Discursos 1980 165


VISITA PASTORAL A TURÍN


A LAS RELIGIOSAS


Basílica de María Auxiliadora

Domingo 13 de abril de 1980



Carísimas hermanas en Cristo:

Este encuentro —el encuentro del Papa con las religiosas de Turín— es motivo de mutua alegría espiritual: alegría que rebosa hoy en mi corazón, aparece luminosa en vuestros rostros y se manifiesta en un entusiasmo que proclama, ante mí y ante toda la Iglesia, vuestra incontenible alegría de estar consagradas a Dios totalmente y con el corazón indiviso.

Turín, de seculares y ricas tradiciones cristianas, se presenta ante mí como una ciudad de "vocaciones femeninas". Nada menos que siete mil religiosas de innumerables congregaciones desarrollan sus actividades en el ámbito de la ciudad, la cual —como por otra parte, toda la tierra piamontesa— ha dado siempre una magnífica prueba de fidelidad a la llamada de Dios. Estas palabras mías, así como todo nuestro breve coloquio, adquieren un significado especial por el hecho de encontrarnos en la grandiosa basílica, levantada en honor de María Sma. Auxiliadora por la fe ardiente y dinámica de aquel genio de la santidad que fue San Juan Bosco, el cual ha dado a la Iglesia dos numerosas y fervientes familias religiosas y, con su larga y profunda experiencia entre los niños y los jóvenes, solía decir que la vocación se halla en germen dentro del corazón de la mayoría de los cristianos.

Bajo la mirada materna de la Virgen queremos hoy reflexionar sobre la altísima dignidad que la vida religiosa adquiere en el ámbito del Pueblo de Dios, por su particular manifestación de seguimiento total y santificador de Cristo (cf. Mt Mt 8,22 Mt 16,24 Mt 19,21 Mc 8,34 Lc 18,22), mediante la realización de los consejos evangélicos de la castidad, de la pobreza y de la obediencia.

Ya con el bautismo, el cristiano murió para el pecado y quedó consagrado a Dios, en cuanto "unido"a Jesús. En este sacramento —nos enseña San Pablo— fuimos sepultados con Cristo, en la muerte y, juntamente con El, resucitado, podemos caminar en una nueva vida. "Si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección" (). Esta fundamental dimensión pascual del bautismo alcanza su fruto maduro y su maravillosa floración en la consagración religiosa que, de manera muy especial, une indisoluble y perennemente al fiel con la muerte y resurrección de Cristo y le hace vivir esa "vida nueva" (cf. Rom Rm 6,4), fruto de la redención. "Con los votos u otros vínculos sagrados —afirma el Concilio Vaticano II— con los cuales el fiel se obliga a la práctica... de los consejos evangélicos, hace una total consagración a Dios, amado sobre todas las cosas, de manera que se ordena al servicio de Dios y a su gloria por un título nuevo y especial" (Lumen gentium LG 44).

Esa consagración total y definitiva a Dios florece en el amor a Cristo y a su Esposa, la Iglesia, con una participación intensa en su vida y con una adhesión filial a sus enseñanzas fructifica en la caridad generosa hacia los hermanos, especialmente los que tienen mayor necesidad de nuestro afecto y de nuestra comprensión; se fortalece en la oración litúrgica, comunitaria o personal, como diálogo amoroso con el Padre celestial; se expresa en la dedicación, según las fuerzas e índole de la propia vocación, a fundar y arraigar en las almas el Reino de Dios, y difundirlo por toda la tierra; incita a vivir íntegramente las exigencias evangélicas del "sermón de la montaña", y de las "bienaventuranzas", que representan continuamente un auténtico reto a la mentalidad corriente del mundo y son para ella un "signo" de la vida eterna, que ha hecho ya irrupción en medio de nosotros. Por eso —con el obispo de Cartago, San Cipriano— os digo: "Custodiad, oh vírgenes, lo que sois. Custodiad lo que seréis. Os espera una magnífica corona. Habéis comenzado a ser lo que todos seremos. Tenéis ya en este mundo la gloria de la resurrección" (De habitu virginum, 22: CSEL, 3/1, págs. 202 ss.).

Precisamente en virtud de esta dimensión pascual de la consagración religiosa, vuestra vida, hermanas carísimas, tiene en sí un especial valor social, porque es y debe ser signo y testimonio de la lucha del bien contra el mal, de la luz contra las tinieblas; una lucha que tiene como ancho campo el mundo entero y toda la historia, y que en esta gran metrópoli adquiere a veces formas dramáticas.

Las enseñanzas da Concilio han puesto bien de relieve la grandeza de la donación libremente decidida por vosotras mismas, a imagen de la que Cristo hizo a su Iglesia y, como ésta, total e irreversible. "Precisamente pensando en el Reino de los cielos —escribía mi predecesor Pablo VI en la Exhortación Apostólica sobre la renovación. de la vida religiosa— habéis hecho voto a Cristo, con generosidad y sin reservas, de estas fuerzas de amor, de esta necesidad de poseer y de esta libertad para regular la propia vida, cosas todas ellas tan preciosas para el hombre. Tal es vuestra consagración„ que se realiza en la Iglesia" (Evangelica testificatio, 7).

166 El corazón que se entrega totalmente a Dios se abre, al mismo tiempo, hacia una dimensión universal de amor desinteresado por todos los hermanos en Cristo. Sólo el Señor podrá valorar y medir la misteriosa fecundidad de la oración y de los sacrificios que las religiosas contemplativas, aisladas en su clausura, ofrecen diariamente, en unión con su Esposo celestial, por la salvación espiritual de los hombres, También debo recordar hoy, en esta ciudad, los auténticos prodigios realizados, especialmente en los dos últimos siglos, por tantas religiosas que han educado serena y alegremente en la fe a millares de niños, de muchachas que, especialmente en los centros juveniles, han aprendido a dar un sentido y una orientación cristiana a su juventud y a su vida. Y no puedo tampoco olvidar los miles de religiosas que, con intrépido vigor han afrontado, y en parte resuelto con modernas obras sociales, los dramáticos problemas de tantas jóvenes que en esta gran metrópoli industrial han buscado y buscan trabajo, colocación, comprensión y afecto. Pienso también en esas religiosas que, viendo en el hermano necesitado la imagen de Cristo, se inclinan, con delicadeza conmovedora y maternal, sobre todas las llagas sangrientas de los que sufren, de los enfermos, de los pobres, para darles ayuda, serenidad y consuelo, en las casas, en los hospitales, en las clínicas y muy especialmente en ese milagro permanente de la Providencia, que es el "Cottolengo".

¡Esta es, queridas hermanas, la admirable fecundidad de vuestra consagración a Dios! La Iglesia y la sociedad tienen ambas necesidad absoluta de vuestra presencia orante y adoradora, de vuestro testimonio evangélico, de vuestra fe límpida y humilde, que actúa mediante la caridad (cf. Gál
Ga 5,6).

La vuestra es, por tanto, una demostración concreta y una señal palpable del radicalismo evangélico, necesario para anunciar de modo profético la humanidad nueva según Cristo, totalmente disponibles para Dios y totalmente disponibles para el servicio de los demás. "Cada religiosa —decía yo a la Unión Internacional de Superioras Mayores— debe dar testimonio de la primacía de Dios y consagrar cada día un tiempo suficientemente largo a estar delante del Señor para decirle su amor y, sobre todo, para dejarse amar por El. Toda religiosa debe transparentar cada día, en su modo de vivir, que ha elegido la sencillez y los medios pobres en todo lo que concierne a su vida personal y comunitaria. Toda religiosa debe hacer cada día la voluntad de Dios y no la suya, para poner de manifiesto que los proyectos humanos, los suyos y los de la sociedad, no son los únicos planes de la historia, sino que existe un designio de Dios que reclama el sacrificio de la propia libertad..." (Enseñanzas de Juan Pablo II al Pueblo de Dios, 1978, págs. 204-205).

Precisamente este sagrado lugar, en que estamos hoy reunidos, nos trae a la memoria la figura de una hija de esta fuerte y generosa región, Santa María Dominica Mazzarello, fundadora, junto con Don Bosco, de las Hijas de María Auxiliadora. Desde muy joven, quiso vivir la vida religiosa en el mundo, instalando al mismo tiempo un pequeño taller para enseñar el trabajo de modista a las chicas, para protegerlas y guiarlas por el buen camino.

Sus biógrafos nos dicen que entonces no sabía casi escribir y apenas leer, pero que hablaba de las cosas relativas a la virtud de modo tan claro y persuasivo, que parecía inspirada por el Espíritu Santo. Vivió su donación a Dios con humildad, mortificación y serenidad, realizando su "maternidad de amor" hacia millares de jovencitas concluyendo su intensa vida terrena cuando sólo tenía 44 años. Hoy, sus hijas espirituales son cerca de 18.000, esparcidas por todo el mundo.

En la atinada y fiel adhesión al carisma de vuestros fundadores y fundadoras, continuad, queridas hermanas, viviendo en la Iglesia y en el mundo de hoy, según las ricas tradiciones de índole específica de vuestros institutos; cultivad, con interior empeño, vuestra vocación, pero cultivad también "las vocaciones", con la asidua oración y con vuestra misma vida, que ha de ser, especialmente ante las jóvenes, un signo de alegría plena por haber elegido la "mejor parte" (cf. Lc Lc 10,42). Frente a las denigraciones, los malentendidos, el desinterés que existe a veces respecto al significado y el valor de vuestra presencia de religiosas en la sociedad contemporánea, que camina hacia el secularismo y el tecnicismo, debe alzarse vuestra respuesta del amor. "Caritas Christi urget nos" (2Co 5,14), debéis poder decir al mundo siempre, día tras día, con vuestros labios, con vuestra serenidad, pero especialmente con toda vuestra vida completamente dedicada a Cristo y a los hermanos.

Que la Virgen María sea el admirable modelo de vuestra vida de almas consagradas. He aquí cómo traza San Ambrosio, con extraordinaria y realista delicadeza, el retrato de la Virgen: "Ella era Virgen no sólo en el cuerpo, sino también en el alma; exenta totalmente de cualquier engaño que manchase la sinceridad del espíritu, humilde de corazón, grave en su lenguaje, prudente en su pensamiento, parca en palabras... Ponía su esperanza no en la incertidumbre de las riquezas; sino en la oración del pobre. Era siempre laboriosa, reservada en sus conversaciones, habituada a buscar a Dios... como juez de su conciencia. A nadie ofendía, quería bien a todos..., huía de la ostentación, seguía la razón, amaba la virtud... Tal es la imagen de la virginidad. Tan perfecta fue María, que sólo su vida es norma para todos" (De Virginibus,- II, 2, 6-7: PL 16, 208-210).

Y dejándoos este recuerdo mariano bajo la mirada de María Auxiliadora, os renuevo mi palabra de aliento para vuestro meritorio apostolado y también mi felicitación de alegría pascual, deseándoos que la gracia de vuestra vocación religiosa produzca abundantes frutos de vida espiritual en la Iglesia universal y en Iglesia particular, aquí en Turín donde, día tras día, dais valioso testimonio de vuestro amor para con Dios y para los hermanos.

Mi bendición apostólica os acompañe ahora y siempre. Amén.





VISITA PASTORAL A TURÍN

ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II

CON LA JUVENTUD DE TURÍN


Plaza de María Auxiliadora

Domingo 13 de abril de 1980



167 ¿Podría faltar, carísimos jóvenes de la ciudad y de la archidiócesis de Turín, una cita especial con vosotros en ocasión de esta visita mía? ¿Podía faltar o no?

Entonces así nos encontrarnos en un punto fijo. Y debernos dar las gracias a los organizadores que han previsto tal cita y tal programa.

Encontrándome en vuestra tierra, he sentido, más que la conveniencia, la necesidad de dirigiros unas palabras de exhortación y aliento, incluso para sostener también la esperanza de cuantos, en los años difíciles que estamos viviendo, piensan en vosotros con renovada confianza.

1. Turín es una ciudad que en el sector religioso-educativo tiene tradiciones insignes y literalmente ejemplares. Presenta figuras selectas de hombres y de jóvenes que, aun habiendo vivido en época distinta a la nuestra, son de una sorprendente actualidad y pueden ofrecer lecciones validísimas al mundo moderno. Entre los muchos nombres que podría citar, elegiré solamente dos.

El primero es el de San Juan Bosco, que fue un gran educador de los jóvenes, hasta el punto de que su obra en favor de ellos ha tenido una amplia irradiación no sólo aquí en la región circundante, sino también en Italia y en el mundo.

¿Qué puedo decir de mi Cracovia, de mi Polonia? ¡Hay allí tantos salesianos! Yo he estado en una parroquia salesiana durante muchos años. Entonces no puedo dejar de hablar de San Juan Bosco.

Y he aquí que yo querría preguntar: ¿qué significa ser un gran educador? Significa, ante todo, ser un hombre que "comprende" a los jóvenes. Y, en efecto, sabemos que Don Bosco tenía una especial intuición del alma juvenil; siempre se hallaba dispuesto y atento para escuchar y comprender a los numerosos jóvenes que acudían a él en el centro juvenil de Valdocco y en el santuario de María Auxiliadora. Pero hay que añadir enseguida que el motivo de esta peculiar profundidad en "comprender" a los jóvenes fue que los "amaba" no menos profundamente. Comprender y amar: he aquí la insuperable fórmula pedagógica de Don Bosco, el cual —creo yo—, si hoy estuviera en medio de vosotros, sabría, con su madura experiencia de educador y con su buen sentido de auténtico piamontés, descubrir y distinguir eficazmente en vosotros el eco, no extinguido, de la palabra que Cristo dirige a quien quiere ser su discípulo: "Ven, sígueme" (
Mt 19,21 Lc 18,22). ¡Sígueme con fidelidad y constancia; sígueme, desde este momento; sígueme, a través de los diversos y posibles caminos de tu vida! Yo creo que toda la obra de San Juan Bosco se resume y define en este su logrado y magistral "encaminamiento" de los jóvenes a Cristo.

El segundo nombre es el de Pier Giorgio Frassati, que es figura más cercana a nuestro tiempo (murió, en efecto, el año 1925) y nos muestra al vivo lo que realmente significa, para un joven laico, dar una respuesta concreta al "Ven y sígueme". Basta echar una ojeada, aunque sea rápida, sobre su vida, que se consumó en el arco de apenas 24 años, para entender cuál fue la respuesta que Pier Giorgio supo dar a Jesucristo: fue la de un joven "moderno", abierto a los problemas de la cultura, del deporte (un gran alpinista), a las cuestiones sociales, a los auténticos valores de la vida; y al mismo tiempo, la de un hombre profundamente creyente, compenetrado con el mensaje evangélico, solidísimo en su carácter, coherente, apasionado en el servicio a los hermanos y consumado en un ardor de caridad que lo llevaba a acercarse, en orden de, preferencia absoluta, a los pobres y a los enfermos.

2. ¿Por qué, al dirigirme a vosotros, he querido tomar el ejemplo de estas dos figuras? Porque valen para demostrar, desde dos distintos puntos de vista, en cierto sentido, lo que es esencial para la visión cristiana del hombre moderno. Uno y otro —Don Bosco como verdadero educador cristiano y Pier Giorgio como verdadero joven cristiano— nos indican que lo que más cuenta en tal visión es la persona y su vocación, tal y como fue establecida por Dios. Bien sabéis que es ya muy frecuente por mi parte esta referencia a la persona, porque se trata realmente de un dato fundamental, del que no se podrá jamás prescindir; y al decir persona no pretendo hablar de un humanismo autónomo y circunscrito a la realidad de este mundo. El hombre —conviene recordarlo— tiene en sí mismo un inmenso valor, pero no lo tiene por sí mismo, ya que lo ha recibido de Dios, que lo creó "a su imagen y semejanza" (Gn 1,26-27). ¡Y no hay una definición del hombre adecuada, fuera de ésta! Este valor es como un "talento" y, según la enseñanza de la conocida parábola (Mt 25,14-30), debe ser administrado bien: es decir, este valor de ser hombre, una persona, debe ser administrado bien, esto es, utilizado de modo que fructifique abundantemente. He ahí, jóvenes, la visión cristiana del hombre, la cual, partiendo de Dios Creador y Padre, hace descubrir la persona en lo que es y en lo que debe ser.

3. He hablado de fructificación y me ayuda también en esto el Evangelio, cuando propone —es una lectura que hemos encontrado recientemente en la sagrada liturgia— la comparación de la higuera estéril, que está en peligro de ser arrancada (cf. Lc Lc 13,6-9). El hombre debe fructificar en el tiempo, es decir, durante la vida terrena, y no solamente para sí, sino también para los demás, para la sociedad de la que forma parte integrante. Sin embargo, esta su actuación en el tiempo, precisamente porque él está "contenido" en el tiempo, no debe hacerle olvidar, ni pasar por alto, la otra dimensión esencial suya, la de un ser que está orientado hacia la eternidad; el hombre, por tanto debe fructificar simultáneamente también para la eternidad.

Y si quitamos al hombre esta perspectiva, quedará una higuera estéril.

168 Por una parte, debe "llenar de sí mismo" el tiempo de manera creativa, porque la dimensión ultraterrena no le dispensa ciertamente del deber de obrar con responsabilidad y originalmente, participando con eficacia y en colaboración con todos los demás hombres, a la edificación de la sociedad, según las concretas exigencias del momento histórico en que le toca vivir. Es éste el sentido cristiano de la "historicidad" del hombre. Por otra parte, este compromiso de fe sumerge al joven en una contemporaneidad que lleva en sí misma, en cierto sentido, una visión contraria al cristianismo. Esta anti-visión presenta estas características que recuerdo aunque sea sumariamente. Al hombre de hoy le falta frecuentemente el sentido de lo trascendente, de las realidades sobrenaturales, de algo que lo supera. El hombre no puede vivir sin algo que vaya más allá, que lo supere. El hombre se realiza si es consciente de esto, si se supera siempre a sí mismo, si se trasciende a sí mismo. Esta transcendencia está inscrita profundamente en la constitución humana de la persona. He aquí que, en la anti-visión, como he dicho, contemporánea, el significado de la existencia del hombre queda así "determinado" en el ámbito de una concepción materialista sobre los diversos problemas, como por ejemplo los de la justicia, del trabajo, etc. De ahí surgen esos contrastes multiformes entre las categorías sociales y entre las entidades nacionales, donde se manifiestan los diversos egoísmos colectivos. Es necesario, sin embargo, superar tal concepción cerrada y, en el fondo, alienante, contraponiendo a ella ese horizonte más amplio, que ya la recta razón y, más todavía, la fe cristiana, nos hacen entrever. Así, en efecto, los problemas encuentran una solución más completa; así, la justicia asume su plenitud y se realiza en todos sus aspectos; así las relaciones humanas, excluida toda forma de egoísmo, llegan a corresponder a la dignidad del hombre, como persona sobre la cual resplandece el rostro de Dios.

4. De todo ello se deduce la importancia de esa decisión, que vosotros, jóvenes, debéis tomar. Tomadla con Cristo, siguiéndole generosamente y aceptando sus enseñanzas, conscientes del eterno amor que en él ha encontrado su expresión suprema y su definitivo testimonio. Al deciros esto, no puedo ciertamente ignorar los obstáculos y peligros, por desgracia no pequeños ni infrecuentes, que se os presentan en los diversos ambientes del actual contexto social. Pero no debéis dejaros desviar; no debéis jamás ceder a la tentación, sutil y por lo mismo más insidiosa, de pensar que una decisión así pueda perjudicar a la formación de vuestra personalidad. No dudo en afirmar que tal opinión es totalmente falsa; creer que la vida humana, en el proceso de su crecimiento y de su maduración, pueda ser "disminuida" por el influjo de la fe en Cristo, es una idea que debe rechazarse. Es cierto exactamente lo contrario: así como la civilización resultaría empobrecida e incompleta sin la presencia del factor religioso, del factor cristiano, de igual modo la vida de cada hombre, y especialmente del joven, quedaría incompleta y vacía sin una fuerte experiencia de fe, alcanzada por un contacto directo con Cristo crucificado y resucitado. El cristianismo, la fe, creedme, jóvenes, confiere plenitud y culminación a vuestra personalidad; centrado como está en la figura de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre y, como tal, redentor del hombre, os lleva a la consideración, a la comprensión, al gusto de todo cuanto hay de grande, de hermoso y de noble en el mundo y en el hombre. La adhesión a Cristo no obstaculiza, sino que dilata y exalta los "impulsos" que la sabiduría de Dios Creador ha puesto en vuestras almas. La adhesión a Cristo no debilita, sino que refuerza el sentido del deber moral, proporcionándoos el deseo y la satisfacción de comprometeros en "algo que realmente merece la pena", dándoos, repito, el deseo y la satisfacción de comprometeros así, y previniendo el espíritu contra las tendencias, que hoy surgen con cierta frecuencia en el ánimo juvenil, a "dejarse llevar" o en dirección de una irresponsable o indolente abdicación, o por el camino de la violencia ciega y homicida. Sobre todo —recordadlo siempre—, la adhesión a Cristo será fuente de una alegría auténtica, de una alegría íntima. Os repito, la adhesión a Cristo es fuente de una alegría que el mundo no puede dar y que —como El mismo anunció a sus discípulos— ninguno podrá jamás quitaros (cf. Jn
Jn 16 Jn 22), incluso estando en el mundo.

Esta alegría, como fruto de una fe pascual —y según he dicho esta mañana— fruto "de contacto" con Cristo, como don inefable de su Espíritu, quiere ser la conclusión de mi coloquio de hoy con vosotros. Quiero llegar a esta palabra "alegría". Quiero llegar a esta palabra, porque vivimos la semana pascual. El cristianismo es alegría, y quien lo profesa y lo refleja en su propia vida tiene el deber de testimoniar esa alegría, de comunicarla y difundirla en torno a sí. He aquí por qué he citado estas dos, figuras. Don Bosco: he ido de nuevo a visitar su tumba, y me ha, parecido siempre alegre, siempre sonriente. Y Pier. Giorgio: era un joven de una alegría contagiosa, una alegría que superaba también tantas dificultades de su vida porque el período juvenil es siempre también un período de prueba de las fuerzas.

Como jóvenes, os preparáis a construir no sólo vuestro porvenir sino también el de las generaciones futuras.Y, ¿qué vais a transmitirles? Os debéis hacer esta pregunta. ¿Sólo bienes materiales, con el añadido quizá, de una más rica cultura, de una ciencia más adelantada, de una más avanzada tecnología? O, además de esto e incluso antes de esto, ¿no querréis, quizá transmitir esa superior perspectiva, a que antes he aludido, esos bienes de orden espiritual, que se llaman amor y libertad? Verdadero amor, verdadera libertad, os digo, porque se pueden fácilmente manipular estas grandísimas palabras: amor y libertad. Se pueden fácilmente manipular. En nuestra época nosotros somos testigos de una manipulación terrible de estas palabras: amor y libertad. Hay que encontrar el verdadero sentido de las dos palabras: amor y libertad. Os digo: debéis volver al Evangelio. Debéis volver a la escuela de Cristo. Transmitiréis después estos bienes de orden espiritual: sentido de la justicia en todas las relaciones humanas, promoción y tutela de la paz. Y os digo de nuevo, son palabras manipuladas, muchas, muchas veces manipuladas. Se debe volver siempre a la escuela de Cristo, para encontrar el verdadero, pleno, profundo significado de estas palabras. El necesario soporte para estos valores solamente está en la posesión de una fe segura y sincera, de una fe que abrace a Dios y al hombre, al hombre en Dios. Donde está Dios y donde está Jesucristo, su Hijo, es muy firme ese fundamento; es profundo, es profundísimo. No hay una dimensión más adecuada, más profunda para dar a esta palabra "hombre", a esta palabra "amor", a esta palabra "libertad", a estas palabras "paz" y "justicia": no hay otra, no hay otra que Cristo. Entonces, volviendo siempre a esta escuela, he aquí la búsqueda de esos dones preciosos que vosotros jóvenes debéis transmitir a las generaciones futuras, al mundo de mañana; será con El más fácil y no podrá dejar de lograr su objetivo.

A punto de despedirme de vosotros, deseo elevaros hacia esa visión de trascendente belleza, con la que vuestra vida cristiana adquiera solidez y crezca "de virtud en virtud" (Ps 83,8) y florezca —porque sois jóvenes y debéis florecer— florezca en obras que, incluso para la sociedad terrena, sean premisa y promesa de un porvenir más humano y, por tanto, más sereno. ¡Es el imperativo mayor de esta época nuestra que se hace triste, y será todavía más triste, más trágica si no ve esa perspectiva que solamente vosotros jóvenes podéis darle, a nuestro siglo, a nuestra generación, a nuestra Italia, a nuestro mundo!

Y ahora hagamos venir a los cardenales, a los obispos. Demos la bendición a estos jóvenes. Ea, digamos una oración, el Padrenuestro, y después, después daremos una bendición a todos vosotros aquí presentes, los obispos junto con el Obispo de Roma, hoy peregrino en Turín.

¡Alabado sea Jesucristo! ¡Adiós!





VISITA PASTORAL A TURÍN


A LA CIUDAD DE TURÍN


Plaza Vittorio - Santuario de la Gran Madre de Dios

Domingo 13 de abril de 1980



1. ¡Alabado sea Jesucristo!

Con estas palabras para mí tan queridas y que a vosotros también os son familiares, saludo a Turín, en este encuentro con toda la ciudad y con el mundo del trabajo, en el que culminan la alegría y riqueza espirituales de todos los demás encuentros, y concluye mi estancia de hoy entre vosotros. Con estas palabras os saludo y os llevo a todos en el corazón.

169 Saludo a las autoridades de la provincia y de la ciudad y a las militares; saludó al cardenal arzobispo de Turín, a los obispos del Piamonte, a todo el clero aquí presente, a las religiosas; saludo a la representación del mundo del trabajó, parte importante e insustituible de la economía ciudadana e italiana; saludo a los hombres de la cultura y de la política, en esta ciudad intelectualmente vivaz, profunda y rica de ideas; saludo a los hombres de los mass-media, del espectáculo y del deporte; os saludó a todos vosotros, hermanos y hermanas aquí presentes, tejido conexivo de la vida social cotidiana de la metrópoli; saludo a los jóvenes, mi gozo y mi corona (cf. Flp Ph 4,1), y a todo Turín, en su riqueza humana y en su configuración geográfica, que tengo ante los ojos, en un cuadro que ciertamente no olvidaré jamás.

Es como si tuviera ante mí la historia de vuestra amada ciudad, desde el primer núcleo romano de "Augusta Taurinorum", hasta su desarrollo sucesivo, cuando el anuncio del cristianismo se enraizó y confundió con las vicisitudes de la "civitas" terrena, favorecida en su afirmación por las condiciones ambientales y la innata nobleza y laboriosidad de sus hijos. Rindo honor a la rica y severa tradición cultural y civil de la ciudad: con la irradiación de su universidad, fundada ya en 1404 y de renombre europeo; con la fama de sus instituciones culturales, de sus museos, de sus academias; con el prestigio de sus industrias en todos los campos, testimonio de la laboriosidad e inventiva de sus antepasados; con esa autoridad indiscutible que hizo merecedora a la ciudad del privilegio de llegar a ser, aunque sólo fuera temporalmente, capital de Italia. Es éste el Turín que saludo; el Turín de ayer y de hoy, con su herencia pasada y con sus actuales recursos de inteligencia, de cultura, de actividad en todos los sectores.

2. Es, sobre todo, el alma de Turín la que sale a mi encuentro y que siento latir y fundirse al unísono aquí, ante la Gran Madre. Es un alma humanísima, es decir, con dimensiones espirituales a medida de hombre; es el alma de una población que se ha ido formando en las fatigas, en las pruebas, muchas veces en las dificultades escondidas de una vida sencilla, familiar; un alma emprendedora, inspirada por amplios y estimulantes intereses culturales y espirituales; un alma creativa y también práctica, activa y también tranquila, que ha encontrado expresión en la extraordinaria expansión industrial de la ciudad; un alma abierta, sensible a los valores de la belleza, de la bondad, de la verdad.

Y, dejádmelo también decir, me sale al encuentro el alma cristiana, católica, de Turín, de que son testimonio la difusión del mensaje evangélico en la ciudad y en los valles circundantes, el extraordinario florecimiento de las abadías medievales, la tradición de una ordenada vida parroquial, que ha sido como el soporte de la pastoralidad de la archidiócesis. Esta alma cristiana de Turín se ha manifestado en la fundamental fidelidad a la Iglesia, y en la coherencia entre la vida y la fe; a tal respecto, vienen a la memoria los nombres de laicos que han sabido hacer honor al nombre cristiano en sus deberes profesionales y políticos, como Silvio. Pellico, Cesare Balbo, la marquesa Giulia di Barolo. Esta alma cristiana de Turín ha sentido la presencia de la Iglesia en las transformaciones y en los cambios profundos de la civilización industrial del siglo pasado, ha estado cerca de esta su Iglesia, que ha dado al mundo figuras como la de un Cottolengo, de un Cafasso, de un Don Bosco, de una María Mazzarello. Con esta alma cristiana, Turín ha mirado con simpatía y admiración —incluso desde posiciones opuestas— las obras increíblemente amplias y humanamente inexplicables, a las que esas personas de Iglesia han dado vida, con ayuda de Dios, apoyándolas con generosidad y considerándolas como propias; esa alma de Turín ha demostrado tener una riqueza interior, invisible, que denota una fuente escondida de fe y de caridad, como el venero secreto que hace brotar de vuestros montes el agua que va luego a formar el gran río Po, sobre el que la ciudad asienta sus reales.

3. Sale simultáneamente a mi encuentro el Turín de hoy, surgido de las transformaciones producidas desde finales del siglo pasado hasta estos últimos decenios. Es la realidad de la gran ciudad industrial, con el extraordinario potencial humano y profesional de los hombres —mentes y brazos— que le dan vida, pero también con las ambigüedades, las antinomias, las contradicciones que el trabajo y el mundo obrero llevan consigo, especialmente cuando se ha ofuscado la conciencia social y los valores del Evangelio parecen a veces sofocados por la figura amorfa de la metrópoli que, aun sin quererlo, se hace tentacular y deshumanizada, fría e insensible a los problemas del hombre, del vecino, del "prójimo". Es el rostro, común hoy a tantas ciudades del mundo, de la descristianización actual, que agrava las inevitables tensiones en el ámbito del propio trabajo, con todas sus asperezas y conflictos permanentes. La vida social, aun con las innegables conquistas y mejoras obtenidas, presenta desequilibrios disgregadores del tejido tradicional de la ciudad.

Si en todas las metrópolis industriales existen esos problemas, Turín los ha vivido y los vive de modo peculiar, incluso por el fenómeno verdaderamente impresionante de la inmigración, que ha creado a la comunidad civil y a la eclesial problemas graves, sobre los que he sido informado y que, por lo demás, ya imaginaba. La actual crisis económica, por otro lado, produce temores no infundados sobre la estabilidad del mañana y contribuye a crear en la convivencia, en las empresas, en las familias, un clima de desconfianza y de desinterés. Se han desarrollado fórmulas exasperadas de lucha, que hieren a ciegas, aumentando la sensación de desconfianza, de inestabilidad social y política, de confusión ideológica, para sustituir no se sabe qué, como no sea un principio de violencia que no hace más que crear siempre nuevas violencias. También aquí ese fenómeno aparece especialmente doloroso y preocupante.

Es, por tanto, un cuadro muy complejo el que, en su conjunto, se me presenta hoy: se trata, en el fondo, de tres corrientes características de toda la existencia, sea de la sociedad actual —que tiene en Turín como una especie de expresión emblemática—, sea de la Iglesia, que en la sociedad vive y actúa. Son corrientes coexistentes a la vez una con otra, pero al mismo tiempo en tensión, con agudos contrastes entre sí.

Veo, ante todo, el estrato profundo y espléndido del cristianismo, la corriente espiritual y cristiana que ha tenido también su apogeo "contemporáneo", siempre vivo y presente, como ya he dicho. Pero en ese conjunto han aparecido las otras, bien conocidas, corrientes de una potente elocuencia y eficacia negativa. Por una parte, está toda la herencia racionalista, iluminista, cientifista del llamado "liberalismo" laicista en las naciones del Occidente, que ha traído consigo la negación radical del cristianismo; por otra parte, está la ideología y la práctica del "marxismo" ateo, que ha llegado, puede decirse, a las extremas consecuencias de sus postulados materialistas en las diversas denominaciones actuales.

4. En este "crisol candente" del mundo contemporáneo, Cristo quiere estar de nuevo presente, con toda la elocuencia de su misterio pascual. Su Pascua, que acabamos de celebrar, es la única que puede elevar a perfección al hombre y su actividad; como ha dicho el Concilio Vaticano II, Cristo, con su resurrección, "obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del mundo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin" (Gaudium et spes GS 38).

El Papa ha venido a estar entre vosotros para recordar al mundo de la ciudad y del trabajo moderno esta presencia decisiva e insustituible, fuerte y suave, que plantea interrogantes urgentes a nuestro tranquilo vivir, pero fuera de la cual es inútil buscar soluciones eficaces y duraderas a las crisis que atormentan a ese mundo. El Papa está entre vosotros, como portavoz del mensaje liberador de Cristo. Y, mientras se siente indigno de tan tremenda tarea y se os presenta, por tanto, con la humildad indefensa de su misión únicamente espiritual, es al mismo tiempo consciente del valor de su testimonio, que quiere satisfacer vuestras expectativas actuales. Ese testimonio es como la espada de la Palabra de Dios, que "penetra hasta la división del alma... y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón" (He 4,12); pero es también como el aceite que el buen samaritano derrama sobre las llagas del hombre herido (cf. Lc Lc 10,34).

La ambigüedad de fondo de una sociedad que encuentre solamente en el trabajo la propia razón de ser, sin abrirse a las exigencias de orden humano, espiritual y sobrenatural, separándose de su estrato más profundo, debe hacer reflexionar. Quizá cada uno de vosotros se pregunta preocupado: ¿A dónde va Turín? ¿A dónde irá Turín? El Papa se lo pregunta con vosotros. ¿Hacia una espiral sin salida, de inmanencia, de terrenidad, de desconfianza, de violencia? O, en cambio, ¿hacia un mañana sereno, constructivo, laborioso, fraterno, "a medida de hombre", porque está abierto hacia la realidad humana, porque está abierto hacia la Pascua de Cristo?

170 Vosotros así lo deseáis de todo corazón, y yo con vosotros. Yo estoy cerca de vosotros y entiendo vuestras ansias, vuestros afanes, y tengo que deciros que he venido aquí para dar testimonio de que comprendo y quiero ser solidario con vosotros. He venido entre vosotros en el nombre de Cristo; el Papa ente os habla, a punto ya de abandonar esta ciudad que se le ha presentado en toda su realidad espiritual y humana, religiosa y cívica, os deja sus palabras de reflexión y auspicio, a fin de que todo lo que ha hecho a Turín grande y admirado en el mundo, pueda continuar alimentando la vida y actividades de vuestra comunidad turinesa.

5. El trabajo humano —que aquí en Turín se manifiesta del modo más elocuente y dramático— es una realidad que exalta y celebra la capacidad creativa del hombre. Es su herencia, desde el principio. El libro del Génesis presenta al hombre como encargado directamente por Dios de hacer progresar la tierra y de dominar todas las criaturas inferiores (cf. Gén
Gn 1,28). Como dije a mis connacionales, los obreros de Polonia, "el trabajo es también la dimensión fundamental de la existencia del hombre sobre la tierra. Para el hombre, el trabajo, no tiene solamente un significado técnico, sino también ético. Se puede decir que el hombre "somete" a sí la tierra cuando él mismo, con su comportamiento, se hace señor de ella, no esclavo y también señor y no esclavo del trabajo. El trabajo debe ayudar al hombre a hacerse mejor, espiritualmente más maduro, más responsable, para que pueda realizar su vocación sobre la tierra" (6 de junio, 1979; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 17 de junio, 1979). El trabajo debe ayudar al hombre a ser más hombre. El trabajo, aun con sus componentes de fatiga, de monotonía, de obligatoriedad —donde se advierten las consecuencias del pecado original— le ha sido dado al hombre, antes del pecado, precisamente como instrumento de elevación y de perfeccionamiento del cosmos, como plenitud de su personalidad, como colaboración a la obra creadora de Dios. La fatiga que lleva consigo asocia el hombre al valor de la cruz redentora de Cristo; y en la visual totalizante del Evangelio, se convierte en instrumento para la socialidad entre los hermanos, para la mutua colaboración, para el recíproco perfeccionamiento, incluso ya en el plano de la vida terrena; en una palabra, se convierte en expresión de caridad, en el único amor de Cristo, que debe impulsarnos a buscar los unos el bien de los otros, a llevar los unos el peso de los otros (cf. 2Co 5,14 Ga 6,2). Aquí está la realidad positiva del trabajo y del mundo obrero. Una realidad grande, una realidad hermosa. Aunque yo la expreso con un lenguaje evangélico —es claro que os hablo como apóstol de Cristo— estoy, sin embargo, convencido de que sobre la grandeza, sobre la dignidad del trabajo humano, podemos encontrarnos a través de este lenguaje con todo hombre que busca verdaderamente todas las dimensiones de la realidad humana y busca con toda humildad la auténtica dignidad del hombre; podemos encontrarnos con todos.

De ahí que el trabajo nunca debe ir en menoscabo del hombre. En muchas partes, por desgracia, se comprueba que el progreso técnico no va acompañado por un adecuado respeto del hombre. La técnica, aun siendo admirable en sus continuas conquistas, ha empobrecido frecuentemente al hombre, en su humanidad, privándole de su dimensión interior, espiritual, sofocando en él el sentido de los valores auténticos. ¡Hay que restituir la primacía a lo espiritual! ¡La Iglesia invita a conservar la justa jerarquía de valores! El célebre binomio benedictino "ora et labora" debe ser para vosotros, hombres y mujeres de Turín, mis hermanos y hermanas, fuente indivisible de verdadero acierto, de seguro equilibrio, de humana perfección; la oración debe dar alas al trabajo, purificar sus intenciones, defenderlo de los peligros de la incomprensión y del descuido; y el trabajo debe volver a descubrir, después de la fatiga, la fuerza tonificadora del encuentro con Dios, en el cual el hombre halla toda su verdadera y grande estatura. "Ora et labora". ¡Sí; también tú, Turín, reza y trabaja!

6. ¡Que el trabajo no disgregue a la familia! No podemos dejar de pensar en esa Sagrada Familia de Nazaret, en la que el Verbo, Hijo de Dios y de María, se ejercitó en el trabajo humano, bajo la dirección vigilante y afectuosa del hombre que hacía las veces de padre, San José —patrono de los trabajadores—; ante la mirada de la Madre, Virgen Inmaculada, atareada también Ella en las humildes obligaciones que las atrasadas condiciones de aquellos tiempos dejaban a las mujeres. Cristo niño fue acariciado por las rudas manos de un artesano. Y fue él también obrero, en un misterio de abajamiento que llena el alma de estupor infinito. Si nos preguntamos qué hizo el Hijo de Dios en la tierra durante su vida, durante la mayor parte de su vida, en los 30 años de su vida, tenemos que decir que hizo el trabajo de un obrero, de un carpintero, de uno de nosotros.

¿Cómo no mirar hacia esa Familia, en la que la Iglesia y su liturgia ven la protectora de todas las familias del mundo, sobre todo de las más humildes, de las más escondidas, de las que ganan en el pan de cada día con el sudor y entre fatigas sin cuento? Queridos turineses: que la Sagrada Familia conserve intactos los grandes valores de vuestro apego, de vuestro amor, de vuestra estima por la familia. La familia no solamente es "la primera y vital célula de la sociedad" (Apostolicam actuositatem AA 11), sino sobre todo "santuario doméstico de la Iglesia" (ib.), más aún, "iglesia doméstica" (Lumen gentium LG 11). Así la ha definido el Concilio, y así debe seguir siendo para vosotros, forja de virtudes, escuela de sabiduría y paciencia, primer santuario donde se aprende a amar a Dios y a conocer a Cristo, fuerte defensa contra el hedonismo y el individualismo, cálida y afable apertura hacia los demás. Que, por el contrario, no sea un desierto de almas, un casual encuentro de caminos divergentes, una fonda o —Dios no lo quiera— un simple refugio para comer o descansar y, después, dejarse llevar cada uno por su propia suerte. No; yo encomiendo cada una de vuestras familias a Jesús, María y José, para que, con su ayuda, podáis custodiar siempre esos valores que, nacidos y conservados precisamente en vuestras familias, han hecho estable —más aún, envidiable— el civil florecimiento de vuestra ciudad. Y repito otra vez: he hablado de la familia, he hablado con un lenguaje cristiano, teológico; pero me pregunto, pregunto de nuevo a todos si los valores esenciales de los que se habla, de los que se trabaja, de los que nos preocupamos no son los que nos unen a todos. ¿Quién puede dejar de pedir a la familia humana que sea una auténtica familia, una auténtica comunidad donde se ama permanentemente al hombre, donde se ama siempre a cada uno por el sólo motivo de que es un hombre, esa cosa única, irrepetible, que es una persona? Unámonos todos en la defensa de estos valores y en la búsqueda de su promoción. Unámonos todos. Son los factores humanos los que nos unen a todos, y si yo hablo de estos valores con mi lenguaje apostólico, estoy convencido de que todos me comprenden; de que todos comprenden el verdadero significado, el profundo significado humano de esta preocupación, de este deseo, de este auspicio que quiero dejar a todos, a todo Turín, a cada una de las familias de Turín y a toda vuestra comunidad. Gracias, gracias a todos por este consuelo que me proporcionáis, por este aliento a vivir todavía. Gracias.

7. Una cosa más: que el trabajo no degrade la juventud, que no la defraude en sus tesoros más auténticos: el entusiasmo, el fervor, el interés por un mañana más justo y más respetuoso del hombre. La entrada de los jóvenes en la fábrica, corresponde a veces a un proceso, subrepticiamente facilitado por la mentalidad permisiva predominante, de perversión ideológica, cuando no moral, del comportamiento. Son devastaciones, cuyas heridas no se cicatrizarán ya, en cada individuo y en la sociedad, si no es con fatiga o con la ayuda de personas e instituciones más generosas.

Turín ha estado siempre en la vanguardia en cuanto a la formación profesional de la juventud, que ha corrido parejas con la religiosa y moral; en el pensamiento de todos surge instintivamente la figura de Don Bosco y sus obras, a las que vosotros, ciudadanos, continuáis confiando vuestros hijos. Pero no quisiera olvidar a San Leonardo Murialdo y a sus aprendices, ni la presencia benemérita de todas las demás iniciativas religiosas que, con gran despliegue de hombres y medios, han asegurado a vuestras familias un fuerte y seguro apoyo para la insustituible acción educativa de vuestros hijos. Me complace recordar a los colaboradores, masculinos y femeninos, de las parroquias; a las diversas asociaciones y, especialmente a la Acción Católica, que han realizado aquí una obra muy laudable, continuando una tradición que ha dado figuras radiantes de jóvenes.

¡Que Turín prosiga por este camino! ¡Queda siempre todavía mucho que hacer! En las grandes ciudades, bandadas de muchachos, de jóvenes, quedan frecuentemente sin asistencia por las condiciones de trabajo de sus padres, por la carencia de estructuras sociales y, quizá, por falta de adecuado interés. ¡Cuántos de ellos sabrán resistir a las fáciles tentaciones de la droga, a las fuertes seducciones de la amoralidad e inmoralidad descaradamente exhibida, a los terribles tentáculos de la violencia y del terrorismo! ¡Jóvenes, jóvenes —os hablo a vosotros—: no os dejéis subyugar! ¡Sed generosos y buenos! La sociedad y la Iglesia os necesitan: "quid hic statis tota die otiosi? ¿Por qué estáis todo el día ociosos?", Os repetiré con las palabras del Evangelio (Mt 20,6). Obras sociales y de animación juvenil, misionera, cultural, deportiva, esperan también vuestra aportación. La Iglesia os espera. ¡La sociedad os espera! ¡Cristo os espera! ¡No defraudéis esta nuestra común esperanza! ¡No defraudéis mi esperanza!

8. Por otra parte, el trabajo no debe hacer olvidar a los pobres, a los que sufren. La caridad del Cottolengo ha creado aquí, en Turín, la ciudadela de la caridad y también debo elogiaros por el apoyo que prestáis a esa institución. Es muy buena señal; pues indica que, aun en medio de la agudización de los contrastes sociales y en el cruce de tensiones de diversa índole, el gran corazón de Turín no olvida a los que sufren

Pero el sufrimiento está en medio nosotros, junto a nosotros, en los mismos edificios donde habitamos, quizá escondido, tras un velo de reserva por la vergüenza de pedir. Sucede que la fatiga cotidiana, lejos de embotar la mirada espiritual que descubre las penas y privaciones ajenas, más bien las agudiza, aumenta la sensibilidad, suscita la "simpatía", es decir el "sufrir con otro". Ya sé que en Turín florecieron y sigues floreciendo las Conferencias de San Vicente de Paúl, en las que obreros y estudiantes universitarios, hombres y mujeres de diversas clases sociales, han dado vida a hermosísimas iniciativas de caridad, que hacen un bien inmenso. ¡Que siga siendo Turín, o vuelva a ser, la ciudad de la caridad! Que siga siendo, y vuelva a ser; que conserve su estructura social, su estructura social plena, diferenciada; que continúe siendo la ciudad de la caridad. No podemos encontrar una palabra más plena, que exprese mejor la solidaridad humana, el humanismo, que la palabra caridad.

9. Finalmente, el Papa os desea que el trabajo no narcotice las facultades humanas, ni las embrutezca con el odio que destruye, sin construir nada. Hay que poner un dique al terrorismo que no duerme y que ha hecho de esta ciudad uno de sus puntos neurálgicos. Quizás las desigualdades sociales y otros motivos han podido fomentar una mentalidad crítica, que tiende a borrarlo todo en espera de un porvenir así llamado mejor. Pero, ¿qué porvenir, que porvenir mejor puede construirse sobre el odio que se ensaña ferozmente contra los propios hermanos? ¿Qué futuro puede surgir de una última playa de ruinas y muerte?

171 Yo exhorto y ruego también firmemente a todas las autoridades responsables, y con ellas a los hombres de Iglesia, a esforzarse todo lo posible para eliminar cuanto pueda ser fomento de injusticias, de disparidad, de privilegios inicuos: la Iglesia, ciertamente, no nos exime de abrir los ojos en torno a las injusticias sociales y a los graves problemas diarios de nuestros hermanos, más aún, los denuncia con la fuerza de los antiguos Profetas, con la palabra arrolladora del Evangelio, pero después procura trabajar por cambiar y mejorar la vida humana, esforzándose por mejorar al hombre mismo.

Pero, al igual que en Irlanda, yo proclamo aquí también firmemente, "con la convicción de mi fe en Cristo y con la conciencia de mi misión, y también con la conciencia de mi humanismo, que la violencia es un mal, que la violencia es inaceptable como solución de los problemas, que la violencia es indigna del hombre... Pido con vosotros a fin de que nadie pueda llamar jamás al asesinato con otro nombre que no sea el de asesinato" (29 de septiembre de 1979; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 7 de octubre de 1979, pág. 9).

Nos hallamos todos envueltos en esta obra de persuasión, de clarificación, de mejora; ello exige ciertamente una "conversión" de la mentalidad y la conversión debe pasar a la acción concreta. Pero, ¡ay si no sabemos pensar y decir claramente que no existen mejoras sociales fundadas sobre el odio, sobre la destrucción! El odio engendra la muerte. ¡Debemos, en cambio, ser portadores del bien, apóstoles de la caridad, defensores de la vida! Y en esto debemos estar fuertemente unidos todos. No nos puede dividir ningún aspecto, ninguna ideología, ninguna concepción personal de la vida, del destino humano, porque el problema es claro en sí, el bien y el mal son cosas bien claras en sí y debemos estar profundamente unidos con la más grande solidaridad para vencer el mal con el bien.

10. Me dirijo a ti, Turín, cuya alma, antigua y nueva, gentil y laboriosa, humana y cristiana y católica, he visto hoy salir a mi encuentro y vibrar al unísono conmigo.

¡Sigue tu camino secular de progreso y de paz! ¡La Iglesia está contigo! Lo ha estado siempre con sus Santos Cafasso, Don Bosco, Don Murialdo, Cottolengo; con sus sacerdotes sencillos y buenos que han vivido literalmente el Evangelio, con sus religiosas dedicadas al servicio de los hermanos, con sus seglares mejores, con sus instituciones seculares. No mires con reservas a esta Santa Iglesia que te ama porque ama a Cristo su Salvador, crucificado y resucitado, primogénito entre los hermanos (cf. Rom
Rm 8,29 Col 1,15); y amando a Cristo no puede dejar de amaros a cada uno de vosotros, no puede dejar de amar al hombre porque el hombre representa a Cristo. Y es El la fuente inagotable de su caridad, de su celo, de su heroísmo. La Iglesia está junto a ti, como está junto a cada hombre. Es "experta en humanidad", como dijo el gran Pablo VI, mi predecesor. Ofrece su colaboración en todos los campos: para la elevación del mundo del trabajo, para las iniciativas de la cultura, para las necesidades de la vida social, para las obras de beneficencia. Donde hay un hombre que espera, allí quiere estar la Iglesia a su lado porque descubre en él la huella profunda e inmortal del Creador, que lo hizo a su imagen y semejanza y lo redimió en Cristo.

¡Resurge, Turín, en esta su Pascua que transforma al mundo! Conserva tu alma cristiana, tu alma católica, tu alma italiana, tu alma humana. Sé la ciudad fiel y segura, que Dios vigila, como dijo tu gran obispo San Máximo: "Tunc ergo civitas munita est quanto eam magis Deus ipse custodit: una ciudad está bien defendida cuando es sobre todo Dios quien la defiende. Pero Dios la protege precisamente cuando, como está escrito (cf. Sal Ps 126,1), sus habitantes son todos sensatos, coherentes; humana y cristianamente coherentes. No puede realmente suceder que Dios deje de conservar una ciudad así, en la que encuentra que sus preceptos se cumplen" (S. Maxim Taurin., Serm. 86, 1; ed. Mutzenzbecher, C. Ch. Ser. Lat. 23, Turnholti, 1962, pág. 352). ¿Y podemos dejar de observar estos preceptos si queremos vivir una vida incluso solamente humana?

¡Dios te guarde, Turín!

¡Y tú observa siempre su ley! Dios te recompense Turín por esta hospitalidad que has dado hoy a este Papa Juan Pablo II, el cual ha venido a ti como peregrino.

¡Tal es mi deseo, que encomiendo a la Madre de Dios, a la intercesión de vuestros Santos, a vuestra buena voluntad!

¡Os bendigo a todos, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo!






Discursos 1980 165