San Pablo, que Cottolengo quiso como lema distintivo de la propia obra: "Caritas Christi urget nos", puede llegar a intuir algo de los prodigios de amor, humanamente inexplicables, que se han realizado y día a día se realizan en el trabajo silencioso y escondido, humilde y reservado de la "Piccola Casa".

El amor es la explicación de todo. Un amor que se abre al otro en su individualidad irrepetible y le dice la palabra decisiva: "quiero que tú seas". Si no se comienza por esta aceptación del otro, como quiera que se presente, reconociendo en él una imagen real, aunque empañada, de Cristo, no se puede decir que se ama verdaderamente. Cottolengo lo comprendió. Lo comprendieron Cafasso, Don Bosco, Murialdo. En esta lección fundamental se han formado todos los santos en la Iglesia.

Todo amor auténtico vuelve a proponer en cierta medida la valoración primigenia de Dios, repitiendo con el Creador, en referencia a cada individuo humano concreto, que su existencia es "algo muy bueno" (Gn 1,31). ¿Cómo no recordar, a este respecto, la insistencia con que San Pablo retorna sobre la dimensión universal de la caridad? El afirma que se ha hecho esclavo de todos (cf. 1Co 9,19), que se ha hecho "todo para todos" (ib., 9, 22), que se esfuerza por "agradar a todos en todo" (ib., 10, 33); y exhorta: "mientras hay tiempo, hagamos bien a todos" (Ga 6,10).

Por lo tanto, ninguna discriminación. La parábola del "buen samaritano" es significativa: y Cottolengo la ha comentado con su vida.Buen "peón de la Providencia", como le gustaba calificarse, no trazó planes "preestablecidos", sino trató de corresponder cada vez a lo que las circunstancias le proponían "por casualidad" (cf. Lc Lc 10,31). Y el resultado de esta grandiosa obra, en la que el "comentario" evangélico, iniciado por él, continúa enriqueciéndose con nuevos desarrollos, gracias a la entrega generosa de tantas almas, que se han inspirado y también hoy se inspiran en su ejemplo.

2. Pero la disponibilidad total a las exigencias del amor hacia los sufrimientos del hombre, que Cottolengo realizó en su vida, no fue el fruto de un sentimentalismo vago. Se basaba en una actitud de pobreza radical, esto es, de plena separación de sí y de las cosas propias, que hacía posible una apertura sin reservas a las interpelaciones de la gracia de Dios y a las de la miseria humana. Aquí está el secreto de todo.

Cottolengo, lo mismo que los otros santos vuestros turineses, había aprendido este secreto en la escuela de Cristo. Efectivamente, ¿no ha sido Jesús el primero en darnos ejemplo de un despojamiento extremo, El que "siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que nosotros fuésemos ricos por su pobreza (2Co 8,9)? Cristo llevó el don de sí hasta la cumbre del sacrificio en la cruz (cf. Flp Ph 2,5 ss.) e hizo esto "cuando todavía éramos pecadores" (Rm 5,6). En el Calvario se nos ha ofrecido un testimonio absoluto de lo que significa "ser para" los otros, en obediencia amorosa a la voluntad de Dios.

La caridad del cristiano tiene el modelo al que ajustarse constantemente; allí tiene la fuente de la que sacar la energía necesaria para expresarse con impulso siempre renovado. Ante Cristo que "no buscó su propia complacencia" (Rm 15,3), sino que "se entregó por nuestros pecados" (Ga 1,4), el cristiano aprende a "no atender a su propio interés, sino al de los otros" (Ph 2,4), aprende a apartar la mirada de sí para dirigirla al otro. Y así llega, quizá por primera vez, a tomar plena conciencia de la existencia del otro con sus problemas, con sus necesidades, con su soledad.

Esta pobreza interior es la que nos libera de nosotros mismos y nos hace disponibles a las llamadas que el prójimo nos dirige en cada momento. Es necesario, pues, descender a esta profundidad para captar el alma de la acción caritativa de un Don Bosco, de un Murialdo y en particular de San José Benito Cottolengo. Sólo poniéndose en esta óptica, se puede captar la "lógica" de ese abandono suyo total a la Providencia, que se ha hecho proverbial. Aquel que se ha separado de todo, ha renunciado incluso a hacer cálculos sobre las cosas que tiene o no tiene, cuando se trata de salir al encuentro de las necesidades del prójimo. Es perfectamente libre, porque es totalmente pobre. Y precisamente en una pobreza tal, en la que caen los límites puestos por la "prudencia de la carne", es donde la potencia de Dios puede manifestarse también en la libre gratuidad del milagro.

163 3. Se cuentan numerosos episodios prodigiosos en la vida de Cottolengo. Pero el milagro grande, que, desde hace más de siglo y medio, continúa produciéndose en esta "Casa" en la normalidad de la vida de cada día, es el de tantos seres humanos que optan por ponerse al lado de hermanos y hermanas, en quienes la enfermedad ha puesto su sello, y compartir con ellos la propia existencia.

El sufrimiento humano es un continente del que ninguno de nosotros puede decir que ha llegado a sus límites: sin embargo, recorriendo los pabellones de esta "Piccola Casa", se hace una exploración de él más que suficiente para tener una idea de sus proporciones impresionantes. Y al corazón se le presenta de nuevo la pregunta: ¿por qué?

Escuchemos una vez más, en este ambiente tan singular, la respuesta de la fe: la vida del hombre histórico, inficionada por el pecado, se desarrolla de hecho bajo el signo de la cruz de Cristo. En la cruz, Dios ha invertido el significado del sufrimiento: éste, que era fruto y testimonio del pecado, se ha convertido, ahora, en participación de la expiación redentora realizada por Cristo. Como tal, lleva en sí, pues, ya desde ahora, el anuncio de la victoria definitiva sobre el pecado y sus consecuencias, mediante la participación en la resurrección gloriosa del Salvador.

Hace pocos días, hemos revivido, llevados por la mano de la liturgia, los momentos dramáticos de la pasión y muerte del Señor, y hemos vuelto a escuchar el Aleluya triunfal de la resurrección. He aquí que el misterio pascual contiene la palabra definitiva sobre el sufrimiento humano: Jesús asume el dolor de cada uno en el misterio de su pasión y lo transforma en fuerza regeneradora para el que sufre y para toda la humanidad, en la perspectiva del triunfo último de la resurrección, cuando "también Dios por Jesús tomará consigo a los que se durmieron en El" (
1Th 4,14).

4. Por lo tanto, a la luz de Cristo resucitado, me dirijo a los enfermos que se albergan en esta casa y, en ellos, a todos los que llevan sobre los hombros la cruz pesada del sufrimiento. Queridísimos hermanos y hermanas: ¡Tened ánimo! Vosotros tenéis que desarrollar una tarea altísima: estáis llamados a "completar en vuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (cf. Col Col 1,24). Con vuestro dolor podéis afianzar a las almas vacilantes, volver a llamar al camino recto a las descarriadas, devolver serenidad y confianza a las dudosas y angustiadas. Vuestros sufrimientos, si son aceptados y ofrecidos generosamente en unión de los del Crucificado, pueden dar una aportación. de primer orden en la lucha por la victoria del bien sobre las fuerzas del mal, que de tantos modos insidian a la humanidad contemporánea.

En vosotros Cristo prolonga su pasión redentora. ¡Con El, si queréis, podéis salvar al mundo!

Deseo reservar una palabra especial también a los religiosos y religiosas que, siguiendo las huellas de Cottolengo, viven su consagración a Cristo en el don total de sí a los enfermos, recogidos aquí y en otros lugares. Sed fieles al carisma de vuestro fundador. Dejaos guiar, como él, por una fe iluminada y profunda, que os mantenga en contacto constante con Aquel que os tiende su mano implorante en cada uno de los que sufren. Buscad en la oración la fuente de una caridad que "todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera" (1Co 13,7). Recordad la máxima de Cottolengo: "La oración es nuestro trabajo primero y el más importante", porque "la oración hace vivir a la Piccola Casa". El servicio que desarrolláis es ciertamente un servicio prestado a la sociedad, a la comunidad civil, en una palabra, al hombre; pero es también, y esencialmente, un testimonio de la vitalidad perenne del Evangelio, y de esa "fe que actúa por la caridad" (Ga 5,6). Si a vuestro compromiso llegase a faltar esta dimensión sobrenatural, el "Cottolengo" dejaría de existir.

Deseo dirigir también una palabra de estima y aprecio al personal médico y sanitario, que desarrolla su delicado trabajo con competencia y sentido de responsabilidad, en los diversos sectores de la casa: continuad prestando vuestro trabajo con espíritu de entrega y de caridad fraterna, conscientes de realizar un servicio, que trasciende los límites de la simple profesión y toca la dignidad de una verdadera y propia misión.

Presento un saludo particular y una palabra de estímulo a los jóvenes que vienen a prestar su servicio gratuito en los pabellones de la "Piccola Casa". Queridísimos: En un mundo en el que muchos coetáneos vuestros se abandonan a las sugestiones de la fácil sociedad de consumo, o persiguen los espejismos engañosos de la moda del momento, o se dejan envolver por la fascinación tenebrosa de la violencia, vosotros gritáis con el testimonio silencioso de vuestro ejemplo que la vida es bella y tiene un valor solamente si se gasta responsablemente en servicio de los hermanos, en actitud de respeto, de confianza, de amor. Es un mensaje fundamental. Continuad proclamándolo hoy, mañana, siempre. Dios está con vosotros.

Finalmente, una palabra de justo reconocimiento a los ciudadanos de Turín, de cuya generosidad se sirve la Providencia ya desde hace muchos años para realizar prodigios de bondad en relación a tantos hermanos probados. La "Piccola Casa" es un signo, particularmente elocuente, de la presencia amorosa de Dios en el tejido de nuestra historia humana. Turín es ciudad que atraviesa hoy por dramáticas tensiones sociales y a la que turban demasiado frecuentes explosiones de violencia. El hecho de que en ella perdure este "signo" de fraternidad cristiana es motivo que induce a no desesperar del futuro: a pesar de las nubes amenazadoras del odio, que oscurecen el horizonte, al fin el amor llevará de nuevo a los caminos del entendimiento y de la colaboración respetuosa y concorde.

Con este deseo e invocando la materna asistencia de María Santísima, a la que el evangelista nos presenta de pie junto a la cruz del Hijo (cf. Jn Jn 19,25), valerosamente solidaria con su sufrimiento por nosotros, os imparto a todos, con singular intensidad de afecto, mi bendición apostólica, propiciadora de consuelo espiritual y prenda de las eternas recompensas del Señor.





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AL CLERO DE LA ARCHIDIÓCESIS



Domingo 13 de abril de 1980




164 Queridísimos presbíteros de la archidiócesis de Turín:

"La gracia y la paz, de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (
1Co 1,3). Os saludo a todos de corazón indistintamente, y en particular abrazo a vuestro arzobispo, cardenal Anastasio Ballestrero, que con vosotros y por vosotros gasta sus mejores energías de Pastor en favor de esta ilustre archidiócesis. Acogiendo su invitación, me encuentro hoy entre vosotros. Os aseguro que mi saludo está caracterizado por un particular sentimiento de afecto y de emoción, además de una gran alegría. El afecto proviene tanto de la común, si bien diversa, responsabilidad pastoral que ejercitamos en la Iglesia de Dios, como de ese sentido de paternidad que es propio del Sucesor de Pedro y que me hace repetir con su misma solicitud: "Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido confiado, gobernando no por fuerza, sino espontáneamente, según Dios" (1P 5,2).

Pero mi saludo está también veteado por una emoción particular. Efectivamente, sé que me encuentro ante los herederos de una extraordinaria tradición pastoral propia del clero turinés, que tiene el privilegio de contar entre sus personalidades las figuras brillantísimas de San José Benito Cottolengo y de San Juan Bosco, además de San José Cafasso y del Beato Sebastián Valfré; a ellos habría que añadir tantos otros nombres de primer plano, sea en Turín, sea en todo el Piamonte, que fueron un feliz y eficaz reflejo de esas grandes figuras. En efecto, esas figuras, como ocurre en la corona de los Alpes que rodea vuestra región, son solamente las cimas más altas de toda una cadena de montes, robustos y esplendorosos. Siempre la generosidad, la abnegación, la incansable cura pastoral han sido la característica de generaciones enteras de sacerdotes, sabiamente estimulados y guiados por sus obispos, sobre todo después de las desbandadas del Medioevo de hierro y del Renacimiento. A esta altísima. tradición pastoral, que es de importancia primaria para la vida de la Iglesia, no sólo en Turín, sino también en Italia, más aún, en la Iglesia universal, quiero rendir aquí hoy públicamente homenaje, dando gracias a Dios por haber suscitado tales "hombres que han expuesto la vida por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo" (Ac 15,26). Es una tradición que ha hecho del sacerdote el hombre de un apostolado inteligente y fecundo en todos los campos de la vida humana: entre los enfermos, la juventud, los trabajadores, los estudiantes, los encarcelados y los condenados a muerte. Tampoco faltan hoy nuevas posibilidades para emplear las propias energías apostólicas: hay por desgracia familias en crisis, drogadictos, violentos, extraviados en la mala vida. He aquí donde se puede desarrollar en plenitud todo el dinamismo de la propia misión presbiteral, con la plena y alegre conciencia de la propia "identidad": manifestando la amorosa solicitud de Cristo por todos los hermanos, dondequiera que vivan y sufran, sobre todo, por los más indigentes, ya que "no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos" (Lc 5,31). Por esto, intentad siempre nuevos caminos de acercamiento a los hombres y a sus condiciones de vida: con fidelidad integral a todo lo que es esencial para vuestro presbiterado y, al mismo tiempo, con una gran elasticidad pastoral, que os haga sensibles y abiertos a las necesidades más urgentes de la hora que vivimos.

Me es grato, además, recordar la noble tradición de estudio y del cultura que os es propia. Se sabe que ya el célebre Erasmo de Rotterdam recibió el doctorado en teología en la universidad de Turín, el año 1505. Pero estoy informado de que, más recientemente, después de la supresión de las facultades teológicas, han florecido varias iniciativas académicas que han culminado, tanto en la nueva facultad de teología, como sección separada de la de Italia Septentrional, como en otras distinguidas escuelas teológicas presentes en la ciudad, incluido también el instituto de pastoral. A los beneméritos responsables y profesores de estas instituciones va la expresión de mi estima y de mi estímulo, que quiero extender también a los estudiantes de teología y a todos los seminaristas.

Finalmente recuerdo, tanto para mí como para vosotros, que, aun ejercitando tareas distintas, hay algunas propiedades fundamentales, que unen a todos los que comparten en la Iglesia el sacerdocio ministerial.

La primera es la participación en el único sacerdocio, el del Sumo y Eterno Sacerdote, que es Jesucristo; en efecto, todos nosotros "somos santificados por la oblación del Cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez" (He 10,10), aun cuando siempre llevaremos en nosotros el sentimiento de indignidad para esta singular llamada que nos hace a los "siervos inútiles" (Lc 17,10).

La segunda consiste en la peculiar responsabilidad pastoral, que distingue al presbítero de cuantos están señalados por el sacerdocio común bautismal, y le reserva una tarea específica en la predicación de la Palabra, en la celebración de los sacramentos y en la guía segura de la comunidad (cf. 1Tm 4,14 2Tm 1,6). Me complazco en subrayar aquí el ministerio típico de San José Cafasso: el del sacramento de la penitencia, que él ejercitó asiduamente también en relación con San Juan Bosco, en su ministerio fiel al servicio del pueblo y sobre todo en las cárceles, para provecho de numerosos reclusos. Se trata de una "diaconía" siempre actual y fecunda, porque dispensa con abundancia la misericordia del Señor, como se revela en el misterio pascual que celebramos precisamente estos días: "Misericordias Domini in aeternum cantabo" (Ps 88,2). El sacerdote es aquel que de modo particular ha experimentado en sí mismo el misterio de esa misericordia para distribuirla lo más ampliamente posible a los demás.

La tercera característica, estrechamente unida con las precedentes, se refiere a nuestra particular conformación con Cristo, de tal manera que su sacrificio y su amor se conviertan también en nuestra norma de vida; cada uno de los fieles debería poder decir de cada uno de nosotros lo que cada cristiano, con San Pablo, confiesa a propósito de Jesús: "Me amó y se entregó por mí" (Ga 2,20), como nos recuerda oportunamente también la Sábana Santa, custodiada aquí.

Y finalmente, hay que tener en cuenta una irrenunciable faceta eclesial, por la que cada presbítero sabe que debe orientar su propia dedicación no para destruir, sino para construir "el Cuerpo de Cristo, trabado y unido" (Ep 4,16), también mediante una genuina caridad mutua, que sea fecunda para el crecimiento común en el Espíritu (cf. ib., 2, 21). En particular, os invito a cultivar siempre una estrecha comunión con vuestros obispos, según la enseñanza clásica de San Ignacio de Antioquía: "Pues vuestro venerable presbiterio, respondiendo a Dios, sintoniza con el obispo como las cuerdas de la cítara. Por eso Jesucristo es glorificado en vuestro común acuerdo y en vuestra unánime caridad" (Ad Eph. IV).

Y estad seguros de que el Papa comparte con vosotros las singulares fatigas de nuestro tiempo, relacionadas con la reconciliación mutua, con el fracaso de algunas tentativas pastorales que en el pasado daban frutos, y con la situación "misionera" que estáis viviendo.

Basándome en esto, se hace natural y obvia mi exhortación a la alegría: que sea como la de los 72 discípulos al regresar junto a Jesús después de su misión (cf. Lc Lc 10,17-20); si después va unida a padecimientos sufridos en favor de la Iglesia (cf. Col Col 1,24 2Co 12,10), entonces estará mucho más arraigada y fecunda. Esta alegría "nadie os la podrá quitar" (Jn 16,22), especialmente porque brota del contacto continuo con Cristo, que hace de nosotros los hombres consagrados a renovar su sacrificio redentor, los hombres de la Eucaristía, que debe encontrar en nuestra vida su fervoroso e irradiante centro.

165 La bendición apostólica, que de todo corazón os concedo, descienda sobre vosotros en prenda de la necesaria gracia divina, mientras nos disponemos a concelebrar juntos esta solemne liturgia dominical.





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